LA VENGANZA DEL «THA-YBU»
Lin-Kai, después de haber sido conducido a la caverna marina y haber bebido el filtro verde que le echó en la boca Man-Sciú, cayó en profundo sopor, el cual, sin embargo, no duró más que una hora escasa.
Cuando el joven volvió a abrir los ojos, se sorprendió, como es fácil de imaginar, por encontrarse con los pies atados y por no experimentar en el cerebro aquella pesadez que le impedía concertar el más leve pensamiento.
Los fuertes efectos del filtro rojo, aquel veneno terrible que convierte al hombre más vigoroso y enérgico en un estúpido, más aún, en un idiota verdadero, habían desaparecido por completo y el cerebro estaba libre, aunque algo confuso todavía, como se puede comprender fácilmente.
Lin-Kai se preguntó ante todo si estaba soñando. ¡Tanto le costaba reunir las ideas! Recordaba confusamente haber sido robado por los «Banderas Negras» y «Amarillas», y haber sido embarcado por la fuerza, en un junco de guerra, mandado por Kin-Lung, y haber sido llevado a las islas, y haber bebido un filtro que le había hecho enloquecer. Y nada más. Sólo conservaba un vago recuerdo de un hombre que le hablaba dulcemente, que le había llevado un día a una caverna tenebrosa, pero no conseguía saber quién era.
Y después, ¿qué le había sucedido? ¿Por qué se encontraba en aquel momento solo en el antro marino, cubierto de algas y por qué su cerebro podía, por fin, razonar? ¿Qué había sido de Kin-Lung y Sun-Pao y de sus raptores y de la gentil Perla del Río Rojo, la doncella a la que tanto había amado y que debía hacerle dichoso?
Durante más de una hora estuvo pensando Lin-Kai, esforzándose inútilmente en coordinar sus ideas que, en lugar de aclararse, se confundían cada vez más.
Rumor confuso de voces y blasfemias vino a sacarle de sus pensamientos.
Se acercaban unos hombres. Se oía claramente hablar y rodar guijarros por la tierra arenosa.
Lin-Kai, rotas las cuerdas que le ligaban las piernas, se puso de un salto en pie.
Había reconocido dos de aquellas voces.
—¡Sun-Pao!…¡Kin-Lung! —exclamó con odio invencible—. ¿Qué vendrán, a hacer aquí? ¿Acaso a matarme?
Comprendió por instinto que un grave peligro le amenazaba. Por otra parte, no podría esperar nada bueno de aquellos bandidos que le habían arrancado de las orillas del Río Rojo y que le habían hecho beber aquel filtro que fue causa de un sufrimiento tan largo.
Le acometió el deseo de librarse cuanto antes de aquellos dos hombres; buscó en torno un escondite, pero vio solamente paredes impregnadas de sal que no podía ofrecer refugio alguno.
—Si me encuentran aquí estoy perdido —murmuró—. El mar está a dos pasos. Soy un buen nadador y huiré por allí.
Salió cautelosamente. Aunque la noche estaba oscura, distinguió vagamente sombras humanas que avanzaban por las escolleras y que iban ya a llegar a la peninsulita, en cuya extremidad fue recogida dos horas antes la pobre Man-Sciú.
—Vamos pronto —gritó Sun-Pao—. Si aún se encuentra en la caverna, no nos molestará más. El mar es profundo y no faltan piedras por aquí.
Estas palabras, que llegaron claramente a los oídos del valeroso joven, eran más que suficientes para explicar las intenciones de aquellos bribones.
—Vienen a matarme —murmuró Lin-Kai.
Se deslizó rápidamente hasta el borde de la escollera y se dejó caer en el agua sin hacer ruido alguno.
Sin embargo, Sun-Pao debió de notar algo, porque Lin-Kai le oyó gritar:
—Parece que una lija roza la escollera por allí. ¿No ves nada por allí, Kin-Lung?
—Si es una lija que se fastidie —repuso el capitán de los «Banderas Negras»—. Lin-Kai es el que me corre prisa.
—Pronto le tendremos. Aquí está la entrada de la caverna marina.
—¿Estará durmiendo?
—Es posible.
—Le haremos tomar un buen baño con una piedra al cuello, y los tiburones se encargarán de hacerle desaparecer.
Lin-Kai, agarrado a un saliente de la escollera, casi sumergido por completo, había oído aquellas palabras, pero no se atrevía a moverse por temor de atraer la atención de aquellos bandidos.
Apenas los vio entrar en la caverna, seguidos de los otros dos piratas que llevaban al tha-ybu, se puso a nadar vigorosamente, volviendo la espalda a las islas.
Había visto que enfrente se alzaban algunas escolleras y se dirigió hacia ellas con la esperanza de encontrar, al menos de momento, refugio seguro.
—Allí esperaré a que se vayan —murmuró—. Después ya veremos lo que puedo hacer. Por de pronto salvaremos la piel.
Se había alejado de las islas algunos centenares de metros, cuando vio rastros fosforescentes cruzarse bajo la superficie del mar.
—¡Los tiburones! —murmuró el desgraciado joven, estremeciéndose—. No había pensado en este peligro. ¿Conseguiré llegar a la escollera? ¡Procuraré asustarlos!
No era la primera vez que había desafiado al mar, y conocía muy bien a los tiburones que tanto abundan, en todos los mares tonkineses.
Empezó a agitarse, a palmotear de vez en cuando y a sumergirse.
Los monstruos le habían ya rodeado, pero no se atrevían a tocarle. Eran siete u ocho, todos de enormes dimensiones y probablemente muy hambrientos.
Lin-Kai oía crujir sus mandíbulas y de vez en cuando sentían sus piernas la piel rugosa de aquellos monstruos formidables.
Sin embargo, continuaba avanzando, nadando con un vigor sobrehumano dispuesto a sumergirse a la primera tentativa de ataque.
La escollera estaba, sin embargo, más lejos de lo que había calculado. Ya había pasado media hora y no conseguía verla claramente.
Por momentos se sentía agotarse; acaso hacía muchas horas que nadie le había dado de comer.
—Si dentro de diez minutos no llego allí, estoy perdido —murmuró.
Reunió sus fuerzas y redobló los palmoteos y los movimientos de los pies, pero las olas, que le batían de lado, le retrasaban horriblemente.
De pronto, por un movimiento falso, se hundió en el agua, que le entró en abundancia por los ojos y por la nariz.
Iba a salir a flote, cuando sintió un choque violento.
Un tiburón había intentado cogerle y partirle por la mitad.
Se dejó caer hacia el fondo para librarse de la terrible mordedura del monstruo, y después, con vigoroso empuje, remontó nuevamente a la superficie.
Lanzó un grito de horror.
Los siete u ocho tiburones le habían rodeado y le atacaban, con las enormes bocas abiertas.
—Todo se acabó —murmuró el desgraciado—. Adiós, Sai-Sing, doncella querida.
Después volvió a sumergirse. Había visto vagamente la primera escollera delinearse a corta distancia e intentaba ganarla nadando bajo el agua.
Así recorrió quince o veinte metros, nadando con energía desesperada, hasta que tropezó con, un obstáculo.
Por tercera vez subió a la superficie y sus ojos, aunque estaban cubiertos por un velo, distinguieron una masa oscura que se extendía frente a él.
Era un banco de rocas a flor de agua que estaban delante de la escollera.
Agotado por tantos esfuerzos se dejó caer sobre él como un muerto, mientras los tiburones, furiosos por haberse dejado aquella presa que les parecía tan segura, se alejaban lanzando rugidos.
Un sueño de plomo asaltó de improviso al joven esforzado.
Cuando se despertó, el sol estaba alto. Aún estaba cansado, pero sobre todo tenía hambre.
En torno suyo reinaban un silencio y una calma absolutos. El mar, tranquilo como si fuera de aceite, no enviaba ola alguna contra el banco.
Lin-Kai, tranquilizado por aquella calma, apartó los tallos flexibles de las algas que cubrían la roca y echó una mirada a su alrededor.
A una milla, la isla se delineaba rectamente con las costas altísimas y recortadas; detrás del banco surgía un grupo de escollos aridísimos, sin rastro alguno de vegetación, habitados únicamente por algunas aves marinas.
—¿Qué refugio encontré yo? —se preguntó—. Más hubiera valido que no hubiese dejado la isla de los «Banderas Negras» y «Amarillas». En estos áridos escollos no podré encontrar ni un sorbo de agua ni nada que llevarme a la boca. Tendré que volver a la caverna. No habiéndome encontrado, me creerán muerto. ¿Qué hacer? No puedo hacer más que esperar la noche y procurar apoderarme de cualquier canoa para dirigirme al Río Rojo. Allí debe de estar todavía Sai-Sing con la vieja Man-Sciú. ¡Pobre muchacha, cuánto debe de haber sufrido! Y acaso me crea muerto. ¡Malditos piratas! Habéis querido vengaros de la sangrienta derrota que os causé, pero ya vendrá el día del desquite. Ya que, por un milagro acaso, recuperé el vigor que me quistasteis con vuestro infernal filtro rojo, haré buen uso de él para destruiros a todos.
Después de aquel desahogo, el joven tonkinés se puso a buscar por el banco. Un hambre atroz le torturaba los intestinos y le daba calambres en el estómago.
Afortunadamente para él, aunque todo faltase en aquella escollera, abundaban las almejas.
Recogió gran cantidad y se puso a devorarlas con hambre casi bestial.
Cuando hubo satisfecho el apetito, volvió a sentarse sobre las algas, murmurando:
—Esperemos la noche. Sabré encontrar en las islas una canoa y quién sabe si mañana, si los tiburones me respetan aún, podré ver de nuevo las orillas del Río Rojo y a mi adorada Sai-Sing.
Sun-Pao y Kin-Lung, seguidos por los dos lugartenientes, que llevaban al desgraciado tha-ybu, se metieron en la caverna, como dos fieras, más que seguros de encontrar a Lin-Kai, aún adormilado.
Es fácil adivinar su asombro, y sobre todo su rabia, cuándo vieron que aquella gruía no estaba habitada por nadie. En el suelo había una cuerda, pero de Lin-Kai, ni rastro.
—Sun-Pao —dijo Kin-Lung con acento amenazador— ¿qué burla es ésta? Podías ahorrar el molestarme para que viera una caverna marina.
—¡Una burla! —contestó airado el capitán de los «Banderas Negras»—. Nosotros fuimos los burlados.
—O tú que oíste mal.
—No. Lami oyó igual que yo cuanto la mujer narraba.
—Busca, pues, a Lin-Kai.
—Habrá huido.
—¿Y adónde? ¿No has observado que no existe otro paso para la caverna y que la escollera está cortada a pico? Ni aunque hubiese sido un mono hubiera podido Lin-Kai trepar por esas rocas peladas.
—Se habrá arrojado al agua.
—¿Y los tiburones? ¿No cuentas con ellos? Mira aquellas líneas fosforescentes. No quisiera encontrarme ahí en medio —dijo Kin-Lung.
—Y, sin embargo, estoy seguro de que Lin-Kai ha sido conducido aquí.
—Te han engañado.
—Pero tú, Cantubí, ¿qué has dicho de una traición, y de una caverna marina?
El tha-ybu, que estaba tan sorprendido como los dos piratas por la misteriosa desaparición del joven tonkinés, miró al capitán de los «Banderas Negras», sonriendo irónicamente.
—Habla, viejo maldito —gritó Sun-Pao en el paroxismo del furor.
—No me dejaste tiempo para examinar los astros —repuso por fin el tha-ybu—. Además yo no te había dicho que Lin-Kai estuviese escondido en esta caverna. Hay muchas en las islas, tú lo sabes.
—Indícame, pues, en cuál.
—Sí, si me das tiempo para estudiar los astros.
—Sun-Pao —dijo Kin-Lung que había inspeccionado atentamente la escollera con su lugarteniente— creo que perdemos el tiempo sin provecho alguno. Te digo que la vieja y Sai-Sing, notando que los espiabas se han burlado de ti, y que Lin-Kai hace tiempo que se encuentra en el vientre de los tiburones. ¿No recogimos acaso su sombrero? Te digo que aquel loco se ahogó.
—Si esto fuese verdad, algún día me pagaría la vieja esta burla.
—Si entonces estás aún entre los vivos —dijo Kin-Lung con voz burlona.
—Aún no me has matado.
—Así lo espero.
—Mañana probarás el filo de mi cimitarra.
—Espera que el tha-ybu anuncie el destino de la Perla del Río Rojo.
—Lo hará mañana por la noche —dijo Sun-Pao—. Demasiado tiempo hemos esperado y mis guerreros están impacientes por tener reina.
—Sí, mañana por la noche —repuso el tha-ybu—. Antes de medianoche sabré si la estrella de Sai-Sing declina hacia las islas de los «Banderas Amarillas» o de los «Negras».
—¿La observaste también, esta noche, Cantubí? —preguntó Kin.-Lung.
—Sí.
—¿Hacia dónde parecía inclinarse?
—No lo sé aún: permanecía inmóvil.
—Mi junco de guerra estará preparado.
—También el mío —dijo Sun-Pao.
—Adiós, viejo adivino. Te dejo para que observes las estrellas. Ya estoy harto de esta caverna y de los cuentos de Sun-Pao.
Dicho esto, el capitán de los «Banderas Negras» salió seguido de su lugarteniente, internándose por el estrecho sendero que bordeaba la escollera.
Sun-Pao, que estaba dominado por una rabia furiosa, se acercó al tha-ybu, diciéndole con voz amenazadora:
—Piensa que si haces inclinarse la estrella hacia las islas de los «Banderas Negras» te destrozaré pedacito a pedacito. Sai-Sing debe ser mía.
—No puedo mandar en los astros —repuso el adivino.
—Puedes hacer esto y mucho más. Si esta noche te perdono es porque deseo que decidas la suerte de Sai-Sing en mi favor. Después me dirás dónde está escondido Lin-Kai.
—Si los astros me lo revelan.
—¡Los astros! —dijo Sun-Pao con acento burlón—. Sabes dónde está sin necesidad de preguntarles.
—Te repito que te han engañado y que jamás me ocupé de Lin-Kai.
—Me lo dijo una mujer que igual que tú sabe leer el futuro.
—¿Te lo ha dicho a ti?
—A mí o a otro, poco importa —dijo Sun-Pao—. Yo escuché su confesión.
—Aquella mujer mentía o acaso intentaba comprometerme para sustituirme.
—Me parece que Man-Sciú no tiene el menor deseo de ser el tha-ybu de nuestra tribu.
—¡Man-Sciú! —exclamó Cantubí estremeciéndose—. ¡Y te lo dijo a ti! ¡Imposible! Oíste mal.
—He oído tan bien como Sai-Sing. Adiós, viejo, y recuerda que mañana por la noche decidirás el porvenir de la doncella.
Después Sun-Pao también se marchó, acompañado por Lamí que le esperaba fuera de la caverna.
El tha-ybu, al quedarse solo, se sentó en un peñasco, apretándose la frente con las manos, sumergido en hondos pensamientos.
Cuando despuntó el alba, aún estaba allí, sin haber cambiado siquiera de postura.
Solamente sus ojos se habían fijado en la inmensa extensión del agua que destellaba como si corriesen por debajo de las aguas puntas de oro.
De pronto se estremeció. Acababa de aparecer en lo alto de una ola una forma humana, que desapareció de pronto para volver a reaparecer poco después.
—¿Un náufrago? —se preguntó el adivino—. Y sin embargo, no ha habido tempestad en la noche pasada. ¿De dónde viene el imprudente? ¿Ignora que las aguas de estos mares están llenas de tiburones?
Se había levantado vivamente y miraba con gran atención al nadador, el cual parecía que intentaba dirigirse precisamente hacia la caverna.
De pronto, el tha-ybu se golpeó fuertemente la frente.
—¿Será Lin-Kai? —se preguntó—. Man-Sciú me había prometido que le haría beber el filtro verde para que recobrase la razón. ¿Acaso, al notar la llegada de los piratas, se arrojó al mar para librarse de una muerte cierta? ¿O acaso Man-Sciú, en vez de haberle conducido aquí, donde debimos encontrarle, le desembarcó en otro lugar?
El nadador estaba aún demasiado lejos para que pudiera ser reconocido, y además procuraba sumergirse lo más posible, como si no quisiera llamar la atención de los habitantes de las islas.
Debía de ser muy robusto y muy ágil porque avanzaba con rapidez, hendiendo vigorosamente las olas que le atacaban por todas partes.
—Me retiraré a la caverna —murmuró el tha-ybu—. Si realmente es el prometido de Sai-Sing, viendo aquí a un hombre no se atreverá a acercarse.
Se escondió detrás de un ángulo de la roca, de modo que pudiera seguir viendo igualmente los movimientos del nadador.
No habría transcurrido un cuarto de hora cuando el supuesto náufrago llegó frente a la caverna. Subió con cansancio a la escollera chorreando agua, y entró, dejándose caer pesadamente al suelo como si las fuerzas le hubiesen abandonado de pronto.
Al verle, el tha-ybu no había podido contener un grito de alegría.
—¡Lin-Kai!
El joven, al oír aquella voz, con un esfuerzo supremo se levantó, preparándose a la defensa.
—No temas, héroe de Seúl —dijo el adivino saliendo de su escondite—. ¿No me conoces?
Lin-Kai miró con mezcla de sorpresa y de temor a aquel viejo acartonado y rugoso, y dijo después:
—No recuerdo haberte visto en parte alguna, aunque me parece haber oído antes de ahora tu voz.
—Soy el tha-ybu de los «Banderas Amarillas» y «Negras», el marido de Man-Sciú.
—¡Man-Sciú! ¡La adivina del Río Rojo! ¡Entonces tú debes ser Cantubí! —exclamó el joven en el colmo del asombro—. En tal caso no puedes ser enemigo mío.
—Fui yo quien te salvó de las uñas de aquellos miserables, los cuales habían decretado tu muerte. No puedes acordarte de nada porque entonces no tenía el filtro verde, que había quedado en poder de Man-Sciú.
Lin-Kai permaneció silencioso durante algunos minutos, pasándose varias veces la mano por la frente.
Reinaba aún demasiada confusión en su cerebro para que pudiera comprenderlo todo de pronto. El tha-ybu lo notó.
—Escucha, héroe de Seúl —le dijo dulcemente.
Después, lentamente, para que le entendiese mejor, le contó los acontecimientos tal como habían sucedido desde el momento en que el terrible filtro de los «Banderas Negras» le redujo a la idiotez.
Al acabar, Lin-Kai se había puesto en pie, tembloroso, con los ojos encendidos y el rostro terriblemente alterado por cólera espantosa.
—¡Sai-Sing, mi adorada doncella del Río Rojo, está aquí y aquellos miserables se preparan a disputármela!… ¡Un arma, Cantubí, dame una para que pueda ir a matar a esos miserables!
—No te moverás de aquí —dijo el adivino con voz imperiosa—. ¿Quieres tu muerte? Esta noche los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» no vivirán y se habrá vengado también el tha-ybu. El hermano matará al hermano.
—¿Qué quieren decir tus palabras? —preguntó Lin-Kai.
—Que cuando ambos estén moribundos, les revelaré el secreto que me confió Chan-Sú, el terrible corsario de estas islas al morir en mis brazos.
—No te comprendo. ¿De qué secreto hablas? —Los dos capitanes son hermanos.
—¿Quién, te lo dijo?
—Chan-Sú. Aquel corsario, antes de morir, me reveló que ambos eran hijos suyos: Kin-Lung, legítimo; San-Pao, no, porque había nacido de una esclava birmana que no podía ser su mujer.
—¿Y los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» lo han ignorado siempre?.
—Sí, porque no lo dije nunca a nadie. Esta noche el hermano asesinará al hermano y quedaremos vengados.
—Eres terrible, Cantubí.
—Destruyeron mi felicidad, me cegaron, o mejor dicho, creyeron que me habían cegado; durante diez años he llorado a la mujer que amaba, sin esperanza de volverla a ver.
—¡Y ahora tendrás que llorar a nuestro hijo! —exclamó una voz interrumpida por sollozos—. ¡Sun-Pao le ha matado!
Man-Sciú había aparecido en el umbral de la caverna, desgreñada, con el rostro bañado en lágrimas, envejecida en diez años.
—¡Han matado a Ong! —gritó el tha-ybu con acento desgarrador—. ¡Imposible! ¡Imposible!
—Te lo dice tu mujer —gimió Man-Sciú.
Un alarido de fiera salió de los labios del desgraciado adivino, después giró dos veces sobre sí mismo y cayó en los brazos de Lin-Kai, repitiendo con voz desgarradora:
—¡Mi hijo! ¡Pobre hijo mío! ¡Venganza! ¡Venganza!
El sol se había puesto media hora antes en medio de una nube negrísima, que anunciaba un nuevo huracán, y las tinieblas habían descendido sobre el mar, que se había vuelto tan negro que parecía de tinta.
Algunos relámpagos cruzaban de vez en cuando el espacio descubriendo los dos juncos de guerra de los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas», colocados uno frente a otro.
Todos los marineros estaban sobre cubierta, con las armas en la mano y las mechas de los cañones encendidas, porque sabían que los dos capitanes se iban a disputar ferozmente la futura reina de las islas, tanto que la profecía fuera favorable a uno como a otro.
En la roca, que crecía a pico sobre el mar, y que se elevaba a la extremidad de la aldea, la Perla del Río Rojo, tranquila, impasible, pero con la mirada ardiente, esperaba la llegada del tha-ybu.
A su lado, con los brazos cruzados, con satánica sonrisa en los labios, estaba la vieja Man-Sciú, y delante de ella, rígidos, cimitarra en mano, desafiándose con las miradas llenas de odio, los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas».
Los dos se habían puesto mallas de acero y se habían llenado el cinturón de puñales, cuchillos y pistolones.
Durante el día, varias veces, ya el uno, ya el otro, había ido a la caverna de las salanganas para interrogar al tha-ybu. El adivino se había encerrado en un terco silencio.
Después del ocaso, cuatro hombres, seguidos por otro que llevaba un estandarte de seda negra, se dirigieron a la caverna con un palanquín.
El tha-ybu salió sin pronunciar una palabra.
Al pasar cambió una rápida mirada con la vieja Man-Sciú, como para tranquilizarla, y después se hizo llevar ante la Perla del Río Rojo.
Kin-Lung y Sun-Pao se habían acercado al adivino.
—¿Interrogaste a los astros? —preguntaron a un tiempo.
—Sí —repuso el tha-ybu.
—Decide mi suerte —dijo la Perla del Río Rojo—. Perteneceré al hombre que Gautama me haya designado, puesto que los dos son capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» y obedeceré la decisión del Espíritu Marino.
El tha-ybu avanzó a tientas, aunque viese perfectamente, hasta el borde de las rocas y después, alzando las manos al cielo, gritó con voz poderosa, tanto que la pudieron oír las tripulaciones de los dos juncos:
—Gautama ha hablado. Desea que la reina de las islas se case con el más valiente de los capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas». A través de los párpados veo dos navíos armados, dispuestos a la batalla. Que Kin-Lung y Sun-Pao luchen en combate mortal y la Perla del Río Rojo pertenecerá al vencedor.
Profundo silencio había acogido aquella profecía. Sólo la vieja Man-Sciú dejó oír su risa estridente.
—¡Sun-Pao! —gritó de pronto Kin-Lung empuñando la cimitarra—. ¡Ven a disputarme, si te atreves, la Perla del Río Rojo!
—¡Kin-Lung! —gritó a su vez Sun-Pao—. Mis guerreros están preparados y las mechas de los cañones encendidas. Te mataré y seré el esposo de la reina de las islas.
—¡A las armas!
—¡A las armas!
Los dos capitanes se habían lanzado ya a la escollera que conducía a la playa, mientras la tripulación de los dos juncos prorrumpía en gritos horribles desafiándose con las palabras antes de llegar a las manos.
El tha-ybu se había acercado a la Perla del Río Rojo.
—Un hombre fiel, antiguo prisionero de guerra, te lo conducirá aquí —dijo—. Ya veo una chalupa atracar en la playa.
—¿Quién? —preguntó Sai-Sing.
—Lin-Kai. Asistirá a su venganza y a la mía.
Después se inclinó hacia Man-Sciú, diciendo con voz sollozante:
—Y nosotros vengaremos a nuestro hijo.
—Sí —gimió la vieja.
Alaridos espantosos cubrieron sus palabras. Los dos capitanes se habían embarcado en los juncos y se preparan para el terrible encuentro.
Los dos se habían alejado de la playa para maniobrar más libremente y sus tripulaciones habían encendido todas las linternas monumentales.
Resonó un cañonazo, después otro, después un tercero. La batalla había empezado entre los campeones de las dos tribus. Una batalla sin cuartel.
Tronaban horriblemente los cañonazos y estallaban los mosquetes entre griterío incesante que aumentaba cada vez más.
Las dos naves intentaban atacarse recíprocamente. La de Kin-Lung, mejor manejada, intentaba embestir a la de Sun-Pao bajo la proa y la cañoneaba violentamente haciéndola experimentar pérdidas terribles.
Pero la tripulación de Sun-Pao contestaba gallardamente, tratando de rechazar a los adversarios y de diezmarlos antes de llegar al arma blanca. Humo denso se elevaba sobre las dos naves, llegando a veces hasta el grupo, formado por la Perla del Ría Rojo, por Man-Sciú y por el tha-ybu.
Los palos oscilaban, después caían destrozados con los pendones, velas y estandartes negros que habían sido desplegados, pero no cesaba la rabia de los combatientes.
En medio de aquellos clamores y de aquellas detonaciones, de vez en cuando se oía la voz cavernosa de Kin-Lung o la aguda y punzante de Sun-Pao.
—¡Miserable! ¡Tiembla! —gritaba uno.
—¡Perro! ¡Huye de mí! —gritaba otro.
De pronto los dos juncos se embistieron con estrépito atronador.
El de Kin-Lung había hundido su proa en, la popa del otro abriéndole un boquete inmenso.
En medio del humo y entre el fragor de la artillería, el tha-ybu distinguió vagamente a los hombres de Kin-Lung precipitarse sobre la cubierta de la nave enemiga.
Sonrisa cruel se divisó en sus labios.
—Por fin —dijo.
Los «Banderas Negras» y «Amarillas», después de haberse diezmado de lejos se exterminaban de cerca a golpes de cimitarra, de lanza, de puñal y de cuchillo.
Durante algunos minutos se oyeron alaridos de muerte y gritos de dolor, chocar de armas, estrépito infernal; después reinó un silencio de tumba.
El junco de Sun-Pao se hundía lentamente, mientras el de Kin-Lung, abandonado, era empujado por las olas hacia la playa.
—¿Murieron todos? —preguntó la Perla del Río Rojo, que había asistido impasible a aquel terrible combate.
—No —dijo el tha-ybu que se había acercado al borde de una roca—. Veo una chalupa que se dirige a la playa.
En efecto, una canoa se había separado del junco de Sun-Pao, que estaba a punto de desaparecer, y se acercaba penosamente a la playa. Había dentro algunos hombres.
—He aquí al vencedor que llega —dijo el tha-ybu, empuñando la cimitarra que le presentaba Man-Sciú.
En la chalupa no había más que tres hombres y uno de ellos estaba echado sobre un banco.
Al llegar a la playa, los dos remeros levantaron al tercero y subieron lentamente la escalinata. Igual que su compañero, parecían gravemente heridos y dejaban tras de sí, rastros de sangre.
Se dirigieron tambaleando hacia las rocas y dejaron al compañero ante la Perla del Río Rojo, diciendo con voz casi ahogada:
—He aquí al vencedor.
En el acto cayeron uno junto al otro, como si la muerte los hubiera sorprendido de pronto.
El vencedor era Sun-Pao que había pagado muy cara la victoria. Tenía la malla destrozada y ensangrentada y una espantosa herida le atravesaba el rostro.
El bandido se incorporó pesadamente, apoyándose en las manos y miró a la Perla del Río Rojo, diciéndola:
—Vencí… Eres mía.
De pronto lanzó un grito terrible. Había visto al lado de Sai-Sing al valeroso Lin-Kai.
Con un esfuerzo supremo se levantó sobre las rodillas intentando empuñar el puñal malayo, pero se encontró frente al tha-ybu.
—¡Sun-Pao! —gritó el adivino con voz estridente—. Asesinaste a mi hijo, pero has matado también a tu hermano y has perdido a la Perla del Río Rojo. ¡Muere maldito!
Después, de un golpe de cimitarra le tendió en el suelo, con el cráneo destrozado.
—Nos hemos vengado todos —gritó—. Y los «Banderas Negras» y «Amarillas» se han exterminado entre sí.
La misma noche, Sai-Sing, Lin-Kai, la vieja y el adivino, dejaban las islas en una chalupa guiada por uno de los isleños fieles al tha-ybu, y al día siguiente llegaron a la barra del río.
Un mes después Lin-Kai, completamente repuesto, gracias al milagroso filtro verde que le había sido administrado nuevamente por el tha-ybu y por Man-Sciú, se casaba con la Perla del Río Rojo.
Cantubí es ahora el adivino de Seúl y pasa tranquilamente su vejez al lado de Man-Sciú en una casita cómoda, regalada por Lin-Kai y por su esposa.
Y los «Banderas Negras» y «Amarillas», después de la muerte de sus capitanes, no se han atrevido a presentarse en las costas de Tonkín, por temer demasiado la terrible cimitarra del valeroso Lin-Kai.
FIN