15

EL INTERROGATORIO DEL «THA-YBU»

Un cuarto de hora después, Sun-Pao entraba como una bomba en la habitación de los «Banderas Negras», que se hallaba al otro extremo de la aldea, dentro de una fortaleza defendida por algunos cañones viejos de latón.

Parecía que el capitán de los «Banderas Amarillas» se hubiese vuelto loco de pronto o, por lo menos, presa de una excitación imposible de describir.

Kin-Lung, que no se había acostado, porque le gustaba pasar la noche bebiendo en compañía de sus lugartenientes, al ver entrar a su rival con los ojos enfurecidos, la frente inundada de sudor y el rostro descompuesto, comprendió enseguida que algún acontecimiento extraordinario debía de haber ocurrido para impresionar de tal modo al capitán de los «Banderas Amarillas», hombre poco dado a conmoverse.

—¿Qué tienes, Sun-Pao? —le preguntó, mirándole con asombro, mientras hacía señal a su lugarteniente de que se retirase.

—¿Qué tengo? —exclamó Sun-Pao, cuando se cerró la puerta—. Tengo que decirte que hemos sido engañados y que Lin-Kai no solamente vive sino que está en lugar seguro.

—¿Sueñas o bebiste demasiado esta noche? —preguntó Kin-Lung, que, sin embargo, palideció.

—Tengo pruebas.

—¡Lin-Kai vivo! —exclamó el capitán de los «Banderas Negras».

—Y se quién le libró y quién mató a los hombres que dejaste para que le vigilaran.

—¡Su nombre! —gritó Kin-Lung con ferocidad.

—El tha-ybu.

—¡Imposible! Un hombre viejo, ciego, casi sin fuerzas, no puede haber luchado contra dos hombres fuertes y valerosos.

—Te repito que fue el tha-ybu —dijo Sun-Pao—. Y agrego además que Sai-Sing sabe que Lin-Kai vive.

Una blasfemia espantosa salió de los labios del capitán de los «Banderas Negras» mientras rechinaba los dientes como una fiera irritada.

—¡Explícate, Sun-Pao! —dijo, secándose algunas gotas de sudor frío que corrían por su frente—. Cuéntamelo todo. Enseguida nos ocuparemos de Lin-Kai. ¿Vive aún? ¿Pero por cuántas horas? Le mataré aunque tenga que desafiar las iras de Sai-Sing.

Cuando supo por Sun-Pao lo que había sucedido y lo que había oído, la cólera de Kin-Lung, basta entonces apenas contenida, estalló en forma terrible.

—¡El tha-ybu será el primero que lo pague! —gritó furioso—. Nos pasaremos sin su profecía y Sai-Sing deberá elegir igualmente entre nosotros. Si quieres nos la podemos disputar con las armas en la mano.

—De eso hablaremos después —dijo Sun-Pao—. Ocupémonos antes de hacer desaparecer a nuestro rival porque posee el corazón de Sai-Sing.

—¿No pudiste averiguar dónde se encuentra?

—En una caverna marina, pero ¿en cuál? Ya sabes que hay muchas en las islas que jamás fueron exploradas por nadie.

—Nos lo dirá el tha-ybu —dijo Kin-Lung con resolución.

—¿Y si se niega?

—Sabremos convencerle con argumentos contundentes —repuso el capitán de los «Banderas Negras» con cruel sonrisa—. No perdamos el tiempo y vayamos a buscarle.

—¿Y si obligásemos a Man-Sciú a hablar?

Sai-Sing lo sabría enseguida y a nosotros nos conviene que ignore que sabemos su secreto.

—Eres más listo que yo en las decisiones —dijo Sun-Pao con acento burlón.

—¿Dónde dejaste a tu lugarteniente?

—Me espera abajo.

—Yo llevaré el mío: así iremos con fuerzas iguales.

—¿Desconfías de mí?

—Somos rivales y no se sabe lo que puede suceder —repuso Kin-Lung—. La escollera es peligrosa y un empujón dado en momento oportuno puede romperle a uno las piernas y hasta la cabeza.

—Es verdad —repuso Sun-Pao, siempre burlón.

Kin-Lung llamó a su lugarteniente, un bandido de formas hercúleas y aspecto feroz, que en el cinturón de seda llevaba un verdadero arsenal entre puñales, cuchillos y pistolones, y los tres salieron a la calle, donde les esperaba Lami, tan armado como el otro.

La luna se había puesto y todos dormían en la aldea, de modo que los cuatro bandidos pudieron sin ser vistos, llegar al peligroso sendero que flanqueaba la alta escollera.

Cuando llegaron cerca de la plataforma de la caverna de las salanganas, divisaron al tha-ybu, que daba vueltas como un loco sobre el borde de la roca, inclinándose, de vez en cuando, sobre el abismo.

—¿Así es como consultas a los astros, Cantubí? —preguntó Kin-Lung, con voz airada, presentándose en la plataforma—. Me parece que las estrellas nunca han brillado entre las olas y las escolleras.

El tha-ybu, al ver a los cuatro hombres, que reconoció enseguida, experimentó un estremecimiento de terror. La vuelta repentina de Sun-Pao, acompañado por el capitán de los «Banderas Negras» no le parecía de buen augurio.

Sin embargo, sofocó la angustia que torturaba su corazón, producida por la incertidumbre de la suerte reservada a Ong y a Man-Sciú y repuso con voz tranquila:

—El tha-ybu interroga a los astros y también al mar. ¿De qué te quejas? ¿No salieron siempre verdad mis profecías?

—Es verdad —repuso Kin-Lung, con sardónica risa—. Dudo, sin embargo, que llegues a adivinar cuanto yo quiero saber.

—¿A quién corresponderá la Perla, del Río Rojo? —preguntó Cantubí—. En ese caso te diré lo que hace poco decía a tu rival.

—No se trata ahora de la futura reina de las islas —repuso, Kin-Lung con voz dura—. Quisiera saber de ti, que adivinas tantas cosas, dónde ha huido Lin-Kai, porque a nuestro regreso no le encontramos en el sitio en que le habíamos dejado.

El tha-ybu se estremeció y pensó para sus adentros:

—Alguien me ha hecho traición —sin embargo, fingiendo gran sorpresa, dijo—: Lin-Kai no puede haber huido. Un hombre que ha bebido el filtro rojo no tiene fuerzas para alejarse.

—Y, sin embargo, mató a sus guardianes.

—¿Él? ¡Imposible!

—Entonces habrá sido otro —dijo Sun-Pao, interviniendo—, y tú, que eres el adivino de la tribu, debes descubrirlo.

—Necesitaré antes interrogar a los astros —repuso Cantubí— y pasarán algunas noches. Ahora estoy ocupado en estudiar la estrella que ha de decidir la suerte de la Perla del Río Rojo y que es la que más de cerca os toca.

—Te engañas, viejo —dijo Kin-Lung—. La suerte de Lin-Kai es la que nos interesa conocer ahora. Es mejor saber en qué caverna marina se ha escondido.

El tha-ybu en aquel momento experimentó un escalofrío que no pasó inadvertido a los dos bandidos.

—Cantubí —dijo Sun-Pao con acento burlón—. Parece que tiemblas.

—Siento, en efecto, frío —repuso el desgraciado adivino.

—¿Frío o miedo?

—¿Miedo? ¿Y de qué? —preguntó el tha-ybu, procurando, con un esfuerzo superior, presentarse tranquilo.

—¿Sabes lo que dicen de ti en las islas?

—¿Que soy un adivino?

—Sí, pero que eres un hábil farsante —dijo Kin-Lung.

—Explícate.

—Dicen que has asesinado dos hombres.

—¡Yo! —exclamó el tha-ybu.

—Dos «Banderas Negras» —prosiguió Kin-Lung.

—¡Un ciego! ¿Y cómo hubiera podido matar a dos hombres si me hicisteis saltar los ojos?

—Y, sin embargo, tenemos la prueba.

—¿Quiénes son los dos hombres?

—Los que vigilaban a Lin-Kai, o, mejor dicho, los que estaban encargados de dejarle morir lentamente de hambre —dijo Kin-Lung.

Cantubí se secó con el revés de la mano algunas gotas de sudor frío que le bañaba la frente, y después dijo, con suprema energía:

—Los que te lo han dicho son viles calumniadores que juraron mi perdición. ¡Asesinar yo a dos hombres!… ¿Cómo podría dejar esta caverna si estoy ciego? Ningún tha-ybu podría hacerlo aunque le protegiese Gautama y el Espíritu Marino. Los que te lo han dicho son miserables. Dime quiénes son y lanzaré sobre ellos un maleficio tal, que les haré morir antes de ocho días.

Los cuatro bandidos se miraron, asustados por aquella amenaza terrible, pero Kin-Lung que era el más cruel, era también el menos supersticioso, y dijo de pronto:

—Deja los maleficios sobre los que nos lo han contado y sobre los que te han acusado; tú, con toda tu ciencia, no conseguirás saber nunca quiénes son. Dime, en cambio, dónde has escondido a Lin-Kai.

—Nunca he visto a Lin-Kai —dijo Cantubí.

—¿Lo niegas?

—Sí.

—¿Y afirmas que no le has raptado?

—Soy ciego, lo sabes, y jamás dejé esta caverna.

—Sabremos arrancarte lo que escondes —dijo Kin-Lung.

—¿Te atreverás?

—Espera. Vas a verlo. Hizo una señal a los dos lugartenientes.

No había pasado un minuto cuando el desgraciado viejo yacía en el suelo arrastrado por las manos de hierro de los dos piratas.

—¿Quieres decirnos, dónde has escondido a Lin-Kai? —preguntó Kin-Lung.

—Te he dicho que no le he visto nunca, porque soy ciego, y los que contaron que le dejé escapar son miserables calumniadores que quieren perderme.

—Recoged algas —dijo Kin-Lung.

Lamí se adelantó a la escollera y cogió un brazado de algas secas que colocó debajo de los pies del tha-ybu.

—¿Me quieres atormentar? —preguntó Cantubí con, voz lastimera.

—Quiero que confieses —dijo Kin-Lung fríamente.

—Entonces puedes matarme, porque yo no puedo decir lo que no sé.

—Lo veremos —repuso Kin-Lung, haciendo una señal a los dos lugartenientes.

Lamí extrajo de la cintura el eslabón y el pedernal y dejó caer algunas chispas sobre las algas. Un humo, denso al principio, se extendió; después una llama vivísima envolvió los pies desnudos del desgraciado adivino.

—¡Confiesa! —dijo Kin-Lung fríamente.

Cantubí lanzó un grito agudísimo, pero apretó los labios y se mordió la lengua.

—Echa más algas —dijo Kin-Lung, volviéndose a Lami—. El viejo no lo resistirá y hablará. Si se obstina le coceremos los pies.

La flama comenzaba a quemarle la planta del pie.

—¿Hablarás? —dijo Kin-Lung inclinándose hacia él.

—No sé nada. Soy un pobre ciego —rugió Cantubí.

—Y, sin embargo, nosotros tenemos la prueba de que sabes dónde está escondido Lin-Kai.

—No es verdad.

—Piensa en que si te obstinas en negarlo, te quemaremos vivo. Cantubí lanzó otro alarido aún más desgarrador que los anteriores. Un olor nauseabundo de carne quemada se esparcía por el aire. Sun-Pao agarró al adivino por el brazo y le sacó de la llama.

—Confiesa, terco —le gritó—. Sabemos que unas personas han llevado a Lin-Kai a una caverna.

—¡Personas!…

—Sí —exclamó el tha-ybu—. Habéis sido traicionados.

—¡Por fin! —exclamó Kin-Lung—. ¿Por quién?

—No lo sé aún. Pero lo sabré si me dejas tiempo de interrogar los astros.

—¿Son nuestros hombres?

—Sí —repuso Cantubí, que había adoptado una resolución desesperada—. Una estrella que vengo observando hace algunas noches me ha revelado una traición.

—¿Y dónde le han conducido?

—A una caverna marina.

—¿A cuál?

—Aún no lo he podido saber, pero debe encontrarse en esta isla.

En aquel momento, Lamí lanzó un grito:

—Capitán —exclamó volviéndose hacia Sun-Pao.

—¿Qué tienes? —preguntó el pirata.

—¿Recuerdas aquella hendidura que observamos cerca de la escollera?

—Sí —exclamó Sun-Pao, extrañado por la pregunta.

—Allí la recogimos…

—¿Y crees…?

—Iba a buscarle, estoy seguro.

—La…

—Silencio, capitán, no pronunciemos el nombre delante del tha-ybu.

—¡Mil tiburones! ¡Tienes razón, Lami! Kin-Lung, le encontraremos.

—¿A quién? —preguntó Kin-Lung.

—A Lin-Kai.

—¿Sabes tú, pues, dónde se encuentra?

—No, pero tengo una sospecha.

—¿Dónde está la caverna?

—Cerca de aquí.

—Vosotros —dijo Kin-Lung a los lugartenientes—, apoderaos de este hombre y seguidme. Los «Banderas Negras» y «Amarillas» echarán de menos a su tha-ybu. Este hombre es un miserable, pero nosotros le haremos pagar cara su traición.

—No hice traición a nadie —gimió el desgraciado adivino.

—Ya sabemos bastante de ti —repuso el implacable Kin-Lung—. Te encerraremos en la misma caverna marina y veremos si sabes salir y si los astros te amparan. Vamos, Sun-Pao.

—Te precedo —repuso el bandido, mientras Lami arrastraba al tha-ybu con sus brazos robustos—. Estoy seguro de no equivocarme.