EN LA ESCOLLERA
Sun-Pao, al salir de la caverna del tha-ybu, fue presa de un acceso de furor tan grande que poco faltó para que no volviera a destrozar el cráneo al adivino que se había atrevido a decirle que la estrella de la Perla tendía a inclinarse hacia las islas de su rival.
Únicamente le refrenó el temor de encontrarse con el espíritu de Lin-Kai, porque, como ya hemos dicho, aquel bandido era tan supersticioso como todos los tonkineses, los cuales creen en la aparición de almas y fantasmas.
Sentía, sin embargo, en el corazón el ansia de dar una lección al ciego que suponía favorable a Kin-Lung y al que creía capaz de ejercer influencia en los astros. La idea de suprimirle, para impedirle pronunciar su predicción, se aferraba obstinadamente a su cerebro.
—Aunque muriera —murmuraba, continuando por el estrecho sendero que flanqueaba la enorme escollera—, la Perla del Río Rojo tendría que elegir. En caso de que se negara, sabría decidirla, aunque tuviese que apelar a la violencia. Más vale muerta que esposa de aquel perro de Kin-Lung.
Así murmurando, llegó a la mitad del sendero, cuando llamó su atención un ligero batir de remos.
Se volvió hacia sus hombres, que también se habían detenido, inclinándose sobre la escollera para oír mejor.
—Lami —preguntó al más viejo de los cuatro, que había ocupado el puesto del difunto Laos—, ¿no oyes un ruido de remos sobre el agua?
—Sí, capitán —repuso el nuevo lugarteniente de los «Banderas Amarillas».
—¿Quién, puede a estas horas haberse alejado de la aldea? ¿Diste órdenes de que nadie saliera de la rada?
—Sí, antes de nuestra salida.
—¿Acaso sea Kin-Lung que se dirija adónde está el tha-ybu para interrogarle? Sería una magnífica ocasión para romperle el cráneo con uno de estos peñascos —murmuró el bandido—. Muerto él, me río yo de las predicciones del tha-ybu.
Se inclinó sobre la escollera, que sólo tendría unos quince metros de altura y miró fijamente.
La oscuridad era tan densa que no se podía distinguir nada. Pero se veía una estrecha cinta de plata que podía ser la estela de un tiburón nadando en una zona de agua saturada de moluscos microscópicos, denominados noctilíneos, que producen la fosforescencia.
—¿Qué crees que es, Lami? —preguntó Sun-Pao.
—Debe de ser una barca —repuso el lugarteniente.
—¿Y tripulada por quién?
—No se distingue nada, capitán.
—Viene hacia nosotros —murmuró Sun-Pao—. No puede ser más que Kin-Lung.
Quedó un momento perplejo, pero enseguida tomó una determinación.
—Si no es él, tanto peor para el que sea —murmuró.
A pocos pasos había un montón, de peñascos movibles, caídos acaso de lo alto de la escollera, durante una de las tempestades tan frecuentes en aquellas regiones.
—Ayudadme —dijo a sus hombres.
—¿Qué quieres hacer, capitán? —preguntó Lami.
—Hundir la chalupa con los que van dentro —repuso Sun-Pao—. ¿Estás cierto de que ninguno de los nuestros dejó la rada?
—Ya sabes que ninguno hubiera sido capaz de desobedecerte.
—Mira la estela plateada que se dibuja debajo de nosotros. ¡Arrojad esos peñascos!
Los cinco se apoyaron sobre el montón y con un empujón irresistible lo arrojaron sobre la escollera.
Los peñascos rodaron con horrible estrépito y cayeron al mar, levantando inmensas olas de agua fosforescente.
En el mismo momento un alarido salió de debajo de la escollera, seguido de una voz de mujer que gritaba a voz en cuello:
—¡Han matado a mi hijo! ¡Asesinos!… ¡Malditos!
Sun-Pao había dado un paso atrás lanzando una exclamación de asombro. Reconoció la voz que había gritado: «¡Han matado a mi hijo!».
—¡Man-Sciú! —exclamó—. ¿La habré matado? ¿Adónde iba la vieja a estas horas tan avanzadas? ¡Lami, bajemos!
—Por aquí es imposible —dijo el lugarteniente.
La escollera estaba cortada a pico.
—Busquemos por otro sitio.
—Conozco un sendero. Ven, capitán.
Corrieron ansiosos por saber si la vieja había sido herida por algún peñasco.
Después de aquel grito, ningún otro rumor había turbado la tranquilidad del mar: parecía que la vieja se hubiese hundido con la chalupa en que iba.
Mientras corría detrás del lugarteniente, Sun-Pao se preguntaba ansiosamente el motivo que tendría la adivina para ir por la escollera, en vez de encontrarse al lado de Sai-Sing, y cuál podía ser aquel hijo que nunca había visto.
—Aquí se encierra un misterio que es necesario descubrir —murmuraba—. ¿Será acaso la vieja, igual que el tha-ybu, favorable a Kin-Lung y desempeñará alguna misión misteriosa por cuenta de mi rival?
—Hemos llegado, capitán —dijo el lugarteniente, deteniéndose delante de una abertura profunda—. Por aquí podemos descender.
Se pararon un momento para escuchar y después, no oyendo nada, se metieron por aquella hendidura aferrándose a las puntas de las rocas para no rodar al mar.
Aquel peligroso descenso fue llevado a cabo sin incidentes, más rápidamente de lo que puede describirse, dada la extrema agilidad de los idos hombres.
Al llegar abajo se encontraron en una especie de cornisa que se prolongaba siguiendo la escollera, ora alejándose, ora estrechándose tanto que no había sitio material para poner el pie.
Avanzaron con precaución por aquel paraje, por encima de la escollera, para no ser arrastrados por las olas que venían a romperse contra la playa con prolongados mugidos, botando y rebotando sin cesar, y llegaron a una diminuta península, la cual penetraba en el mar algunos centenares de metros.
Más allá de la playa se alargaba y se encogía una hendidura que aparecía penetrar en alguna caverna submarina.
Apenas habían notado aquel abrigo que se abría en la escollera, cuando oyeron lamentos en la extremidad de la peninsulita.
—Hay alguien que se lamenta —dijo el lugarteniente.
—¿Acaso sea Man-Sciú? —preguntó Sun-Pao—. Vamos a verlo.
Avanzaron apretándose unos contra otros por ser la peninsulita muy estrecha y estar constantemente barrida por las olas. Al llegar al cabo vieron una forma humana echada sobre un macizo de algas, que a veces quedaba cubierto por la espuma.
Sun-Pao, que precedía a sus compañeros, se inclinó y la cogió en brazos.
—¡La vieja Man! —exclamó—. No me había engañado. ¿Qué ha venido a hacer aquí esta vieja? Tengo curiosidad por saberlo.
La adivina se había desmayado y por la cabeza le corría un hilo de sangre. Debió recibir en el cráneo algún fragmento de roca.
—¿Habremos hundido la barca? —preguntó Lami.
—Seguramente —repuso Sun-Pao—; veo flotar sobre las olas algunos trozos de madera.
—¿Qué venía a buscar aquí la adivina?
—Eso es lo que quisiera saber.
—Hagamos que recobre el conocimiento, capitán.
—Vendémosla primero la cabeza.
Uno de los piratas se quitó la faja de seda amarilla que rodeaba su cintura y rodeó con ella varias veces la cabeza de la pobre mujer, conteniendo la sangre.
—Ahora llevémosla a la aldea —dijo Sun-Pao.
La cogió entre sus brazos robustos y volvió a subir por la escollera, llegando felizmente al sendero.
—¿No la interrogas? —preguntó Lami cuando estuvieron arriba.
—¿Y crees que contestaría la verdad? —repuso Sun-Pao, que se quedó pensativo durante algunos segundos.
—¿La volverás al lado de la Perla del Río Rojo sin saber por qué motivo dejó la aldea de noche? Aquí hay algo que puede interesarte, capitán.
—Así lo creo yo también —dijo Sun-Pao—. A menos que no fuese a ver al tha-ybu.
—Hubiera ido por el sendero. Ya sabes que la escollera sobre la cual está la caverna del tha-ybu es inaccesible…
—Es verdad, pero esta vieja no te dirá nunca la verdad.
—¡Ah! De todos modos la sabré.
—¿De qué modo?
—Ya lo verás.
Man-Sciú seguía desmayada, pero ciertos estremecimientos que recorrían su cuerpo hacían presumir que su desmayo iba a durar poco.
Sun-Pao, al notarlo, la puso en brazos de uno de sus hombres, diciéndole:
—Llévala a casa de Sai-Sing y no la digas que fui yo quien la recogió. Si te pregunta cuéntala que la encontraste desmayada sobre aquel escollo, mientras estabas buscando cangrejos de mar.
—¿Debo preguntarle lo que hacía en la escollera? —preguntó el pirata.
—Es inútil. Lo sabré igualmente. Ven, Lami.
Habían llegado a la aldea.
En torno de la grácil casa, puesta a disposición de la Perla del Río Rojo, ardían aún numerosas hogueras; pero los «Banderas Negras» y «Amarillas» dormían a pierna suelta tumbados alrededor.
Sun-Pao y Lami pasaron silenciosamente por entre los centinelas y se acercaron a la casa, escondiéndose detrás de un emparrado de plantas trepadoras.
Una ventana del piso bajo estaba iluminada y la luz emergía por entre los agujeros de la estera colorada que servía de persiana.
—Es la habitación de Sai-Sing —dijo Sun-Pao al lugarteniente—. Lo oiremos todo.
Alzó un poco la estera e hizo un gesto de sorpresa. La Perla del Río Rojo no se había acostado aún y paseaba por la habitación con alguna nerviosidad.
—¡Ah! —murmuró el bandido—. Lo sospechaba.
La Perla del Río Rojo, en efecto, no se había acostado aún. Esperaba, presa de mortal angustia, la vuelta de Man-Sciú, paseando nerviosamente por la espléndida habitación iluminada por una linterna enorme de talco, que hacía destellar los bordados de oro de los tapices.
Desde que la vieja, aprovechando el sueño de los «Banderas Negras» y «Amarillas» partió, la doncella no había tenido un momento de reposo. Sabía que había ido a ver al tha-ybu, a combinar la venganza tanto tiempo preparada y la libertad de Lin-Kai, y aquellos pensamientos la impidieron cerrar los ojos un solo instante.
Aun sin pensar en la venganza, la hubiera bastado la idea de que el prometido, a quien tanto amaba, llorado ya por muerto, estaba a punto de ser aniquilado por los dos capitanes de los «Banderas», para desvelarla a pesar de las fatigas del viaje.
Era más de medianoche y la angustia de la Perla del Río Rojo había llegado al más alta grado cuando vio aparecer ante sus ojos de improviso a la vieja Man-Sciú.
¡Pero en qué estado regresaba aquella pobre criatura!… Tenía los ojos extraviados, como si se hubiera apoderado de ella súbita locura, con el rostro terroso, amarillento casi, manchado de sangre y el traje empapado en agua.
Apenas entró en la habitación, la desgraciada, que respiraba penosamente, como si hubiera hecho una larga caminata, se dejó caer sobre una alfombra, gimiendo sordamente.
La Perla del Río Rojo se precipitó hacia la vieja y lanzó un grito terror.
—Man-Sciú —exclamó—. ¿Quién te redujo a tal estado? ¿Qué te ha sucedido?
—¡Miserable! ¡Miserable!… —gemía la vieja—. ¡Lo esperaba!… ¡Allí!… en el sendero del abismo… ¡Ong!… ¡Pobre hijo mío!… ¡La maldición pesa sobre mí!…
—¡Cuenta, dímelo todo!… ¿Lin-Kai? —gritó la joven—. ¿Le han matado?
La vieja, que parecía enloquecida por un dolor repentino, se quedó callada, mirándola con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Han matado a Ong! —dijo por fin, con un hipo espantoso—. Estábamos cerca de la caverna marina… pocos pasos más y Lin-Kai estaba a salvo… cuando cayeron sobre la chalupa unos peñascos… Los miserables, sospechando de nosotros, o por espíritu de maldad o creyendo que íbamos a ver al tha-ybu, quisieron matarnos… Ong… Mi pobre Ong… Le mataron a mi vista… Cayó a mis pies con el cráneo destrozado. ¡Perla del Río Rojo!… ¡Véngame!
—Explícate, Man-Sciú —dijo la doncella, que no llegaba a comprender todas aquellas frases inconexas.
Llenó una copa de arak y obligó a la vieja a bebérsela.
Calmándose un poco, Man-Sciú, después de sollozar y de llorar, le contó la visita hecha al tha-ybu.
La llegada repentina de Sun-Pao y la fuga a través de la galería para dejar a salvo a Lin-Kai.
—¿Has visto, pues, a mi prometido? —exclamó Sai-Sing con ojos en los que brillaba alegría infinita.
—Sí, le vi y le condujo a la chalupa. El tha-ybu le había librado de sus guardianes.
—¿Y después? ¡Man-Sciú, cuenta…, cuenta!…
—Nos habíamos embarcado —continuó la vieja, después de una larga pausa—. Marchábamos cautamente, procurando ir pegados a las rocas para que no pudiera descubrirnos el maldito Sun-Pao que velaba en el sendero para espiar al tha-ybu. Creo que ya tenía la sospecha de que Lin-Kai, en vez de haber muerto, estaba escondido en la caverna de las salanganas. Habíamos ya llegado a pocos pasos de la sexta escollera, sobre la cual se abría el escondrijo señalado por el tha-ybu, cuando cayó sobre nosotros una tempestad de peñascos. Sun-Pao y los suyos debieron oír el rumor de nuestros remos y sospechando algo intentaron matarnos.
—Cayó un peñasco y me hirió de rechazo, después cayó otro sobre el cráneo de Ong, que se desplomó salpicándome con su sangre sin exhalar más que un grito… después no sé lo que sucedió. Me encontré en el agua, porque la chalupa quedó destrozada; después, en la caverna marina, junto a Lin-Kai. ¿Cómo pudimos llegar hasta allí? No podía decírtelo, Perla del Río Rojo. ¿Me ayudó Lin-Kai? Acaso no llegue a saberlo nunca.
—¿Quedó herido mi prometido? —preguntó Sai-Sing con angustia.
—No; pudo escapar a aquella lluvia de peñascos, quedando perfectamente incólume.
—¿Me lo juras?
—Por Gautama.
—¿Y Ong?
—Fue devorado por los tiburones, pero ya había muerto —sollozó la vieja.
—¿Conoce Sun-Pao aquella caverna?
—No; y además está tan oculta por plantas trepadoras y montones de algas que nadie conseguiría encontrarla.
—¿Estás segura de que Sun-Pao no os ha reconocido?
—La noche era oscura, porque hacía ya rato que la luna se había puesto —repuso Man-Sciú—. Ni siquiera puede haber visto la chalupa.
—¿Y has dejado solo a Lin-Kai?
—Le até para impedirle que abandonase aquel escondite. Me dejó hacer sin oponer la menor resistencia. Después le eche en la boca un narcótico y le adormecí. Ya sabes que en mi cintura llevo siempre frascos de veneno y filtros.
—¿No correrá peligro de ser descubierto?
—No, te repito, Perla del Río Rojo. Está allí más seguro que en la caverna del tha-ybu. ¡Ah! ¡Pobre Ong! ¡Malditos sean todos estos bandidos!
—¿Y cómo llegaste aquí?
—Me trajo un pescador de cangrejos de mar que me recogió en la escollera a pocos pasos de la caverna.
—Es necesario advertir al tha-ybu —dijo Sai-Sing después de breve pausa—. Tiemblo por Lin-Kai. ¿Si aquel pescador, sospechando algo, descubriese la caverna?
—¿Y a quién enviar al tha-ybu, ahora que Ong ha muerto? —gimió la vieja.
—Tú, Man-Sciú.
—¿Cuándo?
—Mañana por la noche.
—¿Podrás prolongar la decisión del tha-ybu? Sun-Pao y Kin-Lung están impacientes por conocer tu suerte.
—Cederán a mis deseos —repuso la doncella con suprema energía—. Ve a acostarte Man-Sciú, bien lo necesitas.
La vieja, que parecía mantenerse en pie por un verdadero milagro de equilibrio, se dejó caer sobre el pavimento.
Sai-Sing la levantó y la llevó a su propio lecho, murmurando conmovida:
—¡Pobre mujer! ¡Pero la Perla del Río Rojo te vengará!