13

EL «THA-YBU» DE LA CAVERNA

El sol se había puesto ya hacía algunas horas, cuando de la casa ofrecida por los dos capitanes a la Perla del Río Rojo salieron con precaución dos formas humanas, pasando silenciosamente entre los guerreros adormilados junto al fuego, medio apagado.

Eran la vieja Man-Sciú y su hijo Ong. Habían esperado prudentemente que todos durmieran en la ciudad, temiendo que Sun-Pao y Kin-Lung sospecharan algo de aquella salida nocturna.

Al salir de la aldea, Ong, que servía de guía a su madre, se había dirigido hacia la costa occidental, que es elevadísima y está llena de cocoteros, cuyas hojas hacían aún mayor la oscuridad.

—¿Recuerdas el camino? —preguntó la vieja cuando estuvieron tan lejos que ya no podían ser oídos por nadie.

—Sí, madre —repuso Ong—. Aunque sólo he ido una vez a la caverna, sé dónde está.

—¿Tendremos que andar mucho? Mis piernas no son robustas.

—Media hora escasa.

—¿Dormirá el tha-ybu?

—Me han dicho que por la noche vela siempre. Pretenden que, aunque le hayan vuelto ciego, sigue mirando las estrellas.

—¡Monstruos! —murmuró la vieja con odio—. ¿No les bastaba habérmele robado? ¿Tuvieron también que quitarle la vista?

—¿Qué te pasa, madre? —preguntó Ong sorprendido.

—Nada, rapaz. Eras entonces demasiado joven, para que puedas recordarlo.

—¿A quién?

—Al tha-ybu.

—¿Le vi cuando yo era niño?

—Sí, Ong y has saltado sobre sus rodillas.

—¿El adivino? ¿Habitaba con nosotros?

—En nuestra cabaña, pero entonces estábamos en Seúl, la patria de la Perla del Río Rojo. ¿No te acuerdas de un río muy hermoso que corría delante de nuestros campos, a cuyas orillas te llevaba frecuentemente a jugar?

—Recuerdo, madre —repuso el joven—. Debe de haber pasado mucho tiempo.

—Diez años.

—¿Y el tha-ybu vivía con nosotros?

—Sí, y ya su fama de adivino era grande entonces. Venían mandarines y hasta príncipes de los países más lejanos a preguntarle y nunca se equivocaba en sus predicciones. Su celebridad fue la que le perdió y me hizo a mí desgraciada.

—¿Por qué, madre?

—El tha-ybu de las islas de los «Banderas Negras» y «Amarillas» había muerto. Las tribus pidieron otro. Kin-Lung y Sun-Pao habían oído hablar del que vivía con nosotros y decidieron, raptarle. Una noche sus barcas subieron el río, invadieron nuestra casa y se lo llevaron, dejándonos a ti y a mí solos, sin nada, porque los bandidos antes de partir lo saquearon e incendiaron todo.

—¡Kin-Lung y Sun-Pao! —exclamó Ong apretando los dientes—. ¿Por qué no me lo dijiste antes, madre? En vez de enrolarme en sus banderas hubiera intentado matarlos.

—Habría perdido al hijo, después del marido.

—¡El marido!… ¿Has dicho?… —dijo Ong parándose.

—Sí, el tha-ybu es tu padre, Ong —dijo Man-Sciú con emoción profunda.

—¡Madre! ¡Explícate!…

—Un día nos encontramos en las orillas del río Rojo —prosiguió Man-Sciú haciendo señal a Ong de que siguiera andando—. No era entonces un tha-ybu, sólo un pobre lanzu sin fortuna, un desgraciado como yo, deforme y además hambriento. Conmovida por su estado miserable, le acogí en, mi cabaña, y nos amamos. Éramos felices, y Gautama había bendecido nuestra unión dándonos un hijo: tú, Ong. Con el transcurso de los años la fama del antiguo lanzu fue aumentado y ya no se hablaba más que del tha-ybu. Vinieron los guerreros de los «Banderas Negras» y «Amarillas» y me lo robaron, destrozando mi felicidad para siempre. Antes no había oído hablar de Sun-Pao ni de Kin-Lung ni de sus islas. Obligada por la miseria, puesto que nuestros campos y nuestra casa fueron quemados, huí hacia las montañas de Seúl donde encontré abrigo y protección junto al padre de Lin-Kai. Por aquellos montañeses pude averiguar el nombre de los raptores de mi marido y el lugar al que le habían conducido. Te hice enrolar bajo las banderas de los dos capitanes para tener noticias de él y preparar mi venganza.

—¿Quién cegó a mi padre? —preguntó el joven con acento feroz.

—Los dos capitanes. En nuestro país dicen que los ciegos de nacimiento o por cualquier accidente son los mejores adivinos y pueden leer mejor que los demás en el gran libro del destino. Por esto, Sun-Pao y Kin-Lung no dudaron en quitar la vista a tu padre, pasando por delante de sus ojos la hoja enrojecida de un cuchillo.

—¡Le vengaré! ¿Verdad, madre?

—Y vengaremos también a Lin-Kai, cuyo padre nos recogió y nos dio de comer durante muchos años.

—Madre, me han dicho que fue el tha-ybu el que se opuso a la muerte de Lin-Kai. ¿Sabía que estabas agradecida al padre del desgraciado?

—Le hice advertir por un montañés que cayó prisionero de los «Banderas Negras» en los últimos combates.

—¿De modo que sabe que vives?

—Y que espero una ocasión, propicia para vengarle y libertarle. Por eso uní mi suerte a la de la Perla del Río Rojo.

—¿Y está lejano el día? Odio a muerte a Sun-Pao y a Kin-Lung y si quieres, les mataré. Sé que tú, como los «Banderas Negras», posees filtros. Dame uno y envenenaré su comida.

—Sería una muerte demasiado dulce —repuso Man-Sciú. El castigo será más terrible, especialmente cuando entablen la lucha para disputarse a la Perla y el vencedor sepa que el muerto era…

—¿Quién?

Horrible mueca contrajo los labios de la vieja.

—Es un secreto que pertenece a tu padre y a mí. Lo sabrás únicamente el día en que Kin-Lung haya matado a Sun-Pao o éste haya matado al otro.

La vieja calló no contestando ya a las preguntas de Ong. Apretaba el paso, invitando a su hijo a precederla para no caer en las numerosas hendiduras que rodeaban la elevada orilla.

Seguían una muralla de rocas que dejaba hacia el medio un pequeño saliente bordeando el mar.

Debajo se oían las olas estrellarse con estrépito, y entre la espuma se veían las bocas luminosas de los tiburones.

Ong había cogido una mano de la vieja y la sujetaba fuertemente por temor de que perdiese el equilibrio y se precipitase al abismo.

Después de recorrer unos doscientos metros se detuvo delante de una pequeña explanada de pocos metros de extensión.

Sentado sobre una roca, con las piernas colgando en el vacío, estaba un hombre inmóvil, con el rostro vuelto hacia la luna que brillaba espléndidamente, reflejándose en el mar.

Era pequeño como Man-Sciú y deforme, con la cabeza gruesa, como Ong, y casi completamente pelada, con una barba larguísima, que al final se entrelazaba como la de ciertos fakires de la India, y muy blanca.

Llevaba puesto un manto de tela oscura, con caracteres escritos en blanco y figuras y letras indescifrables, y suspendida del cuello una bolsa de piel que acaso contenía objetos de magia.

—El tha-ybu —dijo Ong, que se había detenido al extremo de la explanada.

—Quédate en el sendero, hijo —dijo la vieja—. Más tarde vendrás a abrazar a tu padre.

Avanzó silenciosamente hacia la roca y al llegar junto al adivino, le echó los brazos al cuello con arranque apasionado y le dijo con voz dulce:

—¿El tha-ybu del Río Rojo no conoce ya a su mujer que hace tantos años que le llora? ¿No recuerda ya a Man-Sciú?

El tha-ybu había lanzado un grito. Con gesto rápido se quitó el manto, mostrando su cuerpo casi esquelético y cogió con las dos manos la cabeza de la vieja, mirándola fijamente el rostro, con aquellos ojos que parecían haber perdido la luz.

—¡Man-Sciú! ¡Mi mujer! —exclamó sollozando.

—¡Gautama sea bendito!

Aquellos dos seres desgraciados permanecieron largo tiempo abrazados sin decir palabra. Sólo salían de sus labios profundos sollozos.

—Sí, eres mi Man-Sciú —dijo finalmente el tha-ybu—. Te veo y los años no borraron de mi memoria tu rostro.

—¿Me ves? —exclamó la vieja.

—Te veo —repitió el tha-ybu.

—¿No te cegaron los miserables?

En vez de contestar, el adivino atrajo a su pecho, por segunda vez, a vieja, preguntándole con voz temblorosa:

—¿Qué ha sucedido a nuestro hijo, Man-Sciú?

—Vive aún.

—¿Podré un día volverle a ver?

—Más pronto de lo que crees.

—¿Y quién te condujo aquí? ¿Quién te hizo atravesar los mares? ¡Diez años sin oír tu voz! ¡Cuántos sufrimientos en tan largo tiempo! ¡Mí pobre Man-Sciú, que felicidad experimento en estos momentos!

—Vine aquí con los «Banderas Negras» y «Amarillas» para acompañar a una muchacha.

—¿La Perla del Río Rojo?

—¿Qué es lo que sabes?

—Sabía que los dos capitanes habían partido para ir a buscarla. Era la prometida de Lin-Kai, el hijo del hombre que te había recogido y protegido después de mi rapto. ¿No es verdad, Man-Sciú?

—Sí.

—¿Sai-Sing le cree muerto?

—No; sabe que fue robado por los dos capitanes que le hicieron beber el filtro rojo y hemos venido aquí para salvarle y para vengarnos de los dos miserables. ¿Podremos librarle de Kin-Lung y de Sun-Pao? Vine a verte ante todo para preguntarte qué debemos hacer.

—¿Qué temes?

—Que le maten.

—Un joven me dijo que los dos capitanes habían embarcado para apoderarse de la Perla del Río Rojo y yo, previendo que aquellos dos piratas a su regreso no dudarían en matar a Lin-Kai, he tomado mis precauciones.

—¡Tú!…

Lin-Kai está seguro y todos creen que se ha ahogado —dijo el tha-ybu.

—¿Y fuiste tú quien le salvaste?

El tha-ybu alzó los párpados que parecían cubiertos de profundos cardenales y enseñando a Man-Sciú los ojos, le dijo:

—Creyeron dejarme ciego, pero veo aún. Al pasarme por delante de los ojos el hierro candente que debía abrasármelos, cayeron abundantes lágrimas de mis ojos. Aquel velo fue suficiente para salvarme la vista. Me fingí ciego y me dejé conducir a esta caverna que ves. Me privaron de ver la luz porque, como sabes, los tha-ybu que no ven son los que mejor adivinan el futuro.

—¿Cómo pudiste ayudar a Lin-Kai? —preguntó Man-Sciú.

—Supe el sitio en que Kin-Lung le había secuestrado, Aprovechando la ausencia de los dos capitanes, hace tres noches, bajé a la playa, me apoderé de una canoa, y me dirigí a donde se encontraba el desgraciado joven. Había jurado recompensar la buena acción, que su padre llevó a cabo contigo y con nuestro hijo. Desembarqué sin que nadie me viese. Los guardianes y Lin-Kai dormían en la cabaña. Sorprendí a los dos «Banderas» y los apuñalé con sus propias armas, y me llevé al prisionero después de haber tenido el cuidado de dejar su traje y su sombrero en la escollera.

—¡Si alguien te hubiese visto! —dijo Man-Sciú, estremeciéndose—. ¿Y si sospechan de ti?

—¿De un ciego? Puedes estar tranquila. Nadie me vio jamás atravesar el sendero que bordea el mar, empresa imposible para un ciego.

—¿Y dónde está ahora Lin-Kai?

—Ven, Man-Sciú —dijo el tha-ybu.

La cogió por la mano y la hizo atravesar el espacio libre. Al extremo se abría un agujero profundo y oscuro del que salía un tufo insoportable. Era la caverna de las golondrinas salanganas que le servía de asilo.

Encendió una lámpara formada por media cáscara de coco llena de algodón embreado y entró en el antro.

Ante aquella luz inesperada, millares de gráciles aves, semejantes a golondrinas, que construían sus nidos en los huecos de las peñas, comenzaron a volar desordenadamente por la amplia caverna, cuyas bóvedas eran altísimas.

El tha-ybu, sin preocuparse del terror que se había apoderado de las aves, se introdujo en una galería lateral que avanzaba en medio de la pared granítica y entró en una segunda caverna más pequeña que la primera, con el suelo cubierto de arena fina y de hojas secas.

En un ángulo un joven bellísimo, de formas arrogantes, con la cabellera larga, negrísima y rizada, estaba echado sobre un montón de hojas de plátanos que parecían recién cortadas.

Hasta durmiendo vagaba por sus labios una sonrisa de imbecilidad.

—¿Le ves? —preguntó el tha-ybu.

—¡Lin-Kai! —exclamó la vieja—. ¡Pobre joven!…

—Nadie sospechará que se encuentra aquí —dijo el adivino—. Esta segunda caverna comunica con el mar, y todos ignoran su existencia.

—¿Sigue estando loco?

—Sí, pero es una locura tranquila: el filtro rojo no hace sufrir más que cuatro horas. No se acuerda de nada. Es como un animal, como una planta que vegeta. Se extinguió su memoria. Continuaría impasible aunque le colocases frente a la Perla del Río Rojo.

—Del incendio libré tus filtros, incluso el verde, que es el antídoto del rojo.

Un rayo de esperanza iluminó las muertas pupilas del tha-ybu.

—Entonces le haremos huir y le curaremos —dijo.

—¿Cuándo?

El tha-ybu iba a contestar, cuando oyeron, fuera un silbido, seguido después de un alarido que parecía de un lobo viejo.

Man-Sciú se estremeció.

—Es la señal de alarma de Ong —dijo.

—¡De nuestro hijo!… —gritó el tha-ybu.

—Él fue quien me condujo aquí.

—¡Quiero verle!… ¡Quiero verle!…

Ong entraba en aquel momento en la caverna exclamando:

—¡Madre! ¡Madre!

Man-Sciú y el adivino se precipitaron al corredor.

—¿Qué quieres, Ong? —preguntó la vieja.

—Hay hombres que avanzan por el sendero —repuso el joven—. Los he…

No pudo acabar. El tha-ybu le había estrechado entre sus brazos llevándole cerca de la lámpara.

—¡Mi hijo! —exclamó—. Este encuentro me compensa de tantos años de padecimientos.

Man-Sciú, que se había dirigido a la salida de la caverna, volvió rápidamente hacia adentro.

—Es Sun-Pao, que viene —dijo.

El tha-ybu se separó bruscamente de su hijo.

—¿Qué viene a buscar aquí el maldito? —rugió—. Será el primero que muera.

—No viene solo, padre —dijo Ong.

—Y además la venganza no sería completa —dijo Man-Sciú.

—¡A la caverna de Lin-Kai! —ordenó el adivino.

Man-Sciú y Ong desaparecieron en la galería tenebrosa en el mismo momento en que Sun-Pao aparecía en el umbral de la caverna, escoltado por cuatro guerreros fieles.

—¿Quién viene a interrumpir las meditaciones del tha-ybu? —preguntó el adivino con cólera—. La noche se hizo para mí desde el día en que mis ojos no pudieron ver la luz del sol.

—Soy yo; Sun-Pao —repuso el capitán—. Vine porque te necesitaba.

El tha-ybu repuso con, un gruñido que indicaba su mal humor por aquella visita inesperada.

—¿Interrogaste a los astros esta noche? —preguntó el bandido.

—Sí; y he descubierto, a través de mis párpados, una estrella que brillaba con luz intensa sobre nuestra isla.

—¿La de la Perla del Río Rojo?

—Sí.

—¿Declinaba hacia mis islas o hacia las de Kin-Lung?

—Permanecía inmóvil.

—¿Qué significa?

—Que basta ahora Gautama no ha decidido que la Perla sea esposa tuya o de Kin-Lung.

—Sé que eres el mejor y el más famoso adivino de Tonkín, y que puedes interrogar a placer al Espíritu Celeste y aun al Marino. Debes saber hacia qué lado se inclinará la estrella y acaso hasta obligarla a ello.

—Puedo predecirte hacia qué lado se inclinará, pero nada más.

—Entonces, dímelo.

—¿Lo quieres? —preguntó el tha-ybu.

—Sí. Así, al menos, si la suerte me es contraria, podré prepararme para disputar al perro de Kin-Lung la Perla.

—Se inclinará hacia la isla de aquél a quien llamaste perro.

Un alarido feroz, que más parecía rugido de tigre furibundo, salió del pecho del bandido.

Desenvainó la cimitarra y se lanzó sobre el tha-ybu, gritando:

—¡Maldito brujo! No predecirás más el porvenir.

Iba a partirle el cráneo, cuando se oyó en el corredor un rugido amenazador.

Sun-Pao, que era decidido y valiente, era sobre todo supersticioso y temía al misterioso poderío de los lanzu y de los tha-ybu.

Al oír el rugido se detuvo, mirando con terror hacia la galería oscura.

—¿Por qué no hieres? —preguntó el tha-ybu en tono burlón.

—¿Quién está ahí dentro? —preguntó Sun-Pao, castañeteándole los dientes.

—Hace poco vi en aquella galería un espíritu.

—¿Cuál?

—El de Lin-Kai.

Sun-Pao retrocedió palideciendo intensamente.

—¿Te habló? —preguntó temblando.

—Sí, vino a verme para decirme que se prepara a vengarse…

—¡Si Lin-Kai ha muerto!

—¡Eh! —dijo el viejo adivino, moviendo la cabeza—. Algunas veces los muertos, por voluntad de Gautama, vuelven, a la tierra y, además, ¿quién te ha dicho que ha muerto?

Kin-Lung y yo hemos encontrado la prueba de su suicidio.

—¿De modo que era realmente un alma en pena la que vagaba hace poco por esa galería?

—¡Oh! ¡El alma! —exclamó Sun-Pao—. Te dejo en su compañía porque no me hace gracia tratar con muertos. Buenas noches, tha-ybu y recuerda que tendré la vista fija en ti.

Dicho lo cual, Sun-Pao salió de la caverna y se internó por el sendero seguido por sus hombres, desapareciendo entre las rocas.

En cuanto se hubo alejado salió Ong de la caverna con la cimitarra desenvainada.

—Padre —dijo—, estaba preparado para matar al miserable, y a estas horas no viviría si mi madre no me lo hubiese impedido.

—Hizo bien, tu madre en detenerte, Ong —repuso el tha-ybu—. Los guerreros de Sun-Pao te hubieran asesinado.

—¿Y si te hubiese matado?

—No se atreve. Quería sólo asustarme. Estaba seguro.

—Y en cambio, yo le asusté a él —dijo Man-Sciú—. ¿Creyó que aquel alarido lo enviaba el alma de Lin-Kai?

—Temo lo contrario, Man —repuso el tha-ybu—. Es supersticioso, pero también es astuto. Temo que intente sorprenderme. ¿Oíste sus últimas palabras?

—Sí, Cantubí.

—Velará y me hará velar.

—¿Habrá sospechado que Lin-Kai está refugiado aquí?

—Lo supongo.

—¿Si volviera con otros a visitar la caverna?

—Llegaría demasiado tarde. Dentro de media hora la luna se habrá velado y nosotros pondremos a salvo a Lin-Kai. Si le encontrara aquí le mataría sin piedad, a él y a todos nosotros. Ong va a vigilar el sendero que costea el precipicio, y tú, Man, sígueme.

Mientras el joven salía, el tha-ybu volvió a entrar en el corredor, después en la segunda caverna y con una sacudida despertó a Lin-Kai.

El joven levantó la cabeza, echando en torno una mirada sin expresión, deteniéndola en el adivino. Una sonrisa de idiota se dibujó en sus labios.

—¡Levántate! —ordenó el adivino en tono imperioso. Lin-Kai pareció hacer un esfuerzo supremo para comprender el sentido de aquellas palabras. Después se levantó lentamente.

—¿Te comprende? —preguntó Man-Sciú, mirando con profunda compasión a aquel joven, antes hermoso, orgullo de su tribu y ahora reducido a aquel estado miserable.

—Sí —repuso el adivino—, pero necesito mirarle fijamente. Obedece más a mis ojos que a mis palabras.

Se acercó a un ángulo de la caverna y empujó vigorosamente un peñasco, haciéndole correr por una especie de estrías.

Un soplo de aire fresco y húmedo, impregnado de emanaciones salinas, salió por aquel agujero.

El tha-ybu cogió a Lin-Kai por una mano, hizo señal a Man-Sciú de que alzara la lámpara y se internó por aquel agujero, cuyo suelo, lleno de ovas secas, descendía rápidamente.

—¿Adónde le llevas?

—Este pasadizo conduce a la playa —repuso el adivino.

—¿Y después?

—Escondí la barca que me sirvió para libertar a Lin-Kai y que había robado en la aldea de los «Banderas Negras». Irás con Ong y con el loco.

—¿Y tú?

—No puedo alejarme. Sun-Pao puede volver de un momento a otro y si no me encuentra, sospechará de mí.

—¿Y adónde conduciremos a este pobre joven?

—A doscientos pasos de este pasadizo hay una caverna marina que sólo yo conozco y cuya salida cubren espesos matorrales. Allí le llevaréis. Dile a Ong lo que tiene que hacer para encontrarla.

—¿Y quién estará aliado de Lin-Kai? La Perla del Río Rojo me espera.

—Quedará Ong. Tú, que sabes remar como un barquero del río Rojo, volverás siguiendo la costa. No te aconsejo que vuelvas por el mismo sendero. Sun-Pao no debe de haberse alejado.

Continuaron descendiendo, inclinándose, de vez en cuando, para no tropezar con la cabeza contra la bóveda, que seguía siendo cada vez más baja. Fragor ensordecedor producido por el batir de las olas se prolongaba por la galería, despertando el eco.

Finalmente se encontraron sobre una escollera de pocos metros de extensión. En torno rugía el mar salpicándola de espuma.

—Aquí estaremos al abrigo —dijo el tha-ybu—. Nos encontraremos bajo el sendero que bordea el precipicio y allí, en aquel agujero, está escondida la barca. Es ligera y bastará un empujón para botarla.

Puso las manos sobre los hombros de Man-Sciú, contemplándola durante algunos minutos a los últimos rayos del astro nocturno que en aquellos momentos se ponía tras los mares.

—Mañana se pronunciará la profecía —dijo—. Se lo dices a la Perla del Río Rojo y la añadirás que puede estar tranquila.

—¿En quién recaerá la elección? ¿En Sun-Pao o en Kin-Lung?

Sonrisa siniestra vagó por los labios del adivino.

—Hace diez años espero mi venganza —dijo con voz sorda—. La mía será más terrible que la que tú imaginaste. Conozco a Sun-Pao y a Kin-Lung y a sus guerreros. Mañana pronunciaremos la destrucción de esos bandidos.

—¿Es, pues, verdad el secreto, que me confiaste por medio del montañés que fue tu mensajero?

—Sí.

Kin-Lung y Sun-Pao son…

—Silencio, Man-Sciú. Hasta mañana por la noche.

Imprimió sobre su frente rugosa un beso y volvió por el mismo camino. Ong le esperaba en la caverna.

—Padre —dijo el joven—, no te engañaste. Sun-Pao vigila el sendero.

—¡Ve con tu madre y haz cuanto te diga! Encontrarás el escondrijo una vez pasada la sexta caverna, allí donde veas que las paredes de basalto se encogen. Rema silenciosamente y espera que la luna acabe de ponerse. No olvides que Sun-Pao está en el sendero y que podría oírte.

—Seré prudente, padre.

—Cuando hayas conducido a tu madre a la aldea, volverás junto al loco y velarás por él. Mañana por la noche todo habrá acabado. Nosotros regresaremos a la tierra de nuestros padres, que hace diez largos años que no veo, y volveré a ver nuestro Río Rojo, en cuyas orillas amé a tu madre y…

Se interrumpió. Extraña conmoción truncaba su voz.

—Ong, hijo mío —dijo sollozando—. ¿Acaso no habrán terminado mi tormento y mis desgracias? Ayer interrogué a los astros y mi estrella estaba oscura.

—¿Qué temes aún, padre? —preguntó el joven.

—No lo sé. Y sin embargo, presiento que otra desgracia está cercana. ¡Malditos!…¡Pobres de vosotros!… ¡Seré implacable!…

Estrechó con fuerza al joven entre sus brazos, abriendo los párpados, casi consumidos por el calor intenso de la cimitarra candente; después se separó bruscamente, volvió a salir a la galería, atravesó de nuevo las dos cavernas y se sentó otra vez en el escollo con las piernas colgando en el vacío.

Escuchaba con el aliento suspenso, tembloroso, y mirando al mar, que se había vuelto sombrío. Hacía algunos momentos que a luna había desaparecido y oscuridad profunda envolvía la superficie líquida y las siete islas de los «Banderas Negras» y «Amarillas».

Pasaron pocos minutos. De pronto un alarido atravesó las tinieblas. Parecía el grito de un hombre que muere.

El tha-ybu se puso en pie, con el rostro transfigurado y los ojos saliendo de las órbitas:

—¡Desgracia! ¡Desgracia! —gritó—. ¡Sun-Pao, maldito seas!