COMBATE FEROZ
Kin-Lung furioso por haber perdido tres hombres antes de empezar el combate dio orden a los «Banderas Negras» de que se echaran a tierra, para ni exponerse a las flechas envenenadas de los isleños que no eran menos peligrosas que los tiros de Ong y su rival.
Cuando les vio echados detrás de los matorrales y de los peñascos en que desaparecía el declive de la colina, dio orden de avanzar, arrastrándose, protegiéndose con un fuego graneado.
Sun-Pao, advirtiendo aquella maniobra, comprendió de pronto que hubiera sido más prudente retirarse a la caverna, donde al menos él y sus aliados hubiesen estado a cubierto de los disparos de sus adversarios.
Los «Banderas Negras», no menos irritados que su jefe por las pérdidas experimentadas, habían empezado a disparar furiosamente, apuntando a los bordes de la excavación para impedir a los «Banderas Amarillas» y a sus aliados que pudieran salir.
Las balas caían tan cerca que Sun-Pao, asustado, había dado orden a sus compañeros de no presentar blanco.
—Nos conviene refugiarnos en la caverna —dijo el jefe de los isleños—; no podremos permanecer mucho tiempo aquí.
—Eso me parece a mí —dijo el salvaje, que había disparado tres flechas inútilmente—. Entre las paredes de la caverna podremos hacer frente a tus enemigos mucho tiempo.
—¿Y si consiguen forzar el paso y entrar? —preguntó Sun-Pao, cuya inquietud iba en aumento.
—Hay la piedra al extremo de la galería. Con un empujón vigoroso la haremos encajar, y nadie podrá entrar en la caverna.
—Pero quedaremos prisioneros y moriremos de hambre y de sed sin tener víveres ni agua.
—Te he dicho que la caverna tiene dos salidas.
—Entonces retirémonos antes de que mis enemigos lleguen aquí. Aprovechando un momento en que el fuego de los guerreros de los «Banderas Negras» disminuía, Sun-Pao, Ong y los cuatro isleños abandonaron rápidamente aquella especie de trinchera y se refugiaron en la averna.
Los piratas de Kin-Lung, viéndoles lanzarse a través de la hendidura, les saludaron con una descarga, pero ya era demasiado tarde; Los atacados atravesaron a la carrera el corredor y llegaron a la primera caverna.
Sai-Sing, que continuaba sentada sobre la roca, al verlos llegar, se levantó.
—¿Llega? —preguntó.
—Sí —repuso Sun-Pao—, y dentro de poco estarán aquí si no les cerramos el paso.
—Haz lo que mejor te parezca, aunque empiezo a dudar que puedas librarte de tu rival.
—Le mataré —gritó Sun-Pao con voz temblorosa—. No soy ningún niño. Amigos, ayudadme a cerrar el paso.
Ong y los cuatro isleños se precipitaron al inmenso peñasco, empujándolo furiosamente.
Siendo casi redondo, después de tres o cuatro sacudidas, comenzó a rodar por la galería y fue a chocar contra la hendidura contra la hendidura cerrándola herméticamente.
La galería estaba en pendiente y el peso del peñasco era tal que no podía haber fuerza humana que lo hiciera salir de nuevo.
—Ahora —dijo Sun-Pao, volviéndose hacia el jefe—, guíanos a la otra salida. Mientras mis enemigos pierden el tiempo empujando el peñasco, nos salvaremos en los bosques.
—Seguidme —dijo el isleño.
Se dirigió primeramente hacia un hueco y sacó de un escondrijo algunas ramas resinosas.
—¿Algunas veces fue habitada esta caverna? —preguntó Sun-Pao—. Estas antorchas vegetales no se habrán escondido solas.
—Aquí se refugiaba mi tribu cuando desembarcaban piratas chinos para proveerse de agua y de fruta —repuso el jefe.
Encendió una de aquellas ramas que ardía casi como una vela, por estar saturada de resina, y después de atravesar la primera caverna entró en una segunda, que era tan espaciosa que no se veía el extremo opuesto.
Enormes columnas sostenían de trecho en trecho la bóveda y junto a las paredes de la derecha se oía el rumor de un arroyuelo.
El isleño, que debía de conocer aquella caverna al dedillo, continuó internándose una veintena de metros, rompiendo de vez en, cuando maravillosas estalagmitas que estorbaban el paso, y llegó a una tercera caverna más pequeña y que se estrechaba considerablemente.
También ésta, como la primera, estaba alumbrada, por un rayo de luz que se filtraba a través de una hendidura de la bóveda.
Al llegar al final, el jefe se metió en un corredor, pero a los pocos pasos se detuvo lanzando un grito de cólera.
—¿Has pisado alguna serpiente? —preguntó Sun-Pao, empuñando la cimitarra.
—Lo hubiera preferido —repuso el isleño.
—¿Qué pasa, pues?
—Que la salida ha sido tapada y que estamos prisioneros.
Horrible imprecación salió de los labios del capitán de los «Banderas Amarillas».
—¡Imposible! —exclamó.
—¡Mira!
El isleño se dirigió al extremo de la galería y le enseñó el peñasco enorme que cerraba la hendidura.
—¿Quién pudo habernos encerrado? —preguntó Sun-Pao furioso.
—No lo sé.
—¿Habrán sido mis enemigos?
—No es creíble que hayan llegado hasta aquí. O este peñasco se ha desprendido accidentalmente y rodando desde la colina ha venido a parar aquí, u otros isleños lo han colocado.
—¡Así revienten esos imbéciles! —gritó Sun-Pao—. Intentemos moverlo.
Sus hombres se apoyaron todos contra el peñasco, empujándolo con todas sus fuerzas, pero no consiguieron, más que hacerlo oscilar levemente.
Piedras, rocas, dificultaban, a no dudar, la salida de aquel bloque de roca.
—¡Encerrados! ¡Sepultados en vida! —exclamó Sun-Pao que sentía su frente bañada en sudor frío.
Un espantoso ataque de rabia se apoderó de él. Durante cinco minutos el pirata vomitó una serie de maldiciones hasta que, sin aliento, se calló. Los cuatro isleños, asombrados ante aquel estallido de rabia, no se habían atrevido a hablar. Ni Sai-Sing había abierto la boca.
El pirata, apenas se calmó un poco, se puso a estudiar el medio de salir de aquella tenebrosa prisión, donde podrían correr el peligro de morir de hambre por no haber tenido la precaución de proveerse de víveres.
Después de haber dado vueltas, como oso enjaulado, explorando todos los ángulos de la galería y de la última caverna, y de haber nuevamente intentado mover la roca, se dejó caer sobre un peñasco, dominado por una desesperación que nadie hubiera creído que fuese posible en un hombre de su temple.
—Capitán, ¿qué decidís? —preguntó tímidamente Ong—. ¿Dejarás morir en esta caverna a la Perla del Río Rojo?
—¿Qué quieres que te diga? —repuso Sun-Pao arrojando sobre la doncella, que conservaba su impasibilidad ordinaria, una mirada de desesperación—. Estoy como atontado y si fuera preciso dar parte de mi sangre para salvar a la doncella del Río Rojo, no vacilaría. Busquemos. Acaso se pueda encontrar otra salida.
—Capitán —dijo Sun-Pao levantándose bruscamente y volviéndose al isleño que permanecía silencioso, apoyado en la pared—. ¿Estás seguro que no existe otra salida?
—No existe —replicó el isleño.
—Entonces no queda más recurso que golpear esta roca con nuestras cimitarras y procurar destrozarla.
—¿No sería más fácil mover la otra, la que hicimos rodar? —preguntó Ong.
—Allí está Kin-Lung y caeremos enseguida en sus manos —dijo Sun-Pao—. ¡Al trabajo! Si antes de cuarenta y ocho horas no hemos conseguido salir, moriremos todos.
Los seis hombres, con la esperanza de volver a ver la luz del sol, volvieron a atacar con vigor el monolito que cerraba la salida.
El resultado pareció al principio bastante satisfactorio. Durante, algunos minutos las pesadas cimitarras de los «Banderas Amarillas» hirieron ángulos del macizo; pero pronto comenzaron a embotarse y a resbalar sacando chispas.
La roca, que al principio parecía frágil, poseía, por el contrario, una dureza que podía desafiar hasta el acero.
Hubiera sido necesaria una mina para hacerla saltar.
Sun-Pao, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, comenzaba a sentir que se le helaba la sangre.
Probaron, en lugar de destrozarla, retirar la roca en la galería y también aquella tentativa resultó inútil.
Sun-Pao, completamente descorazonado, dejó caer la cimitarra y miró con extravío a Sai-Sing.
La doncella había asistido a aquellos esfuerzos sin decir nada. Apoyada en el muro, con los brazos cruzados sobre el pecho, conservaba una inmovilidad extraña que contrastaba vivamente con la angustia pintada en el rostro de sus compañeros.
—¿En qué piensas, Sai-Sing? —preguntó Sun-Pao—. ¿No te asusta la idea de morir aquí?
La doncella alzó sus hermosos ojos y miró al pirata sin contestar. Pero una llama siniestra brillaba en sus pupilas. ¿Acaso la idea de poder morir junto al hombre que había hecho enloquecer a su amante, la sonreía?
—Habla, Sai-Sing —dijo Sun-Pao—. ¿Qué me aconsejas hacer? ¿Rendirnos a Kin-Lung?
—Haz lo que quieras —contestó la doncella—. ¿Qué más da morir aquí que en otra parte?
—¡Entonces me amas! —gritó Sun-Pao.
—No he dicho aún que amara más a Kin-Lung o a ti. El destino es el que tiene que decidir.
En aquel momento el jefe de los isleños, que se había alejado dirigiéndose a la última caverna, reapareció en la galería, diciendo a Sun-Pao:
—¿Sabes que ya no corre el agua por la caverna central?
—¿Quién puede haber desviado el arroyuelo?
—Acaso tus enemigos con la esperanza de hacerte morir de sed.
—¿Dónde desembocaba el arroyuelo?
—No lo sé.
—¿De dónde venía?
—Tampoco.
—¿Y si mis enemigos han descubierto la entrada e intentan llegar hasta aquí?
—Mejor sería que nos cercioráramos —repuso el isleño.
—Guíame.
Sun-Pao tomó la escopeta, llamo a Ong que intentaba inútilmente mover el peñasco y los dos siguieron al capitán, que había encendido otra antorcha.
Un cuarto de hora después llegaron a la caverna central, deteniéndose al borde del torrente que poco antes corría por una profunda excavación.
—Acaso encontremos aquí nuestra salvación —dijo Sun-Pao—, porque esta agua debe indudablemente penetrar por una abertura y salir por otra.
—Sigámosla —dijo el isleño.
Los dos náufragos y el salvaje siguieron pacientemente el lecho del torrente, cuyo curso, interrumpido por peñascos enormes, presentaba la caprichosa apariencia de un laberinto inextricable. Enseguida se dieron cuenta de que subían rápidamente por una galería lateral de la inmensa caverna.
Debían de haber llegado ya a una altura igual o superior a la de la bóveda: de la gruta.
—¡Muy bien! —dijo de pronto Sun-Pao—. Los «Banderas Negra» no sospecharon que al privarnos del agua aseguraban nuestra libertad. Mirad a lo alto.
—¡La luz! —exclamó Ong, divisando a dos metros del fondo del arroyuelo un estrecho agujero, por el cual se veía un trozo de cielo azul.
—El agua entraba en la caverna por aquel agujero; los hombres de Kin-Lung deben de haber levantado en alguna parte un dique para desviar el torrente. El agujero es estrecho; pero tú, Ong, que eres tan pequeño y tan delgado, podrás pasar.
—¿Y si los «Banderas Negras» están emboscados fuera?
—Tienes buenos ojos —repuso Sun—. Si los ves, déjate caer en seguida.
—Dudo que estén ahí. ¿Quién puede huir por ahí? Solamente tú.
—Y vosotros ¿cómo saldréis?
—Irás a mover el peñasco que cierra la entrada y desembarazarlo de los guijarros que le impiden rodar. Nosotros estaremos dispuestos a ayudarte; sube sobre mis hombros y no pierdas tiempo.
Ong obedeció y se elevó hasta el agujero. Su primer cuidado fue pasar través de aquella abertura la cimitarra, para poderse defender en el caso en que le atacaran; después se izó cuanto pudo y encogiéndose y alargándose se subió por la estrecha abertura.
Durante unos segundos quedó sujeto por la mitad del cuerpo, sin poder avanzar ni retroceder, hasta que consiguió librarse los brazos y agitó inesperadamente las piernas.
Al fin, lanzó un grito de alegría: había pasado. Una vez fuera, recogió la cimitarra y miró a su alrededor. Se encontraba en lo alto de la colina, entre espesas matas de arecas y pandáneas que le impedían ver a lo lejos.
—¿Qué ves? —preguntó Sun-Pao.
—Por ahora no hay nadie —repuso Ong.
—Ve a buscar la salida de la caverna. Nosotros estaremos dispuestos a mover la piedra.
Ong se arrastró por entre los matorrales y salió de la colina, ocultándose siempre por temor de que le descubrieran los «Banderas Negras», los cuales debían de estar por los alrededores, buscando algún paso que les permitiese entrar en la inmensa caverna.
Después de breve exploración consiguió descubrir el monolito que cerraba la salida.
Era un peñasco casi esférico, que pesaba algunas toneladas, el cual parecía haber rodado hasta allí y haberse detenido, en vez de continuar el descenso, a causa de un montón, de guijarros.
Ong, muy satisfecho, se había inclinado para quitar aquel obstáculo, cuando un silbido agudo le detuvo de pronto.
—Una serpiente —murmuró empuñando la cimitarra.
Apenas había pronunciado aquellas palabras, sintió que le sujetaban piernas y cuerpo y que le levantaban en alto.
Una boa gigantesca, de la especie de los pitones, de siete u ocho metros de longitud y con el cuerpo tan grueso como el tronco de una palmera tierna, saltó inesperadamente de un matorral y con movimiento lineo le envolvió en sus poderosas espirales.
El terrible reptil le había levantado como si fuera una pluma y se preparaba a estrangularle.
Ong no había perdido su sangre fría. Con la mano derecha libre, y viendo agitarse a poca distancia la cabeza del monstruo, la golpeó furiosamente con la cimitarra.
Primero la hoja resbaló en las escamas durísimas, pero al segundo golpe produjo una herida profunda de la cual salió sangre en gran cantidad.
Sintiéndose ahogar fuertemente, y faltándole casi la respiración, el joven redobló los golpes.
El reptil silbaba rabiosamente e intentaba sustraerse a aquellos golpes, pero un sablazo más fuerte le partió el cráneo.
Aflojó entonces lentamente los anillos, después se hizo un ovillo, retorciéndose en los últimos espasmos de la agonía.
—Creí que me iba a ahogar —murmuró Ong, secándose el sudor que le bañaba el rostro—. Tuve una idea feliz trayéndome la cimitarra. ¡Y pensar que mi muerte habría causado también la de la Perla del Río Rojo! ¡Salvémosla!
Se puso a trabajar apartando los guijarros y se dio tan buena maña que, después de un cuarto de hora, no quedaba huella alguna del obstáculo que había impedido al peñasco seguir su camino.
Los prisioneros, advertidos ya, reunieron sus fuerzas, juntaron sus movimientos y el empuje fue tal que el bloque osciló y después se precipitó con fragor de trueno hasta la base de la colina.
Un grito de alegría y de triunfo salió del pecho de Sun-Pao y de los isleños al ver el sol, cuyos ardientes rayos ya desesperaban poder volver a ver.
Únicamente Sai-Sing no dio señales de alegría ni de emoción.
—¿Y los «Banderas Negras»? —preguntó Sun-Pao, apenas salió.
—No los he visto —repuso Ong.
—¿Habrán vuelto al junco a buscar herramientas para poder forzar la entrada de la caverna?
—Es posible, capitán.
—Aprovechémonos para huir a los bosques.
—No deseo nada mejor.
—¿Conoces algún refugio? —preguntó Sun-Pao, volviéndose al capitán de los isleños que parecía escuchar atentamente.
—Sí —repuso el preguntado—. Te conduciré a la cabaña aérea de mi amigo Katen. Está situada en medio de un boscaje espesísimo y estarás al abrigo de los ataques de tus enemigos.
—Guía sin temor. Ven, Sai-Sing. Huiremos de Kin-Lung.
Comenzaron a subir apresuradamente por la colina. Estaban a punto de llegar a un sitio en que había profundas excavaciones semejantes a las de los buscadores de oro o de los mineros, cuando un grito les detuvo de pronto.
—¡Alerta!… ¡Huyen! —gritó una voz.
Sun-Pao lanzó un alarido de rabia.
—¡Estamos descubiertos! Pronto, echémonos en una de esas trincheras.
En pocos saltos llegaron a la trinchera más próxima, que tenía una profundidad de metro y medio y una longitud igual aproximadamente, y prepararon apresuradamente las armas.
—Échate cerca de mí, Sai-Sing —gritó el capitán de los «Banderas Amarillas».
La doncella obedeció pasivamente, pero si Sun-Pao la hubiese mirado en aquel momento hubiese visto que una sonrisa casi cruel vagaba por sus labios.
Los guerreros de los «Banderas Negras», emboscados en el bosque cercano, avanzaban a gatas, con las escopetas preparadas, mientras detrás de ellos se oía la voz atronadora y amenazante de Kin-Lung que gritaba:
—¡Adelante!… ¡Son nuestros!
Durante unos instantes los «Banderas Negras» avanzaron con precaución, después se levantaron. Estaban todos porque los demás, que debían sigilar la caverna, se habían reunido. Fuertes con la seguridad del número, los bandidos de Kin-Lung despreciaron toda precaución y se lanzaron a la trinchera gritando y vociferando.
Sun-Pao, debemos decirlo en su honor, no había perdido un átomo de su valor y de su sangre fría, aunque se considerase irremisiblemente perdido.
—Ong —dijo— economiza las balas y no dispares más que sobre seguro, y vosotros economizad las flechas. Procurad no mostraros; los guerreros de Kin-Lung son buenos tiradores.
Los isleños se incorporaron con precaución, y a los primeros disparos contestaron con un envío de flechas.
Dos «Banderas Negras» cayeron retorciéndose desesperadamente. Sun-Pao iba a hacer fuego, cuando una bala se le llevó el sombrero de paja, en forma de hongo.
—Un poco más abajo, y me habría destrozado el cráneo —murmuró. Viendo a noventa pasos al hombre que acababa de dispararle y que por poco no le manda al otro mundo, le apuntó e hizo fuego.
El pirata, herido en mitad del pecho, giró sobre sí mismo y cayó pesadamente.
Los compañeros del muerto contestaron con una descarga furiosa. El jefe de los isleños, que iba a soplar en su cerbatana, exhaló un grito ligero y cayó cerca de Sai-Sing.
Había recibido dos balas en, el cráneo y murió instantáneamente. Sun-Pao, al verle caer, palideció y sintió que la sangre se le helaba.
—El primero —murmuró—. Poco antes, poco después, a todos nos aguarda igual suerte. Pero si Kin-Lung espera que le deje a Sai-Sing se engaña.
Una llama siniestra brilló en sus ojos, viendo a Kin-Lung a unos cincuenta pasos.
Cogió a Ong la escopeta que acababa de cargar e hizo fuego sobre su rival. Desgraciadamente en aquel momento un pirata pasó por delante del jefe de los «Banderas Negras» y el desgraciado cayó en su lugar.
—¡Imbécil! —rugió Sun-Pao.
Uno de los isleños sacó la cabeza de la trinchera y lanzó dos flechas, una después de otra, sobre la turba que avanzaba gritando.
Otros dos piratas cayeron.
—¡Nuestro jefe ha sido vengado! —gritó el salvaje volviéndose a sus compañeros.
Una terrible descarga cortó sus últimas palabras. En aquel momento Sun-Pao y Ong oyeron un golpe seco.
El hábil arquero, que había permanecido algunos segundos con la cabeza fuera de la trinchera, fue herido en mitad de la frente.
Dio un suspiro prolongado, dejó caer la cerbatana y se desplomó sobre el cadáver aún caliente de su jefe.
Sun-Pao se quedó lívido. Miró a Sai-Sing.
La doncella, sentada en el foso, se había inclinado sobre los dos isleños y les cerraba los ojos.
—Perla del Río Rojo —dijo el pirata—. Van a matarnos.
—Ríndete —contestó la doncella.
—¡Nunca…!
—¡Defiéndete, pues!
El fuego continuaba y otro isleño cayó.
Sun-Pao y Ong disparaban furiosamente, derribando casi siempre un enemigo, pero no conseguían detener a los «Banderas Negras» que avanzaban intrépidamente, decididos a acabar.
Momentos después, también caía el cuarto isleño. El último cogió bruscamente a Ong la escopeta que acababa de cargar, y con valor que parecía locura saltó fuera del foso, apuntando a sus enemigos.
—¡Baja! —gritó Sun-Pao.
El isleño no oía ya consejos. Quería vengar a sus compañeros.
Descargó la escopeta y después, cogiéndola por el cañón, intentó arrojarse sobre sus enemigos.
Sonó una descarga en aquel momento y Sun-Pao y Ong vieron a aquel valiente llevarse primero la mano al pecho, después a la cabeza, y por fin desplomarse.
—Capitán —dijo Ong—, todo ha terminado.
—Sigue disparando —dijo Sun-Pao presa de terrible excitación.
Cogió la escopeta e hizo fuego.
Cayó un hombre, después otro, luego un tercero. Vano intento; los enemigos no estaban más que a diez pasos y se preparaban a saltar en la trinchera, mientras Kin-Lung gritaba:
—¡Cogedles vivos!
—¡Vivos! —gritó Sun-Pao que parecía enloquecido—. He aquí mi contestación.
Arrojó la escopeta, desenvainó la cimitarra, cogió a Sai-Sing y antes de que hubiese podido oponer la menor resistencia, con un salto de tigre salió fuera de la trinchera, gritando:
—¡Haced fuego si os atrevéis!
Los «Banderas Negras», al verle aparecer se detuvieron bajando las escopetas.
Sun-Pao, con la mano izquierda tenía levantada a la Perla del Río Rojo, mientras con la derecha apoyaba en el pecho de la doncella, del lado del corazón, la punta de la cimitarra.
Sai-Sing había exhalado un grito de terror al cual hizo eco un alarido de rabia.
Kin-Lung, que estaba a punto de echarse sobre su rival con la escopeta preparada, se detuvo a su vez.
—¡Sun-Pao! —gritó—. ¿Qué haces?
—La mataré si das un paso más —repuso el capitán de los «Banderas Amarillas» con voz amenazadora—. ¡No la tendré yo, pero tampoco tú!
—Si la tocas te haré sufrir mil tormentos.
—¡Acércate si te atreves! —repuso Sun-Pao que seguía teniendo apoyada la punta de la cimitarra en el pecho de la doncella.
Por el acento resuelto y por el brillo feroz de los ojos del capitán de los «Banderas Amarillas», se comprendía que estaba resuelto a llevar a su amenaza.
En vano se agitaba Sai-Sing intentando escapar al abrazo del pirata, el cual la estrechaba contra el pecho con suprema energía.
De pronto, mientras los «Banderas Negras», asustados, ensanchaban; el cerco, por temor de que la Perla del Río Rojo, que había de ser su reina, fuese muerta, y Kin-Lung permanecía inmóvil, sin atreverse a dar un paso hacia su rival, apareció la vieja Man-Sciú, gritando con voz muerte:
—Oigan los dos capitanes a la adivina del Río Rojo. ¡Abajo las armas! El hermano de armas no puede matar al hermano de armas. No debe correr la sangre entre los dos hombres que han creado la tribu de los invencibles y temidos «Banderas Negras» y «Amarillas».
Sai-Sing y Ong dieron un grito de sorpresa y de alegría; hasta Sun-Pao, el colmo de la sorpresa, había bajado la cimitarra, preguntándose si en realidad aquella vieja era realmente Man-Sciú en carne y hueso o un fantasma.
—¿Qué quieres, vieja? —preguntó Kin-Lung.
—Que los capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» me escuchen.
—Habla —dijeron a una los dos piratas.
—La suerte de la Perla del Río Rojo sólo puede ser decidida por el gran tha-ybu después que haya interrogado los astros: hasta aquel día la doncella no puede pertenecer ni a uno ni a otro. Los dos capitanes de los «Banderas» deben deponer las armas y reconciliarse hasta la llegada a las islas. Cuando los astros decidan si Sai-Sing ha de ser la reina de los «Banderas Amarillas» o «Negras» entonces podrán combatirse hasta morir Sun-Pao: ¿qué tienes que decir?
—Que Kin-Lung jure que no tocará a un cabello mío ni de Ong y nos dejará regresar a las islas. Con esta condición, libro a la Perla Río Rojo.
—¡Júralo, Kin-Lung! —gritó la vieja, acercándose a él le murmuró en voz baja:
—Jura: serás el favorito de los astros. Te lo dice la adivina del Río Rojo y leo en lo futuro como el gran tha-ybu.
Kin-Lung vacilaba, pero finalmente, comprendiendo que era el único medio de salvar a la doncella, dijo entre dientes:
—Juro por Gautama que te llevaré a las islas y que esperaré la decisión del gran tha-ybu.
—Haced el cambio de sangre y volved a ser hermanos —dijo entonces la vieja—. ¡Maldito sea el que infrinja el juramento!
Sun-Pao soltó a la doncella, que corrió a abrazar a Man-Sciú; después, con la cimitarra, se hizo una herida pequeña para que salieran algunas gotas de sangre.
Kin-Lung había hecho igual.
Entonces se acercaron y sorbieron aquellas gotas…
—Sé mi huésped en el junco —dijo Kin-Lung.
—Te sigo —contestó sencillamente Sun-Pao.