EL REFUGIO DE LOS ISLEÑOS
Sun-Pao y Ong, mientras Sai-Sing descansaba a la sombra de un árbol frondoso, se pusieron a trabajar desesperadamente para preparar un, campamento duradero, toda vez que para construir la chalupa necesitaban una semana, y esto, trabajando muchísimo.
Su primera preocupación fue la de construir un techo que resguardara a la muchacha de los abrasadores rayos solares y la de prepararle como lecho con algas muy secas, musgo y hojas de plátanos.
Hecho esto, se dirigieron a la derecha del bosque para elegir el árbol a propósito para construir la piragua y también para buscar alimento más sustancioso que el de los moluscos y de las ostras que habían recogido a playa.
La elección del árbol no era difícil, porque el bosque no estaba formado sólo de calambucos. Había muchos sagúes que, teniendo el interior relleno de harina, que es un excelente comestible, podían prestarse mejor que cualquier otro para construir una chalupa y ahorrar mucho el trabajo de ahuecar el tronco.
Utilizando sus cimitarras, que, como ya hemos dicho, eran pesadas y tenían la hoja muy gruesa, poco tardaron en derribar uno, haciéndolo caer sobre cuñas para poderlo deslizar fácilmente hasta la playa. Apenas el árbol cayó al suelo, aplastando buena parte de sus ramas, cuando vieron alzarse un enorme cangrejo de mar, una especie de araña gigantesca que hasta entonces debió de haber estado oculto en el follaje espesísimo.
Sun-Pao, que conocía la excelencia de aquellos crustáceos, con un rápido golpe de cimitarra, le rompió la coraza ósea, matándolo antes de que pudiera huir a la playa.
Era un birgos-latro, especie de cangrejo de mar que abunda en las orillas de las islas tonkinesas e indias. Estos animales monstruosos proporcionan varios kilos de carne blanca y deliciosa, y viven más en tierra que en el mar.
Gustándoles las frutas y especialmente los cocos, salen, por la noche del agua y trepan a los árboles saqueándolos por completo.
Cuando están satisfechos se cuelgan de alguna rama, a la que se aferran con sus brazos robustos, y se duermen tranquilamente.
Asegurada la comida, Sun-Pao y Ong se pusieran enseguida a trabajar, quitando al tronco las ramas y dejando libre la parte que debía ahuecarse por medio de tizones encendidos, excelente sistema usado por los isleños porque ahorra mucho trabajo y es más rápido.
Por la noche, cansados, volvieron al campamento, llevando el monstruoso cangrejo.
La doncella, conocedora de aquella caza afortunada, improvisó un hornillo y encendió el fuego, valiéndose del eslabón que la dejó Ong.
Sai-Sing parecía haberse adaptado a aquella vida de Robinson. Había embellecido el techo que había de servirle de tienda con conchas recogidas en la playa y con enormes mazos de flores silvestres encontradas en el bosque.
Además había preparado, a poca distancia de su refugio, dos lechos de hojas, para los dos hombres.
—Gracias, Sai-Sing —dijo Sun-Pao, que enseguida había notado los dos lechos—. Eres la muchacha mejor del Río Rojo.
Sai-Sing había contestado con leve sonrisa, sin añadir palabra.
Echaron el cangrejo sobre el fuego, dejándolo cocer en su jugo, y se sentaron alrededor esperando que estuviese bien asado.
El sol se ponía rápidamente, tiñendo las aguas del mar con reflejos de fuego, y una brisa fresca, cargada de perfumes de los bosques vecinos, soplaba haciendo murmurar suavemente el follaje de las plantas.
Calma completa y silencio casi absoluto reinaban en la isla y a inmensa distancia del agua.
Sai-Sing, sentada frente al pirata, con las manos cruzadas sobre las rodillas, tenía los ojos fijos en el cangrejo, sin hablar, como si estuviera sumergida en profundos pensamientos.
Sun-Pao también callaba, pero miraba atentamente a la muchacha como si hubiese querido leer sus pensamientos, y de vez en cuando hacía un gesto de impaciencia, como si le irritaran el mutismo y la indiferencia de la futura señora de los «Banderas Amarillas».
Ong, en cambio, parecía no preocuparse más que del asado del cangrejo, pero cuando no le observaban, lanzaba sobre el pirata miradas de odio profundo, murmurando entre dientes:
—Algún día, mi madre será vengada.
Comenzaban las sombras a extenderse cuando el joven sacó fuera del fuego el crustáceo, que exhalaba un perfume apetitoso.
Con un golpe de cimitarra lo partió en dos, dejando al descubierto la carne blanca y delicadísima que encerraba.
—Perla del Río Rojo —dijo con voz cariñosa—. La cena está preparada.
Habían empezado a comer, siempre en silencio, cuando por el bosque oyeron ruidos de ramas destrozadas violentamente como si alguien avanzara corriendo.
Sun-Pao había preparado prestamente el fusil mientras Ong empuñaba la cimitarra.
Un hombre de alta estatura, casi enteramente desnudo, de piel amarillenta con reflejos rosáceos, provisto de un tubo y de un carcaj lleno de flechas, llegaba a la carrera.
Al ver a los dos piratas y a la doncella, se detuvo de pronto, como si le hubiesen clavado en el suelo, abriendo hasta las orejas una boca inmensa erizada de dientes negros como el ébano, color debido al uso del betel.
—Un isleño —dijo Sun-Pao, sin manifestar temor.
—¿Debo matarle? —preguntó Ong, que había cogido ya la otra escopeta y la tenía cargada.
—Creo que este hombre puede sernos más útil que dañoso —dijo Sun-Pao—. ¿Tienes miedo, Sai-Sing?
—Invítale a cenar —contestó la doncella.
El isleño continuaba inmóvil, mirando ya a los tres náufragos, y al enorme cangrejo que debía ejercer sobre él atractivo irresistible.
—Puedes avanzar —le dijo Sun-Pao en malayo, lengua que conocía muy bien y que sabía que era la que hablaban los isleños de Pulo Cóndor.
El salvaje dio un grito gutural y avanzó lentamente como animal temeroso, dominado, sin embargo, por ardiente curiosidad.
Sus grandes ojos inquietos, de tinte oscuro, miraban alternativamente a cada uno de los náufragos, pero se detenían especialmente en el cangrejo.
—Acércate —le dijo Sun-Pao—; no tienes nada que temer de nosotros.
—¿No sois malos como los otros? —preguntó finalmente el isleño.
—¿Qué otros? —interrogó Sun-Pao.
—Los que desembarcaron en la orilla septentrional y que se parecen a vosotros. Apenas desembarcaron nos arrojaron a tiros y dispersaron mi tribu.
—¿Hombres que se parecen a nosotros? —exclamó Sun-Pao con visible angustia—. ¿Y son muchos?
—Muchos.
—¿Cómo llegaron hasta aquí?
—Con una de esas barcas grandes que tienen palos y que a veces pasan por delante de nuestra isla.
—¿Y visten como nosotros?
—Sí, y también tienen la piel amarilla como vosotros —dijo el isleño.
—¿Cuándo llegaron?
—Anoche.
Sun-Pao permaneció algunos minutos silencioso. Parecía aterrado.
—Sai-Sing —dijo después, volviéndose a la doncella—. ¿Has comprendido lo que acaba de contarme este hombre?
—No —repuso la Perla del Río Rojo.
—Parece que Kin-Lung, en lugar de haberse ahogado, ha llegado también a esta isla y que, más afortunado que yo, no ha perdido ni sus hombres ni su junco.
Relámpago de alegría, rápidamente dominado, brilló en las profundas pupilas de la doncella. La salvación de Kin-Lung era una gran fortuna para ella, porque precisamente su salvación estribaba en la rivalidad de los dos capitanes.
—¿Será él o algún otro? —preguntó.
—Tengo motivos para creer que se trata de Kin-Lung. Su junco seguía nuestra ruta y el viento le arrastraba, igual que a nosotros, hacia esta isla.
—He ahí una buena ocasión para regresar todos juntos a las islas —repuso Sai-Sing.
—¡Entregarme a él! —exclamó vivamente Sun-Pao—. ¿Crees que no aprovechará su superioridad para arrebatarte de mi poder y acaso para suprimirme? Conozco demasiado el odio de Kin-Lung, mi rival, para fiarme de él.
—¿Qué harás, pues?
—Huir en el caso que descubran que estamos aquí. ¿Me seguirás?
—Sí, con tal de que me lleves a las islas.
—Te lo prometo, Sai-Sing.
—Sólo allí debe decidirse mi destino, y los astros, interrogados por el gran tha-ybu; me dirán si debo ser reina de los «Banderas Negras» o de los «Banderas Amarillas».
—Todo lo acepto con tal de que no te dejes llevar por Kin-Lung; sólo el tha-ybu decidirá tu suerte. Te lo juro por el Espíritu Marino.
Mientras cambiaban impresiones, el isleño dio un silbido prolongado, y otros tres isleños, armados como él, salieron del bosque y se acercaron al campamento.
Ong les había ofrecido una parte del enorme cangrejo, que fue devorada en pocos minutos.
También los recién llegados eran de alta estatura y musculosos, y por las numerosas cicatrices que se veían en su cuerpo, era fácil comprender que se trataba de valientes guerreros y no de tímidos isleños.
Después de cenar, Sun-Pao, que se había puesto muy intranquilo se fue con el jefe de los isleños hasta la mitad del bosque, temiendo una sorpresa de parte de Kin-Lung, porque ya estaba convencido, por las explicaciones habidas y las descripciones hechas, que se trataba realmente del pirata rival.
Aunque estaba seguro de que Kin-Lung ignoraba lo que les había sucedido, no estaba tranquilo. Por instinto comprendía que le amenazaba un peligro.
Al regresar preguntó al capitán si habría por aquellos lugares algún refugio casi inaccesible, prometiéndole un fusil en el caso en que consiguiese sustraerle a las pesquisas de los hombres del junco.
Aquel regalo, de valor inestimable para el isleño, que jamás había poseído un arma de fuego, había producido más efecto aún del que se esperaba.
—Si me das una escopeta —repuso el isleño—, mis hombres y yo te defenderemos lo mejor que podamos contra aquellos marineros malvados, de los cuales tenemos ya que condolernos. ¿Me preguntas si hay un refugio? Sé dónde está, y a pocos pasos de aquí.
—¿Alguna roca?
—Mejor aún: una caverna que se interna en una colina, dominando al mar, y que tiene dos salidas que sólo yo conozco.
—Mañana me conducirás allí —dijo Sun-Pao—. Esta noche creo que no tenemos nada que temer.
—Mis hombres vigilarán el bosque —dijo el isleño—. Así podrás dormir tranquilo. No tenemos más que flechas, pero están envenenadas y el que sufre una herida, muerte.
Regresaron al campamento. Sai-Sing se había ya acostado bajo el techo y hasta Ong estaba adormilado.
Los compañeros del isleño se habían aprovechado para hacer desaparecer hasta los últimos vestigios del enorme crustáceo.
El capitán mandó a dos de sus compañeros al bosque; únicamente por aquella parte podía haber algún peligro; después los otros se acostaron también, no sin haber apagado antes el fuego.
Su sueño no fue turbado por ninguna alarma y pudo ser prolongado hasta las nueve de la mañana.
Acababan de despertarse, cuando vieron llegar corriendo a los dos isleños que habían estado velando en el bosque. Los dos corrían asustados.
—Capitán —dijo uno de ellos al llegar al campamento—. Pronto, huyamos.
—¿Qué nos amenaza? —preguntó Sun-Pao, levantándose precipitadamente.
—Los hombres de la barca grande se dirigen hacia aquí. Sun-Pao se quedó pálido y dirigió la vista desesperadamente hacia la Perla del Río Rojo que saltaba en aquel momento de su lecho.
—¿Son muchos? —preguntó con voz dolorida.
—Veinte o acaso más —contestó el isleño.
—Sai-Sing, vienen —gritó Sun-Pao.
—¿Quiénes? —preguntó la doncella.
—Kin-Lung y los suyos.
La Perla del Río Rojo continuó impasible como si el asunto no le importase.
—Seguidme —dijo Sun-Pao—. Te llevaremos a un refugio seguro y te defenderemos.
Destruyeron la tiendecita, echando sus restos al mar, pero no tuvieron tiempo de destruir las demás señales del campamento. Uno de los cuatro isleños, que había vuelto al bosque para vigilar los movimientos de los «Banderas Negras», avanzaba corriendo como una liebre y les hacía signos de que huyeran.
—Vamos —dijo el capitán.
Partieron a paso rápido, dirigiéndose hacia una colina que ya habían notado y que ganaron casi a la carrera, deteniéndose delante de una entrada tan estrecha que no permitía el paso más que a una sola persona.
Allí cerca había una profunda excavación que Sun-Pao juzgó a propósito para una defensa larga.
—Ocultaos ahí —dijo a Ong y a los tres isleños que habían preparado ya el arco y las flechas envenenadas—. Estaréis a cubierto de los tiros.
Después entró en la caverna seguido del capitán y de Sai-Sing.
Dentro de la hendidura se abría un estrecho corredor que subía rápidamente una veintena de pasos.
Al atravesarlo, se encontraron en una espaciosa caverna que recibía alguna luz de una estrechísima hendidura abierta en la bóveda.
—Hay otras cavernas más —dijo el capitán—. Esta peña —prosiguió indicando una piedra enorme, casi redonda, que se encontraba al extremo del corredor—, nos servirá para cerrar el paso si nos vemos forzados a refugiarnos dentro.
—¿Tienes miedo de quedarte sola, Sai-Sing? —preguntó Sun-Pao.
—No —repuso la doncella.
—Unámonos a los compañeros —dijo el capitán de los «Banderas Amarillas»—. Les haremos frente mientras nos queden una bala y una flecha.
Entretanto la doncella del Río Rojo, siempre fría e impasible, se sentaba sobre una roca y los dos jefes salían de la caverna y llegaban al foso en que ya estaban ocultos sus compañeros.
La columna de Kin-Lung subía en aquel momento por la colina, siguiendo las huellas dejadas por los fugitivos.
El pirata había dejado atrás a la vieja Man-Sciú, bajo la vigilancia de uno de los bandidos y había dado a los otros la orden de avanzar.
Sun-Pao, al ver a su rival, lanzó un grito de furor.
—¡El maldito nos ha descubierto! —exclamó—. ¿Cómo pudo encontrarnos? Pero aún no tienes en tu poder ni mi vida ni a la Perla del Río Rojo.
Los isleños, a una orden de] jefe, habían acercado los tubos a sus bocas en cada uno de los cuales habían colocado una flecha envenenada y habían soplado vigorosamente mientras Ong y Sun-Pao descargaban sus escopetas.
Como hemos visto, no se habían perdido todos los proyectiles.