LA TRIBU DE LOS «BANDERAS NEGRAS»
Diez minutos después, Man-Sciú y sus salvadores llegaban al campamento de la tribu de los «Banderas Negras».
Aquellos piratas más afortunados que los de Sun-Pao, no habían naufragado, como había supuesto Sai-Sing, porque allí estaban todos, sentados en torno de dos hogueras gigantescas.
Ni el junco parecía que hubiese sufrido sensiblemente, porque Man-Sciú lo divisó en la playa, con los mástiles enteros y las velas, enormes arrolladas en torno de las antenas.
Sin embargo, debía de estar encallado en algún bajo, a juzgar por la inclinación de su casco.
La aparición de Man-Sciú, que los «Banderas Negras» creían a su vez que se habría ahogado, produjo gran sorpresa entre los acampados.
¿Cómo pudo la vieja librarse del naufragio, si ellos vieron al junco preso entre las espirales de la tromba marina?
Kin-Lung, que estaba cenando en una tienda, tan ponto como se enteró, salió precipitadamente. Su primera pregunta fue:
—¿Dónde está Sai-Sing? ¿De dónde vienes? ¿Cómo te encuentras aquí?
—Comprendo que te asombres —repuso Man-Sciú—. Creías que nos habíamos ahogado todos, ¿verdad?
—Vi vuestro junco girar entre las columnas de agua. Tenía por fuerza que considerarlo perdido. ¿Pero dónde está Sai-Sing? Habla, Man-Sciú ¿Vive aún?
—Sí.
—¿Y Sun-Pao?
—También.
El capitán de los «Banderas Negras» rechinó los dientes.
—Creí que se habrían ahogado. Alguna vez me lo encontraré entre los pies, ¿dónde está?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó Kin-Lung con sorpresa—. ¿No estabas con ellos?
—Sí, mientras estuvimos en el junco; pero después…
—Vieja Man-Sciú, dime lo que ha sucedido; explícate si no quieres probar el filo de mi cimitarra.
—Dame antes de comer, porque estoy desfallecida de debilidad y de emociones.
—Ya comerás después, bergante —dijo el pirata con voz amenazadora.
Man-Sciú, que sabía de lo que era capaz aquel devastador de los mares, no se hizo repetir dos veces la orden, y le contó lo mejor que pudo, lo que había sucedido en el junco de Sun-Pao desde el momento en que fue envuelto por la tromba marina.
—¿De modo que Sun-Pao no tiene ya guerreros? —preguntó Kin-Lung con alegría.
—Uno: Ong.
—Un muchacho que nos estorbaba poco. ¡Ah, querido Sun-Pao, te cogeré a Sai-Sing! Y ya veremos si será la reina de la tribu de los «Banderas Amarillas». ¿Y dónde crees tú que se encuentran ahora?
—No lo sé —repuso Man-Sciú.
—No será difícil encontrarles —dijo Kin-Lung como hablando consigo mismo.
—¿Quieres apoderarte de Sun-Pao? —preguntó la vieja.
—Y llevarle prisionero a las islas.
—¡A tu hermano de armas!…
—Es mi rival.
—¿Y crees que los «Banderas Amarillas» le dejarán en tus manos?
—Se someterán a mí, no lo dudes.
—¿Y si Sai-Sing prefiriese a Sun-Pao?
—Entonces le mataría, y así no tendría que escoger —contestó fríamente Kin-Lung.
—Pero sabes que el destino de Sai-Sing depende de lo que diga el tha-ybu, y el gran adivino aún no ha interrogado a los astros.
—El tha-ybu dirá lo que me convenga a mí si aprecia en algo su vida.
Man-Sciú sintió que un estremecimiento frío le recorría todo el cuerpo.
—Ve a comer, vieja. Mañana me guiarás al valle. Descubiertas las huellas de Sun-Pao le seguiremos hasta que le encontremos.
—¿Tu junco no ha sufrido mucho? —preguntó la vieja.
—Las olas lo arrojaron contra aquella playa abriéndole la quilla y varándolo. Mañana por la tarde lo pondremos a flote y podremos volver a partir. ¿Creíais que nos habíamos ahogado?
—Sí.
—Y nosotros os creíamos a todos muertos. Nunca me hubiese consolado si hubiese sucedido semejante desgracia a la Perla del Río Rojo. ¿Qué hubiera sido mi vida sin ella? Pero ahora la doncella me pertenecerá para siempre.
—Si Sun-Pao te la deja.
—Ahora ya no le temo —dijo Kin-Lung—. Antes de que el sol de mañana se ponga estará en mi poder, y antes de cuarenta horas no existirán en las islas más que «Banderas Negras». Ve a comer y a descansar.
Man-Sciú fue a sentarse junto a una hoguera.
Comió lentamente la cena que le ofreció uno de los piratas, y después, haciéndose un ovillo, escondió la cabeza entre las manos, mientras los «Banderas Negras» se echaban sobre la arena de la orilla, estando ya la noche muy avanzada.
Cuando el sol despuntó, Man-Sciú estaba aún sentada en la misma postura cerca de la hoguera, que se había ya extinguido.
¿Había dormido o había meditado durante toda la noche?
Nadie podría decirlo.
Al oír la voz imperiosa y áspera del capitán de los «Banderas Negras», se levantó vivamente.
Veinte hombres, casi la mitad de la tripulación del junco, armados con escopetas y cuchillos, estaban dispuestos a partir para sorprender a Sun-Pao y arrebatarle la doncella del Río Rojo.
—¿Qué te han dicho los astros, vieja? —preguntó Kin-Lung—. Supongo que esta noche los habrás estudiado.
—El capitán de los «Banderas Negras» se porta mal con su compañero de armas —contestó atrevidamente la vieja.
El pirata, que como todos sus compatriotas era supersticioso y creía en los astros y en otras tonterías semejantes, frunció el entrecejo e hizo un gesto de cólera.
—¿Crees que no estoy en mi derecho aprisionando a Sun-Pao? —preguntó.
—No.
—Es mi rival.
—Sí, pero Sai-Sing le siguió con la promesa que la hicisteis de esperar el parecer del tha-ybu de las islas, único que puede decidir la suerte de la Perla del Río Rojo.
—Sería un imbécil si no me aprovechara de la difícil situación en q se encuentra Sun-Pao —dijo Kin-Lung—. En mi lugar no vacilaría ten hacer lo que voy a hacer yo.
—Haz lo que gustes, capitán. Te advierto solamente que esto no puede traerle suerte, y que portándote así y olvidando tus promesas Sai-Sing no te amará nunca.
El pirata permaneció algunos minutos en silencio contemplando a la vieja y después dijo:
—Cuando Sai-Sing esté en mi poder, ya veré lo que hago con San-Pao. Hoy soy el más fuerte y quiero que la muchacha esté en mis manos y no en, las suyas. Guíame al valle, vieja. Sabremos encontrar su huella.
Echó una mirada al junco, a cuyo alrededor trabajaban algunos hombres para ponerlo a flote, cavando la arena que le retenía, y después dijo bruscamente:
—¡Guíanos!
Man-Sciú se puso a la cabeza de la pequeña columna. Aunque ignorase realmente el camino que le había hecho recorrer la pantera, se orientó enseguida porque la alta escollera que defendía la isla hacia Oriente se divisaba muy bien, aunque estaba a algunos kilómetros de distancia. Pronto se encontraron en medio de los bosques, formados por árboles altísimos que semejaban tecas y enormes helechos arborescentes que daban sombra espesísima, y en cuyas ramas volaban millares de papagayos de plumas de mil colores y tucanes de pico enorme.
Man-Sciú, que, como todos los de su raza, poseía el instinto de la orientación, después de dos horas consiguió salir del valle y precisamente bajo de la enorme muralla de la cual había sido precipitada.
—Aquí deben encontrarse sus huellas —dijo a Kin-Lung—. Estoy más que segura que deben haber venido a buscarme. Han matado un mías y hemos de encontrar el cadáver del monstruo y tal vez el de Laos.
—No te quería mucho el lugarteniente de los «Banderas Amarinas» —dijo Kin-Lung, sonriendo.
—Me acusaba de haber hecho naufragar el junco, arrojando un maleficio al mar.
—¡Estúpido!…
Ordenó a sus hombres que buscasen las huellas de Sun-Pao y de sus dos compañeros, huellas que aún podrían distinguirse porque el suelo estaba muy húmedo.
Y efectivamente, a los pocos minutos encontraron al mono gigantesco medio comido ya por las fieras, y un esqueleto completamente mondado que debía de ser el de Laos. Y a unos trescientos o cuatrocientos pasos más allá, descubrieron las huellas de Sun-Pao, Ong y Sai-Sing.
—Sigámoslas —dijo Kin-Lung.
Cuatro exploradores se adelantaron, después la columna se puso en marcha, en, fila india, desfilando por entre los árboles que cada vez se hacían más espesos.
Aquellas huellas que se veían siempre impresas claramente en aquel terreno húmedo, se dirigían a la parte opuesta a aquella en que se encontraba el campamento de Kin-Lung.
La isla por aquella parte no debía de ser muy larga, porque tres horas después los piratas llegaban a la orilla meridional y el junco había encallado en la orilla septentrional.
Junto al bosque y sobre la arena, Kin-Lung y sus hombres descubrieron de pronto las huellas de un campamento reciente.
Era un hornillo, improvisado con piedras, en el que aún ardían unos tizones, conchas de ostras vacías, un colchón de hojas y de algas que debió de haber servido de leche a alguien, acaso a la doncella del Río Rojo, y, algo más lejos, el tronco derribado de un calambruco, despojado ya de hojas y ramas.
Pero Sun-Pao, Ong y Sai-Sing había desaparecido.
—¿Adónde habrán ido? —preguntó Kin-Lung con inquietud.
—Tal vez, de caza —dijo la vieja Man-Sciú.
—¿Y si se han dado cuenta de nuestra llegada y han huido?
—Busca sus huellas.
—Las veo… se dirigen al bosque.
—Sigámoslas.
—Pero veo algo que me extraña.
—¿Qué?
—Las de otros hombres.
—Imposible.
—Sí, antes no eran más que tres, pero ahora veo otras semejantes ¿Habrá Sun-Pao encontrado a alguno de los suyos?
—Creí que se habían, ahogado todos.
—En ese caso, tal vez haya encontrado algunos indígenas. Si esta isla es la de Pulo Cóndor, no debe de estar deshabitada. Me han dicho que la habitan salvajes valerosos que tienen armas envenenadas.
—Cuenta las huellas —dijo Man-Sciú.
El pirata examinó atentamente la arena.
—El grupo ha sido aumentado con tres hombres —dijo después—. No será, sin embargo, este pequeño aumento de las fuerzas de mi adversario el que me detendrá. Le cazaré y no le daré un minuto de tregua. Reformad la columna —dijo a sus hombres—. Cuatro exploradores siempre a la cabeza y adelante siguiendo las huellas. Acabaremos por encontrarlos.
El destacamento reanudó la marcha, volviéndose de espaldas a la playa.
Las huellas fueron de pronto encontradas de nuevo en el bosque. Seguían la orilla del bosque y parecía que se dirigían a una colina cubierta de espesos matorrales de mimosas y de helechos.
Estaban a unos diez pasos de la diminuta colina, y empezaban a ver una hendidura que podía ser la entrada de alguna caverna, cuando uno de los exploradores lanzó un grito, llevándose las manos a la garganta.
Un dardo sutil, provisto de una espina larguísima, lanzado por algún enemigo oculto en los alrededores, le había atravesado la tráquea.
Kin-Lung, al verle caer, se lanzó al frente, mientras sus hombres disparaban al azar algunos tiros.
El herido se retorcía desesperadamente, presa de atroces dolores, mientras de su boca salían hilos de baba sanguinolenta.
—Capitán —murmuró el desgraciado—. ¡Flecha envenenada!… ¡Me han matado!
Después se apelotonó sobre sí mismo, giró tres o cuatro veces los ojos, y finalmente se extendió a lo largo, lanzando un suspiro hondo, listaba muerto.
En el mismo momento dos disparos resonaron cerca de la hendidura que habían ya descubierto los piratas y otros dos hombres de la vanguardia caían muertos.
Kin-Lung había exhalado un grito de furor.
—¡Guareceos detrás de los árboles! —gritó a los suyos—. Ahí está Sun-Pao y se prepara a la resistencia; pero nosotros, antes de diez minutos nos apoderaremos de él y de Sai-Sing.