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LA CAÍDA DE MAN-SCIÚ

Cuando la vieja Man-Sciú, después de la espantosa voltereta sobre el abismo, volvió en sí y abrió los ojos, se sorprendió al encontrarse aún en este mundo y no en el de Gautama, el dios de los tonkineses.

Realmente no podemos decir que se encontrase bien. Sentía los miembros casi destrozados y en el cerebro extraño zumbido cómo si centenares y centenares de moscones girasen por dentro del cráneo.

Breves momentos la pobre vieja, aunque tenía los ojos abiertos, permaneció inmóvil, preguntándose si aún estaba viva o muerta y contemplando a su alrededor con verdadera ansiedad.

Cerca se divisaban vagamente las copas de altísimos árboles y se oían en el aire unos chillidos ensordecedores que tan pronto se acercaban como se alejaban.

Convencida por fin de que no estaba muerta, se decidió a hacer algún movimiento y vio debajo un nido de pájaros, de tamaño de los tordos, con plumas verdes y pico casi tan grande como el cuerpo, de color amarillo, que lanzaban chillidos furiosos y que intentaban picarla.

—¿Pero estoy realmente viva? —se preguntó por centésima vez, pareciéndole imposible, que después de aquella terrible caída, no se hubiese hecho pedazos contra las ramas de los árboles que había divisado al fondo abismo—. Y, sin embargo, vivo. Ahí encima está la cumbre de la montaña… ahí el valle… aquel miserable me arrojó. ¿A qué milagro le debo la vida?

Miró a los pájaros que no cesaban de girar a su alrededor, intentando herirla rabiosamente con sus gruesos picos como si quisieran disputarla, con valor digno de éxito mayor, el puesto que ocupaba.

—Si no me equivoco, son tucanes republicanos —murmuró Man-Sciú—. Pero ¿dónde me encuentro? ¿Qué me ha sucedido? ¡Ah! Sí; Laos, el infame lugarteniente de Sun-Pao… recuerdo la lucha… la caída… oí su alarido… juntos nos precipitamos en el abismo… me parece que tengo los huesos rotos… ¿Y estos pájaros que intentan sacarme los ojos? Afortunadamente hacen más ruido que daño.

Intentó levantarse y consiguió sentarse sobre una especie de plataforma, formada por ramas sutiles magistralmente entrelazadas.

—Es un nido —murmuró.

Haciendo fuerzas con los brazos, consiguió sentarse, y solamente entonces se dio cuenta de que su traje estaba manchado con una especie de emplasto amarillo y pegajoso.

—Cualquiera diría que caí sobre centenares de huevos —dijo Man-Sciú—. Gautama me ha protegido. Ahora comprendo todo: caí en un nido de tucanes republicanos, y esta plataforma de ramas flexibles, por casualidad extraordinaria, me ha salvado.

La vieja adivina no se engañaba. Por una casualidad, verdaderamente milagrosa, inaudita, providencial, entre su cuerpo, precipitado desde lo alto del murallón por el lugarteniente de los «Banderas Amarillas», y el suelo, se había interpuesto un nido. ¡Y qué nido!

Era una inmensa red formada con ramas finas y magníficamente entretejidas, de más de seis metros de longitud, ligeramente cóncavo en el centro.

Eran tales la solidez y resistencia de los matorrales que lo formaban que aquel extraño nido aéreo no había sufrido en lo más mínimo por la caída de la vieja Man-Sciú.

Como es natural, los huevos, a excepción hecha de algunas docenas, habían sido aplastados y su contenido había embadurnado a la adivina desde los pies a la cabeza.

Aquel nido no tenía nada de extraordinario. Como algunos pájaros brasileños, especialmente los tordos tejedores, los tucanes republicanos de las islas tonkinesas y malacas son eminentemente sociables y buscan la compañía de sus congéneres, congregándose en tropeles numerosísimos, lo cual no tendría nada de particular si su sociabilidad no produjera resultados curiosos.

Comprendiendo aquellos pájaros, al menos instintivamente, los beneficios de la asociación desde los múltiples puntos de vista de seguridad, de trabajo, de la subsistencia, forman verdaderas colonias en las que todo es común. Maravillosamente disciplinados, no conocen rivalidad de ninguna especie y juntos trabajan en la construcción de sus colosales nidos.

Hay que verles afanados en buscar los materiales necesarios, en recoger plantas y ramas que después entrelazan y juntan con habilidad y paciencia infinita, formando enseguida una ciudadela que resista valerosamente a las más formidables tempestades ecuatoriales.

Después de aquel trabajo en común, se dedican a poner huevos. Mezclados éstos, confundidos en medio del nido, son incubados por cuadrillas que se relevan mientras otras cuadrillas van en busca de alimento.

Cuando nacen los pajarillos son nutridos fraternalmente por las madres, que demuestran a todos, sin distinción, idéntica ternura.

Aquel maravilloso nido, pues, que tendría unos quince metros cuadrados de extensión, había salvado de modo milagroso a la vieja Man-Sciú, mientras el lugarteniente de los «Banderas Amarillas» iba a estrellarse, contra las ramas de los árboles primero, contra el suelo después.

Los tucanes, furiosos por la devastación de su nido, gritaban desesperadamente, intentando hacer escapar a la intrusa, pero como la vieja sabía que aquellos pájaros, a pesar de sus picos enormes, son inofensivos, no les hacía caso.

Después de comprobar, con visible satisfacción, que, salvo alguna desolladura o contusión, no tenía ningún miembro roto, se sentó.

El sol estaba a punto de ponerse tras los bosques, y en el valle no se oía rumor alguno.

—Debo de haberme quedado desmayada lo menos doce horas —murmuró—. ¿Qué habrá sucedido entretanto a Sai-Sing, a mi hijo y a Sun-Pao? ¿Habrán venido a buscarme? ¿Cómo se habrán explicado mi desaparición y la del miserable Laos? ¡Asesino!…, Supongo que te habrás destrozado contra algún árbol. Voy a intentar descender y buscar a mi hijo. Encontraré algún camino que me llevará a la cumbre del murallón. Tal vez estén allí todavía.

Se alzó apartando con la mano los tucanes que continuaban volando u alrededor ensordeciéndola; sorbió apresuradamente algunos huevos y después se arrastró hasta el borde del nido.

Por suerte, aunque el árbol era alto, no era muy voluminoso, al menos debajo de la copa.

Cabalgó sobre el borde del nido, agarró una de las ramas que lo sostenían y se dejó deslizar hasta el tronco, llegando felizmente a tierra, intentó dar algunos pasos, y comprobó con satisfacción que podía manejarse admirablemente.

—Intentaré ante todo llegar a la cumbre del murallón si es posible, Si no encuentro sendero alguno, saldré del valle y procuraré llegar a la playa.

La vieja, que poseía energías extraordinarias, recogió del suelo una gruesa rama para defenderse de cualquier ataque posible de alguna serpiente y se puso valerosamente en marcha.

Avanzaba penosamente, mientras el sol se ponía, dando vueltas en torno a los enormes troncos de los calambrucos.

¿Adónde iba? No lo sabía, porque estaba completamente perdida.

Había recorrido unos cincuenta metros cuando tropezó en un cuerpo peludo que yacía junto a un espeso matorral.

—¡Un mías! —exclamó después de haberlo examinado atentamente—. ¡Está muerto! ¿Quién puede haber herido a este mono gigantesco que vence al tigre y rompe las mandíbulas de los cocodrilos?

Se inclinó sobre el monstruo que estaba manchado de sangre y, a los últimos resplandores del crepúsculo, vio dos agujeros bastante visibles.

—Estos agujeros están producidos por balas de fusil —murmuró Man-Sciú—. ¿Habrá sido muerto por Sun-Pao y Ong? Recuerdo que llevaban escopetas. Entonces es que han venido a buscarme. Pero ¿cuándo?, y ¿dónde estarán ahora? ¿Se habrán dirigido hacia el mar? Intentemos por lo pronto salir de este valle. Una ascensión a la otra orilla de la muralla sería demasiado peligrosa con esta oscuridad.

Reanudó la marcha, mirando atentamente a derecha e izquierda, temiendo verse atacada de improviso por alguna fiera o por algún mías.

Avanzaba, evitando los obstáculos que entreveía vagamente, sin poder determinar su naturaleza, pero que se agrandaban en su imaginación, y a los cuales daban proporciones enormes sus ojos cansados.

Aunque la adivina era valerosa, poco a poco se sintió invadida por vago terror; el terror irracional, lógico por otra parte en el valle salvaje y tenebroso, que en ciertos momentos se apodera hasta del hombre más audaz, el pánico contra el cual a veces viejos soldados no pueden reaccionar.

Man-Sciú hubiera querido apretar el paso… correr… pero ¿a dónde ir?

Y, sin embargo, no se paraba sino breves instantes para volver a emprender la marcha a tientas, titubeando, como alucinada.

De pronto una imprevista y aguda detonación la detuvo. Había estallado detrás de ella, a pocos pasos de distancia. Se volvió, aterrada, creyendo tener a su espalda al lugarteniente de los «Banderas Amarillas», librado acaso de la muerte por un milagro semejante al suyo.

Con asombro no vio a nadie ni percibió el olor de la pólvora.

—¿Qué habrá sido? —se preguntó, desconcertada.

Permaneció inmóvil durante algunos minutos, mirando a los árboles. No oyendo ningún ruido después, avanzó algunos pasos.

Y resonó entonces una segunda detonación, después una tercera y finalmente otras varias.

Era un fuego graneado, sin relámpagos ni truenos; eran golpes sordos, sofocados, como de mina que estalla.

Asustada primero, confundida después, Man-Sciú se puso a buscar la causa misteriosa de aquellas detonaciones y se dio cuenta de que caminaba sobre gruesas protuberancias de color indefinido y de forma esférica.

Soltó la carcajada. Eran bongos enormes que, al ser tocados por su falda, estallaban como si encerraran una bomba.

Aquel fenómeno no tenía nada de extraordinario. En los bosques tonkineses se encuentra a menudo aquellos hongos colosales que pertenecen a la especie de los amonios.

Es sabido que los órganos reproductores de los criptógamos son corpúsculos denominados esporas, que saltan, en el momento de la madurez, de la envoltura que los encierra.

En los hongos tonkineses la salida de los granos fecundos se opera por expulsión.

Las esporas, al madurar, hinchan la envoltura membranosa que los encierra, hasta hacerla estallar, ya espontáneamente, ya por efecto de un rozamiento cualquiera.

Habiendo rozado Man-Sciú, sin darse cuenta, uno de los hongos, determinó la rotura de su envoltura.

La detonación hizo vibrar las capas de aire cercanas, y otros criptógamos, situados a poca distancia, al roce del aire estallaron también.

La vieja adivina, después de conocer la causa de aquellos disparos que tanto la habían asustado al principio, tardó poco en reanudar la marcha, resuelta a llegar hasta la playa.

Poco a poco el fondo del valle comenzaba a elevarse en suave pendiente.

Los calambrucos y los helechos fosforescentes desaparecían. El suelo era menos húmedo, y comenzaba a ser rocoso.

Los árboles eran menos corpulentos y menos abundantes, y la oscuridad menguaba, mientras el aire, mefítico en un principio, se hacía más respirable.

Man-Sciú, que había caminado durante tres o cuatro horas, estaba a punto de dejarse caer al pie de un árbol para reposar algo, cuando de pronto vio enfrente, a poca distancia, brillar dos puntos luminosos fosforescentes.

Una forma oscura, casi imprecisa, había salido de un matorral espeso y se había parado a pocos pasos de distancia, lanzando un sordo rugido. La vieja, aterrada, se apoyó en el tronco de un árbol y levantó una rama para empuñarla, esperando asustar a aquel animal que parecía resuelto a cerrarle el paso.

—¿Será un tigre o una pantera? —se preguntó con profunda angustia.

La fiera no se había asustado ante los molinetes que Man-Sciú hacía describir al bastón; por el contrario, se recogió sobre sí para saltar mejor. Loca de terror la pobre mujer comenzó a gritar:

—¡Socorro!… ¡Socorro!

El eco de los bosques cercanos contestó únicamente a aquel llamamiento.

La fiera, tigre, pantera o lo que fuese, conservaba una inmovilidad amenazadora, mirándola siempre con, los ojos fosforescentes y lanzando, fe vez en cuando, ronco rugido.

La desgraciada vieja, paralizada por el terror, no tenía ya fuerzas para huir.

Miraba a la fiera con ojos dilatados por el terror, apretándose convulsivamente contra el árbol. De pronto el animal saltó. Man-Sciú se sintió derribar, coger por el vestido y después ser arrastrada en una carrera desenfrenada a través del bosque tenebroso. ¿Cuánto duró aquella carrera? No hubiera podido decirlo.

Dos disparos que repercutieron en sus oídos la hicieron volver en sí. Abrió los ojos y vio a la figura que huía lanzando roncos rugidos.

Después dos hombres armados con escopetas salieron de los matorrales uno de ellos lanzó un grito de estupor.

—¿Estoy borracho o tengo la vista mala?

—Que Gautama me mate si ésta no es la vieja Man-Sciú.

—Sueñas amigo.

—Mira.

—¡Por mil tiburones, Man-Sciú!

Los dos cazadores se habían inclinado sobre la vieja adivina que aún estaba atontada por el terror y la habían levantado.

Uno, cogiendo el frasco que colgaba de su cintura, le acercó a los labios de Man-Sciú, vertiendo en su boca algunas gotas de su contenido.

—Bebe, vieja —dijo—. Esto te sentará bien y te dará fuerzas.

La adivina bebió algunos sorbos, después apretó con la mano el frasco, murmurando:

—Basta,… gracias, muchachos.

—Tienes la piel dura, Man-Sciú —dijo el que la había dado de beber.

—Y mucha suerte —apoyó el otro—. Sin nosotros, la pantera te hubiera devorado. ¿Pero cómo te encuentras aquí? ¿Y Sun-Pao? ¿Y la Perla del Río Rojo?

Man-Sciú les miraba a los dos sin contestarles.

—¿Quiénes sois? —preguntó finalmente.

—Hombres de Kin-Lung.

—¿No murió vuestro capitán?

—Está más vivo que tú.

—¿Dónde está?

—Acampado cu la playa.

—Llevadme a él.

—¿Puedes andar, vieja? —preguntó el hombre del frasco.

—La pantera no me ha mordido —repuso Man-Sciú—. Me agarró únicamente por el traje.

—Entonces, síguenos y demos gracias a Gautama por haberte protegido. Si la pantera me hubiese atacado a mí, por lo menos me hubiera triturado una costilla. El campamento está cerca: Mira las luces que brillan allí.