7

EL ORANGUTÁN

Se habían puesto en camino, avanzando con precaución, y con armas en la mano por temor a algún ataque imprevisto.

Todas las islas de los mares del Tonkín están muy pobladas de tigres, panteras y sobre todo de serpientes, en su mayor parte venenosísimas, y Sun-Pao, más que los otros, lo sabía por lo cual avanzaba con gran prudencia.

Y no se equivocaba. Entre las hojas secas y los matorrales se veían huir serpientes de piel amarilla con manchas negras, con una cabeza gruesa, y Sun-Pao sabía que eran peligrosísimas.

Eran cobras, los reptiles más venenosos que se conocen, que matan al hombre más robusto en menos de un minuto y cuya mordedura no puede curarse, por no haberse encontrado todavía antídoto alguno eficaz.

Y no eran los únicos. Otros se veían colgando de las ramas, esperando que pasase alguna presa, para apoderarse de ella.

Eran los pitones, monstruosas serpientes que, aunque no venenosas, tienen fuerza para estrangular entre sus anillos a un buey o a un caballo.

Durante diez minutos Sun-Pao y sus compañeros rodearon el murallón, abriéndose paso con gran dificultad entre los arbustos que crecían copiosísimos entre los árboles. De pronto el primero se detuvo bruscamente, diciendo:

—¡Los buitres! ¡Mala señal!

Siete. u ocho grandes pajarracos, negros, se habían levantado de un espeso matorral alzando rápidamente el vuelo y ocultándose entre las amas de un árbol.

—Sí, mala señal —repuso la doncella suspirando—. No se presentan más que donde tienen cadáveres que devorar. ¡Pobre Man-Sciú! Ahora que he perdido la esperanza de encontrarla viva. Se dirigieron apresuradamente al matorral.

—¡Laos! —había exclamado Sun-Pao, apartando las ramas. El lugarteniente de los «Banderas Amarillas» yacía junto al tronco de un sambas, sobre algunas ramas rotas que debió haber desgajado en su caída.

El miserable había quedado en un estado fatal. Tenía los miembros rotos, el cráneo destrozado y le faltaba ya gran parte de la piel del rostro, arrebatada, sin duda, por los buitres que habían huido hacía poco. Sai-Sing no había podido contener un gesto de horror y había vuelto lirada a otro sitio.

—¡Qué caída! —dijo Sun-Pao—. Si mi lugarteniente ha sido reducido a este estado miserable, es imposible que Man-Sciú haya podido salvarse. ¡Qué imprudentes! ¿Qué motivo tenían para acercarse tan al abismo?

Sai-Sing y Ong lanzaron sobre el pirata sus miradas llenas de odio.

—Busquemos a Man-Sciú —dijo la doncella, con voz casi imperiosa.

—No debe de estar lejos —repuso Sun-Pao—. Ayúdame a buscar Ong.

Dieron la vuelta al árbol; después extendieron sus investigaciones, buscando hasta por en medio de los matorrales, sin resultado alguno.

Después de media hora pudieron convencerse de que Man-Sciú no había caído en aquel lugar.

—No sé explicarme esta desaparición —dijo Sun-Pao a Ong—. Si cayeron juntos, debían encontrarse a poca distancia uno de otro, a no ser que la vieja haya precipitado traidoramente a mi lugarteniente y después haya huido. En tal caso, me las pagará la bruja.

—¿Cómo? ¿Man-Sciú asesinar a Laos? —exclamó Ong con indignación—. ¿Por qué?

—¡Qué sé yo!

—Lo más posible es que Laos haya sido quien intentase arrojar a Man-Sciú y que en la lucha hayan caído juntos.

—Ahora pregunto yo: ¿por qué?

—Por miedo de que le echase algún maleficio.

Sun-Pao se encogió de hombros y dijo:

—¿Se la habrá llevado alguna fiera? No puedo explicarme su desaparición de otra manera.

Sai-Sing no dejará estos lugares sin haber encontrado el cadáver de su compañera.

—La doncella hará lo que yo quiera —dijo el pirata con tono amenazador—. Aquí no está Kin-Lung para defenderla ni tampoco; sus montañeses. No tenemos tiempo que perder y deseo cuanto antes regresar a mis islas.

—¿Y con qué?

—Ahuecaremos el tronco de un árbol y construiremos una canoa. En ocho días podemos terminarla. Volvamos y dejemos a la vieja que se entierre sola si no ha encontrado ya cómoda sepultura en el vientre de un tigre.

Ong, al oír aquellas palabras, había levantado rápidamente el mosquete que tenía en bandolera, pero en aquel mismo instante, bajo la bóveda verde se oyó retumbar un alarido espantoso, seguido de un grito de mujer.

Sun-Pao dio un salto.

—¡Sai-Sing! —gritó.

Una vez medio sofocada, la de la doncella, le contestó:

—¡Socorro!

—¡Han raptado a la Perla del Río Rojo! —gritó Ong. Sun-Pao se había ya lanzado apresuradamente entre los árboles, cargando el fusil.

Los gritos de la doncella se seguían oyendo, pero cada vez más débiles.

Sun-Pao y Ong corrían como si tuvieran alas, dispuestos a desafiar cualquier peligro con tal de arrebatar la doncella a la fiera que la había sorprendido y robado.

En un espacio que estaba casi libre de árboles vieron a un mono gigantesco que huía rápidamente, estrechando entre sus brazos velludos a la pobre muchacha.

Era más alto que un hombre, con pelaje bermejizo, espalda anchísima y brazos enormes.

—¡Un mías! —gritó Sun-Pao que había ya visto otras veces a los terribles monos que son el terror de todos los isleños de los mares de Tonkín y de la Sonda.

El enorme cuadrúmano, viéndose perseguido, se detuvo un momento, como si se preparase a hacer frente a los enemigos.

Era espantoso: con el cráneo deforme, la faz saliente, la nariz aplastada y la boca, que le llegaba de oreja a oreja, armada con una dentadura formidable.

Con la mano izquierda que tenía libre, se golpeó furiosamente el pecho, que resonó como un bombo y después prorrumpió en un alarido ronco que repercutió por todo el valle.

Sun-Pao había apuntado el fusil; pero Ong se apresuró a desviarle puntería.

—Si yerras, destrozarás a la doncella —le dijo—. Y además podías herirla.

—Ataquémosle con las cimitarras —gritó el pirata que parecía profundamente conmovido—. ¡Ah! ¡Pobre Sai-Sing! ¡Adelante, Ong, destrocémosle!

El mías no les esperó. Al verlos avanzar con las cimitarras, reanudó la carrera, llevando siempre bien sujeta a la muchacha, que ya no daba señales de vida, y se dirigió hacia un grupo de altísimos calambrucos.

—¡Ong, huye! —gritó Sun-Pao.

—Sigámosle —repuso el hijo de la adivina—. No dejemos que mate a la Perla del Río Rojo.

El cuadrúmano, que daba saltos inmensos, no tardó mucho en alejarse.

En pocos minutos llegó a los árboles y cogiendo la rama más gruesa con la mano izquierda, sirviéndose hasta las de los pies, se puso a escalar con rapidez prodigiosa, sin dejar a la muchacha, que debía de estar desmayada.

Cuando Sun-Pao y Ong llegaron a los árboles, el monstruo se había escondido ya tras el espeso follaje.

—Fusilémosle —dijo Sun-Pao, que estaba pálido como un muerto—. Los mías son terribles y acaban por estrangular a las mujeres que raptan. Si Sai-Sing muriese, ya no tendría objeto para mí la vida.

—¿Y si la hieres? —preguntó Ong, que estaba tan asustado como el pirata.

—Procuraré saltarle la tapa de los sesos al monstruo. ¿Le ves?

—No.

—Estemos alerta y, en cuanto le veamos, hagamos fuego. Procura herirle en el corazón.

—¡Pobre Sai-Sing!

—¡Calla! ¿Le oyes? Debe de haberse escondido entre las ramas.

—No me atrevo a disparar, capitán.

—No es momento de vacilar. Si no eres cobarde, dispara.

—Tiemblo ante la idea de herir a la doncella del Río Rojo —dijo Ong con angustia.

—Si los brazos te tiemblan, déjame a mí —repuso Sun-Pao—. El capitán de los «Banderas Amarillas» no sufre alteraciones de nervios. Si no podemos salvarla, por lo menos la vengaremos.

Se acercaron a los árboles y miraron atentamente entre el follaje, procurando descubrir al mono monstruoso.

El gigantesco cuadrúmano lanzaba de vez en cuando su grito espantoso. En aquel momento se oía el ruido de las ramas que desgajaba y que chocaban pesadamente contra el tronco sonoro del calambruco antes de caer al suelo.

Sun-Pao, desesperando descubrirle entre el espeso follaje del árbol, se puso a examinar atentamente cada rama.

A pesar de su sangre fría, de pronto se estremeció.

—Le veo —dijo en voz baja—, está casi a veinticinco metros de altura y me parece que está herido. ¿Le habrá herido Sai-Sing, antes de dejarse robar? ¡Valerosa muchacha! Pero me parece que no debe de estar herido gravemente porque no está debilitado. A ver si consigo alejarle y que deje a su víctima.

—¿No temes aumentar su cólera sin la probabilidad de matarlo? —preguntó Ong que temblaba por la vida de la doncella.

—Procuraré herirle en el corazón —repuso fríamente el capitán de los «Banderas Amarillas»—. Mi escopeta es de buen calibre y con la carga de pólvora que le he metido sería muy desgraciado si no le matase enseguida.

Después, con calma, de que hubiese estado orgulloso un inglés, alzó lentamente su fusil y miró a través del espeso tejido de ramas y hojas.

Sea que el enorme cuadrúmano hubiese huido rápidamente, sea que Sun-Pao hubiese perdido el punto de mira, la escopeta continuó muda.

—¿Se habrá escondido? —murmuró Sun-Pao—. No le veo ya.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gimió en aquel momento una voz lastimera, con horrible expresión de angustia.

Sun-Pao y Ong se estremecieron.

—Capitán —dijo el hijo de Man-Sciú—, Sai-Sing vive todavía; matemos al monstruo horrible.

—Eso quiero —contestó Sun-Pao—. Daría parte de mi sangre por salvarla. ¿Comprendes cómo amo a la Perla del Río Rojo? Si no acierto a descubrirle subiré por el árbol y le atacaré con mi cimitarra, pase lo que pase.

De pronto vio el follaje agitarse con violencia y oyó distintamente crujir las ramas.

Sun-Pao no vaciló. Una detonación formidable, seguida inmediatamente por un alarido espantoso, resonó como un trueno, y fue repetido por el eco de los bosques.

—¡Herido! —exclamó Ong, montando su escopeta y pasándola al jefe de los «Banderas Amarillas».

Una caída fulminante sucede al feroz lamento; después aparece un cuerpo peludo que resbala, rueda, cae de rama, en rama, pero aferrándose a todos los obstáculos para retrasar la caída. Es el mías, herido gravemente, sin duda, pero terrible aún.

Consigue detenerse en una rama oblicua, pone los pies en otra lateral contempla durante algunos instantes, con ojos negros y llameantes de rabia, a sus enemigos.

No está más que a seis o siete metros de altura.

Sus mandíbulas enormes, de grandes dientes amarillos, tiemblan violentamente.

Gesto bestial contrae su faz, monstruosa caricatura del rostro humano. De su garganta salen, con alaridos formidables que parecen, emitidos por una garganta de metal, hilos de sangre espumosa, y en lo alto del pecho, hacia la izquierda, en la dirección del corazón, sale un caño rojo que le cae como lluvia sobre el vello.

Haciendo un esfuerzo supremo intenta lanzarse a tierra, tal vez para hacer pagar cara la victoria a sus enemigos.

Desgraciadamente, se oye un grito de terror.

Sai-Sing, que había sido depositada sobre dos gruesas ramas, al volver sí, quiso levantarse en vez de estarse quieta.

El mías, viéndola tan cerca, presa de súbita cólera, en lugar de saltar tierra, se volvió contra su víctima, lanzando un alarido cuya intensidad sería imposible describir.

Sun-Pao, que había apuntado ya con la escopeta que le había preparado Ong, hizo fuego por segunda vez.

El proyectil hirió por segunda vez al mono gigantesco, no en pleno pecho, sino en la cara, rompiéndole una mandíbula, pero no consiguiendo detenerle.

La desgraciada Perla del Río Rojo estaba perdida. El monstruo se apresuraba ya a apresarla de nuevo, cuando sonó otro disparo. Ong, que había cargado apresuradamente el mosquete, hizo fuego de nuevo.

El mías fue herido esta vez bajo el sobaco y la bala le pasó de parte a parte, atravesándole el corazón.

Se vio al monstruo estirarse en toda su longitud, vacilar un instante, estrechar entre sus enormes manos el pecho deforme y sanguinolento, y caer al suelo, donde quedó inmóvil, después de haber exhalado un sordo quejido.

—¡Muerto! —gritó Sun-Pao, destrozándole el cráneo con un tremendo golpe de cimitarra.

Ong, que había arrojado el fusil, se lanzó hacia el árbol cuyo tronco estaba rodeado por fina red de plantas parásitas.

Casi tan ágil como el mono gigantesco, comenzó a subir y consiguió llegar pronto a las dos ramas entre las cuales Sai-Sing, desmayada por segunda vez con la emoción, había caído.

Por suerte, las dos ramas eran tan fuertes y estaban tan unidas que consiguieron detener a Sai-Sing en su caída.

El hijo de Man-Sciú la ató con una larga faja de seda roja y la deslizó mansamente a tierra, donde Sun-Pao la esperaba con los brazos abiertos.

La doncella estaba pálida como una muerta, pero no parecía haber sufrido herida alguna.

Sin embargo, su ropa había sido destrozada por las uñas del monstruo.

—Agua, Ong —dijo el pirata, sensiblemente conmovido.

—Oigo por allí el rumor de un arroyo —repuso el hijo de Man-Sciú, indicando el extremo del valle.

—Ven.

Apoyó contra el pecho a la doncella y partió a la carrera, seguido de Ong que llevaba las dos escopetas.

Un cuarto de hora después llegaban a una cascada pequeña, que se precipitaba en un hoyo amplio, rodeado de espesas plantas.

Ong sumergió su sombrero de paja en el agua fresca y limpia y después roció el rostro de la doncella.

Bastó aquella impresión de frío para hacerla abrir enseguida los ojos.

Viéndose en brazos de Sun-Pao se ruborizó, después palideció y haciendo un esfuerzo para librarse de aquel abrazo, dijo:

—No… no necesito ayuda. La emoción ha pasado.

—¿Estás herida, Sai-Sing? —preguntó presuroso el jefe de los «Banderas Amarillas».

—No —contestó secamente la doncella—. ¿Habéis matado al monstruo?

—De tres tiros.

—¡Qué horrible era! —murmuró Sai-Sing que aún se estremecía.

—¿Te sorprendió?

—Sí, mientras estaba recogiendo plátanos. Cayó sobre mí tan de repente que no me dio tiempo a huir.

—Debía de estar emboscado en algún árbol —dijo Ong.

—Y esperó a que os alejarais para apoderarse de mí.

—Estos monos colosales son temibles —dijo Sun-Pao—. Raptan con frecuencia a mujeres hasta en nuestras islas, donde no faltan, a pesar de la caza incesante que dirigen contra ellos mis hombres. ¿Puedes andar, Sai-Sing, o quieres que te lleve?

—Sabré ir sola. ¿Dónde vamos?

—Deseo llegar a la playa más cercana para emprender enseguida la construcción de una canoa. Ya estoy harto de esta isla aunque sólo estemos en ella hace unas horas.

—Sí, debemos ir a las islas —dijo Sai-Sing como hablando consigo misma.

Estuvo un momento inmóvil, como preocupada; después dijo de pronto:

—¿Y Man-Sciú?

—No hemos encontrado nada —repuso Sun-Pao—. Supongo que algún tigre se habrá llevado su cadáver.

Sai-Sing contuvo un sollozo y dijo después con voz seca:

—Vamos.

Sobre el bello rostro brilló un momento una impresión tan extraña que Sun-Pao se sorprendió.

—¿Qué tienes, Perla del Río Rojo? —le preguntó—. ¿No te encuentras bien?

—No, estoy algo emocionada. Este valle me da miedo. Reanudaron la marcha, yendo uno detrás de otro, delante Sun-Pao y detrás Ong.

Los bosques se sucedían a los bosques, y siempre tan espesos que en muchas ocasiones tuvieron precisión los náufragos de abrirse paso a golpes de cimitarra.

Hacia mediodía llegaron de pronto a la orilla del mar. Allí la playa no era muy alta ni rocosa, descendía suavemente, cubierta toda de arena y de las grandes conchas que tanto abundan en aquellos parajes y que son tan deliciosas como nuestras ostras.

—Acamparemos aquí, mientras encontramos otro refugio —dijo Sun-Pao—. Los árboles están a poca distancia del mar y no tendremos dificultades para derribar uno y construir una buena piragua. Dentro de una semana podremos embarcarnos y regresar a las islas. Ong, recoge conchas, mientras yo busco fruta.