EL CRIMEN DEL LUGARTENIENTE
El segundo del capitán de los «Banderas Amarillas», aunque cerca de cuarenta años, era hombre todavía agilísimo, no tan robusto como Sun-Pao, pero capaz de emprender cualquier escalo por peligroso que fuese.
Rodeándose en torno de la cintura las cuerdas que debía arrojar después para levantar la escala de cuerda, comenzó a subir, aferrándose a las hendiduras de las rocas, que eran muchísimas, y a las raíces que crecían la abundante cantidad.
Las paredes no presentaban inclinación alguna, y sin embargo, aquel demonio de hombre ascendía rápidamente, como si fuese un mono, aprovechando todas las asperezas para encontrar un punto de apoyo.
De vez en cuando, fragmentos de roca se desprendían a sus pies o desmenuzaban entre sus dedos; pero después de breve vacilación, Laos continuaba ascendiendo, confiando en sus fuerzas y en su audacia.
Habían transcurrido apenas dos minutos, cuando se encontró a pocos metros de la parte superior del acantilado. Comenzaba a ver algunas plantas cuyas ramas se presentaban casi a nivel de la roca, cuando se dio cuenta que encima no había raíces ni hendiduras que pudiesen servirle ara salvar el último tramo.
—¿No conseguiré llegar? —murmuró—. Si no llego todo ha acabado para nosotros. ¿Y las cuerdas no me han de servir para nada? Encima una rama bastante fuerte para soportar mi peso. Todo depende de la solidez de este punto de apoyo.
Miró donde ponía el pie. Era una cornisa pequeña, hendida, de medio pié escaso.
—¿Resistirá? —se preguntó—. Así lo espero, con tal que la bruja no haya lanzado a estas rocas el maleficio que echó al mar.
Para mayor precaución, se agarró a una rama que surgía de una hendidura y después, con la mano derecha, cogió las cuerdas y las lanzó a lama, que se hallaba a tres metros sobre su cabeza, aquella maniobra, fácil para un marino, tuvo un éxito completo. El extremo de la cuerda, después de haber dado vuelta a la rama, volvió a caer en las manos del pirata. Este tiró con todas sus fuerzas y, ya seguro de la solidez de la planta, se dispuso a izarse.
Iba a alzar el pie cuando la cornisa se derrumbó cayendo con gran estrépito.
El pirata lanzó un grito.
—¡La vieja bruja!… ¡Demasiado tarde por suerte mía! Ya sabía que me ibas a jugar esta mala pasada. No sería un «Bandera Amarilla» si no te hiciera dar una voltereta. ¡Espera, vieja Man-Sciú!
Quedó suspendido por las cuerdas. Permaneció un momento inmóvil para reponerse de la terrible impresión y después, aferrándose a la cuerda con suprema energía, comenzó a subir y llegó felizmente a la cumbre.
Como se había imaginado, la parte superior del murallón estaba cubierta por una vegetación áspera, compuesta de plátanos, palmeras y árboles de hierro.
Pero aquella zona era limitadísima, no teniendo más que unos cincuenta metros de largo a lo sumo. Al otro lado se abría otro abismo espantoso, en cuyo fondo se divisaba un bosque inmenso, compuesto de árboles gigantescos, probablemente tecas y tamarindos.
Laos se inclinó durante algunos minutos hacia el borde del abismo, mirando el paisaje que se extendía basta perderse de vista, con bosques, colinas y ríos.
—Esta isla debe de ser la de Pulo Cóndor —murmuró—. Con una chalupa podemos llegar a las islas. ¡Qué abismo más espantoso!… ¡Qué bien estaría en él la vieja bruja!… ¡Ya verás qué vuelo emprendes, vida mía! ¡Ah! ¡Quisiste hacerme estrellar contra los escollos!… ¡Yo te romperé la crisma entre las ramas de esos árboles!
El bandido, que ya experimentaba un odio terrible contra la desgraciada, a cuya maldad atribuía todas las desgracias ocurridas al junco y a su tripulación, volvió al lado opuesto del muro que caía sobre el mar.
El junco no se había hundido aún, a pesar del continuo asalto de las olas. Sobre cubierta se veía a Sai-Sing, al lado de Man-Sciú y de Ong y sobre la escollera a Sun-Pao que estaba preparando la escala de cuerdas.
—¡Echa la cuerda! —le gritó el capitán de los «Banderas Amarillas» al verle reaparecer.
Laos ató un extremo de cuerda al tronco de una palmera y echó el otro al vacío. Minutos después retiraba la escalera de cáñamo que aseguraba a otro tronco más fuerte.
—¡Haz subir a la vieja! —gritó Laos—. Será la primera en probar la solidez de la escalera.
Sun-Pao hizo con la cabeza una señal afirmativa. Volvió al junco, cogió en sus brazos a Man-Sciú y la llevó a la escollera, diciéndole irónicamente:
—Sube primero. Tú que eres adivina, debes saber si llegarás arriba sin peligro.
—Man-Sciú te probará que es digna de la doncella del Río Rojo y del capitán de los «Banderas Amarillas» —contestó la vieja.
Se aferró a la escala y comenzó a subir, mientras Ong llevaba a Sai-Sing a la escollera.
El lugarteniente del capitán de los «Banderas Amarillas», que había ya formado su plan la esperaba como un tigre en acecho. Sonrisa feroz crispaba sus labios.
—Sube, sube —murmuraba—, para dar después un salto hermoso. ¡Ah! ¿Echar maleficios a todo? Yo veremos si eres capaz de salvar tu esqueleto viejo.
Man-Sciú, a pesar de su edad avanzada, seguía subiendo sin demostrar cansancio ni experimentar vértigo.
Cuando llegó a la cumbre de los peñascos, Laos la tendió ambos brazos y la levantó.
—Tienes todavía músculos fuertes —la dijo—. Debes ser una bruja de veras.
—No, soy adivina.
—Lo mismo da —dijo el miserable sonriendo—. Ven al otro lado de la roca y verás un panorama encantador.
—Espera que suba Sai-Sing.
—No lemas por ella. Sun-Pao la ayudará. Ven a ver.
Man-Sciú no se movió; había descubierto en los ojos del pirata un relámpago que traicionaba sus feroces intenciones.
—Espera que suba Sai-Sing —repitió con mayor energía—. Me interesa más la muchacha que el panorama.
Comprendió el bandido que la vieja no se fiaba de él. Se inclinó sobre el abismo y vio a Ong subir por la escala.
Apenas había subido los primeros escalones y ascendía lentamente. Tomó de pronto una determinación.
—Sí, esperemos —dijo intentando sonreír—. Ayúdame a mantener recta la escalera.
Man-Sciú, que comenzaba a serenarse, obedeció y se inclinó sobre la cuerda. De pronto sintió que la sujetaban y que la levantaban en alto, mientras una mano le tapaba la boca, impidiéndola gritar.
El miserable la había cogido y la llevaba hacia el lado opuesto del istmo, sujetándola con todas sus fuerzas.
—¡Ya no echarás más maleficios al mar, vieja bruja! —gritó.
Man-Sciú se debatía desesperadamente y procuraba apartar de su boca la mano que la sofocaba para pedir auxilio, pero el pirata era de fuerzas extraordinarias.
Al llegar a la orilla del abismo, que se abría al lado opuesto del murallón, se había inclinado para arrojar a la vieja contra los árboles que se veían en el fondo, cuando lanzó un agudo grito de dolor.
Man-Sciú, que había conseguido alejarle la mano que le cerraba la boca, le había apretado los dedos con sus agudos dientes intentando tronchárselos.
El dolor experimentado por el lugarteniente de los «Banderas Amarillas:» fue tan intenso, que le obligó a doblegarse.
Aquel mordisco inesperado y las contorsiones de la vieja, le hicieron perder el equilibrio.
Un grito horrible se escapó de su boca: caía al abismo con su víctima.
Durante algunos instantes, aquellos cuerpos rodaron juntos por el vacío, apretados uno a otro, después se separaron y desaparecieron entre árboles que cubrían el fondo.
Cuando Ong llegó a la cumbre de la alta muralla, se quedó profundamente sorprendido al no ver ni al lugarteniente de Sun-Pao ni a su madre poco antes, mientras ascendía, había visto juntos.
Creyendo que hubieran ido en busca de fruta, habiendo plátanos a poca distancia, no se preocupó mucho por el momento, no sospechando remotamente lo que había pasado en la orilla opuesta de la enorme escollera.
—Ocupémonos de Sai-Sing —dijo—. Pronto volverán con una buena cantidad de plátanos y acaso de cocos.
La doncella del Río Rojo estaba ascendiendo. La hija del héroe de Seúl subía tranquila, sin la menor vacilación, dando pruebas de fuerza y agilidad extraordinarias que le hubieran envidiado algunos marineros, después subía Sun-Pao, llevando tres mosquetones, buena provisión de pólvora y de balas y la cimitarra.
El pirata seguía ansiosamente con la vista a la valerosa doncella, admirando su sangre fría y su valor. Sai-Sing era digna de convertirse en reina de los «Banderas Amarillas».
Cuando la vio alcanzar la cumbre y saltar ágilmente sin necesitar ayuda de Ong, el pirata apresuró la subida, llegando poco después que ella a la orilla del murallón.
—Sai-Sing —la dijo—, te admiro. Ninguna muchacha del Tonkín sería capaz de imitarte.
La prometida del infortunado Lin-Kai contestó con sonrisa casi desdeñosa:
—¿Y Man-Sciú? —preguntó—. ¿Dónde está que no la veo, Ong?
—Habrá ido con Laos a buscar fruta para regalártela —contestó el joven.
Sun-Pao, al oír aquella contestación y no viendo ni al lugarteniente ni a la bruja, experimentó un sobresalto. No había olvidado los feroces propósitos de su segundo y sospechó que se hubiese aprovechado de aquella ocasión para suprimir a la desgraciada Man-Sciú con objeto de impedirla que echase nuevos maleficios. Sin embargo, ocultó su pensamiento y se limitó a decir a Sai-Sing:
—Les encontraremos. No pueden haber ido lejos.
—Les oiríamos, capitán —dijo Ong con terror—, pero no resuena ninguna voz humana entre estas plantas. ¿Les habrá sucedido alguna desgracia?
Sai-Sing miró a Sun-Pao, pero el capitán de los «Banderas Amarillas» estaba tan tranquilo que alejó toda sospecha.
—Busquémosles —dijo la doncella.
Se metieron, debajo de las plantas llamándoles en voz alta, sin obtener respuesta. Aquel silencio aterró a la doncella del Río Rojo.
—Si estuvieran vivos se verían —exclamó con profunda angustia—. ¿Tal vez les haya sorprendido y devorado alguna fiera?
—Se vería sangre, y además es imposible que hayan sido devorados en dos o tres minutos —dijo Ong.
—Sun-Pao —dijo la Perla del Río Rojo, lanzándose hacia él y mirándole fijamente—. ¿Qué piensas de esta desaparición misteriosa? Habla, capitán de los «Banderas Amarillas».
El pirata, que parecía muy preocupado y que hacía unos minutos se había inclinado hacia el abismo, como si hubiese adivinado que su lugarteniente y la vieja debían estar debajo de aquellos árboles inmensos, horriblemente destrozados, se estremeció por segunda vez e intentó sustraerse a la mirada interrogadora de la muchacha.
—No sé qué decirte —balbució—. Busquemos más. —¿Buscar? ¿Y dónde? ¿Con qué motivo se habían de alejar sabiendo que nosotros estábamos subiendo?
—Entonces ha sucedido alguna desgracia.
—¿Y si se hubiera cometido un delito? —preguntó Sai-Sing violentamente.
—¡Un delito!… —exclamó Sun-Pao, fingiendo gran sorpresa—. ¿Qué dices, muchacha?
—Tus hombres temían a la vieja Man-Sciú y la odiaban considerándola bruja.
—Mis hombres eran estúpidos y saben cómo los he tratado cuando querían arrojarse sobre Man-Sciú para matarla, ¿es verdad, Ong?
—Sí, tú y tu lugarteniente la defendisteis —repuso el joven.
—¿Por qué suponer entonces que Laos se ha deshecho de tu protectora? El no era supersticioso y no creía en los maleficios. Debe de haber sucedido una desgracia. ¡Ah! Mira, Sai-Sing, si me he engañado.
Sun-Pao se había inclinado vivamente hacia el abismo señalando una huella profunda que parecía reciente.
Algunas piedras habían rodado y se veían ramas de un matorral que crecía al mismo borde del abismo y que estaba destrozado.
—¡Los desgraciados se han precipitado al abismo! —exclamó estremeciéndose—. La tierra faltó a sus pies y cayeron juntos.
Sai-Sing exhaló un grito de horror mientras el pobre Ong prorrumpió en sollozos.
—¡Muerta!… ¡Man-Sciú muerta! —exclamó la doncella.
—Es imposible que se hayan salvado —dijo Sun-Pao fingiendo emoción—. Una caída desde treinta metros sobre aquellos árboles.
—Vamos a buscarla, Sun.
—No será cosa fácil —repuso el pirata.
—Tenemos la escala.
—No es bastante larga. Acaso encontremos algún sendero que nos permita descender al valle; pero no esperemos encontrar vivos ni a Man-Sciú ni al lugarteniente. Ong, ve a buscar las armas y municiones e intentemos descender. ¡Eh! ¡Muchacho! ¿Amabas tanto a la vieja que así iras? No suelen llorar los «Banderas Amarillas».
—La muerta era…
Iba a agregar: «Mi madre» pero se contuvo a tiempo y añadió:
—La amiga de la Perla del Río Rojo.
—También yo lo siento —dijo Sun-Pao, fingiéndose conmovido—. ¡Pronto! ¡Ve a buscar las armas!
Mientras Sai-Sing, dominada por el dolor, puesto que amaba profundamente a la vieja que le había dado tantas pruebas de afecto y devoción, lloraba silenciosamente, sentada bajo un plátano, el capitán de los «Banderas Amarillas» examinaba atentamente el fondo del abismo, preguntándose si habían rodado juntos por casualidad o a consecuencia de alguna lucha terrible.
Sus ojos expertos notaron enseguida que la hierba que crecía junto al tajo aparecía aplastada y en algunos sitios destrozada.
—La vieja arrastró a Laos —murmuraba—. ¡Estúpido! Hubiera costado tan poco hacerla rodar sola al abismo. No era ningún gigante aquella mujer. ¡Ahora sí que estamos en un apuro! Era muy hábil para construir canoas y nos hubiera prestado un gran servicio. ¡Mil veces idiota! Yo no le había dicho que matara a la adivina. Si se ha roto la crisma, tanto peor para él.
Ong volvía en aquel momento, trayendo las armas y las municiones. El joven ya no lloraba, pero en sus ojos brillaba una llama feroz, porque había adivinado en parte lo que había sucedido.
—Ven, Perla del Río Rojo ■—dijo con voz triste a la muchacha—. Un día vengaremos, no sólo a Lin-Kai, sino también a mi madre. Calla; y si también tú tienes sospechas, disimula.
—¿La han matado, verdad? —preguntó la doncella.
—No estoy seguro; silencio.
Sun-Pao se acercaba a ellos.
—Vamos, Sai-Sing —dijo—. Deseo aclarar este misterio y si Man-Sciú ha muerto, sustraerla, por lo menos, al pico de los cuervos y a los dientes de las fieras.
La doncella se levantó sin contestar. De su rostro había desaparecido toda huella de emoción.
Sun-Pao contempló durante algunos instantes la cumbre de la enorme muralla y después se puso en marcha.
Había observado que hacia el Sur declinaba rápidamente y que, por lo tanto, era probable que se encontrase por aquella parte algún sendero que permitiese descender al valle.
La cumbre del murallón, que tendría una longitud de veinticinco o treinta metros, estaba cubierta de plátanos, de mangostanes y de espesos matorrales, por en medio de los cuales circulaban grandes papagayos verdes y rojos y tucanes de enormes picos.
Sun-Pao, que caminaba aprisa, llegó pronto a un lugar, en que se abría un profundo canalón que debió de haber sido socavado por la lluvia y que permitía descender al valle.
—Apóyate en mí y descendamos —dijo a Sai-Sing.
La muchacha obedeció.
El pirata, que era fuerte y agilísimo, comenzó a descender agarrándose a las ramas, seguido de Ong, el cual también ayudaba a la Perla del Río Rojo.
Media hora después llegaban felizmente al valle.
Allí árboles enormes, calambrucos, se erguían formando con su espeso follaje una bóveda casi impenetrable a la luz del sol.
Silencio profundo reinaba bajo aquellos colosales vegetales. No se oía ni cantar un pájaro ni moverse un insecto.
—¡Qué lugar tan triste! —dijo Sun-Pao.
—¿Dónde habrá caído la pobre Man-Sciú? —preguntó Sai-Sing.
El pirata alzó la vista a la pared rocosa y dijo después:
—No nos hallamos más que a trescientos o cuatrocientos metros del lugar del que cayeron, precipitados. Sigamos la pared y encontraremos sus cadáveres.