5

EL NAUFRAGIO

Sun-Pao, no viendo ya en torno suyo girar aquellas paredes líquidas, se repuso algo del terror, y bajó del puente, seguido por Laos, dirigiéndose hacia el camarote de popa.

Su primer pensamiento fue para la hermosa doncella del Río Rojo que acaso habría quedado muerta en aquel formidable y repentino choque del junco.

Ni siquiera había intentado tranquilizar a sus hombres, que locos por el terror y creyendo que las olas iban a hundir de un momento a otro la nave, se arrojaban desesperadamente sobre los escollos vecinos en los que los que iban a encontrar la muerte por los incesantes asaltos del mar.

Cuando consiguió entrar en el camarote, vio a Sai-Sing, tendida sobre una alfombra entre los pedazos de la cubierta, que se había hundido por las terribles sacudidas que habían destrozado la nave.

También la vieja Man-Sciú yacía en un rincón con la cabeza ensangrentada al lado de Ong, el cual se debatía bajo un montón de astillas.

—Ocúpate tú de los otros —dijo Sun-Pao a Laos.

—Deja que reviente la bruja —repuso el segundo—. Ella echó el maleficio.

—Silencio. Obedece.

Apartó las astillas y tomó en brazos a Sai-Sing.

La doncella no debía de estar más que desmayada, porque no se veía mancha alguna de sangre ni en el rostro ni en el traje.

—Buda la protegió —dijo el pirata profundamente conmovido—. Procuremos salvarla.

Teniéndola bien apretada contra el pecho, volvió a subir a cubierta seguido por Laos, que llevaba a la vieja, y por Ong que cojeaba.

Una escena horrible se desarrollaba en aquel momento a bordo del junco entre los últimos supervivientes. Los piratas, reducidos a una docena escasa, porque el resto se había estrellado contra la escollera sobre la cual había esperado hallar la salvación, se precipitaban hacia la única chalupa que había en el junco, empeñando una lucha furiosa para disputarse los sitios.

Poseídos de una especie de locura, aquellos miserables, en, vez de unir sus esfuerzos para arrojarla al mar, habían echado mano de los cuchillos y se atacaban como bestias feroces.

—¡Canallas! —gritó Sun-Pao—. ¡Dejad la chalupa! ¿Queréis aniquilaros?

Los bandidos, al oír aquella voz que aún temían, se separaron, pero de pronto un grito salió de sus pechos:

—¡La vieja bruja! ¡Matémosla!

Los más furiosos se arrojaron hacia ella apretando los cuchillos y gritando siempre:

—¡Matémosla! ¡Echó el maleficio sobre el junco! ¡Muera! ¡Muera! Un rayo de ira pasó por los ojos de Sun-Pao.

—¡El que se acerque, muere! ¡Atrás, miserables! Man-Sciú es la protectora de la doncella del Río Rojo.

—¡Son brujas las dos! —gritó una voz.

—Sí, ahoguémoslas a las dos —vociferaron aquellos bandidos, a los cuales el terror había trastornado el juicio—. ¡Al agua las brujas que nos tan traído el naufragio!

Sun-Pao, acostumbrado a ver a sus hombres temblando delante de él, permaneció un momento inmóvil, mirando a aquellos forajidos, creyendo que soñaba. Pero al ver que avanzaban amenazadoramente, dejó en el suelo a la doncella, y empuñó la cimitarra que nunca abandonaba, arma cortante como navaja barbera, de solidez a toda prueba, de hoja pesada Se terminaba en forma de gárgola.

—¿Estáis locos? —gritó—. ¿No reconocéis ya a vuestro capitán y señor? ¡Atrás, canalla…!

—¡Mueran las brujas! —gritaron, por su parte, los piratas—. ¡Venguemos a los compañeros que se ahogaron por culpa suya!

—¡A mí, Laos! —gritó Sun-Pao.

El segundo había dejado a la vieja y había acudido, empuñando también la cimitarra, mientras Ong se apoderaba de un hacha de abordaje que estaba suspendida de un anillo de la muralla.

Los piratas, al verlos avanzar, se detuvieron, vacilando un poco, pero locos de furor y resueltos a todo para alcanzar su intento, se lanzaron hacia adelante, gritando siempre:

—¡Al agua las brujas!

Sun-Pao había lanzado un rugido de fiera.

—¡Ah! ¡Perros! ¡Venid! —gritó—. Ahora os enseñaré a respetar la voluntad de vuestro capitán.

Y se arrojó sobre los rebeldes con el ímpetu de un toro, repartiendo tajos locamente.

En el acto cayeron, dos hombres con la cabeza destrozada, pero los demás, procurando no desafiarle, se habían dirigido hacia donde estaban la doncella del Río Rojo y Man-Sciú, que aún no había vuelto en sí.

Pero encontraron en su camino a Laos y a Ong, los cuales les hicieron frente valerosamente, recibiéndoles a golpes de cimitarra y de hacha.

Rápida y sangrienta lucha se desarrolló en torno de las dos mujeres, entre el incesante romper de las olas que subían a bordo estrellándose contra los torreones.

Los dos jefes de los «Banderas Amarillas» no debían tardar en dar cuenta de aquellos bandidos que no tenían más que cuchillos para oponer a las dos cimitarras, que cortaban y destrozaban brazos y cabezas a cada golpe.

Tampoco Ong, que temblaba por su madre y por la doncella del Río Rojo, perdonaba a los adversarios y luchaba con coraje leonino, ayudando valerosamente a los dos jefes.

Dos minutos después la mitad de los piratas yacían por el suelo, muertos o moribundos, con los pechos horriblemente destrozados y, las cabezas hendidas. Los demás, poseídos de súbito terror, comprendiendo que la lucha iba a ser ya desigual, volvieron las espaldas y se precipitaron a la escollera con la esperanza de llegar a la costa, desapareciendo entre las ondas tumultuosas.

Apenas había cesado la lucha cuando Sai-Sing abrió los ojos. Viéndose tendida junto a todos aquellos muertos se incorporó, dando un grito de horror.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—No te asustes, Sai-Sing —dijo Sun-Pao, arrojando la cimitarra tinta en sangre—. He castigado a unos rebeldes que me han desobedecido. Nada más.

—Ya no veo a ninguno de los tuyos. ¿Murieron todos?

—El mar los ha tragado. ¿No ves cómo ha dejado a mi pobre junco?

—Recuerdo haber oído un gran trueno.

—Era mi navío que se estrellaba contra la escollera. No pudimos resistir el huracán. Pero no temas. El mar se está calmando y estos restos resistirán.

—¿Y Kin-Lung?

—No sé qué puede haberle sucedido. También su junco debe haber sido presa de alguna tromba —repuso Sun-Pao—. Si ha desaparecido no necesitarás elegir y serás la reina de los «Banderas Amarillas» en vez de los de las «Negras».

Sai-Sing se estremeció y no contestó. En aquel momento una voz angustiosa la llamó.

—¡Socorro!… ¿Dónde estoy?

Era la vieja Man-Sciú que volvía en sí.

Ong se apresuró a arrodillarse ante la vieja, restañándole la sangre que manaba de una herida que le produjo en la frente un madero del camarote.

—¿Dónde está Sai-Sing? —preguntó la adivina.

—Pobre Man —dijo la doncella, acercándose presurosa—. ¿Dónde estás herida?

—No es nada —repuso la adivina—. Man-Sciú tiene la piel dura, y además conoce filtros que hacen cicatrizar enseguida las heridas. ¿Hemos llegado a las islas?

—Creo más bien que el huracán nos ha llevado más lejos —dijo Ong— y que tardaremos en llegar. El junco no navega y no volverá a navegar porque está destrozado por completo.

—¿Y Sun-Pao?

—Sube ahora al puente con Laos.

Man-Sciú —dijo Sai-Sing—, tú que sabes leer en el porvenir, ¿cuál será mi suerte? ¿Volveré a ver algún día a Lin-Kai? Empiezo a tener miedo.

—Tu estrella que estuve contemplando muchísimo rato, brillaba siempre espléndidamente. ¿De qué puedes tener miedo?

—El junco de Kin-Lung ha desaparecido y en lo futuro ya no podré confiar en la rivalidad de los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas».

—¿Kin-Lung desaparecido? —murmuró la vieja—. ¿Que la tempestad le haya sustraído a tu venganza o la mía? Si hubiese realmente naufragado, nuestra empresa sería muy difícil, pobre doncella del Río Rojo, porque Sun-Pao no tendría obstáculos para hacerte suya.

—¿Y Lin-Kai? —preguntó Sai-Sing, palideciendo intensamente—. Jamás renunciaré al héroe de montaña: prefiero la muerte.

—Aún no hemos llegado a las islas —dijo la vieja—. Acaso haya sido el Espíritu Marino el que haya hecho naufragar el junco para retardar y dificultar los designios de Sun-Pao. Ya sabes que es el protector de nuestros montañeses.

—Y, sin embargo, tengo miedo, Man.

—Por ahora no tienes que temer. En las islas es donde corres peligro de ser la esposa de este miserable pirata. Todos sus guerreros murieron, y Ong no es un cobarde y sabrá defenderte.

—Estoy dispuesto a morir por ti —dijo el hijo de la adivina—; dispón de mi vida.

—Procura no hacerte traición —dijo la vieja—. Ellos deben, ignorar que eres hijo mío.

—Lo procuraré, madre. Además, nunca sospecharon nada y para ellos soy un «Bandera Amarilla», fiel a los capitanes de la confederación.

Mientras cambiaban estas palabras a media voz, Sun-Pao y su lugarteniente observaban desde lo alto del puente la elevada muralla de granito contra la cual se estrelló la tromba y se destrozó la nave. Era una pared monstruosa, que se prolongaba algunas millas, de más de cien pies de altura, con grandes hendiduras de las que salían gruesas raíces que indicaban que sobre la cumbre y sobre la falda opuesta debían pairarse árboles. En la base de aquella formidable barrera había un número infinito de escollos y de peñascos, que se extendían hasta perderse de vista, formando un dique contra el cual se estrellaban los embates del mar que aún no se había calmado.

—¿Será ésta la isla de Pulo Cóndor? —preguntó Laos al capitán de los «Banderas Amarillas», el cual observaba atentamente la muralla.

—Lo supongo —contestó Sun-Pao—, aunque no puedo formarme idea del camino seguido por los juncos.

—¿Qué haremos? Si continuamos aquí, el mar destrozará poco a poco los restos y acabará por despedazarnos.

—Antes de veinticuatro horas no quedará en pie ni un madero de, nuestra nave. Los costados empiezan a abrirse y el agua invade ya la cala.

—Es necesario llegar a tierra.

—Y sin perder tiempo —agregó el capitán que se había quedado pensativo.

—¿Qué haremos para llegar a las islas?

—Eso es lo que no sé todavía. No tengo, sin embargo, intenciones de continuar siempre aquí, aunque esté al lado de la doncella del Río Rojo. No nací para la vida tranquila.

—Y además correrías el peligro de perder tus islas y tus riquezas —dijo Laos—. Kin-Lung, si no ha muerto, no vacilará en apropiárselas.

—Y además en matarme para apoderarme de la doncella que ama tanto como yo.

—¡Maldita vieja! —exclamó Laos con odio—. Fue causa de nuestra desventura. Nadie me quitará de la cabeza la sospecha de que echó un maleficio al mar para impedirte que condujeses la doncella a las islas.

—¿Lo crees Laos?

—Estoy convencido.

—Debemos desembarazarnos pronto de ella. Si no supiese que Sai-Sing tiene una veneración inexplicable por aquella vieja, no la hubiese salvado del furor de nuestros hombres.

—Ya veremos si llega a las islas —dijo Laos en voz baja.

Sun-Pao se encogió de hombros sin contestar y continuó mirando los murallones.

—Es necesario escalarlos —dijo después—. Ahí está nuestra salvación. ¿Oyes cómo el junto sigue abriéndose?

—Sí, se abre.

—No perdamos tiempo, Laos. La doncella del Río Rojo es para mí más preciosa que todos mis juncos y todas mis riquezas. ¿Serías capaz de escalar esas paredes?

—Hay hendiduras y raíces, y me parece que la empresa no es difícil para un hombre robusto y ágil.

—Anudemos una cuerda que llevarás y que te servirá para tirar allá arriba las escalas de cuerda de nuestros mástiles.

Descendieron bajo cubierta y llamaron a Ong para que los ayudase.

Habiendo cuerdas y cables en gran número, la cosa fue fácil. Cortaron después las escalas de cuerda de los dos mástiles, que anudaron sólidamente y que Laos, después de llegar a la cumbre de la montaña debía arrojar para que pudieran subir las dos mujeres.

Sai-Sing —dijo Sun-Pao cuando acabaron, mirándola apasionadamente—. Estamos preparando tu salvación. ¿Tendrás, miedo de subir hasta allí?

—La hija del guerrero de Seúl no tuvo jamás miedo —repuso la doncella sin levantar la cabeza.

—Eres digna de llegar a reina de los «Banderas Amarillas».

Una sonrisa irónica contrajo los labios de Sai-Sing.

—La corona que me ofreces está muy lejana todavía —dijo.

—Está más cercana de lo que crees y será más valiosa que nunca —repuso el pirata—. Kin-Lung ya no me disputará tu cariño porque me parece que a estas horas es pasto de los peces.

—Pero las islas están muy lejos.

—Sabremos alcanzarlas.

—¿Con el junco destrozado?

—Construiremos una canoa. Sun-Pao es un buen, marinero y se atreve llevarla hasta por el golfo de Tonkín. Laos, démonos prisa.

Habiéndose calmado el mar, ya no había el peligro de ser destrozado por las olas al descender a la escollera, que se prolongaba hasta la base de las gigantescas paredes de granito.

Encargaron a Ong que velase por las dos mujeres; después descendieron al escollo contra el cual chocó el junco, llevando una cuerda suficientemente larga para arrojarla por encima de las rocas.

Aunque no les amenazase ningún peligro, por precaución se habían armado con cimitarras y arcabuces.

Una vez en la escollera, se dirigieron hacia la muralla, en cuya base rompían con ensordecedor rugido, las últimas olas levantadas por la tromba.

Al llegar a la extremidad de la roca se lanzaron sin vacilar al agua, que tenía un metro escaso de profundidad.

Laos, que precedía a Sun-Pao, iba ya a llegar a las paredes de granito, cuando de improviso sintió que le aprisionaban estrechamente las piernas y que le levantaban en alto.

Casi en el mismo instante, siete brazos desnudos, provistas de infinitas ventosas surgieron del fondo, agitándose furiosamente ante Sun-Pao. El lugarteniente había dado un grito terrible.

—¡Socorro!…

Un monstruo horrible, una especie de pulpo de enormes dimensiones, debía de estar escondido en la arena, se alzó bruscamente mostrando una cabeza repugnante, provista de una especie de pico de papagayo y de ojos, amarillentos y saltones, gruesos como el puño de un hombre.

Sun-Pao se arrojó hacia atrás para no ser cogido por aquellos brazos que se agitaban tumultuosamente, intentando apoderarse de otra presa. Sin embargo, empuñó la cimitarra para librar a su desgraciado lugarteniente que se revolvía desesperadamente, gritando con voz angustiosa:

—¡Socorro!… ¡Sun-Pao!… ¡El monstruo me ahoga!

El capitán de los «Banderas Amarillas» tronchó en redondo con un golpe de cimitarra, uno de los tentáculos, después un segundo y después tercero.

Por otra parte, aquellos brazos eran fáciles de romper, porque esos monstruos del Océano, que se llaman cefalópodos y que se asemejan a los pulpos, formados por una materia gelatinosa que tiene poquísima consistencia y no encierra hueso alguno.

El gigantesco pulpo, dominado por el dolor, aflojó el tentáculo que sujetaba a Laos y volvió su furia contra el capitán de los «Banderas Amarillas», el cual, animado por el éxito, continuaba descargando golpes furiosos para cortar los demás tentáculos. Se levantó sobre sus brazos mutilados, saliendo completamente fuera del agua, y lanzándose contra él, intentó al propio tiempo asustarle con sus grandes ojos amarillos.

Desgraciadamente para él, no tenía un enemigo solo que combatir.

Laos, que no había experimentado más que una presión un poco fuerte y leves heridas producidas por las ventosas, se puso con rapidez en pie y le atacaba con tanta furia como Sun-Pao.

Bajo aquella lluvia de golpes que le destrozaban y que lo mutilaban atrozmente, el cefalópodo comprendió enseguida que no hubiera podido resistir mucho tiempo.

Con los tentáculos que aún conservaba levantó una ola monstruosa y espumosa y aprovechándose de la momentánea impresión de sus dos adversarios, desapareció entre las arenas del fondo, dejando tras de sí un olor fortísimo de almizcle.

—Desapareció —gritó Laos, cuando la ola hubo pasado—. ¡Qué momento! Creía que había llegado mi última hora.

—¿Estás herido? —preguntó Sun-Pao.

—Me dejó un fuerte escozor en, las piernas; pero nada más. No tuvo tiempo el monstruo de desangrarme con sus ventosas. Debió enviármelo, sin duda, la maldita vieja.

—¿Quién, Man-Sciú?

—Sí, capitán —dijo Laos apretando los dientes—. Desde que la vieja está con nosotros, nos ocurren todas las desgracias. Acabaré por estrangularía.

—Acaso no tenga culpa alguna y la acuses equivocadamente.

—No, Sun-Pao; echará maleficios en todas partes para impedirte que sea tuya la doncella del Río Rojo y para guardarla para Lin-Kai.

—La doncella y también la vieja deben estar convencidas de que ha muerto.

—¿Y si nos engañásemos? Es muy astuta Man-Sciú y temo que sepa demasiadas cosas.

—¿Dices?…

—Que no se ha tragado la historia que le hicimos contar por nuestro lanzu.

—Si tuviese alguna prueba de que Man-Sciú emplea maleficios contra mí para impedir que sea mía la doncella del Río Rojo, no la perdonaría —dijo Sun-Pao en tono amenazador—. Pero dejemos a la vieja y empieza a subir por esta muralla.

—¡Ojalá llegue arriba! —murmuró Laos—. La bruja es capaz de hacer que se desprenda una roca y que me caiga en la cabeza.