LAS TROMBAS MARINAS
Era mediodía cuando los dos destacamentos, que ni al regreso quisieron juntarse, como si tuvieran de un momento a otro que luchar, llegaban a las orillas del río en que se habían quedado los dos sampán.
Ong, que les había precedido, llegaba en aquel momento, guiando una canoa que había ido a buscar a una aldea vecina y que debía servir para llevar hasta los juncos a su madre y a la Perla del Río Rojo.
Los guerreros que se habían quedado custodiando los sampán, viendo regresar a los dos capitanes precedidos de la futura reina de las islas, les tributaron un entusiasta recibimiento, pues también ellos dudaron del buen éxito de la expedición y temieron que la Perla hubiese preparado una emboscada para vengar a Lin-Kai.
Sai-Sing, que conservaba una calma que asombraba hasta a la propia Man-Sciú, se acomodó en la canoa de Ong, sobre dos cojines de seda azul, bordados en oro, que los dos capitanes le habían ofrecido y enseguida dio la señal de partir.
La pequeña embarcación, hábilmente guiada por Ong, que como todos los tonkineses era excelente remador, se abandonó a la corriente del río, precedida por el sampán de Kin-Lung y seguida por el de Sun-Pao.
Man-Sciú, tendida a los pies de la hermosa doncella, sonreía maliciosamente, echando de vez en cuando una mirada de odio implacable sobre los piratas de las islas y murmurando en voz baja, amenazas misteriosas.
Parecía satisfecha de aquel desenlace inesperado y dichosa por poder descender por aquel río que debía conducirla al mar, y sonreía, sonreía silenciosamente, mientras por sus ojos negros pasaban relámpagos rápidos.
Habían atravesado la región de los bosques. Las orillas del río descendían rápidamente, descubriendo infinidad de arrozales surcados por canales en que anidaban tropeles de ocas y de patos silvestres y nubes de cornejas blancas.
Todo el Tonkín bajo es un inmenso arrozal, de fertilidad prodigiosa. El arroz es el único producto que se cultiva, siendo el alimento natural y esencial de aquellos pueblos. Se recolecta cada tres meses, y lo hay de muchas clases: blanco, rosado, amarillo y finalmente hasta negro y de sabor exquisito.
Los remadores se esforzaban, por llegar pronto al mar. Los isleños no eran bien vistos por los habitantes de aquellas tierras y siempre temían un ataque.
Hacia la noche, la barra del río se presentó bruscamente, y sobre la superficie tranquila del mar iluminado por la luna, se divisaron los juncos pe guerra de los dos capitanes, con las velas extendidas.
—Ahí están sus navíos —dijo Man-Sciú señalándolos—. ¿Tienes miedo, muchacha?
—No —repuso Sai-Sing, con voz firme.
—Nos conducirán a la isla.
—Y allí veré a Lin-Kai.
—Y sobre todo al tha-ybu —dijo la vieja, con misteriosa sonrisa—. No pronunciará enseguida su fallo porque allí estaré yo. Se trata de ganar tiempo por ahora, para que, ante todo, podamos poner en salvo a Lin-Kai.
—Tiemblo por su vida —dijo la doncella con acento conmovido—. ¿Si Sun-Pao y Kin-Lung le hicieran desaparecer?
—Ong sabe dónde está recluido y velará por él. También yo poseo un filtro y más temible que el de los «Banderas Negras», y Ong lo utilizará para los guardianes de Lin-Kai. Cuando el valiente esté en sitio seguro, y entonces el tha-ybu hablará y veremos a los dos bandidos despedazarse mutuamente. Nos vengaremos, Perla del Río Rojo.
—Dime de una vez por qué odias tanto a los dos capitanes y qué te hicieron.
—Destrozaron mi felicidad como la tuya. Algún día te lo contaré todo.
—¿No tienen los dos capitanes sospecha alguna sobre mis intenciones?
—No dudan que eres valiente y que crees que Lin-Kai fue secuestrado y muerto por los piratas annamitas. Procura no traicionarte o tu prometido está perdido.
—No saldrá de mis labios ninguna palabra comprometedora.
—Y procura sobre todo aparecer tranquila y cariñosa el día en que tha-ybu anuncie sus decisiones.
—¿Conoces a aquel adivino?
Salió un suspiro de los labios de la vieja, suspiro que pareció un gemido sofocado.
—Sí —dijo después—, y si vive Lin-Kai, a él se lo debe.
—¿Por qué se opuso a la muerte de mi prometido? —preguntó la Perla con asombro.
—Porque Ong le habló en nombre mío.
—¿Tienes, pues, alguna influencia sobre el tha-ybu?
—Más de la que te puedes imaginar.
—¿Y dónde viste a aquel hombre?
—No puedo decírtelo. Deja que, por ahora, conserve el secreto yo sola —repuso la vieja—. Has de saber, ante todo, que el tha-ybu recibió el encargo mío de velar sobre Lin-Kai. Todos le temen; creen que puede con una sola palabra desencadenar los vientos y las olas y que manda al destino. He aquí los juncos que se acercan. ¿Cuál escogerás?
La Perla del Río Rojo iba a contestar cuando los dos sampán se colocaron frente a la canoa, obligándola a detenerse.
—Sai-Sing —dijo Sun-Pao—, te ofrezco mi junco, que es el más veloz de cuantos poseen los guerreros de los «Banderas Amarillas».
—Y yo te ofrezco el mío, que es el más sólido de cuantos surcan los mares de la China y del Tonkín —dijo a su vez Kin-Lung.
—Debo ser el preferido —gritó Sun-Pao con voz amenazadora.
—Que la suerte decida —repuso Kin-Lung—; habla tú, vieja, que te tienes por adivina.
Man-Sciú poseía, como el lanzu, las ramitas de caracteres misteriosos. Las arrojó al fondo de la canoa y las contempló atentamente.
—Sun-Pao es el favorito —dijo.
Kin-Lung se mordió los labios hasta hacerse sangre y lanzó sobre el afortunado rival una mirada llena de venganza.
El junco de Sun-Pao se había acercado, echando la escala, y la Perla, ligera como una gacela, subió a cubierta, seguida por la vieja y por Ong. El sampán y la canoa fueron atados a la popa de los dos navíos y los «Banderas» de las islas volvieron la popa a las costas del Tonkín, haciendo rumbo hacia alta mar.
Eran dos navíos hermosos los de los dos capitanes, elegidos entre los mejores que poseían y que hubieran podido ser envidiados por el mandarín más rico del Tonkín.
Tenían proas altísimas que terminaban en dos cabezas de caimanes, esculpidas y adornadas con ricos dorados y anchas popas, cubiertas por un pabellón de seda carmesí con franjas de plata.
Las velas, de seda con rayas blancas y azules, y hasta el cordaje, ofrecían bellísimo aspecto. Si el lujo era deslumbrador, el armamento era formidable, y numerosos cañones y gruesas espingardas mostraban su negra boca por las cañoneras.
Sun-Pao condujo a la hermosa Sai-Sing al pabellón, haciéndola sentar sobre almohadones de terciopelo verde y después dio orden de, echar las cortinas para que pudiera descansar sin, que fuese molestada. Y Sai-Sing que había pasado la noche anterior sin cerrar los ojos, a pesar de sus precauciones, se durmió enseguida.
No lo hizo así la vieja Man-Sciú, que parecía no experimentar la necesidad de descansar. Habiéndose asegurado de que la doncella dormía y de que Ong velaba delante de la tienda, se sentó en la alta proa, hundiendo sus miradas en el horizonte, ansiosa, acaso más que Sai-Sing, por descubrir las islas.
Los marineros, viendo a la bruja contemplar el mar, se apartaron con gran prisa, dominados por invencible terror. Hasta Sun-Pao se mantenía distancia y maldecía de corazón la extraña idea que había tenido la bella Sai-Sing de llevar por compañera a la horrible bruja.
Su instinto le hacía comprender que aquella vieja no podía traerle suerte y la miraba ferozmente. Si no hubiese tenido miedo a algún maleficio, no hubiera dudado en arrojarla al mar, pero, como hemos dicho, aunque era muy sanguinario, no era menos fanático que sus compatriotas.
Los dos juncos, en tanto, continuaban navegando a la vela hacia alta mar, a favor de una fresca brisa que soplaba por poniente y que era favorabilísima para llevarles a las islas.
Silencio profundo reinaba en el mar; no se oía más que el chirriar las velas y el ruido del agua al ser hendida por la proa. Man-Sciú, siempre inmóvil, con el cabello en confusión, caído sobre la espalda, miraba sin cansarse. Sus ojos interrogaban intensamente el horizonte, encendiéndose de vez en cuando con una llamarada siniestra. Profunda arruga surcaba su frente y profunda preocupación alteraba las líneas de su rostro.
—El viento del Sur —murmuraba con los dientes apretados— volverá desencadenarse porque ahora yo descubro el arco, aunque los demás no lo ven. ¿Qué me importan los «Banderas Negras» y «Amarillas»? ¡El mar se los trague a todos! ¡Pero tiemblo por Sai-Sing! ¡Las islas están aún tan lejos! ¡Maldita noche! ¿Nos será fatal? No, el Espíritu Marino nos protegerá.
Se volvió mirando al puente del junco. Los marineros que la observan disimuladamente, como ser maléfico, al ver que se volvía, se retiraron precipitadamente.
Horrible risa apareció en los labios de la vieja.
Alzó el brazo derecho e indicó un punto negro que manchaba el horizonte agrandándose rápidamente.
—Decid a Sun-Pao que sus velas no resistirán al viento del Sur y que no llegará a las islas tan pronto como espera. Lo dice Man-Sciú, la bruja.
—Maldita bruja —murmuraron los marineros palideciendo—. Arrojó algún maleficio al Océano.
Sun-Pao apareció en aquel momento sobre cubierta. Sus ojos expertos de marinero se habían fijado en el punto negro y su frente se oscureció de pronto.
—¿Ves la nube que avanza? —gritó Man-Sciú, acercándose.
El capitán de los «Banderas Amarillas» hizo un gesto afirmativo.
—¿Y el arco negro, lo ves ahora?
—No veo ningún arco —dijo Sun-Pao visiblemente turbado.
—Pero los ojos de Man-Sciú lo ven.
—¿Quién eres tú, pues, que ves lo que los demás no pueden?
—Ya viste que predije el porvenir.
—Y fue a favor mío.
—Sí, por hoy.
—¿Y mañana?
—Acaso sea favorable al otro, Kin-Lung.
Los ojos del pirata despidieron rayos de odio terrible. Giró sobre sí mismo y miró al junco del rival, que navegaba a unos centenares de pasos, siguiendo el mismo camino.
—No está el peligro por allí —dijo la vieja—. Allí donde aparece la nube.
—¿Qué me predices?
—Que no llegarás a las islas.
—¿Y Sai-Sing?
—Ocúpate de tu junco. Ahí tienes la primera ráfaga.
Un repentino golpe de viento cayó sobre el junco, haciendo encorvar bruscamente a los mástiles, mientras el mar, que poco antes estaba tranquilo, se deshacía en olas como si el fondo hubiese sido levantado por una formidable sacudida de terremoto.
Sun-Pao, aunque habituado a luchar contra la furia del océano y de los elementos desencadenados, y marino tan experto como Kin-Lung, se había asustado y había vuelto los ojos inquietos hacia la tienda de seda; debajo de la cual la bellísima tonkinesa seguía durmiendo.
—Haz recoger parte de las velas —le dijo la vieja—. He ahí nuevas ráfagas que vienen. ¡Alerta, marineros! La tempestad será terrible: os lo dice Man-Sciú, la adivina de Seúl.
El huracán estallaba con la fulmínea rapidez propia de las regiones ecuatoriales y tropicales.
Avanzaba la nube con velocidad fantástica, agrandándose y amenazando cubrir toda la bóveda celeste, mientras el mar se encrespaba por momentos, sacudiendo brutalmente a los dos juncos.
Los marineros, que conocen por experiencia el furor de aquellas tremendas tempestades, que, si bien suelen ser de corta duración, desarrollan una furia espantosa, se precipitaron a las maniobras, logrando recoger gran parte de las velas.
Ya era hora. La brisa se había convertido casi de improviso en viento violentísimo y el cielo se puso negro como la noche.
Relámpagos deslumbradores cruzaban por las nubes, seguidos por truenos ensordecedores.
Sai-Sing, despierta al ruido de todo aquel fragor, se presentó en cubierta. La intrépida doncella, sin embargo, estaba tranquila.
—¿Es la tempestad, Man-Sciú? —preguntó a la vieja que se había acercado penosamente.
—¡Sí! —contestó la vieja.
—¡Qué feo está el mar!
—Y aún ha de mostrarse más terrible —dijo Man-Sciú, con voz alterada.
—¿Resistirán los juncos?
—Así lo esperamos.
—¿Están lejos las islas?
—Por lo menos a cien millas y el viento sopla de allí.
—Quieres decir que por ahora no llegaremos.
—Será muy difícil.
—¿No querrá Gautama que le vea? —preguntó la doncella con un suspiro.
No contestó la vieja: escuchaba los rugidos del viento y los mugidos del mar.
—¡Habla, Man-Sciú! —dijo Sai-Sing con angustia.
—Sólidos son los juncos y Sun-Pao y Kin-Lung los mejores marineros de los «Banderas Negras» y «Amarillas» y de todos los tonkineses juntos. Bajemos a la escotilla. Dentro de poco las olas lo barrerán todo. Ong se había reunido a ellas. Hasta aquel valeroso joven parecía algo inquieto por la furia creciente de la borrasca. Sin embargo, para no asustar a la doncella, dijo a su madre:
—Este huracán, durará poco y llegaremos a las islas con poco retraso, bajad. Sun-Pao lo quiere.
Man-Sciú y Sai-Sing obedecieron, refugiándose en el camarote del capitán de los «Banderas Amarillas», que estaba decorado con lujo fastuoso y tenía las paredes y las columnas cubiertas de seda roja con flores amarillas e incrustaciones de oro y el suelo con alfombras bellísimas de mil colores.
La tempestad, entretanto, en lugar de disminuir, aumentaba terriblemente. El mar estaba cubierto por olas de espuma que el viento impulsaba en distintas direcciones.
Relampagueaba y tronaba espantosamente en las nubes, y caían torrentes agua, inundándolo todo.
Los dos juncos luchaban desesperadamente, oponiendo al empuje poderoso de las olas sus flancos macizos y botaban como pelotas de goma, ya subiendo a alturas prodigiosas, ya precipitándose violentamente en los abismos profundos, de los cuales salían con gran trabajo. Sun-Pao, en mitad del puente, ordenaba las maniobras procurando parecer sereno y preguntando frecuentemente a su segundo, marino también muy experto y que hacía muchos años que le seguía en todas las empresas.
—¿Crees que resistiremos, Laos? —le preguntaba a menudo.
—No lo dudo, aunque el viento nos sea contrario —respondía el segundo—. Sólo tengo un temor.
—¿Cuál?
—Que nos arrastre a las islas de Pulo Cóndor en vez de dirigirnos a las nuestras. Ya sabes, capitán, que los escollos son muy numerosos en esos parajes y que difícilmente se pueden evitar.
—Haremos lo posible para evitarlos. ¡Sí naufragase solamente el junco de Kin-Lung!
—Sería una bonita ocasión para librarte de tu rival —dijo Laos.
—Pero el bribón no nos deja y nos sigue de cerca. El maldito teme que huya con Sai-Sing y nos vigila.
—Ya veremos si puede seguir siempre nuestra estela, aunque conduzca su navío con habilidad extraordinaria. Atención, capitán. Veo que empiezan a formarse por allí trombas marinas y temo que vengan hacia aquí.
—¡Trombas! —exclamó Sun-Pao palideciendo—. ¿Será nuestro destino ahogarnos todos? Parece que alguien nos echó algún maleficio.
—La bruja desencadenó los vientos —dijo Laos—, la vi alzar los brazos como invocando la tempestad.
—No tendría interés alguno en hacernos naufragar ahora que llevamos a bordo su Perla del Río Rojo. Ahogándonos nosotros, no se salvarán ellos.
—Es una bruja y no sabemos el poder que posee.
—Supersticiones. No es más que una adivina.
—Sea como sea, lo mejor hubiera sido que no hubiese embarcado. ¡Ahí están las trombas! ¡Atención, Sun-Pao! ¡Tendremos que sudar para evitarlas!
Hacia el Sudeste se habían formado cuatro o cinco columnas de enormes dimensiones que giraban vertiginosamente, revolviendo los mares en una extensión inmensa.
Mientras una extremidad se apoyaba en el agua, el vértice se confundía con las nubes.
Aquellas masas, tan temidas de los marinos porque arrastran en su carrera precipitada los navíos que encuentran, absorbiéndolos y levantándolos como si fuesen, terrones de azúcar, avanzaban rápidamente hacia los dos juncos, soltando de vez en cuando relámpagos deslumbradores.
Al verlas, las tripulaciones de los dos navíos no pudieron refrenar un alarido de terror. Sun-Pao, empero, recobró en el acto su sangre fría habitual y dio algunas órdenes a los dos timoneles.
—¡Bordear! ¡Bordear! —gritó, después, con voz tonante. El junco, no obstante la violencia que había llegado ya al paroxismo, había conseguido tomar nuevamente rumbo hacia el Sur, con la esperanza de librarse del camino seguido por las trombas, las cuales continuaban su marcha levantando olas espantosas.
Muy inclinada sobre un costado por la fuerza del viento que hinchaba enormemente las velas, la nave saltaba y volvía a saltar sobre las ondas, las cuales no le dejaban un momento de tregua, atacándola por todas partes e inundando el pabellón y los demás castillos de popa y proa.
El junco de Kin-Lung no le había, sin embargo, abandonado y se colocó detrás, forzando las velas para seguirles.
Aquella maniobra no debía tener el éxito que esperaban los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas». Las trombas marinas divididas por un furioso golpe de viento, tomaron diversas direcciones, abarcando un espacio enorme.
No les restaba más que una esperanza: la de intentar el paso por en medio de las trombas, maniobra peligrosísima, porque si en aquel momento alguna hubiese reventado, difícilmente los dos juncos hubieran podido mantenerse a flote.
—Sun-Pao —dijo el segundo, que enseguida se dio cuenta de la inutilidad de aquel esfuerzo— llegaremos demasiado tarde.
—Ya lo veo —repuso Sun-Pao rechinando los dientes y secándose algunas gotas de sudor frío que rodaban por su frente.
—Comprometes la existencia de la más hermosa doncella del Río Rojo.
—¿Qué intentas?
—Pasar entre las trombas.
—¿No ves que no llevan una dirección fija y que el viento las impulsa a un lado y a otro?
—Lo sé. Pero es lo único que podemos intentar. Ahí viene una tromba por nuestro camino. Huyamos o nos la tropezaremos al paso. Sun-Pao dio precipitadamente algunas órdenes.
Los marineros, aunque dominados por vivo terror, movieron las velas, mientras los timoneles daban vuelta fatigosamente a la barra del pesado y larguísimo timón.
El junco viró casi en redondo y cambió de rumbo en el momento en que la tromba más cercana pasaba por estribor, levantando el mar hasta una altura prodigiosa.
Una ola enorme, mejor dicho, una verdadera muralla líquida se arrojó con mil formidables rugidos sobre las dos naves, sepultándolas por breves momentos y arrasando los puentes.
Por un momento creyeron las dos tripulaciones que todo había acabado; pero los robustos juncos habían resistido el brutal asalto y habían salido a flote, aunque con las velas casi destrozadas. Apenas habían los navegantes abierto los ojos, cuando vieron a poca distancia otra tromba que corría rectamente hacia los dos navíos.
Los timoneles, paralizados por el terror, ni siquiera habían oído la voz Sun-Pao.
—¡A estribor! —había gritado el capitán. Acaso aquel grito se confundió con los rugidos del mar.
La tromba, que avanzaba con velocidad fantástica, cayó sobre el junco de Sun-Pao y lo absorbió en su líquida espiral, arrastrándolo en su carrera.
La tripulación se había dejado caer sobre el puente, agarrándose Inesperadamente a los travesaños y al cordaje.
En torno de la nave una espuma blanquísima, que alternativamente se teñía de rojo y de azul debido a los reflejos de los relámpagos que se formaban dentro de la tromba, bailaba desordenadamente.
Mil fragores se sucedían: rugidos, silbidos del viento, estallidos, ya sordos, ya violentísimos, producidos por los rayos que descargaban. El junco giraba siempre por el círculo interior de la tromba con prodigiosa velocidad. Chirriaba su armadura como si fuese a ceder; oscilaban mástiles como si fuesen a caer; la masa entera, ya se levantaba por fuerza misteriosa, se alzaba, entregándose al vacío de la enorme columna, ya volvía a caer pesadamente.
Sun-Pao aturdido por el terror, no tenía ya voz para mandar.
Se había aferrado al puente del castillo de popa y contemplaba con los dilatados por el terror, toda aquella espuma que caía sobre la pobre nave.
¿Cuánto duró aquella carrera vertiginosa? Nadie hubiera podido decirlo: acaso minutos, acaso horas.
Un trueno formidable, seguido de sacudidas violentas que hicieron caer los mástiles, sacó a los marineros de su idiotismo.
Un torrente de agua envolvió durante algunos minutos a la nave, imprimiéndole sacudidas desesperadas, y después cesaron bruscamente todos aquellos siniestros fulgores, y reapareció la espuma.
¿Qué había sucedido? Una cosa sencillísima: La columna de agua se había estrellado contra una roca inmensa que había encontrado a su paso y que se alzaba frente al junco.
El choque fue tan violento que el velero desgraciado, que seguía el movimiento rotativo de la tromba sin lograr salir, no pudo resistir.
Arrojado contra aquella roca, se estrelló y ahora yacía inclinado sobre popa, en medio de un grupo de escollos.