EL ENCUENTRO
LIN-KAI, hijo del mandarín de Seúl, había conquistado desde chico una popularidad inmensa entre los montañeses de Lan Tamp. Hermoso, valiente, atrevido cazador que desafiaba a los tigres del bosque que destruían el ganado de sus compatriotas utilizando un sable sencillo, pronto abrió brecha en el corazón de Sai-Sing, la doncella más hermosa de la región, hija única de un general tonkinés al cual el rey, por los inmensos servicios prestados al país durante la guerra contra los chinos, había concedido el mando del cantón montañés de Seúl.
Lin-Kai y Sai-Sing se amaron de repente con intenso afecto, jurándose amor eterno ante el Espíritu Marino de la pagoda antigua.
Al estallar nuevamente la guerra con China, que ambicionaba dominar el Tonkín, que ya tiempo atrás estuvo bajo su dominio, Lin-Kai se puso al frente de los montañeses, defendiendo valerosamente el terreno e infligiendo al enemigo pérdidas tan crueles que le obligaron a volver a pasar la frontera precipitadamente. Y no fue sólo él quien, en aquella afortunada campaña, recogió laureles: también Sai-Sing obtuvo buena parte.
Aunque muy joven, empuñó la cimitarra de su padre, que cayó en el campo de batalla a los primeros encuentros; combatió al lado del joven con valor desesperado, despertando la admiración no sólo de sus propios montañeses, sino también de los enemigos.
Al terminar la campaña, ambos jóvenes, que ya no podían vivir el uno sin el otro, proclamaron solemnemente sus esponsales, con gran alegría de los montañeses que deseaban la unión del valeroso hijo del mandarín con la Perla del Río Rojo.
Ya todo estaba dispuesto para la boda, que debía celebrarse en la segunda luna de la estación lluviosa, cuando otro enemigo, no menos terrible que el primero, llevó la devastación a su país.
Los «Banderas Negras» y «Amarillas», formidables piratas que vivían de saqueos y rapiñas, habían desembarcado en la bocana del río.
Corrió el rumor de que les movía no sólo el deseo de recorrer a sangre y fuego aquellas regiones para hacer esclavos y recoger espléndido botín. Al abandonar sus islas inexpugnables se decía que sus capitanes, Sun-Pao y Kin-Lung, habiendo oído ponderar la maravillosa belleza de la Perla del Río Rojo y sus hazañas, quisieron apoderarse de ella para convertirla en reina de sus islas, reservándose el derecho de disputársela después entre ellos.
Este rumor era verdad y un pirata, que cayó prisionero en una de las primeras escaramuzas, lo confirmó.
Lin-Kai, que antes de perder su prometida hubiera preferido perder la vida, congregó en torno suyo a todos sus leales y se revolvió como toro herido contra aquellas bandas de piratas que ya habían invadido buena parte del país, destrozándolo todo a su paso y también aquella vez la valerosa muchacha empuñó la cimitarra de su padre.
Larga y sangrienta fue la guerra, porque los dos jefes, aún más obstinados en apoderarse de la doncella después de haberla visto frente a frente y después de haberla podido admirar con sus propios ojos, opusieron en todas partes una resistencia desesperada, haciendo pagar al enemigo muy cara la victoria.
Al fin tuvieron que ceder ante el valor de Lin-Kai y regresar vencidos, pero no escarmentados, a sus islas.
No habían, sin embargo, renunciado a apoderarse de la doncella hermosa; antes bien, la admiración se convirtió en furiosa pasión, muy peligrosa en bandidos de aquella clase. Necesitaban antes apoderarse del rival, el valeroso Lin-Kai, que ya era dueño absoluto del corazón de la Perla y fríamente decretaron su ruina.
No atreviéndose a desafiar por segunda vez su cólera, recordando la terrible derrota, y no queriendo por otra parte descubrirse ante Sai-Sing, encomendaron a unos piratas annamitas la misión de apoderarse del valiente y de llevarle a las islas.
Los bribones, viendo un buen negocio en perspectiva, no se hicieron rogar, tanto más cuanto que deseaban conservar la amistad de los «Banderas», que disponían de gran número de juncos de guerra y de fuerzas poderosas.
Surcando el río en débiles barcas, desembarcaron entre los bosques de las montañas, esperando pacientemente la ocasión propicia para dar el golpe. Y la ocasión no se hizo esperar mucho. Lin-Kai, apasionado cazador, fue sorprendido un día en mitad del bosque, mientras seguía a una pantera negra que había ya herido, y después de una lucha desesperada fue sujetado, embarcado y conducido a las islas.
Los dos capitanes no se atrevieron a asesinar a aquel valiente, que sus propios guerreros admiraban por el valor y el arrojo extraordinario y también ante el temor de que la Perla del Río Rojo hubiese podido saberlo y rechazar sus ofrecimientos.
Y además un hecho extrañísimo vino a librarle de una muerte cierta. El viejo adivino de la tribu, que desde hacía muchos años habitaba la caverna de las salanganas, y al que todos temían, porque se afirmaba que poseía maleficios terribles, al enterarse de la captura del joven tonkinés, se interpuso a su favor, prediciendo que si era inmolado caerían mil desgracias sobre las islas y que los «Banderas» no volverían a alcanzar victoria alguna.
Semejante amenaza sobre gente tan supersticiosa no dejó de producir gran efecto en todos, sin excluir a los capitanes, y Lin-Kai salvó la vida. Para convertirle en un ser inofensivo, los dos miserables le dieron a beber el filtro rojo que debía hacer de él un idiota.
Aunque los piratas annamitas hubiesen actuado prudentemente, el rapto del valeroso tonkinés tuvo un testigo: Ong, el hijo de la vieja Man-Sciú.
Sospechando que en todo ello pudiese existir la mano de los dos capitanes de los «Banderas», el muchacho, que experimentaba un gran afecto por la Perla del Río Rojo, había vigilado a los bandidos, embarcándose en una canoa, siguiendo a distancia sus sampán y llegado a las islas a tiempo de presenciar el infame delito de Sun-Pao y de Kin-Lung.
Un mensajero enviado al Tonkín algunos días después, antiguo prisionero de guerra, había llevado la noticia a Man-Sciú advirtiéndola además de los proyectos de los capitanes.
He aquí por qué la Perla del Río Rojo había acudido a la pagoda del Espíritu Marino, que servía de refugio a la vieja, esperando la llegada de los dos capitanes, resuelta a vengar el atroz tormento que habían hecho sufrir a su prometido, al cual lloró muchísimo, creyéndole muerto.
Cuando Sun-Pao y Kin-Lung, precedidos siempre por Man-Sciú y seguidos por sus guerreros, llegaron a la pagoda, Sai-Sing aún estaba sentada en las gradas de la estatua del Espíritu Marino, custodiada por Ong.
Al ver entrar a los dos capitanes, la doncella se levantó de pronto, apretándose fuertemente el pecho como para contener los latidos anhelantes del corazón, y procurando que su rostro reflejase una calma absoluta. No quería que los dos piratas pudiesen sospechar, ni remotamente, el odio profundo que su alma encerraba.
Los dos capitanes se habían detenido, de común acuerdo, a pocos pasos de la doncella, como si hubiesen, sido fascinados por su belleza. Anteriormente la habían visto al frente de los montañeses que guiaba al ataque, entre el humo de los mosquetes y el tronar de la artillería, pero nunca pudieron, contemplarla tan de cerca, y la encontraron extraordinariamente hermosa.
Sun-Pao, que era más joven y más decidido que Kin-Lung, se acercó a la doncella, diciéndola:
—Los dos capitanes de las islas dan gracias a la Perla del Río Rojo por haber accedido a recibirles. Hemos venido, no como enemigos, sino como amigos. Ya no tenéis nunca nada que temer de nosotros. El hacha de guerra ha sido sepultada y ya no se volverá a desenterrar.
—¿Qué venís a solicitar de la Perla del Río Rojo?
—Sabemos que tu corazón no ama a ningún otro guerrero de tu tribu, que el valeroso Lin-Kai fue asesinado por una banda de miserables annamitas acaso pagados por el gobierno chino, para vengarse de la derrota sufrida el año anterior.
Sai-Sing reprimió difícilmente un gesto de disgusto ante tanto impudor. Hubiese querido desmentir solemnemente a aquel bandido hipócrita; pero una rápida mirada de la vieja Man-Sciú detuvo las palabras dispuestas a escapar de los labios.
—Sí, mi corazón es libre —dijo, después de breves instantes—. Como el hombre que amaba y que había de ser mi esposo ha muerto, quedo libre como antes.
—Dos hombres —prosiguió entonces Sun-Pao—, poderosos ambos, que poseen riquezas y guerreros, que mandan tribus valerosas, que son dueños de islas y de juncos, han fijado su mirada en la Perla del Río Rojo y ambicionan su mano.
—¿Quiénes son? —preguntó Sai-Sing, fingiendo sorpresa.
—Los dos capitanes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» que están ante ti —dijo Kin-Lung, adelantándose a su vez.
Después, alzando la voz, continuó:
—Soy hijo de Tuan, el guerrero más intrépido que salió de las tribus de los «Banderas Negras», que llevó sus armas victoriosas hasta las orillas del Río de las Perlas, y que desafió al poderío de los reyes de Siam y de Birmania. Poseo cien cajas llenas de oro y de joyas, tres islas, seis juncos de guerra y me obedecen quinientos hombres. Jamás tembló mi brazo, como jamás tembló tampoco mi corazón, y mí cimitarra es tenida por invencible.
—Yo —gritó entonces Sun-Pao—, soy hijo de los vientos y de las tempestades que me criaron en las playas de mis islas. Tengo riquezas superiores a las que posee el rey de Tonkín en el estanque de los caimanes, tengo tantos juncos, esclavos, guerreros y tierras vastas como Kin-Lung y me llaman el rayo de la guerra. Nadie venció jamás mi brazo como nadie vio tampoco jamás mi espalda, y si la fortuna me fue adversa contra los montañeses es porque Lin-Kai debía poseer algún talismán.
—Sí, hijo de los vientos y de las tempestades —murmuró Man-Sciú sonriendo—. Cantubí ha guardado el secreto.
—¿Sois, pues, vosotros los que ambicionáis mi mano? —preguntó Sai-Sing.
—Y vinimos aquí para que elijas entre mí y Sun-Pao —dijo Kin-Lung—. Serás la reina de mi tribu o de la de mi rival. Esperamos tu respuesta, Perla del Río Rojo.
Sai-Sing miró primero a uno, y después a otro. Si se hubiera visto obligada a elegir, no hubiera vacilado en dar la preferencia a Sun-Pao, más joven y más bello que el bandido Kin-Lung; sin embargo, a aquél era a quien, más odiaba, porque había sido el que había derramado el maldito filtro en los labios del infeliz Lin-Kai.
Era necesario decidirse. Sabía que si contestaba con una negativa los bandidos no hubiesen vacilado en raptarla por la fuerza y en devastar nuevamente el país.
—¿Si eligiese a uno, qué haría el otro? —preguntó—. ¿Se resignaría?
—¡Jamás! —contestaron a un tiempo ambos capitanes.
—Ambos sois fuertes y valerosos —continuó Sai-Sing— y el título de reina de los «Banderas» seduciría hasta a la hija de un rey pero no quiero decidir. Me entrego al destino.
—¿Qué quieres decir, Perla del Río Rojo? —preguntó Kin-Lung, frunciendo el ceño.
—Sé que en una de vuestras islas vive un tha-ybu que sabe leer en el porvenir y su fama llegó hasta mis montañas. Iré a interrogarle y me dirá si Sai-Sing puede ser feliz con Sun-Pao o con Kin-Lung.
Los dos bandidos se miraron con espanto. En las islas, Sai-Sing podía descubrir la verdad sobre la desaparición de Lin-Kai y aquello no les satisfacía mucho a los dos bribones.
—Perla del Río Rojo —dijo Sun-Pao, después de una pausa prolongada—. Vinimos para que te decidieras en el acto. Mi cimitarra está dispuesta a matar a mi rival si es el afortunado, ya que nunca me resignaría a verte mujer de Kin-Lung.
—Y yo —dijo éste haciendo un gesto amenazador— estoy dispuesto a empezar el combate para disputarte a Sun-Pao, en el caso de que le eligieses. Nuestros guerreros tienen las armas y pertenecerás al vencedor.
—Anoche pregunté al Espíritu Marino, protector de mis montañeses y me ha sugerido la idea de ir en busca del tha-ybu, el cual hablará según las inspiraciones que reciba de Gautama. Ambos sois valientes y hasta ahora no prefiero a ninguno. El que Dios me destine será mi esposo, ya que Lin-Kai ha muerto.
—Hubiera preferido que hubieses decidido en el acto —dijo Kin-Lung, mirando ferozmente a Sun-Pao.
—Haré lo que dije —contestó la doncella con energía—. Podéis robarme, si queréis, pero habiendo confiado en vuestra palabra y siendo valientes, espero que respetéis mi decisión.
—La Perla del Río Rojo habló bien —dijo Sun-Pao, que temía a su rival, más fuerte y más membrudo—. El tha-ybu decidirá y nosotros obedeceremos y respetaremos sus decisiones. ¿Cuándo vendrás a las islas?
—Enseguida.
—Pongo a tu disposición mi sampán —dijo Kin-Lung.
—Y yo el mío —agregó Sun-Pao.
—No acepto ni uno ni otro —repuso Sai-Sing—, en el río tengo un pequeño sampán y con él seguiré vuestros juncos. Ong, tú me acompañaras hasta la barra del río. ¡Vamos, Man-Sciú!
Viendo que la vieja se disponía a seguir a la doncella, los dos capitanes pusieron mal gesto.
—¿Por qué llevas contigo a la vieja? —preguntó Sun-Pao, haciendo un gesto de disgusto.
—Es mujer que vale más que tus lanzu —repuso la doncella—. Me acompañará porque la necesito.
—Vamos —dijo Kin-Lung.
Durante aquel coloquio, sus hombres habían improvisado con ramas u hojas un palanquín, adornándolo con las flores rojizas de las peonías.
La Perla del Río Rojo, se sentó, y cuatro robustos guerreros la alzaron poniéndose en camino. Man-Sciú se colocó al lado de la doncella, mientras los dos capitanes la seguían, con la escolta y con el lanzu.
Ni uno ni otro parecían muy satisfechos con aquella decisión que no habían previsto. Como ya hemos dicho, Sai-Sing en las islas constituía un peligro, sobre todo porque iba acompañada por la vieja, que les inspiraba un terror supersticioso. Los dos se arrepintieron de haber dejado con vida a Lin-Kai y de haber obedecido al tha-ybu. Si le hubieran suprimido, todo habría acabado y hubieran podido recibir sin, temor a la doncella. Sun-Pao se acercó a Kin-Lung que parecía aún más descontento.
—¿Qué haremos? —le preguntó.
—Esperaremos la decisión del tha-ybu —contestó el preguntado—. Así tendrás más tiempo para prepararte a la lucha, porque estoy decidido a disputarte la doncella, aunque tuviese que desafiar, las iras de Gautama.
—¿Y no has pensado en que Lin-Kai está en las islas? ¿Sí alguien se lo denunciase a la doncella?
—¿Quién nos impide matarle? El mar es muy profundo en torno de nuestras islas y no restituye las presas que se arrojan a sus abismos.
—Sí, con una piedra grande al cuello —dijo Sun-Pao, como hablando consigo mismo—. Le haremos desaparecer.
Después añadió entre dientes, mirando traidoramente a su rival:
—Y tú también conocerás los abismos de las islas. Si eres más fuerte, yo seré más astuto y más ágil que tú.