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LOS GUERREROS DE LOS «BANDERAS NEGRAS» Y «AMARILLAS»

En el momento en que Ong llegaba al templo, dos inmensas barcazas cruzaban el río Che-Sun, uno de los principales que riegan, las ricas llanuras del Tonkín oriental.

En dos sampanes, excavados en enormes troncos de teca, de veinte metros de longitud, de gruesos bordes, de popa y proa empinadas y esculpidas, representando monstruosas cabezas de cocodrilo y elefante, e impulsados por veinticuatro remos, manejados robustamente por otros tantos hombres semidesnudos, de músculos desarrolladísimos y que llevaban al cinto cuchillos y pistolones.

Navegaban uno cerca del otro, manteniéndose a igual altura, compitiendo entre sí.

A popa, tanto del uno como del otro, estaban los dos capitanes, dentro de una especie de pabellón dorado que sostenía un alto mástil, en los cuales flotaban dos banderas de seda negra y amarilla.

Uno, Sun-Pao, era un joven hermoso de veinticinco años, de aspecto arrogante, con la cabeza completamente afeitada hasta la nuca y que relucía por una fricción de aceite de coco. De alta estatura, de formas ágiles y elegantes, pero con brazos musculosos de hombre acostumbrado al manejo del remo y de las armas.

Vestía casaca de seda roja de flores amarillas con bordados en oro mangas muy anchas, calzones muy anchos de seda negra que le llegaban hasta la rodilla. Las pantorrillas, bastante musculosas, estaban desnudas como los pies.

El otro, Kin-Lung tenía acaso un lustro más, bajo, rollizo, con cuello de toro, brazos enormes, torso de bisonte, cubierto el rostro por una barba hirsuta y negra, y con rasgos angulosos. Era un tipo verdadero de bandido que no podía inspirar simpatía a una joven hermosa como la Perla del Río Rojo.

En vez de casaca vestía una antigua cota de hierro enmohecida, cruzada por una amplia banda de nanquín, color de rosa, con perlas y franjas de oro y calzones cortísimos de seda verde.

Tenía entre las piernas un, grueso y pesado fusil de chispa y en la banda llevaba dos cimitarras, especie de sables de hoja curva y gruesa, afilados como navajas de afeitar, de fabricación india y que, bien manejados, podían cortar de un solo golpe la cabeza del adversario.

Los dos capitanes regulaban, los golpes de remo de sus hombres, pegando con una maza pequeña en una plancha de bronce suspendida del mástil y no se interrumpían sino para beber de vez en cuando una taza de sciaway, especie de té, mucho más exquisito que el chino, compuesto con flores de un árbol especial del país, puestas primero a secar y después hervidas, y algunos sorbos de arak para calentarse un poco.

La lluvia torrencial que debió sorprenderles en el mar, antes de llegar a la barra del río, había cesado. Continuaba, en cambio, soplando un viento impetuoso que seguía retorciendo y arrancando las ramas de los árboles, y los relámpagos hacían relumbrar el agua como si fuese bronce fundido.

Los dos capitanes fingían no ocuparse el uno del otro, pero, de vez en cuando, se miraban con ojos llenos de odio y sus manos recorrían, y no involuntariamente por cierto, las empuñaduras de sus afiladas cimitarras con gestos tan amenazadores que claramente revelaban la rabia que rebosaba, en sus almas.

También sus guerreros, los cuales, por sus tipos, por sus armas y por sus trajes, revelaban que pertenecían a tribus diversas, participaban de la rivalidad de sus capitanes. Se miraban con enojo y, cuando los dos sampanes se acercaban por la estrechez del río, no dejaban de cambiarse frases provocativas.

—¡Recoged los remos, holgazanes!

—¡Cuidado con la proa!

—¡Nos tocáis!

—¡Que Gautama envíe un rayo a vuestras cabezas!

Pero a una señal de los capitanes, acompañada por un gesto amenazador, bien pronto enmudecían para volver de nuevo a las insolencias.

—¿Para vosotros la Perla? ¡Es un bocado demasiado fino para Kin-Lung!

—¡Y muy duro para Sun-Pao!

—¡Se quedará con las ganas!

—¡Y Sun-Pao puede esperar sentado!

Las manos abandonaban los remos para acercarse a los pesados fusiles de pistón que estaban apoyados en los bancos, hasta que la voz de los dos capitanes tronaba:

—¡Adelante, bandidos! ¿Queréis probar el filo de mi cimitarra? ¡Ya llegará el momento!

Los sampanes avanzaban penosamente a causa del viento que, bajando de los montes septentrionales y siguiendo el curso abierto del río, dificultaba su marcha, levantando el agua en olas que a veces eran formidables. Sin embargo, los remeros, hombres todos robustísimos, acostumbrados desde la infancia a la dura maniobra del remo, no se detenían un solo instante y con las altas y agudas proas rompían impetuosamente las olas, cuando no conseguían, por el peso excesivo de las embarcaciones, pasar por encima.

La noche estaba a punto de acabar, y ya un débil resplandor se extendía por Oriente, cuando llegaron, a un remanso, rodeado por grandísimos árboles, tecas de altura desmesurada que formaban una sólida muralla contra los poderosos embates del huracán. Reinaba calma profunda en aquellas aguas, turbadas solamente por algún relámpago tardío. Hasta los truenos que habían retumbado toda la noche, habían cesado finalmente.

Los dos sampanes, después de haber atravesado rápidamente aquella especie de laguna, se detuvieron en un golfo profundo, que se prolongaba entre aquellos colosos vegetales, varando las proas en medio de espesos cañaverales.

Los dos capitanes se habían puesto en, pie, mirando hacia la orilla, mientras sus hombres sacaban los fusiles y cambiaban apresuradamente las cargas y las mechas como si se prepararan para un combate.

El bosque parecía desierto. No se veían más que unos pajarillos llamados calaos, de picos enormes, gruesos como una tercera parte del cuerpo, que volaban en torno de los cañaverales emitiendo agudos chillidos, semejantes al chirrido del eje no engrasado de una carreta.

Habiéndose asegurado que los habitantes no les habían preparado ninguna emboscada en aquel lugar, Sun-Pao y Kin-Lung, ambos armados, descendieron a la orilla, haciendo señal a sus hombres de que no les siguiesen.

Viendo a poca distancia el tronco de una areca joven que la furia del huracán había derribado, se dirigieron allí y se sentaron el uno junto al otro.

Kin-Lung —dijo Sun-Pao, colocándose el mosquete en las rodillas— hasta que la Perla del Río Rojo haya elegido, considerémonos como amigos, y no como rivales. Gustosos hemos combatido, como dos buenos compañeros, uno junto al otro. Ambos somos valerosos y nuestras fuerzas son iguales, y antes de que nuestros ojos se fijaran en la Perla del Río Rojo ninguna nube empañó jamás nuestras buenas relaciones.

—Lo mismo quería proponerte —repuso Kin-Lung, que, de todos modos, tenía preparado el fusil.

—Cuando la Perla del Río Rojo haya decidido entre los dos, si quieres, romperemos nuestra amistad y con las armas en la mano nos disputaremos su posesión.

—Sí la elección recayese en ti, te aseguro que no permanecería tranquilo testigo de tu felicidad —contestó Kin-Lung golpeando con gesto amenazador, y con el puño cerrado en la cimitarra reluciente que llevaba sujeta entre los pliegues de la banda—. Mi tribu desea tener por reina a la Perla del Río Rojo, la flor más hermosa del Tonkín, a la que, amo con todas las fuerzas de mi alma y que he de disputarte.

—Igual desea la mía y no amo menos que tú a la doncella. La poseeré o me haré matar.

—¿Le enviaste un mensajero a su aldea para advertirla de tu llegada y de tus intenciones?

—Sí.

—Igual hice yo.

—¿Y si se negase a darnos cita? —preguntó Sun-Pao.

—Iríamos a buscarla —dijo Kin-Lung—. Debe elegir entre uno de los dos si quiere evitar a su país una invasión que destruiría pueblos y aldeas. Lin-Kai ya no está al frente de los tonkineses para conducirlos nuevamente a la victoria, y nosotros tenemos fuerzas suficientes para derrotar sin dificultad las hordas de los montañeses, si acaso intentasen resistir.

—Yo guardé cuidadosamente el secreto sobre la desaparición de Lin-Kai ¿y tú? —preguntó Sun-Pao.

—Ninguno de los míos se atreverá a hablar. Saben que conmigo no se juega, y tienen demasiado miedo de mi cimitarra y del filtro rojo.

—¿Y si la Perla rechazase nuestras proposiciones y la corona de reina de las islas?

—La obligaríamos a elegir —dijo Kin-Lung con feroz sonrisa—. Y, además, ¿quién se atreverá a rechazar la mano de un capitán de los «Banderas Negras»?

—¿Si aún amase a Lin-Kai?

—Le olvidará.

—¿Y si dudase de su muerte?

—Le traeríamos la cabeza de su prometido y así se persuadiría de su muerte —repuso Kin-Lung—. Prepara tus hombres, mientras hago lo mismo con los míos, y haz cargar tus cañones. Los montañeses podrían sorprendernos conociendo el objeto de nuestro viaje. Supongo que nuestros mensajeros poco tardarán en volver y sabremos las intenciones de la Perla del Río Rojo. Si resiste, recorreremos el país a sangre y fuego, y haremos venir de las islas a todos los «Banderas Negras» y «Amarillas» para que tomen parte en la fiesta.

Los dos capitanes se levantaron y dieron, a sus hombres orden de que desembarcaran y prepararan los campamentos.

Los sesenta bandidos, asegurando sus gigantescas barcas a los troncos más próximos de la orilla y colocando en batería, en los altos picos, sus cañones de calibre de cuatro libras, de modo que pudieran disparar a los dos lados de la ensenada, descendieron a la orilla formando dos campamentos distintos, que reforzaron con troncos de árbol y con montones de espinas, barreras suficientes para detener un asalto de improviso por parte de enemigos semidesnudos y descalzos.

Hecho esto, encendieron inmensas hogueras para secar vestidos y armas, habiendo pasado la noche bajo una lluvia torrencial, y para preparar una modesta comida, que se componía generalmente, pues era gente frugal, de arroz cocido sin sal, mezclado con una salsa compuesta de pececitos y de cangrejos machacados y dejados algún tiempo en remojo con agua del mar.

Los dos capitanes, en cambio, que de momento habían depuesto su rivalidad, se juntaron bajo una tienda roja levantada en la playa, y repartiéronse fraternalmente una gran tortuga cogida en el río, y guisada con su propia salsa, rociándola con abundantes libaciones de arak previamente templado para que adquiriese más fuerza y mejor sabor.

Los dos, sin embargo, parecían inquietos y se levantaban con frecuencia, para inspeccionar el bosque que se extendía ante ellos, escuchando con atención.

—Tardan en regresar nuestros mensajeros —decía insistentemente Sun-Pao, con visible mal humor—. ¿Los habrán asesinado los montañeses?

—Los lanzu son hombres sagrados para todos —respondió Kin-Lung—. ¿Quién se atrevería a poner la mano sobre dos sacerdotes de Gautama?

—¿Y si los tigres, que abundan, los hubiesen devorado?

—Al mío le di un, sable.

—El mío también iba armado.

—Entonces vendrán.

—Ya deberían estar aquí, Kin-Lung.

—¿Y el huracán de esta noche? Se habrán refugiado en cualquier parte esperando que amainase. Y además, el camino es largo.

—Estoy impaciente por saber si vendrá a la cita.

—No se atreverá a rehusar —dijo Kin-Lung—. Lin-Kai no está aquí ya para guiar a sus montañeses y sin aquel capitán, cuyo valor arrastraba a la batalla a los más tímidos, la Perla del Río Rojo no encontraría protectores.

—¿Y después? —preguntó Sun-Pao, mirando de reojo a Kin-Lung.

—Nos la disputaremos nosotros.

—¿Si me prefiere a mí?

—¿Y crees que te la dejaré? —preguntó Kin-Lung, apretando los dientes—. Para ello sería necesario que me matases a mí y a todos mis guerreros. Mientras viva jamás renunciaré a la Perla del Río Rojo.

—Juguémonos la doncella.

—Sí, después que haya elegido.

—La apostaremos a una riña de gallos.

—Prefiero defenderla con las armas.

—¡Calla!

Los dos capitanes se levantaron a un mismo tiempo, mientras sus hombres empuñaban con rapidez las armas, prestos a defenderse contra cualquier ataque de los tonkineses, que no podían ver con buenos ojos a piratas desembarcados en sus tierras.

—Son nuestros mensajeros —dijo Sun-Pao—. Di un gong al mío para que me anunciase su regreso.

Un hombre avanzaba lentamente entre las arecas, los beteles y los cañaverales golpeando, de vez en cuando, una placa de metal que llevaba colgada de la cintura.

Era un hombrecillo grueso que vestía amplia casaca de seda amarilla muy estropeada y enlodada hasta la cintura y que llevaba un sombrero de hojas tejidas en forma de hongo y adornado con perlas azules.

Avanzaba con precaución, golpeando el gong con la mano izquierda y empuñando con la derecha su sable desenvainado.

Por el traje se comprendía que era un lanzu, secta que conquistó, entre los ingenuos y supersticiosos pueblos del Tonkín, la estimación de los poderosos y el respeto del vulgo. Aunque algunos sacerdotes no sean mas que impostores, con la pretensión de adivinar el porvenir y leer el futuro en los astros, curar todas las enfermedades y ejercitarse en toda clase de magia, nadie, bajo ningún pretexto, se atrevería a tocarlos, siendo considerados hasta por el rey como hombres sagrados. Divisando a los capitanes, el lanzu apretó el paso. Cuando estuvo a su lado, Sun-Pao y Kin-Lung observaron que tenía el rostro descompuesto y los ojos dilatados por el terror.

—Sie —dijo Sun-Pao—, pareces asustado.

—Y no sin motivo, señor —respondió el sacerdote—. ¿No ves que vengo solo?

—¿Dónde está Hay, que te di por compañero? —preguntó Kin-Lung.

—Le devoró un tigre, señor, y si me ves aquí es porque Gautama me ha protegido.

—Un bribón menos —murmuró Kin-Lung.

—¿Viste a la Perla del Río Rojo? —preguntó Sun-Pao.

—Sí, anoche.

—¿Qué te dijo?

—Que acudirá a la cita.

—¿La dijiste el objeto de nuestro viaje?

—Sí.

—¿Acepta elegir a uno o a otro?

—No me dijo nada.

—¿Dónde nos espera?

—En la antigua pagoda del Espíritu Marino.

—¿Sola?

—Con la vieja Man-Sciú.

—¿Qué tiene que ver en esto la bruja? —preguntó Kin-Lung con inquietud—. Me han dicho que nos odia y que tiene el espíritu del mal del alma.

—Si nos molesta, le haremos beber el filtro rojo —dijo Sun-Pao—, y la enviaremos a hacer compañía a Lin-Kai.

—¿Sospecha algo la vieja?

—No lo creo —repuso el lanzu.

—¿Sigue llorando a Lin-Kai?

—Si acepta recibiros, quiere decir que ya está tranquilizada o que le ha olvidado.

—¿O es el miedo que le inspiran los guerreros de los «Banderas Negras» y «Amarillas», ahora que Lin-Kai no está aquí para defenderla? —dijo Kin-Lung con triste sonrisa.

—Pueden ser ambas cosas —repuso el lanzu—. Cuando le anuncié vuestra llegada y vuestras intenciones se quedó pálida como un lirio. Sabe lo que son capaces los «Banderas» de las islas, cuando se enfadan. ¿Qué son en comparación los chinos de las fronteras y los tigres del bosque?

—Sie —dijo Sun-Pao—, tú que lees en el porvenir y que mandas, o, por lo menos, adivinas el destino, haz tu profecía y si te es favorable para mí, prometo regalarte un collar de oro.

—¿Qué quieres saber, señor? —preguntó el lanzu mirándole con inquietud.

—Si la Perla elegirá a uno de los dos. Bebe antes una taza de arak para que se te pase el susto, y después profetiza.

El lanzu bebió de un trago el contenido de la taza de porcelana que le presentó un soldado, y después cogió de la cintura tres ramitas, en las cuales había grabados caracteres y signos desconocidos, y los arrojó al suelo, de modo que cayeran uno junto al otro y que se pudiesen tocar alargando la mano. Observó cómo habían, caído, pronunciando algunas palabras entre dientes y después dijo con tono de inspiración:

—La Perla del Río Rojo no se negará a ser la reina de los «Banderas» de las islas.

—¿De qué tribu? ¿De la mía o de la suya? —preguntó Kin-Lung.

El lanzu miró primero a uno y después a otro y viéndoles con las diestras apoyadas en el pomo de las cimitarras, como si fueran a lanzarse el uno contra el otro, y con los ojos llenos de odio, no se atrevió a decidirse.

—La suerte está aún en manos de Gautama —dijo intentando con vaguedad eludir la respuesta peligrosa—. Anoche el cielo estuvo cubierto de nubes, y no pude preguntar a las estrellas.

Salvaba a un tiempo con esta respuesta sibilina su reputación, y evitaba un crimen entre los dos capitanes y sus partidarios, los cuales habían acudido a oír su predicción y tenían las armas preparadas.

Sun-Pao y Kin-Lung se quedaron callados y mirándose de reojo.

—No vales lo que el viejo tha-ybu de la caverna de los salanganas —dijo el primero dirigiéndose al adivino en tono despreciativo—. El al menos, predijo que la reina de las islas será la Perla del Río Rojo y como ves, no se engañó, porque la doncella, en vez de refugiarse en los monasterios septentrionales, se aviene a aceptar la entrevista.

—El tha-ybu de la caverna es más viejo que yo y tuvo tiempo de consultar a los astros —repuso el lanzu con despecho—. Déjame a mi como le dejaste a él, tres noches y te sabré decir a quién elegirá la Perla del Río Rojo.

—No tenemos tiempo que perder, ni deseo permanecer en estos bosques los tres días que necesitas, estando tan cerca la pagoda del Espíritu Marino —dijo Kin-Lung—. ¿Conoces el camino que conduce al templo?

—Sí, señor.

—Guíanos. Te advierto que si has mentido y te has puesto de acuerdo con los montañeses para hacernos caer en una emboscada, te encerraré en la jaula de bambú llena de espinas y te haré colgar del mástil más alto de mi junco.

—Soy lanzu de los «Banderas Negras» y no de los montañeses de Sai-Sing —contestó el adivino.

—Partamos —dijo Sun-Pao—. Tomaremos veinte hombres cada uno como escolta. Los otros quedarán al cuidado de nuestras barcas.

—Estoy dispuesto a seguirte —contestó Kin-Lung.

Los dos capitanes llamaron a sus hombres y separaron cuarenta, procurando elegir los más robustos y los más valientes, no pudiendo predecir lo que iba a pasar y estando ambos decididos a disputarse encarnizadamente, con las armas, la mano de la Perla del Río Rojo.

Formaron dos pelotones y se pusieron en marcha entre plantas gomosas y cañaverales, precedidos por el lanzu y por algunos exploradores, temiendo una sorpresa de los montañeses de Lin-Kai y de Sai-Sing.

El huracán se había hecho sentir formidablemente en aquel bosque, aunque algunos árboles colosos, que alcanzaban alturas extraordinarias, a veces hasta de ochenta metros, hubiesen opuesto resistencia desesperada a los elementos desencadenados.

Todas las plantas jóvenes habían cedido y yacían, por el suelo en indescriptible desorden, formando a veces barreras de troncos que los bandidos tenían que rodear. En su caída habían arrastrado enormes montones de ramas y abatido todos los matorrales que formaban, debajo de los vegetales colosos, como un segundo bosque. Número infinito de aves, palomas, pájaros de pluma de oro, faisanes plateados, pájaros lira y de pico gigantesco yacían aquí y allá, muerto por los árboles caídos o por las plantas, y hasta algún jabalí quedó aplastado bajo el tronco que no pudo evitar.

Los guerreros de los «Banderas Negras» y «Amarillas», aunque iban precedidos por exploradores, avanzaban muy despacio, observándolo todo y congregándose a menor ruido sospechoso. Hasta Sun-Pao y Kin-Lung parecían intranquilos y llevaban desnudas las cimitarras. En aquellos mismos lugares, ya habían experimentado el año anterior una sangrienta derrota que les infligieron los montañeses guiados por el valeroso Lin-Kai y por la Perla del Río Rojo. Era, pues, natural, que temiesen una emboscada, a pesar de las seguridades del lanzu.

Elevaban dos horas de marcha, siempre por en medio del bosque, cuando vieron a los exploradores que regresaban rápidamente con terror vivísimo dibujado en el rostro.

—¿Los montañeses? —preguntó Kin-Lung, deteniendo a los primeros.

—No, señor —respondió el jefe de los exploradores.

—¿Qué nos amenaza? —preguntó Sun-Pao.

—Hemos visto a una mujer que avanzaba hacia nosotros.

—¿Y vosotros, cobardes, huís? ¿Ya no sois los «Banderas» de las islas?

—Puede ser una espía de los montañeses.

—¡Prendedla y decapitadla! —dijo Kin-Lung—. Así no podrá volver a contar a sus compatriotas nuestro avance.

Los exploradores, avergonzándose de haber huido delante de una mujer, se abalanzaron por en medio de las plantas, lanzando alaridos feroces y blandiendo amenazadoramente los cuchillos terribles y los mosquetes, como si tuvieran que combatir contra un enemigo formidable.

Una carcajada estridente, burlona, detuvo bien pronto su empuje. La vieja Man-Sciú se alzó detrás de un matorral, con el cabello en desorden, el manto enlodado, los ojos centelleantes. Aquella figura horrible, con la cabeza gruesa, con la boca contraída que se sonreía, había conmovida profundamente a los guerreros de los «Banderas Negras» y «Amarillas», tan supersticiosos como sus compatriotas los tonkineses de tierra. Se detuvieron titubeando, con las armas en alto, mirando con terror a aquel monstruo que tomaron por el espíritu del bosque.

—¿Qué buscáis? —preguntó Man-Sciú, con voz estridente—. ¿La Perla del Río Rojo? ¿No es verdad?

Los guerreros de los dos capitanes se habían quedado mudos, sin atreverse a dar un paso.

Sun-Pao y Kin-Lung, al verlos quietos, se adelantaron asombrados de que sus hombres, generalmente tan feroces y resueltos, no se hubiesen apresurado ya a cumplir sus órdenes. Al ver a la bruja también se detuvieron ellos, mirándola con inquietud.

—¿De dónde vienes, vieja? ¿Qué haces aquí? —preguntó Kin-Lung.

—Os esperaba —contestó Man-Sciú.

—¿Cómo sabías que habíamos desembarcado?

—Nada puede escapar a Man-Sciú —repuso la mujer, clavando en ambos una mirada aguda como la punta de un puñal—. Vinisteis a buscar la Perla del Río Rojo.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Sun-Pao.

—El Espíritu Marino.

—¿Y él te envía?

—Sí —contestó la adivina.

—Ya sé que eres una bruja que vales más que un lanzu. He aquí una buena ocasión para saber si la Perla me preferirá a mí o a Sun-Pao —dijo Kin-Lung.

—La Perla no dará preferencia a ninguno —contestó Man-Sciú— si antes no interroga al tha-ybu de la caverna.

—¿Conoces a nuestro tha-ybu?

—Acaso —contestó Man-Sciú.

Los dos capitanes palidecieron y se miraron ansiosamente.

—¿Quieres decir que antes de decidirse ha de venir con nosotros a las islas? —preguntó Sun-Pao.

—Es necesario.

—¿Dónde está la Perla?

—En la pagoda del Espíritu Marino.

—¿Y nos espera? —preguntó Kin-Lung.

—Os espera.

—¿Sola?

—Sola —con testó Man-Sciú.

Sun-Pao estaba a su lado.

—Tú, que lees en, el porvenir —la dijo—, dime si ignora lo que le ha sucedido a Lin-Kai.

—Le cree muerto.

—Guíanos hasta donde está la doncella.

—Seguidme —dijo la vieja con su voz estridente.