Volvieron a conducir por la misma ruta que habían seguido la noche anterior cuando oyeron las tres campanadas de la capilla, recorriendo los dos kilómetros largos hasta el cruce de la carretera de Guy’s Marsh y luego la calle mayor del pueblo. Ninguno de los dos decía nada. Massingham, tras echar un vistazo al rostro de su jefe, había llegado a la conclusión de que lo más prudente era guardar silencio. Y, desde luego, no era momento para congratulaciones. Todavía les faltaba la prueba, el hecho concluyente que rematara decisivamente el caso. Y Massingham se preguntaba si alguna vez llegarían a obtenerlo. Se enfrentaban con hombres y mujeres inteligentes, que debían saber que les bastaba con tener la boca cerrada para que no pudiera probarse nada.
En la calle del pueblo, los primeros compradores del sábado por la mañana empezaban a hacer su aparición. Los chismosos grupitos de mujeres volvieron las cabezas para echar una fugaz ojeada al paso del automóvil. En seguida, las casas comenzaron a escasear y a su derecha quedó el campo de Hoggatt, con el edificio nuevo. Massingham acababa de cambiar a una marcha inferior para girar por el camino de entrada de la Vieja Rectoría cuando se produjo el accidente. La pelota azul y amarilla rebotó en el asfalto por delante de ellos y, tras ella, con un centelleo de botas de goma rojas, apareció William. Conducían demasiado lentamente para que existiera un auténtico peligro, pero Massingham profirió una maldición mientras frenaba y daba un golpe de volante. Y entonces vinieron dos segundos de horror.
Luego le pareció a Dalgliesh que el tiempo se había detenido, de modo que podía ver en su memoria todo el accidente como una película a cámara lenta. El Jaguar rojo despegándose de la carretera, suspendido en el aire; un destello de azul en los aterrorizados ojos; la boca abierta en un inaudible grito; los blancos nudillos aferrados al volante. Agachó instintivamente la cabeza y se preparó para el impacto. El Jaguar aplastó el parachoques trasero del Rover, arrancándolo con un crujido de metal desgarrado. El coche osciló salvajemente y giró de costado. Hubo un segundo de absoluto silencio. Después, Massingham y él se desabrocharon los cinturones y corrieron a la otra cuneta, hacia el pequeño e inmóvil cuerpo allí tendido. Una de sus botas estaba en medio de la carretera, y la pelota rodaba lentamente hacia la herbosa cuneta.
William había salido despedido hacia un montón de heno que había quedado en la cuneta tras la siega del final del verano. Yacía con los brazos y piernas extendidos, tan relajado en su perfecta quietud que el primer pensamiento de Massingham, horrorizado, fue que se había roto el cuello. En el par de segundos en que, resistiéndose al impulso de tomar al niño en brazos, se volvió hacia el coche para telefonear pidiendo una ambulancia, William recobró el aliento y comenzó a debatirse sobre la punzante humedad de la paja. Desprovisto de su dignidad y de su pelota, empezó a llorar. Domenica Schofield, los cabellos flameando sobre su pálido y alterado rostro, se precipitó sobre ellos.
—¿Se encuentra bien?
Massingham palpó ligeramente el cuerpo de William y luego alzó al niño en brazos.
—Creo que sí. A juzgar por su llanto, yo diría que sí.
Llegaban ya al camino de entrada de la Vieja Rectoría cuando Eleanor Kerrison bajó corriendo por el sendero hacia ellos. Era evidente que acababa de lavarse el pelo, que le caía sobre los hombros en húmedos mechones chorreantes. William, al verla, redobló sus sollozos. Mientras Massingham seguía avanzando a trancos hacia la casa, ella corrió torpemente para mantenerse a su lado, cogiéndose de su brazo. Gotas de agua se desprendían de sus cabellos para caer como perlas sobre el rostro de William.
—Han llamado a papá para que vaya a ver un cadáver. Dijo que a la vuelta nos llevaría a comer a Cambridge. Teníamos que comprar una cama de adulto para William. Estaba lavándome el pelo especialmente. He dejado a William con la señorita Willard. No le pasa nada, ¿verdad? ¿Está seguro de que se encuentra bien? ¿No deberíamos llevarlo al hospital? ¿Qué ha pasado?
—No lo hemos visto bien. Creo que el parachoques delantero del Jaguar le ha dado un golpe y lo ha hecho salir despedido. Por suerte, ha ido a caer sobre un montón de paja.
—Hubiera podido matarse. Le había dicho a esa mujer que tuviese cuidado con la carretera. Todavía es demasiado pequeño para jugar él solo en el jardín. ¿Está seguro de que no deberíamos llamar al doctor Greene?
Massingham cruzó la casa sin detenerse hasta el salón y depositó a William sobre un sofá. Entonces respondió:
—Quizá sea conveniente, pero estoy seguro de que no tiene nada. Escúchalo y te convencerás.
Como si hubiera comprendido, William dejó instantáneamente de llorar a voz en grito y se incorporó al punto. Comenzó a hipar con fuerza pero, sin cuidarse de los paroxismos que sacudían su cuerpo, examinó con interés a los presentes y luego fijó la vista en su descalzo pie izquierdo, con aire meditabundo. Alzando la cara hacia Dalgliesh, le preguntó severamente:
—¿Dónde’tá la pelota de Willam?
—Al borde de la carretera, seguramente —contestó Massingham—. Voy a buscarla. Y vosotros tendréis que acordaros de poner una verja en la entrada.
Oyeron un rumor de pisadas en el vestíbulo y la señorita Willard apareció en el umbral, presa de una aturdida agitación. Eleanor estaba sentada junto a su hermano, en el sofá. Al verla llegar, se puso en pie y contempló a la mujer con un silencioso desprecio, tan inconfundible que la señorita Willard enrojeció. Paseando la vista sobre los rostros vueltos hacia ella, comentó a la defensiva:
—Vaya, vaya. Una pequeña reunión, ¿eh? Me había parecido oír voces.
Entonces habló la muchacha. Su voz, pensó Massingham, fue tan arrogante y cruel como la de una matrona victoriana despidiendo a la fregona. El enfrentamiento habría resultado casi cómico si no hubiera sido al mismo tiempo patético y horrible.
—Ya puede hacer sus maletas y marcharse de esta casa. Está despedida. Solamente le he pedido que vigilara a William mientras yo me lavaba el cabello. Ni tan sólo es capaz de hacer eso bien. Habría podido matarse. Es usted una vieja inútil, fea y estúpida. Bebe, y huele mal, y todos la detestamos. No la necesitamos para nada. Váyase de una vez. Recoja sus asquerosas y abominables pertenencias y márchese de esta casa. Yo misma puedo cuidar de William y de papá. El no necesita a nadie más que a mí.
La boba sonrisa congraciadora se borró del rostro de la señorita Willard. En sus mejillas y frente se formaron dos verdugones rojos, como si las palabras hubieran sido un latigazo físico. Súbitamente, palideció y todo su cuerpo comenzó a temblar. Extendió la mano para apoyarse en el respaldo de una silla y, con voz aguda y distorsionada por el dolor, replicó:
—¡Tú! ¿Acaso te has creído que te necesita? Puede que yo haya dejado atrás mi primera juventud y esté algo entrada en años, pero al menos no estoy medio loca. ¡Y si yo soy fea, mírate en el espejo! Sólo te soporta a causa de William. Podrías irte mañana y a él le daría lo mismo. Se alegraría. El sólo quiere a William, no a ti. Le he visto la cara, le he oído hablar y lo sé muy bien. Está pensando en mandarte a vivir con tu madre. No lo sabías, ¿verdad? Pues hay más cosas que tú no sabes. ¿Qué crees que hace tu precioso papaíto por las noches, después de drogarte para que duermas? ¡Se va a escondidas a la capilla Wren y hace el amor con ella!
Eleanor se volvió y miró a Domenica Schofield. A continuación, giró en redondo y habló directamente a Dalgliesh.
—¡Miente! ¡Dígame que miente! ¡No es verdad!
Hubo un silencio. No pudo prolongarse más allá de un par de segundos, mientras la mente de Dalgliesh elaboraba cuidadosamente una respuesta. Luego, como impaciente por adelantársele, sin mirar a la cara de su jefe, Massingham dijo claramente:
—Sí, es verdad.
La muchacha pasó la mirada de Dalgliesh a Domenica Schofield. Luego, osciló como si fuera a desmayarse. Dalgliesh se adelantó hacia ella, pero ella retrocedió. Con voz calmosamente mortecina, explicó:
—Yo creía que lo hacía por mí. No quise beber el cacao que me había preparado. No estaba dormida cuando regresó. Salí al jardín y le vi quemar la bata blanca en la hoguera. Vi que estaba manchada de sangre. Creí que había ido a ver al doctor Lorrimer porque nos había tratado mal a William y a mí. Creí que lo había hecho por mí, porque me quiere.
De pronto, emitió un agudo gemido de desesperación, como un animal atormentado, pero tan humano y tan adulto que Dalgliesh sintió que se le helaba la sangre.
—¡Papá! ¡Papá! ¡Oh, no!
Se llevó ambas manos al cuello y, sacándose la tirilla de cuero de debajo del suéter, tironeó de ella y la retorció como un animal caído en una trampa Finalmente, el nudo cedió. Sobre la oscura alfombra rodaron seis botones de latón recién bruñidos, resplandecientes como otras tantas gemas talladas.
Massingham se agachó a recogerlos y los envolvió cuidadosamente en su pañuelo. Aún nadie había dicho nada. William se arrojó del sofá, trotó hacia su hermana y se abrazó fuertemente a su pierna. Le temblaban los labios. Domenica Schofield se volvió hacia Dalgliesh.
—¡Dios mío! ¡Qué negocio más nauseabundo el suyo!
Dalgliesh hizo caso omiso de ella y se dirigió a Massingham:
—Vigile a los niños. Voy a telefonear para que envíen una mujer policía, y será mejor que avisemos también a la señora Swaffield. No se me ocurre a quién más podemos recurrir. No se aparte de la chica hasta que lleguen las dos. Yo me ocuparé de lo que haya que hacer aquí.
Massingham habló directamente a Domenica Schofield.
—No es un negocio, solamente un trabajo. ¿Preferiría acaso que no lo hiciera nadie?
Se acercó a la muchacha. Estaba temblando violentamente. Dalgliesh supuso que trataría de esquivar su contacto, pero se mantuvo perfectamente quieta. Con sólo tres palabras la había destruido. Pero ¿a quién, si no, podía ella volverse? Massingham se quitó el abrigo de mezclilla y envolvió con ella a la muchacha. Suavemente, sin tocarla, le dijo:
—Ven conmigo. Enséñame dónde podemos preparar un poco de té. Y luego te echarás un rato y William y yo te haremos compañía. Yo le leeré algo a William.
Ella le siguió tan dócilmente como un preso a su carcelero, sin mirarle, arrastrando por el suelo el largo gabán. Massingham llevaba a William de la mano. La puerta se cerró a sus espaldas. Dalgliesh deseó no tener que ver nunca más a Massingham. Pero volvería a verle y, con el tiempo, sin que le importara o ni siquiera lo recordara. No quería volver a trabajar con él nunca más, pero sabía que lo haría. Dalgliesh no era hombre que destruyese la carrera de un subordinado simplemente porque había ofendido unas susceptibilidades a las que él, aunque jefe suyo, no tenía ningún derecho. En aquellos momentos, lo que Massingham había hecho le parecía imperdonable. Sin embargo, la vida le había enseñado que es lo imperdonable lo que generalmente suele perdonarse con mayor facilidad. Era posible realizar el trabajo policial honradamente; de hecho, no había ninguna otra forma segura de realizarlo. Pero no era posible hacerlo sin infligir dolor.
La señorita Willard se había desplazado casi a tientas hasta el sofá. Casi como si tratara de explicárselo a ella misma, farfulló:
—No quería hacerlo. Ella me ha empujado a decirlo. Yo no quería. No quería hacerle daño al doctor.
Domenica Schofield se volvió para irse.
—No, casi nunca es queriendo. —Luego, se dirigió a Dalgliesh—: Si quiere algo de mí, ya sabe dónde encontrarme.
—Necesitaremos una declaración.
—Por supuesto. ¿No es siempre así? Los anhelos y la soledad, el terror y la desesperación, todo lo que en el ser humano hay de turbio, limpiamente documentado en una hoja y media de papel oficial.
—No. Solamente los hechos.
No le preguntó cuándo había comenzado todo. En realidad, eso carecía de importancia, y además creía saberlo sin necesidad de preguntar. Brenda Pridmore le había dicho que en el concierto de la capilla se había sentado en la misma fila que la señora Schofield, el doctor Kerrison y sus hijos. Eso había sido el jueves veintiséis de agosto. A comienzos de septiembre, Domenica había roto con Edwin Lorrimer.
Ya en la puerta, ella vaciló y se volvió. Dalgliesh la interrogó:
—¿Le telefoneó él a la mañana siguiente para anunciarle que ya había dejado la llave en el cadáver de Lorrimer?
—Nunca me telefoneaba. Ninguno de ellos lo hacía, nunca. Tal era nuestro acuerdo. Y yo tampoco le telefoneaba a él. —Hizo una pausa y luego añadió con aspereza—: No lo sabía. Puede que hubiera sospechado algo, pero no lo sabía. No estábamos… ¿Cómo se dice? No estábamos juntos en el asunto. No soy responsable de nada. No fue por mi causa.
—No —admitió Dalgliesh—. No creo que lo fuera. La causa de un asesinato muy rara vez es tan poco importante.
Ella clavó en él sus ojos inolvidables y preguntó:
—¿Por qué no le gusto?
El egocentrismo que podía plantear esta pregunta en un momento como aquél dejó atónito a Dalgliesh. Pero lo que más le disgustaba era lo que veía en su propio interior. Demasiado bien comprendía lo que había impulsado a ambos hombres a escabullirse culpablemente hacia aquellas citas como escolares lujuriosos, a hacerse partícipes del esotérico y erótico juego de ella. Dada la oportunidad, pensó con amargura, él habría hecho lo mismo.
Domenica Schofield se fue y Dalgliesh se volvió hacia la señorita Willard.
—¿Fue usted quien telefoneó al doctor Lorrimer para hablarle de las velas encendidas y los números en el tablón de himnos?
—Estuve charlando con él cuando me acompañó a la iglesia el penúltimo domingo. Tenía que hablar de algo durante el viaje; él nunca lo hacía. Y estaba preocupada por los cirios del altar. La primera vez que advertí que alguien los había encendido fue cuando estuve en la capilla a finales de septiembre. En mi última visita, estaban aún más quemados. Pensé que tal vez la capilla estuviera siendo utilizada por un grupo de adoradores del diablo. Ya sé que ha sido desconsagrada, pero aun así sigue siendo un lugar santo. Y está muy aislada; nadie la visita nunca. A la gente de los marjales no les gusta salir después de oscurecido. No sabía si hablar con el párroco o advertir al padre Gregory. El doctor Lorrimer me pidió que al día siguiente volviera a la capilla y le dijera qué números había expuestos en el tablón de himnos. Me pareció una petición muy curiosa, pero él parecía pensar que era importante. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que los habían cambiado. A mí no me importaba pedir la llave, ¿comprende? Y a él no le gustaba hacerlo.
Pero él habría podido llevársela sin necesidad de firmar, pensó Dalgliesh. ¿Por qué no lo había hecho así? ¿Por miedo a ser visto? ¿Porque a su obsesiva y conformista personalidad le resultaba intolerable quebrantar una norma del laboratorio? ¿O, más probablemente, porque no soportaba entrar de nuevo en aquella capilla y ver con sus propios ojos la prueba innegable de la traición? Ella ni siquiera se había molestado en cambiar el lugar de encuentro, y seguía utilizando el mismo ingenioso código para fijar la fecha de la siguiente cita. Incluso la llave que había entregado a Kerrison era la misma que antes utilizaba Lorrimer. Nadie mejor que él podía conocer el significado de aquellos cuatro números: el día veintinueve del décimo mes, a las seis y cuarenta de la tarde.
Dalgliesh inquirió:
—¿Y el viernes pasado fueron allí los dos juntos, ocultos entre los árboles?
—Eso fue idea suya. Necesitaba un testigo, ya sabe. Oh, tenía toda la razón del mundo para estar preocupado. Una mujer como ésa, totalmente inadecuada para ser la madrastra de William. Un hombre detrás de otro, me explicó el doctor Lorrimer… Por eso tuvo que irse de Londres. No podía dejar en paz a los hombres. Cualquiera le servía. El doctor lo sabía todo, comprenda. Me dijo que en el laboratorio no lo ignoraba nadie. En cierta ocasión, incluso había llegado a hacerle proposiciones a él. Una cosa horrible. Pensaba escribir a la señora Kerrison y acabar de una vez con la historia. Yo no pude darle la dirección. El doctor Kerrison es muy reservado con su correspondencia, y ni siquiera estoy segura de que sepa exactamente dónde vive su mujer. Pero sabíamos que se había ido con un médico, y sabíamos cómo se llamaba. Se trata de un nombre bastante corriente, pero el doctor Lorrimer dijo que podría localizarlo en el Directorio Médico.
El Directorio Médico. Conque era por eso por lo que había querido consultarlo, por eso había abierto tan rápidamente la puerta a Bradley. Sólo había tenido que acudir desde el despacho del director, en la planta baja. Y llevaba su libreta de notas bajo el brazo. ¿Qué había dicho Howarth al respecto? Que detestaba los trozos de papel sueltos. Todo lo importante lo anotaba en su libreta. Y aquello era importante: los nombres y direcciones de los posibles amantes de la señora Kerrison.
La señorita Willard alzó el rostro hacia él. Dalgliesh vio que estaba llorando. Las lágrimas le surcaban las mejillas y caían libremente sobre sus retorcidas manos. La mujer le preguntó:
—¿Qué va a ser de él ahora? ¿Qué le harán?
Sonó el teléfono. Dalgliesh cruzó el vestíbulo a grandes pasos, entró en el estudio y descolgó el aparato. Era Clifford Bradley. Su voz sonaba tan excitada como la de una adolescente.
—¿Comandante Dalgliesh? En la comisaría me han dicho que seguramente podría encontrarlo aquí. Tengo que decírselo enseguida. Es importante. Acabo de recordar cómo sabía que el asesino seguía aún en el laboratorio. Cuando me iba, pude oír un ruido. Hace un par de minutos, cuando bajaba del cuarto de baño, he vuelto a oírlo. Sue acababa de telefonear a su madre. El ruido que oí era el de alguien colgando el auricular del teléfono.
Aquello solamente confirmaba lo que ya había sospechado mucho antes. Regresó al salón e interrogó a la señorita Willard:
—¿Por qué nos dijo que había oído al doctor Kerrison telefoneando desde su estudio hacia las nueve de la noche? ¿Acaso le pidió él que mintiera?
El rostro enrojecido se volvió hacia él, y los ojos inundados de lágrimas le miraron.
—¡Oh, no! Él jamás me pediría una cosa así. Solamente me preguntó si por casualidad había podido oírle. Eso fue cuando volvió a casa, después de que lo hubieran llamado a la escena del crimen. Yo quería ayudarle, quería que estuviera complacido conmigo. Era una mentira muy pequeña y carente de importancia. Y, de hecho, no era realmente una mentira. Pensé que quizá sí que lo había oído. Era posible que usted sospechara de él, y yo sabía que el doctor no podía haberlo hecho. Es un hombre amable, bueno y gentil. ¡Es un pecado tan venial, proteger al inocente! Aquella mujer lo había atrapado entre sus redes, pero yo sabía que él era incapaz de matar.
Probablemente había tenido desde un principio la intención de llamar al hospital desde el laboratorio, si no estaba de vuelta a tiempo. Pero, con el cadáver de Lorrimer allí tendido, sin duda habría necesitado mucha sangre fría. Apenas debía de haber colgado el teléfono cuando oyó los pasos que se acercaban. ¿Y entonces qué? ¿Se ocultó en el cuarto oscuro para espiar y esperar? Ése debió ser uno de los peores momentos, esperando rígidamente en la oscuridad, conteniendo el aliento, con el corazón desbocado, preguntándose quién podía llegar a una hora tan tardía, cómo podía haber entrado. Y hubiera podido tratarse de Blakelock; Blakelock, que habría llamado a la policía de inmediato, que al momento habría empezado a registrar el laboratorio.
Pero solamente había sido el aterrorizado Bradley. No había habido ninguna llamada telefónica, ninguna solicitud de ayuda; únicamente el eco de unos pasos despavoridos por el corredor. Luego, no tenía más que seguirle, salir silenciosamente del laboratorio y volver a casa cruzando el nuevo laboratorio por el mismo camino que había llegado. Apagó la luz y bajó a la puerta delantera. Y entonces vio los faros del coche de Doyle girando por el camino de acceso y aparcando entre los arbustos. Ya no se atrevió a salir por aquella puerta. Aquella ruta estaba bloqueada. Y no podía esperar a que se fueran. En casa estaba Nell, que podía despertar y llamarle. Además, esperaba aquella llamada telefónica a las diez. Tenía que regresar de inmediato.
Pero no perdió la cabeza. Había sido muy astuto por su parte llevarse las llaves de Lorrimer y dejar cerrado el laboratorio. La investigación de la policía se concentraría inevitablemente en los cuatro juegos de llaves y en el reducido número de personas que tenían acceso a ellas. Y él sabía de qué otro modo podía salir al exterior, y tenía el valor y la habilidad que se necesitaban para hacerlo. Se puso la bata de Middlemass para proteger su ropa; no ignoraba que el menor fragmento de hilo desgarrado de su traje podía serle fatal. Pero no hubo ningún desgarrón. Y en las primeras horas de la mañana una leve llovizna había limpiado los muros y las ventanas de cualquier indicio que pudiera traicionarle.
Llegó a casa sano y salvo y buscó una excusa para visitar las habitaciones de la señorita Willard, estableciendo así más firmemente su coartada. Nadie le había telefoneado, nadie había llamado a la puerta. Y sabía que, al día siguiente, él sería de los primeros en examinar el cuerpo. Howarth les había dicho que había permanecido esperando en el umbral mientras el doctor Kerrison efectuaba su examen. Sin duda fue entonces cuando deslizó la llave en el bolsillo de Lorrimer. Pero ése había sido uno de sus errores: Lorrimer llevaba las llaves en una bolsa de piel, no sueltas en el bolsillo.
Oyó el crujido de neumáticos sobre la grava del camino de entrada. Atisbo por la ventana y vio el automóvil de la policía con el sargento Reynolds y dos agentes femeninos en el asiento de atrás. El misterio se había roto; salvo que no era nunca el misterio lo que se rompía, sino tan sólo las personas. Con la llegada del automóvil, Massingham y él quedaban libres para efectuar la última entrevista, la más difícil de todas. En el borde del campo de tajón, un muchacho estaba haciendo volar una cometa roja. Impulsada por la fresca brisa, se encumbraba y caía, agitando la tortuosa cola sobre un firmamento de azur, tan claro y luminoso como en un día de verano. El campo de tajón estaba lleno de voces y risas. Incluso las latas de cerveza vacías resplandecían como brillantes juguetes, y los trozos de papel revoloteaban alegremente arrastrados por el viento. El aire era pungente y olía a océano. Resultaba posible creer que los compradores sabáticos que atravesaban el erial arrastrando tras de sí a sus chiquillos se iban en realidad a la playa con la cesta del almuerzo, que el campo de tajón terminaba en unas dunas junto al mar, que más allá se extendía una orilla pululante de niños. Incluso la mampara que los policías se esforzaban en levantar contra el viento no parecía más amenazadora que un teatrillo de marionetas, ante el cual un grupito de curiosos, a cierta distancia, esperaban pacientemente a que diera comienzo el espectáculo.
El primero en subir hacia ellos por el talud del pozo de tajón fue el superintendente Mercer. Les dijo:
—Es un asunto muy desagradable. El marido de la chica que encontramos aquí el miércoles. Es ayudante de carnicero. Ayer se llevó uno de los cuchillos a su casa, y por la noche vino hasta aquí para cortarse la garganta. El pobre diablo nos ha dejado una nota confesando el asesinato. Si hubiéramos podido detenerlo ayer, esto no habría sucedido. Pero la muerte de Lorrimer y la suspensión de Doyle lo han retrasado todo. No recibimos el resultado del análisis de sangre hasta bien entrada la noche de ayer. ¿A quién quieren ver?
—Al doctor Kerrison.
Mercer miró fijamente a Dalgliesh, pero se limitó a responder:
—Ya ha terminado su trabajo. Voy a avisarlo.
Tres minutos más tarde, la figura de Kerrison emergió sobre el borde del pozo de tajón y avanzó hacia ellos. Comenzó sin preámbulos:
—Ha sido Nell, ¿verdad?
—Sí.
No preguntó cómo ni cuándo. Escuchó atentamente mientras Dalgliesh le advertía de sus derechos, como si no hubiera oído nunca aquellas palabras y quisiera grabárselas en la memoria. Luego, mirando a Dalgliesh, le pidió:
—Preferiría no ir a la comisaría de Guy’s Marsh; todavía no. Quiero contárselo todo, pero solamente a usted, a nadie más. No habrá ninguna dificultad. Haré una confesión completa. Suceda lo que suceda, no quiero que Nell sea llamada a declarar. ¿Puede prometérmelo?
—Ya debe usted saber que no está en mi mano hacer esta promesa. Pero no veo ningún motivo para que sea llamada por la Corona si piensa usted declararse culpable.
Dalgliesh abrió la portezuela del automóvil, pero Kerrison meneó la cabeza y, sin un ápice de autoconmiseración, dijo:
—Preferiría quedarme fuera. Ya vendrán muchos años de estar sentado sin poder pasear bajo el cielo. Lo que me resta de vida, quizá. Si fuera solamente la muerte de Lorrimer, podría esperar un veredicto de homicidio impremeditado. No tenía intención de matarlo. Pero lo otro fue un asesinato.
Massingham permaneció junto al coche mientras Dalgliesh y Kerrison caminaban alrededor del pozo de tajón. El doctor Kerrison explicó:
—Todo empezó aquí, en este mismo sitio, no hace más que cuatro días. Parece una eternidad. Otra vida, otro tiempo. Los dos habíamos acudido por el asesinato del pozo de tajón, y al terminar me llevó aparte y me ordenó que fuera al laboratorio a las ocho y media de aquella misma tarde. No me lo pidió; me lo ordenó. Y también me dijo de qué quería hablarme: de Domenica.
Dalgliesh inquirió:
—¿Sabía usted que había sido amante de ella antes que usted?
—No lo supe hasta que fui al laboratorio por la noche. Ella nunca me había hablado de él, ni siquiera mencionado su nombre. Pero cuando vomitó su torrente de odio, envidia y celos, entonces, por supuesto, lo comprendí todo. No le pregunté cómo había averiguado lo mío. Creo que estaba loco. Tal vez ambos estábamos locos.
—Y le amenazó con escribir a su esposa y quitarle la custodia de sus hijos a menos que usted le cediera a Domenica.
—Pensaba escribir de todas formas. Quería recuperar a Domenica, y me parece, pobre diablo, que realmente lo creía posible. Pero además quería castigarme. Sólo había visto un odio como el suyo en otra ocasión. Estaba allí delante mío, con la cara blanca, insultándome, provocándome, diciéndome que me quitarían a los niños, que no era digno de ser padre, que no volvería a verlos nunca más. Y de pronto dejó de ser Lorrimer el que hablaba. Comprenda, ya había oído aquellas mismas acusaciones de labios de mi esposa. La voz era de él, pero las palabras eran las de ella. Y supe que no podía seguir soportándolo. Había estado levantado casi toda la noche; había tenido una terrible escena con Nell al volver a casa; y me había pasado el día preocupándome y tratando de adivinar qué quería decirme Lorrimer.
»Fue entonces cuando sonó el teléfono. Era su padre quejándose del televisor. Lorrimer le habló muy brevemente y colgó el auricular. Pero mientras hablaba yo había visto el mazo. Y recordé que llevaba unos guantes en el bolsillo del abrigo. La llamada de su padre parecía haberle serenado un tanto. Me dijo que ya no tenía nada más que hablar conmigo, y se volvió despectivamente de espaldas. Entonces cogí el mazo y le golpeé. Cayó sin el menor ruido. Volví a dejar el mazo sobre la mesa, y entonces vi la libreta de notas abierta con los nombres y direcciones de tres médicos. Uno de ellos era el amante de mi esposa. Arranqué la página, hice una bola y me la guardé en el bolsillo. Luego, fui al teléfono e hice mi llamada. Eran las nueve en punto. El resto creo que ya lo sabe.
Habían rodeado el pozo de tajón, caminando juntos, con la vista fija en la brillante hierba. Giraron en redondo y volvieron sobre sus pasos. Dalgliesh le pidió:
—Prefiero que me lo cuente usted.
Pero ya no le explicó nada nuevo. Todo había ocurrido tal y como Dalgliesh lo había deducido. Cuando Kerrison terminó de describir cómo había quemado la bata y la página arrancada de la libreta, Dalgliesh preguntó:
—¿Y Stella Mawson?
—Me telefoneó al hospital y me pidió que fuera a la capilla a las siete y media para hablar con ella. Más o menos, me dio a entender de qué se trataba. Dijo que estaba en posesión del borrador de una carta que deseaba comentar conmigo, una carta que había encontrado en cierto escritorio. Yo ya sabía lo que diría.
La señorita Mawson debía haber llevado la carta consigo a la capilla, pensó Dalgliesh. No habían podido encontrarla en su escritorio, ni el original ni la copia. Le parecía increíble que hubiera corrido el riesgo de decirle a Kerrison que llevaba la carta encima. Y él, ¿cómo podía estar seguro, cuando la mató, de que no había dejado una copia? ¿Y cómo podía ella confiar en que no se la arrebataría por la fuerza?
Casi como si supiera lo que rondaba por la cabeza de Dalgliesh, Kerrison observó:
—No fue lo que está usted pensando. Ella no pretendía venderme la carta. No quería vender nada. Me dijo que la había cogido del escritorio de Lorrimer casi por instinto, porque no quería qué la policía la encontrara. Por algún motivo que no me explicó, odiaba a Lorrimer y no me tenía mala voluntad por lo que yo había hecho. Recuerdo que comentó: «Ya ha causado bastante desdicha en vida. ¿Por qué ha de seguir causando más después de muerto?». También dijo algo extraordinario: «Yo fui víctima de él en una ocasión. No veo por qué ha de ser usted víctima suya ahora». Hablaba como si estuviera de mi parte, como si me hubiera hecho un servicio. Y a cambio quería pedirme una cosa, una cosa sencilla y ordinaria. Una cosa que sabía que yo podía permitirme.
Dalgliesh concluyó:
—El dinero necesario para comprar Sprogg’s Cottage; la seguridad para ella y Ángela Foley.
—No se trataba ni siquiera de un regalo, sino tan sólo de un préstamo. Quería que le dejara cuatro mil libras a devolver en cinco años, con un tipo de interés que le resultara asequible. Necesitaba desesperadamente esta suma, y tenía que conseguirla a la mayor brevedad. Me explicó que no podía pedírsela a nadie más. Estaba dispuesta a firmar un contrato legal. Era la más amable, la más razonable de las chantajistas.
Y había creído estar tratando con el más amable, el más razonable de los hombres. No había sentido miedo alguno, en absoluto, hasta aquel último y terrible momento en que él se había sacado la cuerda del bolsillo del abrigo y ella había comprendido que no se encontraba ante otra víctima, sino ante su asesino. Dalgliesh observó:
—Debía usted tener la cuerda preparada. ¿Cuándo decidió que tenía que morir?
—Como en el caso de Lorrimer, la cosa ocurrió casi por azar. Tenía la llave que le había entregado Ángela Foley y había sido la primera en llegar a la capilla. Estaba sentada en el presbiterio, en uno de los sitiales. Había dejado la puerta abierta, y nada más cruzarla vi el arcón. Sabía que dentro había una cuerda: había tenido tiempo de sobras para explorar la capilla mientras esperaba a Domenica. Así pues, la saqué y me la guardé en el bolsillo. Luego, seguí hasta el interior, donde estaba ella, y estuvimos hablando. Llevaba la carta encima, en el bolsillo. La sacó y me la enseñó sin ningún temor. No era la carta definitiva, sino un borrador bastante trabajado. Debió de disfrutar mientras lo escribía, porque se había preocupado de redactarlo a la perfección.
»Era una mujer extraordinaria. Le aseguré que le prestaría el dinero, que encargaría a mi abogado que redactara un contrato legal. En la capilla había un libro de oraciones, y ella me hizo poner la mano encima y jurar que nunca le diría a nadie lo ocurrido entre nosotros. Creo que sentía un verdadero pánico a que Ángela Foley llegara a enterarse. Fue entonces cuando comprendí que era ella, solamente ella, la que poseía este peligroso conocimiento, cuando decidí que debía morir.
Dejó de caminar. Se volvió hacia Dalgliesh y dijo:
—Ya lo ve, no podía arriesgarme a confiar en ella. No estoy tratando de justificarme. Ni siquiera trato de que me comprenda. No es usted padre, conque ha de serle imposible comprender. No podía correr el riesgo de poner esta arma en manos de mi esposa cuando se decidiera la custodia de los niños en el tribunal supremo. Probablemente no le concederían demasiada importancia al hecho de que yo tuviera una amante; eso no me incapacita para tener la custodia de mis hijos. De lo contrario, ¿qué posibilidades tendrían la mayoría de los padres? Pero ocultar a la policía una relación secreta con una mujer cuyo anterior amante ha sido asesinado, un asesinato para el que sólo tengo una coartada muy endeble y un poderoso motivo, ¿no desequilibraría eso la balanza? Mi esposa es atractiva y creíble, y exteriormente parece perfectamente cuerda. Eso es lo que vuelve imposible todo el asunto. La locura no resulta muy difícil de diagnosticar; la neurosis es menos espectacular, pero igualmente letal cuando se ha de convivir con ella. Nos destrozó a los dos, a Nell y a mí. No podía consentir que se quedara con William y Nell. Cuando me vi en la capilla, delante de Stella Mawson, comprendí que era su vida contra la de mis hijos.
»Y era tan fácil… Le pasé el doble cordón en torno al cuello y apreté con fuerza. Debió morir al instante. Luego la llevé hasta la antecámara y la colgué del gancho. Me acordé de frotar las suelas de sus botas sobre el asiento y de dejar la silla volcada. Después, regresé campo a través hasta el lugar donde había dejado el coche. Lo había aparcado en el mismo sitio en que Domenica aparca el suyo cuando nos vemos, a la sombra de un viejo granero junto a la carretera de Guy’s Marsh. Incluso la hora era la más conveniente para mí. Tenía que ir al hospital para una reunión del comité médico, pero antes pensaba detenerme en mi laboratorio a terminar unos trabajos. Aunque alguien se hubiera fijado en mi hora de llegada al hospital, sólo había una discrepancia de unos veinte minutos. Y no hubiera sido extraño que me entretuviera veinte minutos de más por el camino.
Regresaron en silencio hacia el coche. Al poco, Kerrison reanudó su monólogo:
—Todavía no lo entiendo. Es muy hermosa. Y no se trata solamente de su hermosura. Habría podido conseguir a cualquier hombre que quisiera. Resultaba asombroso que, por alguna razón extraordinaria, se hubiera fijado en mí. Cuando estábamos juntos, tendidos a la luz de las velas en el silencio de la capilla, después de hacer el amor, todas las angustias, todas las tensiones, todas las responsabilidades quedaban olvidadas. Para nosotros era muy fácil, gracias a la oscuridad. Ella podía aparcar junto al granero con toda tranquilidad. De noche, nadie sale a andar por la carretera de Guy’s Marsh, y pasan muy pocos automóviles. Sabía que en primavera, con los días más largos, nos resultaría más difícil. Pero, por otra parte, no suponía que ella siguiera interesada por mí tanto tiempo. Ya era un milagro que me hubiera elegido a mí, en primer lugar. Nunca pensaba más allá del siguiente encuentro, de la siguiente fecha en el tablón de los himnos. Ella no me permitía telefonearla. Jamás la veía ni hablaba con ella, salvo cuando nos reuníamos en la capilla. Yo era consciente de que ella no me amaba, pero eso carecía de importancia. Me daba lo que podía dar, y era más que suficiente para mí.
Llegaron de nuevo junto al coche. Massingham sostenía abierta la portezuela. Kerrison se volvió hacia Dalgliesh y añadió:
—No era amor, pero, a su manera, era una forma de amar. Y era una gran paz. También esto es paz, el hecho de saber que ya no necesito hacer nada más. Aquí terminan las responsabilidades y las preocupaciones. Un asesinato te aparta para siempre del resto de la humanidad. Es una especie de muerte. Ahora soy como un moribundo: los problemas siguen ahí, pero estoy alejándome de ellos hacia una nueva dimensión. Cuando maté a Stella Mawson renuncié a muchos derechos, incluso al derecho de sentir dolor.
Se acomodó en el asiento posterior sin decir nada más. Dalgliesh cerró la portezuela. Y, de pronto, le dio un vuelco el corazón. La pelota azul y amarilla venía rebotando hacia él por el campo de tajón, y tras ella, riendo a gritos, seguido por las voces de su madre, corría el chiquillo. Por un terrible instante, Dalgliesh creyó que era William, el oscuro flequillo de William, la risa de William, las botas rojas de William brillando bajo el sol.
F I N