Capítulo 4

No había nada que pudiera poner entre su persona y aquella hoja brillante y afilada. Pensó sarcásticamente que peor habría sido una bala, pero enseguida tuvo que dudarlo. Una pistola exigía al menos cierta habilidad, había que apuntar de antemano. La bala podía ir a cualquier parte y, si no acertaba al primer disparo, él podía ocuparse de que no tuviera una segunda oportunidad. Pero lo que aquella mujer sostenía en su mano era casi un metro de frío acero y, en aquel reducido espacio, le bastaría dar un tajo o una estocada para cortarle hasta el hueso. Ahora comprendía por qué le había hecho pasar al estudio: allí no había espacio para maniobrar, ningún objeto a su alcance que pudiera asir y arrojarle. Y sabía que no debía mirar en torno, que debía fijar la vista firmemente y sin temor en el rostro de ella. Intentó mantener su voz calmada y razonable; una sonrisa nerviosa, un gesto que pudiera interpretarse como de hostilidad o provocación, y sería demasiado tarde para argüir.

—Mire, ¿no cree que deberíamos hablar de esto? Se ha equivocado usted de hombre, créame.

Ella replicó:

—Lea esa nota. La que hay sobre el escritorio, a su espalda.

No se atrevió a volver la cabeza, pero echó la mano hacia atrás y buscó a tientas sobre el escritorio. Sus dedos encontraron una hoja suelta de papel. Leyó en voz alta:

—«Vale más que vigile las muestras de cannabis cuando el inspector Doyle ande cerca. ¿Cómo cree que ha podido pagarse la casa?».

—¿Y bien?

—¿De dónde ha sacado esto?

—Del escritorio de Edwin Lorrimer. Stella lo encontró y me lo entregó a mí. Usted la mató porque ella lo sabía, porque quiso hacerle chantaje. Anoche se citó con usted en la capilla Wren, y usted la estranguló allí.

Habría podido echarse a reír por la ironía del caso, pero sabía que la risa le resultaría fatal. Y por lo menos estaban hablando. Cuanto más tiempo ganara, mayores serían sus posibilidades de salir con vida.

—¿Pretende decirme que su amiga creía que yo maté a Edwin Lorrimer?

—Ella sabía que no fue usted. La noche en que él murió ella había salido a pasear, y creo que vio salir del laboratorio a alguien a quien conocía. Sabía que no fue usted. No se habría arriesgado a reunirse con usted a solas si creyera que era un asesino. El señor Dalgliesh me lo explicó claramente. Fue a la capilla creyendo que no corría peligro, que podía llegar a algún acuerdo con usted. Pero usted la mató, y por eso voy a matarle ahora. Stella odiaba la idea de encerrar a la gente en una prisión. Yo no soporto pensar que su asesino pueda quedar algún día en libertad. Diez años a cambio de la vida de Stella… ¿Por qué ha de seguir usted vivo cuando ella está muerta?

No dudaba de que ella estaba hablando con toda seriedad. Ya había tratado en otras ocasiones con gente que, incapaz de seguir aguantando, había cruzado la barrera de la locura; había visto antes aquella misma mirada de obsesivo fanatismo. Se mantuvo perfectamente inmóvil, en equilibrio sobre las plantas de sus pies, los brazos colgando sin tensión, los ojos clavados en los ojos de ella, esperando la instintiva contracción inicial de los músculos antes del ataque. Trató de mantener la voz clara y serena, pero sin el menor rastro de jocosidad.

—Es un punto de vista razonable. No crea que estoy en contra del mismo. Jamás he podido comprender por qué la gente se muestra remisa a matar instantáneamente a un asesino convicto y, en cambio, admite que se le mate lentamente a lo largo de veinte años. Pero al menos han sido condenados. Está el pequeño detalle del juicio. Ninguna ejecución sin el debido proceso. Y, créame, señorita Foley, se ha equivocado usted de hombre. No maté a Lorrimer, y puedo demostrarlo.

—No me importa Edwin Lorrimer. Sólo me importa Stella. Y usted la ha matado.

—Ni siquiera sabía que hubiera muerto. Pero si la mataron ayer, en cualquier momento entre las tres y media y las siete y media, entonces estoy fuera de sospechas. Estuve casi toda la tarde en la comisaría de Guy’s Marsh, siendo interrogado por el Yard. Y cuando Dalgliesh y Massingham se marcharon, seguí allí durante otras dos horas. Llámelos. Mire, enciérreme en un armario o en cualquier sitio del que no pueda escapar y telefonee a Guy’s Marsh. Por el amor de Dios, no deseará cometer un error, ¿verdad? Usted me conoce. ¿Quiere matarme de una forma sangrienta y horrible mientras el verdadero asesino huye? Una ejecución no oficial es una cosa, y un asesinato otra muy distinta.

Le pareció que la mano que sujetaba la espada perdía parte de su tensión. Pero no hubo ningún cambio en el pálido y tenso rostro. Ángela Foley dijo:

—¿Y la nota?

—Ya sé quién envió esa nota: mi mujer. Quería que abandonara el Cuerpo, y sabía que la mejor forma de impulsarme a presentar la dimisión sería provocando un poco de acosamiento por parte de las autoridades. Hace un par de años tuve un pequeño problema con el Cuerpo. El comité disciplinario me exoneró, pero estuve a punto de dimitir. ¿No es capaz de reconocer el despecho femenino en esa nota? Lo único que demuestra es que mi mujer quería verme deshonrado y fuera de la policía.

—Pero usted se dedicaba a robar la marihuana, sustituyéndola por alguna sustancia inerte.

—Ah, ésa es otra cuestión. Pero no va a matarme por eso. Además, nunca podrá demostrarlo, ya sabe. El último lote de muestras de cannabis con el que tuve algo que ver fue destruido por orden del tribunal. Yo mismo ayudé a incinerarlo. Justo a tiempo, por fortuna; el incinerador se estropeó inmediatamente después.

—Y las muestras que quemó, ¿eran de cannabis?

—Algunas lo eran. Pero nunca podrá demostrar que hice la sustitución, aunque decidiera hacer uso de esa nota. De todos modos, ¿qué importancia tiene? Ya estoy fuera de la policía. Mire, usted sabe que estaba trabajando en el asesinato del pozo de tajón. ¿Verdaderamente supone que estaría en mi propia casa a estas horas, libre de venir hasta aquí en cuanto usted me ha llamado, sin otro propósito que el de satisfacer mi curiosidad, si estuviera investigando un asesinato, si no me hubieran suspendido o aceptado mi dimisión? Puede que no sea un resplandeciente ejemplo de honradez policial, pero no soy ningún asesino y puedo demostrarlo. Llame a Dalgliesh y pregúnteselo.

Esta vez no había duda, el puño que sujetaba el sable se había aflojado. La mujer permanecía en el mismo lugar, muy inmóvil, pero ya no le miraba a él. Sus ojos estaban fijos en la ventana. Su expresión no había cambiado, pero pudo ver que estaba llorando. Las lágrimas brotaban de sus pequeños ojos y rodaban libremente por las mejillas. Se acercó sosegadamente y le quitó el sable de la mano sin que ella se resistiera. Luego, le pasó un brazo sobre los hombros. Ella no retrocedió. Entonces, le dijo:

—Mire, ha sufrido usted una fuerte conmoción. No habría debido quedarse aquí sola. ¿No es hora de que tomemos una taza de té? Dígame dónde está la cocina y yo lo prepararé. O, mejor aún, ¿no tiene nada más fuerte?

Con voz apagada, respondió:

—Hay whisky, pero es para Stella. Yo no bebo.

—Bien, pues ahora beberá un poco. Le sentará bien. Y, yo también necesito uno. Y luego se sentará tranquilamente y me lo contará todo de cabo a rabo.

Ella objetó:

—Pero, si no ha sido usted, ¿quién ha matado a Stella?

—Yo diría que la misma persona que mató a Lorrimer. Dos asesinos sueltos en una comunidad tan pequeña es demasiada coincidencia. Pero, mire, tiene que entregar esta nota a la policía. A mí no puede perjudicarme, ya no, y quizás a ellos les sirva de ayuda. Si su amiga encontró una información incriminadora en el escritorio de Lorrimer, bien pudo encontrar otra. La nota no la utilizó; probablemente sabía lo poco que valía. Pero ¿y la información que sí utilizó?

Ella respondió cansadamente:

—Dígaselo usted, si quiere. Ya no importa.

Pero él prefirió preparar el té antes. La limpieza y buen orden de la cocina le complacieron, y se entretuvo arreglando la bandeja y depositándola ante ella en una mesita baja que él mismo llevó junto al fuego. Volvió a dejar el sable sobre la chimenea, retrocediendo unos pasos para asegurarse de que colgaba correctamente. A continuación, arregló el fuego. Ella había meneado negativamente la cabeza cuando le ofreció el whisky, pero él se sirvió una generosa medida y tomó asiento enfrente de ella, al otro lado del fuego. La mujer no suscitaba en él ninguna atracción. En sus breves encuentros en el laboratorio, nunca le había dedicado nada más que una desinteresada mirada casual al pasar por su lado. No era habitual en él molestarse por una mujer de la que no pretendía nada, y aquella sensación de altruista amabilidad le resultaba desacostumbrada pero agradable. Sentado en silencio frente a ella, los traumas del día se desvanecieron y sintió una curiosa paz. Tenían algún material bastante bueno en aquel cottage, decidió, contemplando la confortable y repleta sala de estar. Se preguntó si lo heredaría todo ella.

Pasaron diez minutos antes de que se dirigiera al teléfono. Cuando regresó, la visión de su rostro sacudió a la mujer de su entumecida desdicha. Preguntó:

—¿Qué hay? ¿Qué le han dicho?

Él entró en la habitación frunciendo el ceño, con expresión intrigada. Contestó:

—No estaban. Massingham y él no estaban en Guy’s Marsh ni en el laboratorio. Están en Muddington. Se han ido al pozo de tajón.