Ángela Foley entró lentamente en la habitación. Estaba completamente vestida y perfectamente calmada, pero ambos policías quedaron impresionados por el cambio que se había operado en ella. Caminaba con rigidez, y su cara parecía avejentada y magullada como si durante toda la noche la pesadumbre la hubiera atacado físicamente. Sus pequeños ojos estaban apagados y hundidos tras los sobresalientes huesos, sus mejillas estaban insalubremente moteadas, la delicada boca se veía hinchada y tenía un herpes en el labio superior. Lo único que no había variado era su voz, aquella voz infantil e inexpresiva con que había contestado a sus primeras preguntas.
La enfermera del distrito, que había pasado la noche en Sprogg’s Cottage, había encendido el fuego. Ángela contempló los crepitantes leños y dijo:
—Stella nunca encendía el fuego hasta bien entrada la tarde. Yo lo dejaba preparado por la mañana, antes de irme al laboratorio, y ella lo encendía más o menos media hora antes de que llegara yo.
Dalgliesh explicó:
—La señorita Mawson llevaba encima sus llaves. Me temo que hemos tenido que abrir el escritorio para examinar sus papeles. No hemos podido pedirle permiso porque estaba usted dormida.
Ella respondió, con voz neutra:
—Habría dado lo mismo, ¿no? Habrían mirado igualmente. Tenían que hacerlo.
—¿Sabía usted que en otro tiempo su amiga estuvo formalmente casada con Edwin Lorrimer? No hubo divorcio; el matrimonio fue anulado a los dos años por no consumación. ¿Se lo había dicho ella?
La mujer se volvió a mirarlo, pero resultaba imposible calibrar la expresión de sus ojillos porcinos. Si su voz reflejaba alguna emoción, se parecía más a una irónica diversión que a la sorpresa.
—¿Casada? ¿Con Edwin? Conque por eso sabía… —Dejó la frase sin terminar—. No, no me lo había dicho. Cuando me vine a vivir aquí, fue un nuevo comienzo para las dos. Yo no quería hablar de mi pasado, y creo que ella tampoco lo deseaba. A veces me hablaba de su vida en la universidad, de su trabajo, de la gente curiosa que había conocido, pero nunca me dijo que hubiera estado casada.
Dalgliesh inquirió con suavidad:
—¿Se siente en condiciones de contarme lo que ocurrió anoche?
—Me dijo que se iba a dar un paseo. Solía hacerlo a menudo, pero casi siempre después de cenar. Era entonces cuando pensaba en sus libros y resolvía los argumentos y diálogos, cuando deambulaba a solas en la oscuridad.
—¿A qué hora salió?
—Justo antes de las siete.
—¿Sabe si llevaba consigo la llave de la capilla?
—Me la pidió ayer después del almuerzo, antes de que volviera al laboratorio. Me explicó que quería describir en su libro una capilla familiar del siglo XVII, pero no pensé que tuviera intención de visitarla tan pronto. Al ver que eran las diez y media y aún no había regresado, me inquieté y salí a buscarla. Llevaba casi una hora andando cuando se me ocurrió mirar en la capilla.
Acto seguido, le habló directamente a Dalgliesh, con paciencia, como si tratara de explicarle algo a un chiquillo obtuso.
—Lo hizo por mí. Se mató para que yo pudiera disponer del dinero de su seguro de vida. Me dijo que yo heredaría todo lo suyo. El propietario de esta casa quiere venderla lo antes posible; le hace falta el dinero. Queríamos comprarla, pero no disponíamos de suficientes fondos para la entrada. Justo antes de salir, me preguntó qué se sentía al vivir a cuidado de las autoridades, qué significaba carecer de un verdadero hogar. Cuando mataron a Edwin, creímos que en su testamento habría algo para mí. Pero no lo hubo. Por eso me pidió la llave. No es cierto que quisiera incluir una descripción de la capilla en su libro; no en este libro, al menos. La acción transcurre en Londres, y ya está casi acabado. Lo sé. He estado pasando a máquina el manuscrito. Me pareció extraño que me pidiera la llave, pero había aprendido a no hacer preguntas a Stella.
»Pero ahora lo comprendo. Quería que yo pudiera vivir tranquila aquí, donde habíamos sido felices; tranquila para siempre Sabía lo que iba a hacer. Sabía que ya nunca volvería. Cuando le daba masaje en la nuca para aliviar su dolor de cabeza, ella ya sabía que nunca volvería a tocarla.
Dalgliesh preguntó:
—¿Cree que una escritora, cualquier escritora que no esté mentalmente enferma, se mataría justo antes de terminar un libro?
Ella contestó lentamente:
—No lo sé. No comprendo cómo piensan los escritores.
—Bien, pues yo sí —le aseguró Dalgliesh—. Y le digo que no lo haría.
Ella no dijo nada. El policía prosiguió, suavemente:
—¿Era feliz, viviendo aquí con usted?
La mujer le miró, anhelante, y por vez primera su voz cobró animación, como si verdaderamente deseara que la comprendiera.
—Decía que nunca se había sentido tan feliz. Decía que eso era el amor, saber que puedes hacer feliz a una persona y que esa persona te haga feliz a cambio.
—Entonces, ¿por qué habría de matarse? ¿Le parece que verdaderamente pudo pensar que usted preferiría el dinero a tenerla a ella? ¿Por qué habría de pensar tal cosa?
—Stella siempre se subestimaba. Quizá pensó que a ella la olvidaría con el tiempo, pero que el dinero y la seguridad serían para toda la vida. Quizá pensara incluso que vivir con ella era perjudicial para mí, que el dinero serviría para liberarme. En cierta ocasión dijo algo por el estilo.
Dalgliesh contempló la cenceña y erguida figura sentada frente a él, con las manos dobladas sobre su regazo, y fijó la vista en su rostro. Luego, anunció sosegadamente:
—Pero es que no habrá ningún dinero. La póliza del seguro contenía una cláusula contra suicidios. Si la señorita Mawson se quitó la vida, usted no recibirá nada.
Eso ella no lo sabía; pudo verlo claramente. La noticia le sorprendió, pero sin consternarla. No era una asesina despojada de su botín.
Ángela Foley sonrió y replicó con calma:
—No me importa.
—Importa para la investigación. He leído una de las novelas de su amiga. La señorita Mawson era una escritora sumamente inteligente, lo cual quiere decir que era una mujer inteligente. Su corazón no era fuerte y las primas de su póliza de seguro no eran baratas. No debía de resultarle fácil pagarlas. ¿Realmente puede creer que ignoraba las condiciones de su póliza?
—¿Qué trata de decirme?
—La señorita Mawson sabía, o creía saber, quién mató al doctor Lorrimer, ¿no es así?
—Sí. Eso me dijo. Pero no quiso explicarme quién era.
—¿Ni tan sólo si se trataba de un hombre o una mujer?
Reflexionó unos instantes.
—No, nada. Solamente que lo sabía. No estoy segura de que lo dijera así, con estas palabras. Pero cuando se lo pregunté, no lo negó. —Hizo una pausa, y luego prosiguió con mayor animación—: Está usted pensando que salió a entrevistarse con el asesino, ¿verdad? Que pretendía hacerle chantaje. ¡Pero Stella no haría nunca tal cosa! Solamente una loca correría ese riesgo, y ella no estaba loca. Usted mismo lo ha dicho. Jamás habría ido a enfrentarse ella sola con un asesino por propia voluntad, no importa el dinero que hubiera en juego. Ninguna mujer en su juicio lo haría.
—¿Aunque el asesino fuera una mujer?
—¿Ella sola y de noche? No. Star era muy pequeña y frágil, y su corazón no era fuerte. Cuando la rodeaba con mis brazos era como estrechar un pajarillo. —Miró hacia el fuego y, con voz casi ensoñadora, dijo—: No volveré a verla nunca. Nunca. Se sentó en esta butaca y se calzó las botas, como solía hacer siempre. Yo nunca me ofrecía a acompañarla por las tardes. Sabía que necesitaba estar a solas. Todo sucedió como siempre, hasta que llegó ante la puerta. Y entonces sentí miedo. Le supliqué que no fuera. Y ya no volveré a verla nunca. Nunca volverá a hablar, ni conmigo ni con nadie. Nunca escribirá otra palabra. Aún no puedo creerlo. Sé que ha de ser cierto, o no estaría usted aquí, pero todavía no puedo creerlo. Cuando lo crea, ¿cómo podré soportarlo?
Dalgliesh insistió:
—Señorita Foley, necesitamos saber si también salió la noche en que mataron al doctor Lorrimer.
La mujer dirigió la vista hacia él.
—Ya sé qué pretende que haga. Si le digo que salió, para usted el caso queda resuelto, ¿verdad? Lo tendría todo bien atado: medios, motivo, oportunidad. Era su exesposo y ella lo odiaba a causa del testamento. Fue a tratar de convencerlo para que nos ayudara con algo de dinero. Cuando él se negó, ella cogió la primera arma que encontró a mano y lo mató de un golpe.
Dalgliesh objetó:
—Es posible que él la dejara entrar en el laboratorio, aunque me parece muy poco probable. Pero ¿cómo pudo salir?
—Usted dirá que cogí las llaves de la caja fuerte del doctor Howarth y se las presté a ella. Luego, a la mañana siguiente, volví a dejarlas en su sitio.
—¿Lo hizo?
Ella sacudió la cabeza.
—Solamente habría podido usted hacerlo si el inspector Blakelock también estuviera de acuerdo. ¿Y qué razones tenía él para desear la muerte del doctor Lorrimer? Cuando su hija única murió atropellada por un automóvil que se dio a la fuga, la declaración del científico forense contribuyó a que el conductor fuese absuelto. Pero eso sucedió hace diez años, y el forense no era el doctor Lorrimer. Lo comprobamos cuando la señorita Pridmore nos habló de esa hija. La declaración versó sobre partículas de pintura, y eso es trabajo para un químico forense, no para un biólogo. ¿Pretende decirme que el inspector Blakelock mentía cuando aseguró que las llaves estaban en la caja de seguridad?
—No mentía. Las llaves estaban allí.
—Entonces, cualquier acusación que pudiéramos presentar en contra de la señorita Mawson queda muy debilitada, ¿no le parece? ¿Acaso alguien podría creer que descendió por la fachada desde la ventana de un tercer piso? Debe pensar que estamos aquí para averiguar la verdad, no para fabricar una solución fácil.
Sin embargo, pensó Massingham, no andaba desencaminada. En cuanto Ángela Foley admitiera que aquella noche su amiga salió de Sprogg’s Cottage, resultaría difícil atribuir el crimen a nadie más. La solución que ella misma acababa de proponer era bastante clara, y juzgaran a quien juzgasen por el asesinato de Lorrimer, la defensa no dejaría de aprovecharla al máximo. Contempló el rostro de su jefe. Dalgliesh prosiguió:
—Estoy de acuerdo en que ninguna mujer en su sano juicio saldría de noche para entrevistarse con un asesino. Por eso no creo que ella lo hiciera. Ella creía saber quién había asesinado a Edwin Lorrimer, y si anoche tenía una cita no era con tal persona. Señorita Foley, por favor, míreme. Debe confiar en mí. No sé todavía si su amiga se mató o la mataron. Pero para descubrir la verdad, necesito saber si ella salió de casa la noche en que murió el doctor Lorrimer.
Ella replicó en tono mortecino:
—Estuvimos juntas toda la noche. Ya se lo dijimos.
Hubo un silencio. A Massingham le pareció que se prolongaba durante varios minutos. Luego, los leños del hogar llamearon y sonó un chasquido como un tiro de pistola. Un madero rodó fuera de la chimenea. Dalgliesh se arrodilló y, con ayuda de las tenazas, lo devolvió a su lugar. Se mantuvo el silencio. Finalmente, ella dijo:
—Por favor, dígame antes la verdad. ¿Cree usted que Star ha sido asesinada?
—Eso creo, pero quizá no pueda demostrarlo nunca.
—Star salió aquella noche, efectivamente. Estuvo fuera desde las ocho y media hasta las nueve y media, más o menos. No me dijo dónde había estado y, cuando llegó a casa, parecía perfectamente normal y perfectamente compuesta. No me dijo nada, pero lo cierto es que salió.
Por fin, ella dijo:
—Les agradecería mucho que ahora se fueran, por favor.
—Creo que debería tener a alguien con usted.
—No, no soy una niña. No quiero a la señora Swaffield ni a la enfermera del distrito ni a ninguna de las almas caritativas del pueblo. Y no necesito una mujer policía. No he cometido ningún delito, de manera que no tienen ustedes derecho a imponerme su presencia. Ya les he dicho todo lo que sé. Han cerrado su escritorio con llave, conque nadie podrá tocar las cosas de Stella. No pienso hacer ninguna tontería. ¿No es ésta la expresión que utiliza la gente cuando intentan preguntar discretamente si tiene uno intención de matarse? Pues yo no la tengo. Ya me encuentro bien. Sólo quiero que me dejen a solas.
Dalgliesh le advirtió:
—Temo que más adelante deberemos imponerle de nuevo nuestra presencia.
—Más adelante no es ahora.
No pretendía mostrarse ofensiva; era solamente la sencilla constatación de un hecho. Se puso en pie estiradamente y anduvo hacia la puerta con la cabeza rígidamente erguida, como si únicamente la disciplina corporal pudiera conservar intacta la frágil integridad de la mente. Dalgliesh y Massingham intercambiaron una mirada. Ella estaba en lo cierto. No podían imponer consuelo ni compañía donde nada de esto era deseado. Carecían de autoridad legal para quedarse o para obligarla a abandonar la casa. Y tenían cosas que hacer.
Ella se dirigió a la ventana y, desde detrás de las cortinas, contempló cómo el automóvil rodeaba Sprogg’s Green y aceleraba hacia el pueblo. Luego corrió al vestíbulo y sacó el listín telefónico de su anaquel. Sólo necesitó unos segundos de hojearlo febrilmente para encontrar el número que buscaba. Lo marcó, esperó y, finalmente, habló. Después, colgó el auricular y volvió a la sala de estar. Lentamente, con solemnidad, desprendió de la pared el sable francés y se quedó muy quieta, con los brazos extendidos y el arma reposando sobre las palmas. Al cabo de unos segundos, cerró la mano izquierda en torno a la vaina y con la derecha, lenta y deliberadamente, extrajo la hoja. Luego se situó justo ante el umbral de la sala de estar, la hoja desnuda en la mano, y midió la habitación con la vista, estudiando con gran concentración la disposición de muebles y objetos, como si fuera una extraña que calculara sus posibilidades en un previsible enfrentamiento.
Después de algunos minutos pasó al estudio y también allí permaneció inmóvil, examinando la habitación. Junto a la chimenea había un sillón victoriano. Lo arrastró hasta la puerta del estudio y escondió detrás suyo el desenvainado sable, con la punta apoyada en el suelo; acto seguido, deslizó la vaina bajo el mueble. Tras comprobar que ambos objetos resultaban invisibles, regresó a la sala de estar. Tomó asiento junto al fuego y se quedó allí quieta, esperando oír la llegada del automóvil.