Llegaron a la granja Bowlem antes de las primeras luces del día. La señora Pridmore había comenzado a hornear más temprano que de costumbre. Sobre la mesa de la cocina ya había dos grandes cuencos de barro cubiertos con abombados paños de lino, y toda la casa estaba impregnada del cálido y fecundo aroma de la levadura. Cuando entraron Massingham y Dalgliesh, el doctor Greene, un hombre achaparrado y ancho de espaldas, con el rostro de un sapo benévolo, estaba guardando su estetoscopio en las profundidades de un anticuado maletín Gladstone. Hacía menos de doce horas que Dalgliesh y él se habían visto por última vez, pues, como cirujano de la policía, había sido el primer médico en acudir junto al cuerpo de Stella Mawson, donde, tras un breve examen, había sentenciado:
—¿Está muerta? Respuesta: sí. ¿Causa de la muerte? Respuesta: ahorcamiento. ¿Momento de la muerte? Respuesta: hace aproximadamente una hora. Y ahora será mejor que llame al forense, quien le explicará por qué de momento sólo está en condiciones de contestar a la primera pregunta.
Al verlos llegar, no perdió el tiempo en cortesías ni preguntas, sino que saludó brevemente a los dos detectives con una inclinación de cabeza y siguió hablando con la señora Pridmore.
—La chica está perfectamente. Ha tenido un feo susto, pero nada que una buena noche de sueño no sea capaz de arreglar. Es joven y saludable, y hace falta algo más que un par de cadáveres para convertirla en una ruina neurótica, si es eso lo que le preocupa. Mi familia ha atendido médicamente a la suya a lo largo de tres generaciones, y todavía no hemos visto que ninguno de los suyos perdiera el juicio. —Se volvió hacia Dalgliesh—. Ahora ya pueden subir a verla.
Arthur Pridmore estaba de pie junto a su esposa, apretándole un hombro con la mano. Nadie le presentó a Dalgliesh; no había necesidad. Dijo:
—La chica todavía no se ha enfrentado a lo peor, ¿verdad? Ya es el segundo cadáver. ¿Cómo cree que va a ser para ella la vida en este pueblo si estas dos muertes no se resuelven?
El doctor Greene estaba impaciente. Cerró de golpe su maletín.
—¡Por el amor de Dios, hombre! ¡Nadie va a sospechar de Brenda! Ha vivido aquí toda su vida. Yo la traje al mundo.
—Pero eso no es ninguna protección contra la calumnia, ¿verdad? No digo que la acusen a ella. Pero ya sabe cómo son los marjales. La gente de por aquí puede ser muy supersticiosa, y no olvida ni perdona. Pueden decir que está marcada por la mala suerte.
—No, de su hermosa Brenda nunca podrán decir eso. Es más probable que se convierta en la heroína local. Déjese de pensamientos morbosos, Arthur, y acompáñeme hasta el coche. Tenemos que hablar de ese asunto del Consejo de la Iglesia Parroquial.
Ambos hombres salieron juntos. La señora Pridmore alzó la vista hacia Dalgliesh y dijo:
—Y ahora subirá usted a interrogarla, a hacerle hablar de eso, a recordárselo más todavía…
—No se preocupe —respondió Dalgliesh suavemente—. Hablar le hará bien.
La señora Pridmore no hizo ademán de querer acompañarlos al piso de arriba, una muestra de discreción por la que Dalgliesh le quedó agradecido. Difícilmente habría podido prohibirle que subiera, especialmente en vista de que no había tenido tiempo de hacer venir a una mujer policía, pero tenía la impresión de que Brenda estaría más relajada y comunicativa en ausencia de su madre. La joven respondió animadamente a su llamada en la puerta. El pequeño dormitorio, con sus vigas bajas y las cortinas cerradas a la oscuridad de la madrugada, estaba lleno de luz y color, y ella les esperaba incorporada en una cama recién hecha, con los ojos brillantes y una aureola de cabellos cayendo en cascada sobre sus hombros. De nuevo Dalgliesh se maravilló por la resistencia de la juventud. Massingham, deteniéndose repentinamente bajo el dintel, pensó que la muchacha debería estar en los Uffizi, con los pies flotando sobre una pradera de flores primaverales y el luminoso paisaje de Italia extendiéndose a sus espaldas hasta el infinito.
La habitación era todavía en gran medida la de una colegiala. Había dos estantes de libros de texto, otro con una colección de muñecas ataviadas con distintos trajes nacionales y un tablón de corcho con recortes de los suplementos dominicales y fotos de sus amigas. A un lado de la cama, una butaca de mimbre sostenía un gran osito de peluche. Dalgliesh lo cogió y lo dejó en la cama, junto a la joven, y luego ocupó él el asiento. Entonces, dijo:
—¿Cómo se encuentra? ¿Está mejor?
Brenda se inclinó impulsivamente hacia él. La manga de su bata de color crema le cayó sobre el pecoso brazo. Contestó:
—Me alegro mucho de que hayan venido. Nadie quiere hablar de este asunto. No se dan cuenta de que tendré que hablar en un momento u otro, y es mucho mejor ahora que está todo fresco en mi mente. Fue usted quien me encontró, ¿verdad? Recuerdo que me levantaron en brazos, igual que a Marianne Dastwood en Sense and sensibility, y recuerdo también el agradable olor de su chaqueta. Pero después de eso ya no recuerdo nada más. Bueno, sí que me acuerdo de haber hecho sonar la campana.
—Eso fue muy inteligente. Estábamos aparcados en el camino de entrada del laboratorio y la oímos sonar. De otro modo, habrían podido pasar horas hasta que descubrieran el cuerpo.
—En realidad no fue inteligencia, sino pánico. Supongo que ya habrá deducido qué ocurrió. Tuve un pinchazo en la bicicleta y decidí volver andando a casa a través del nuevo laboratorio. Luego, me perdí y me asusté. Empecé a pensar en el asesino del doctor Lorrimer y a imaginar que estaba al acecho, esperándome. Pensé incluso que tal vez me había pinchado deliberadamente los neumáticos. Ahora parece una tontería, pero entonces no me lo parecía.
Dalgliesh le explicó:
—Hemos examinado la bicicleta. Durante la tarde pasó un camión de grava por delante del laboratorio, y un poco de la carga cayó a la carretera. Su bicicleta tenía un fragmento agudo de pedernal en cada una de las ruedas. Pero sus temores eran perfectamente naturales. ¿Recuerda si verdaderamente había alguien en la obra?
—Me parece que no. En realidad no vi a nadie, y creo que la mayoría de los ruidos que oí eran imaginaciones mías. Lo que más me asustó fue una lechuza. Después, salí del edificio y eché a correr campo a través, presa del pánico, en dirección a la capilla.
—¿Le dio la impresión de que podía haber alguna otra persona en la capilla?
—Bueno, no hay columnas para esconderse detrás. Es una capilla extraña, ¿no? En realidad, no parece un lugar sagrado. Quizá sea que no se ha rezado lo bastante en ella. Yo solamente había estado allí una vez, cuando el doctor Howarth y otros tres miembros del personal dieron un concierto, conque ya sabía cómo era por dentro. ¿Cree que podía haber alguien escondido dentro de uno de los sitiales, mirándome? Es una idea horrible.
—Sí que lo es. Pero, ahora que está a salvo, ¿puede soportar pensar en ella?
—Ahora que está usted aquí, sí. —Hizo una pausa—. Creo que no había nadie. Yo no vi a nadie, y me parece que tampoco oí nada. Pero estaba tan asustada que probablemente no me habría dado cuenta. Sólo vi aquel manojo de ropas colgando de la pared, y luego la cara inclinada hacia mí.
Dalgliesh no necesitaba advertirle de la importancia de su próxima pregunta.
—¿Recuerda dónde encontró la silla, su posición exacta?
—Estaba volcada en el suelo, justo a la derecha del cuerpo, como si la hubiese derribado de una patada. Creo que había caído hacia atrás, pero puede que estuviera de lado.
—¿Pero está completamente segura de que se había volcado?
—Completamente. Recuerdo que tuve que levantarla y subir sobre ella para poder tocar la campana. —Le miró con ojos brillantes—. No hubiera debido hacerlo, ¿verdad? Ahora, si encuentra marcas o tierra en el asiento, no sabrá si son de mis zapatos o de los de ella. ¿Es por eso por lo que el inspector Massingham se llevó anoche mis zapatos? Me lo ha dicho mamá.
—Sí, es por eso.
La silla sería examinada en busca de huellas y luego enviada al Laboratorio Metropolitano, donde la someterían a diversas pruebas. Pero este asesinato, si es que había sido un asesinato, tenía que ser premeditado. Dalgliesh dudaba mucho que el asesino hubiera cometido ningún error, esta vez.
Brenda dijo:
—Una cosa me ha llamado la atención. Es extraño, ¿verdad?, que estuviera encendida la luz.
—Ésa es otra cosa que quería preguntarle. ¿Está segura de que las luces de la capilla estaban encendidas? ¿No la encendería usted al entrar?
—Estoy completamente segura de que no lo hice. Vi el resplandor de la luz por entre los árboles. Era algo así como la Ciudad de Dios, ya sabe. Después de salir del edificio nuevo, lo más lógico habría sido correr hacia la carretera, pero de pronto vi la silueta de la capilla y la luz que brillaba tenuemente a través de las ventanas, y corrí hacia allí casi por instinto.
—Supongo que sería por instinto. Sus antepasados hacían lo mismo. Sólo que ellos habrían corrido a refugiarse en Saint Nicholas.
—He estado pensado en las luces desde que me he despertado. Da la impresión de un suicidio, ¿no? Supongo que la gente no se mata a oscuras. Sé que yo no lo haría. No me imagino suicidándome, a no ser que estuviera desesperadamente enferma y sola y con terribles dolores, o que alguien estuviera torturándome para que le diera una información vital. Pero, si lo hiciera, no apagaría la luz. Querría ver la luz hasta el último momento antes de hundirme en la oscuridad, ¿no le parece? Pero los asesinos siempre quieren retrasar el descubrimiento del cadáver, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no apagó la luz y cerró la puerta con llave?
La joven hablaba con alegre despreocupación. La enfermedad, la soledad y el dolor eran tan irreales y remotos como la tortura. Dalgliesh respondió:
—Tal vez porque quería que pareciera un suicidio. ¿Fue eso lo primero que se le ocurrió al ver el cuerpo, que había sido un suicidio?
—En aquel momento, no. Estaba demasiado asustada para pensar. Pero desde que he despertado y he podido reflexionar en todo el asunto…, sí, supongo que me parece un suicidio.
—Pero no está muy segura de por qué se lo parece.
—Quizá porque el ahorcamiento es una forma muy extraña de asesinar a alguien. En cambio, muchos suicidas suelen ahorcarse, ¿verdad? El antiguo porquero del señor Bowlem lo hizo, y también la vieja Annie Makepeace. Me he fijado que en los marjales la gente normalmente suele ahorcarse o pegarse un tiro. Claro, en una granja siempre se encuentra una escopeta o una cuerda.
Hablaba con sencillez y sin temor. Había vivido toda su vida en una granja, con la constante presencia del nacimiento y de la muerte. El nacimiento y la muerte de los animales, y también de los seres humanos. Y las largas y oscuras noches de los inviernos del marjal debían traer consigo sus propios miasmas de locura y desesperación. Pero no a ella. Dalgliesh comentó:
—Me abruma usted. Tal como lo dice, parece un holocausto.
—No sucede muy a menudo, pero cuando sucede queda en la memoria. Es sólo que relaciono el ahorcamiento con el suicidio. ¿Cree que esta vez estoy equivocada?
—Podría ser. Pero ya lo averiguaremos. Nos ha ayudado usted mucho.
Estuvo otros cinco minutos hablando con ella, pero ya no tenía nada más que añadir. No había acompañado al inspector Blakelock cuando éste había ido al despacho del inspector jefe Martin para conectar las alarmas nocturnas, de modo que no podía decir si la llave de la capilla estaba o no en su lugar. Solamente había visto a Stella Mawson en una ocasión, durante el concierto en la capilla, cuando se había sentado en la misma fila que Ángela Foley, Stella Mawson, la señora Schofield y el doctor Kerrison y sus hijos.
Cuando Dalgliesh y Massingham se retiraban, la muchacha añadió:
—No creo que papá y mamá me dejen volver más al laboratorio. En realidad, estoy segura de que no me dejarán. Quieren que me case con Gerald Bowlem. Me parece que me gustaría casarme con Gerald; por lo menos, nunca he pensado en casarme con ningún otro. Pero todavía no. Antes me gustaría tener una buena carrera como científica. Pero, si me quedo en el laboratorio, mamá no tendrá un momento de tranquilidad. Me quiere, y sólo me tiene a mí. No puedes hacerle daño a la gente que te quiere.
Dalgliesh reconoció una solicitud de ayuda y, dando media vuelta, tomó asiento de nuevo. Massingham, que fingía mirar por la ventana, estaba intrigado. Se preguntó qué pensarían en el Yard si pudieran ver al viejo robando tiempo a una investigación criminal para dar consejo sobre las ambigüedades morales de la liberación de la mujer. Pero también deseaba que se lo hubiese preguntado a él. Desde su entrada en la habitación, Brenda sólo había tenido ojos para Dalgliesh. Su superior estaba diciendo:
—Supongo que un trabajo científico no resultará fácil de combinar con ser la esposa de un granjero.
—Creo que no sería justo para Gerald.
—Yo antes pensaba que podemos conseguir de la vida casi cualquier cosa que queramos, que sólo es cuestión de organizarse. Pero ahora empiezo a creer que hemos de elegir más a menudo de lo que nos gustaría. Lo importante es que la elección sea nuestra y de nadie más, y que sea sincera. Pero algo de lo que estoy completamente seguro es que nunca da buenos resultados tomar una decisión cuando no se está del todo bien. ¿Por qué no espera algún tiempo, hasta que hayamos resuelto el asesinato del doctor Lorrimer, en todo caso? Quizá su madre vea entonces las cosas de otra manera.
Brenda observó:
—Supongo que es esto lo que hace el asesinato, cambiar la vida de la gente y estropeársela.
—Cambiarla, sí. Pero no necesariamente estropearla. Usted es joven, inteligente y valerosa, conque no creo que se la deje estropear.
Abajo, en la cocina de la granja, la señora Pridmore estaba preparando unos bocadillos con lonchas de tocino frito entre generosas rebanadas de crujiente pan. Al verlos descender, dijo ásperamente:
—Da la impresión de que a los dos les vendría bien un buen desayuno. Habrán estado toda la noche en pie, supongo, no les hará ningún mal sentarse un par de minutos y comerse esto. El té está recién hecho.
La cena de la noche anterior había consistido en un par de bocadillos que un agente había traído del Moonraker y que habían consumido en la antesala de la capilla. El aroma del tocino frito hizo que Massingham cobrara conciencia del hambre que tenía. Agradecido, dio un bocado al caliente pan impregnado con la salada grasa del tocino curado en casa, y lo engulló con un sorbo de cargado y ardiente té. Se sintió acariciado por la cálida y amistosa atmósfera de la cocina, un placentero refugio contra los negros marjales. Entonces sonó el teléfono. La señora Pridmore fue a contestar. Les anunció:
—Era el doctor Greene, que llamaba desde Sprogg’s Cottage. Quiere que les diga que Ángela Foley ya se encuentra en condiciones de hablar con ustedes.