Capítulo 13

Antes de dar comienzo a su examen, el doctor Reginald Blain-Thomson tenía el curioso hábito de contemplar melindrosamente el cadáver, dando vueltas a su alrededor y fijando la vista en él con cautelosa intensidad, casi como si temiera que el cuerpo pudiera cobrar vida de súbito y echarle las manos al cuello. Y eso era lo que hacía en aquellos momentos, inmaculado en su traje gris a finas rayitas y con la inevitable rosa en su soporte de plata, tan fresca allí en su solapa como si fuese una flor de junio acabada de cortar. Era un soltero alto, de rostro enjuto y aristocrático, con un cutis tan fresco y rosado como el de una muchacha. Nadie le había visto nunca enfundarse ninguna prenda protectora antes de examinar un cuerpo, y a Dalgliesh le recordaba uno de esos cocineros de la televisión que preparan una cena de cuatro platos vestidos de rigurosa etiqueta, por el placer de demostrar el refinamiento esencial de su oficio. Incluso se rumoreaba, injustamente, que Blain-Thomson realizaba sus autopsias en batín.

A pesar de estos manierismos personales, empero, era un excelente patólogo forense. Los jurados lo adoraban. Cuando subía al estrado y desgranaba los detalles de sus formidables cualificaciones y experiencia, con aquella voz de actor y aquel formalismo que de algún modo sugería su aburrimiento ante las cosas del mundo, los miembros del jurado lo contemplaban con la respetuosa admiración de las personas que saben reconocer a un distinguido consultor cuando ven uno y no tienen la menor intención de mostrarse tan impertinentes como para poner en duda lo que él tenga a bien decirles.

Tras agazaparse junto al cadáver y olerlo, tocarlo y escucharlo, apagó su linterna de médico y se puso en pie. Dijo:

—Sí, bien. Es evidente que ha muerto, y hace muy poco. Dentro de las dos últimas horas, si me apuran. Pero ya deben de haber llegado a esta conclusión ustedes mismos, o no la habrían descolgado. ¿Cuándo dicen que la han encontrado? Tres minutos después de las ocho. Entonces llevaría muerta, digamos, una hora y media. Es posible. Sin duda van a preguntarme si se trata de un suicidio o de un asesinato. Por el momento, lo único que puedo decirles es que la marca del cuello coincide con el cordón. Pero eso pueden verlo ustedes mismos. No hay señales de estrangulamiento manual, y no parece que el cordón estuviera superpuesto encima de una ligadura más fina. Es una mujer pequeña, no más de cincuenta kilos calculo yo, de modo que no haría falta ser muy fuerte para dominarla. Pero no hay señales de lucha y las uñas están perfectamente limpias, conque probablemente no tuvo ocasión de arañar. Si es un asesinato, debió sorprenderla por detrás muy rápidamente, pasarle el lazo por encima de la cabeza y colgarla en cuanto sobrevino la inconsciencia. En cuanto a la causa de la muerte, si ha sido por estrangulación, por rotura del cuello o por inhibición vagal, bien, deberán esperar a que la tenga sobre la mesa. Si ya han terminado con ella, puedo llevármela ahora mismo.

—¿Cuánto tardará en efectuar la autopsia?

—Bien, será mejor que empiece inmediatamente, ¿no? Me mantiene usted muy ocupado, comandante. Supongo que no querrá preguntarme nada sobre mi informe acerca de Lorrimer, ¿verdad?

Dalgliesh contestó:

—Nada, gracias. He intentado hablar con usted por teléfono.

—Lamento no haber estado localizable. Me han tenido todo el día encarcelado en diversos comités. ¿Cuándo se celebrará la indagatoria de Lorrimer?

—Mañana a las dos.

—Allí estaré. Supongo que la aplazarán. Le llamaré para darle un informe preliminar tan pronto como acabe de coserla.

Se puso los guantes cuidadosamente, dedo a dedo, y se fue. Todavía pudieron oírle cambiar unas palabras con el policía que le esperaba afuera para acompañarle con la linterna hasta su automóvil, al otro lado del campo. Uno de ellos se echó a reír. Luego, las voces fueron desvaneciéndose.

Massingham asomó la cabeza por la puerta. Los dos ayudantes de la furgoneta del depósito de cadáveres, anónimos burócratas de la muerte uniformados de oscuro, hicieron evolucionar el carrito a través del umbral con despreocupada habilidad. El cuerpo de Stella Mawson fue alzado con impersonal suavidad. Los hombres se volvieron para llevar el carrito hacia la puerta. Pero de pronto dos oscuras sombras les cortaron el paso, y Howarth y su hermana entraron silenciosa y simultáneamente a la luz de la capilla. Las figuras del carrito esperaron en una absoluta inmovilidad, como antiguos ilotas, sin ver ni oír.

Massingham pensó que su llegada parecía tan espectacularmente estudiada como la de una pareja de artistas de cine haciendo su entrada el día del estreno. Iban vestidos de forma idéntica, con pantalones y chaquetas de cuero marrón forradas de una hirsuta piel, con el cuello vuelto hacia arriba. Por vez primera se apercibió de su esencial parecido. La impresión de una película quedó reforzada. Contemplando las dos pálidas y arrogantes cabezas enmarcadas en piel, pensó que parecían unos gemelos decadentes, sus agraciados y elegantes perfiles teatralmente silueteados sobre los oscuros paneles de roble. También simultáneamente, sus ojos se volvieron hacia el amortajado bulto que yacía sobre el carrito, y luego se fijaron en Dalgliesh. Éste le dijo a Howarth:

—No se han dado mucha prisa en venir.

—Mi hermana estaba fuera, conduciendo, y he esperado a que regresara. Ha dicho usted que quería vernos a los dos. No se me ha dado a entender que fuera un asunto de urgencia inmediata. ¿Qué ha ocurrido? El inspector Massingham no se ha mostrado precisamente muy amable al convocarnos tan perentoriamente.

—Stella Mawson ha muerto por ahorcamiento.

No dudaba de que Howarth apreciaría el significado de su cuidadosa elección de las palabras. Los ojos de los hermanos pasaron de los dos ganchos fijados en la pared de la capilla, uno de los cuales tenía amarrada la cuerda de la campana, al cordón azul con su oscilante borla que Dalgliesh sostenía en sus manos. Howarth observó:

—Me pregunto cómo podía saber dónde estaba la cuerda. ¿Por qué elegiría este lugar?

—¿Reconoce este cordón, pues?

—¿No es el del cofre? Debería haber dos idénticos. Cuando preparábamos el concierto del veintiséis de agosto, tuvimos la idea de colgar las cortinas a la entrada del presbiterio. No obstante, al final nos decidimos en contra. El atardecer era demasiado caluroso para preocuparse por las corrientes de aire. Entonces había dos cordones con borla guardados en el arcón.

—¿Quién pudo verlos?

—Casi cualquiera de los que estuvimos ayudando en los preparativos: yo mismo, mi hermana, la señorita Foley, Martin, Blakelock… Middlemass nos echó una mano con las sillas alquiladas, al igual que otros varios miembros del laboratorio. Algunas de las mujeres ayudaron con los refrescos después del concierto, y estuvieron haciendo cosas por aquí durante la tarde. El arcón no está cerrado con llave. Cualquiera que sintiese curiosidad pudo ver qué contenía. Pero no sé cómo la señorita Mawson podía saber que había una cuerda. Estuvo en el concierto, sí, pero no tomó parte en los preparativos.

Dalgliesh hizo un gesto a los hombres del carrito, que lo empujaron suavemente hacia delante. Howarth y la señora Schofield se hicieron a un lado para dejarlo pasar. A continuación, Dalgliesh inquirió:

—¿Cuántas copias existen de la llave de esta capilla?

—Se lo dije ayer. Yo sólo sé de una. Está colgada del tablón en el despacho del oficial de enlace.

—¿Es la que está ahora en la cerradura?

Howarth, sin volver la cabeza, contestó:

—Si lleva el recuadro de plástico del laboratorio, es ésa.

—¿Sabe si hoy le ha sido entregada a alguien?

—No. Blakelock no suele molestarme con esta clase de detalles.

Dalgliesh se volvió hacia Domenica Schofield.

—Sin duda es ésa la que utilizó usted para sacar copias adicionales cuando decidió utilizar la capilla para sus encuentros con Lorrimer. ¿Cuántas se hicieron?

Ella respondió con serenidad:

—Dos. Una la encontró usted en su cuerpo. Ésta es la segunda.

La sacó del bolsillo de la chaqueta y la sostuvo en la palma de su mano en un gesto despectivo. Por un instante, pareció que iba a volver la mano y dejar caer la llave al suelo.

—¿No niega que se veían aquí?

—¿Por qué habría de negarlo? No es ningún delito. Ambos éramos adultos, en plena posesión de nuestras facultades mentales y libres de todo compromiso. No era ni siquiera adulterio; solamente fornicación. Parece usted fascinado por mi vida sexual, comandante, incluso en medio de sus preocupaciones más normales. ¿No teme que acabe convirtiéndose en una obsesión?

Sin inmutarse, Dalgliesh prosiguió:

—Y, cuando rompió con Lorrimer, ¿no le pidió que le devolviera la llave?

—Vuelvo a decirle lo mismo: ¿por qué habría de hacerlo? No la necesitaba para nada. No era un anillo de compromiso.

Durante este interrogatorio, Howarth no había mirado a su hermana. De pronto, preguntó ásperamente:

—¿Quién ha encontrado el cuerpo?

—Brenda Pridmore. La han llevado a su casa. En estos momentos está con ella el doctor Greene.

La voz de Domenica Schofield fue asombrosamente suave:

—Pobre niña. Parece que empieza a tomar la costumbre de ir descubriendo cadáveres, ¿no es cierto? Y ahora que le he explicado lo de las llaves, ¿quiere alguna otra cosa de nosotros por esta noche?

—Solamente preguntarles dónde han estado a partir de las seis.

Howarth fue el primero en contestar:

—He salido del laboratorio hacia las seis menos cuarto y ya no me he movido de casa. Mi hermana ha estado conduciendo sola desde las siete. Le gusta hacerlo de vez en cuando.

Domenica Schofield añadió:

—No sé si recordaré exactamente la ruta que he seguido, pero me he detenido en un agradable pub de Whittlesford a comer y beber algo poco antes de las ocho. Probablemente se acordarán de mí, pues allí soy bastante conocida. ¿Por qué quiere saberlo? ¿Quiere decir que ha sido un asesinato?

—Es una muerte inexplicada.

—Y sin duda bastante sospechosa. Pero ¿no ha pensado que quizás ella matara a Lorrimer y luego se quitara la vida?

—¿Puede darme una buena razón para que lo hiciera ella?

La mujer se echó a reír suavemente.

—¿Matar a Edwin? La mejor y la más frecuente de las razones, según he leído. Porque en otro tiempo estuvieron casados. ¿No lo había averiguado usted, comandante?

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque me lo dijo él. Seguramente soy la única persona del mundo a quien se lo dijo. Me explicó que el matrimonio no llegó a consumarse, y que obtuvo la anulación a los dos años. Supongo que es por eso por lo que jamás llevó la novia a su casa. Resulta embarazoso presentar la nueva esposa a los familiares y a todo el pueblo, especialmente cuando no es en realidad una esposa y uno sospecha que jamás lo será. No creo que los padres de Lorrimer llegaran a saberlo nunca, conque no es sorprendente que usted no pudiera enterarse. Aunque, por otra parte, me imaginaba que ustedes lo escudriñaban todo respecto a las preocupaciones privadas de la gente.

Antes de que Dalgliesh pudiera replicar, todos oyeron al mismo tiempo una precipitada pisada sobre el peldaño de piedra, y Ángela Foley cruzó la puerta. Estaba acalorada por la carrera. Mirando enloquecidamente de un rostro a otro, respirando entrecortadamente, jadeó:

—¿Dónde está? ¿Dónde está Star? —Dalgliesh dio un paso hacia ella, pero ella retrocedió como si le horrorizara la idea de que pudiera tocarla—. Esos hombres. Bajo los árboles. Hombres con una linterna. Están llevándose algo. ¿Qué es? ¿Qué le han hecho a Star?

Sin mirar a su medio hermano, Domenica Schofield extendió una mano. Él le alargó la suya. No se acercaron más, sino que permanecieron distanciados, rígidamente enlazados por aquellas manos unidas. Dalgliesh respondió:

—Lo siento, señorita Foley. Su amiga ha muerto.

Cuatro pares de ojos la contemplaron mientras los de ella se volvían, primero hacia las azules vueltas de cuerda que pendían de la mano de Dalgliesh, luego hacia los dos ganchos gemelos, finalmente hacia la silla de madera ordenadamente colocada junto a la pared. Después, susurró:

—¡Oh, no! ¡Oh, no!

Massingham se acercó para cogerla del brazo, pero ella se desasió de un tirón. Echó la cabeza hacia atrás, como un animal al aullar, y sollozó:

—¡Star! ¡Star!

Antes de que Massingham pudiera retenerla, salió corriendo de la capilla y se oyeron sus salvajes gemidos de desesperación, transportados hasta ellos por una ligera brisa.

Massingham salió en pos de la mujer. Ella había dejado ya de gritar y corría por entre los árboles tan deprisa como podía. Aun así, el policía le dio alcance fácilmente antes de que llegara junto a las dos lejanas figuras con su fúnebre carga. Al principio, ella se debatió con fiereza, pero de pronto se desmoronó en sus brazos y Massingham pudo levantarla en vilo y llevarla hasta el coche.

Cuando volvió a la capilla, al cabo de treinta minutos, Dalgliesh estaba sentado en silencio en uno de los sitiales, al parecer absorto en el libro de oraciones. Lo dejó a un lado y se interesó:

—¿Cómo se encuentra?

—El doctor Greene le ha administrado un sedante. Además, le ha pedido a la enfermera del distrito que se quede a pasar la noche con ella. No ha podido pensar en nadie más. Parece ser que ni Brenda Pridmore ni ella estarán en condiciones de ser interrogadas antes de la mañana.

Se quedó mirando el pequeño montón de tarjetas numeradas que había sobre el asiento contiguo al de Dalgliesh. Su jefe explicó:

—Las he encontrado en el fondo del arcón. Supongo que podemos examinarlas en busca de huellas, y también las del tablón. Pero ya sabemos lo que encontraremos.

Massingham preguntó:

—¿Cree usted que es cierto lo que ha dicho la señora Schofield, que Lorrimer y Stella Mawson habían estado casados?

—Oh, sí, creo que sí. ¿Por qué habría de mentirnos, cuando es tan fácil comprobar la verdad? Y eso explica muchas cosas: el extraordinario cambio de testamento, e incluso su estallido cuando hablaba con Bradley. Este primer fracaso sexual debió de afectarle muy profundamente. Aun después de todos estos años, no soportaba pensar que ella pudiera beneficiarse de su herencia, ni siquiera indirectamente. O quizá lo que le resultaba insoportable era pensar que, al contrario que él, ella había encontrado la felicidad…, y que la había encontrado al lado de una mujer.

Massingham concluyó:

—Así pues, Ángela Foley y ella se quedaron sin nada. Pero éste no es motivo para suicidarse. Además, ¿por qué aquí, de todos los lugares posibles?

Dalgliesh se puso en pie.

—No creo que se suicidara. Esto ha sido un asesinato.