Capítulo 12

Cuarenta minutos más tarde, Dalgliesh estaba solo en la capilla. Habían mandado llamar al doctor Greene, quien sumariamente había declarado muerta a Stella Mawson y se había retirado. Massingham se había marchado con él, pues debía acompañar a Brenda Pridmore a su casa y explicar a sus padres lo ocurrido, visitar luego Sprogg’s Cottage y convocar al doctor Howarth. El doctor Greene había inyectado un sedante a Brenda, pero aun así no esperaba verla en condiciones de prestar declaración hasta la mañana siguiente. El patólogo forense ya había sido avisado y estaba de camino. Las voces, las preguntas, el ruido de pisadas, por el momento todo había quedado en calma.

Dalgliesh se sentía extraordinariamente solo en el silencio de la capilla, más solo todavía porque el cuerpo de la mujer yacía allí y le hacía sentir que alguien —o algo— acababa de irse, dejando como desnuda la atmósfera libre de trabas. Este aislamiento del espíritu no era nuevo para él; ya lo había sentido anteriormente en compañía de los recién muertos. Se arrodilló y escrutó atentamente la mujer muerta. En vida, solamente sus ojos habían conferido distinción a aquel rostro macilento. Ahora estaban vidriosos y viscosos como si fueran unas pegajosas frutas confitadas metidas por la fuerza bajo los párpados. No era una cara tranquila. Sus facciones, aún no asentadas en la muerte, seguían reflejando la tensión de las inquietudes de la vida. Dalgliesh había visto demasiados rostros muertos. Se había hecho experto en descifrar los estigmas de la violencia. A veces podían decirle cómo, o dónde, o cuándo. Pero esencialmente, como en aquellos momentos, no le decían nada.

Cogió el extremo del cordón que seguía flojamente enlazado en torno al cuello de la mujer. Lo bastante largo como para adornar una cortina grande, estaba hecho de seda tejida de color azul cobalto y terminaba en una ornamentada borla azul y plata. Junto al muro había un cofre artesonado aproximadamente de un metro y medio, y, enfundándose los guantes, alzó la pesada tapa. Al instante le asaltó el olor a naftalina, penetrante como un anestésico. Dentro del cofre había un par de desteñidas cortinas de terciopelo azul, pulcramente plegadas, una sobrepelliz almidonada pero muy arrugada, el blanco y negro de la muceta de un M.A. y, encima de toda esta diversidad de objetos, un segundo cordón con borla. Quienquiera que le hubiese echado aquel cordón al cuello —ella misma u otra persona—, sabía de antemano dónde encontrarlo.

Comenzó a explorar la capilla. Caminaba suavemente, pero sus pies caían con portentosa pesadez sobre el piso de mármol. Lentamente, avanzó hacia el altar por entre las dos hileras de sitiales espléndidamente tallados. En su diseño y en sus muebles, el lugar le recordaba la capilla de su colegio universitario. Incluso el olor era el mismo, un olor escolástico, frío, austero, sólo levemente eclesiástico. Con el altar desprovisto de todos sus aditamentos, salvo los dos candeleros, la capilla parecía puramente secular y desconsagrada. Quizá siempre había sido así. Su clasicismo formal rechazaba las emociones. Era un lugar para venerar al hombre, no a Dios; la razón, no el misterio. Allí se habían celebrado ciertos rituales apaciguantes a fin de confirmar las opiniones de sus propietarios respecto al orden correcto del universo y su propio lugar en este orden. Buscó algún recordatorio del propietario original y no tardó en encontrarlo. A la derecha del altar había el único monumento de la capilla: un busto esculpido, medio envuelto en una ondulada cortina de mármol, de un empelucado caballero del siglo XVIII, con la inscripción:

DIEU AYE MERCI DE SON AME.

Esta sencilla petición, sin adornos, tan fuera de época, chocaba singularmente con la seguridad formal de la escultura, la cabeza orgullosamente ladeada, la afectada sonrisa de satisfacción en los opulentos labios de mármol. Había construido su capilla y la había rodeado de un triple círculo de árboles, pero la muerte no le había concedido ni siquiera el tiempo necesario para hacer su avenida para carruajes. A ambos lados de la mampara del órgano y de cara a la ventana oriental había dos adornados sitiales con baldaquín cincelado, resguardados contra las corrientes de aire por sendas cortinas de terciopelo azul semejantes a las del arcón. Los asientos estaban provistos de cojines a juego; blandos cojines con borlas de plata en las esquinas yacían sobre los reposalibros. Examinó el sitial de la derecha. Sobre el cojín había un grueso breviario encuadernado en piel negra que no parecía usado. Sus cubiertas se abrían rígidamente y en sus páginas brillaban las letras en rojo y negro.

Pues yo soy contigo un extraño: y un transeúnte, como todos mis padres lo fueron. Oh, compadécete un poco de mí, que pueda yo recobrar mi fuerza: antes de partir de aquí, y no ser visto más.

Sostuvo el libro por el lomo y lo sacudió. De entre sus rígidas hojas no cayó revoloteando ningún papel. Pero donde había estado el libro quedaban cuatro cabellos, uno rubio y tres oscuros, adheridos al terciopelo. Dalgliesh sacó un sobre del bolsillo y los pegó a la tirilla engomada. Sabía que los científicos forenses no podían pretender hacer grandes cosas con sólo cuatro cabellos, pero cabía la posibilidad de que descubrieran algo.

Para ellos, pensó, la capilla debía de haber sido un lugar ideal. Protegida por los árboles, aislada, segura, incluso dotada de calefacción. Los moradores del marjal solían quedarse bajo techado cuando caía la noche, e incluso a la luz del atardecer sentirían un supersticioso temor a visitar aquel templo vacío y extraño. Aun sin llave, no tenían por qué temer que los descubriera un intruso casual. Ella sólo debía preocuparse de no ser observada cuando conducía el Jaguar rojo por el camino de acceso del Laboratorio Hoggatt para aparcarlo fuera de la vista en uno de los garajes del antiguo bloque de establos. ¿Y luego qué? Esperar a que la luz del departamento de biología se apagara por fin, a ver el haz de la linterna de Lorrimer avanzando hacia ella, a que él llegara a su lado para dirigirse con ella hacia los árboles, cruzando los terrenos del laboratorio. Se preguntó si habría llevado ella los cojines de terciopelo al santuario, si habría incrementado su excitación el hecho de hacer el amor con Lorrimer frente a aquel desnudo altar, la nueva pasión triunfando sobre la antigua.

La rojiza cabellera de Massingham apareció en el umbral. Dijo:

—La chica está bien. Su madre la ha metido de cabeza en la cama y ahora está durmiendo. Luego he ido a Sprogg’s Cottage. La puerta estaba abierta y la luz de la sala encendida, pero no había nadie. Howarth estaba en casa cuando he llamado, pero no la señora Schofield. Ha dicho que vendría enseguida. El doctor Kerrison está en el hospital, en una reunión del comité médico. Su ama de llaves dice que salió justo tocadas las siete. No he llamado al hospital. Si está allí, sin duda podrá presentar numerosos testigos.

—¿Y Middlemass?

—No contesta. Quizás haya salido a cenar, o quizás al pub local. Tampoco me han contestado en el número de Blakelock. ¿Alguna novedad por aquí, señor?

—Nada, salvo lo que ya era de esperar. ¿Ha dejado un hombre para que indique el camino a Blain-Thomson cuando llegue?

—Sí, señor. Y me parece que ahí llega.