Capítulo 11

Massingham condujo el automóvil a gran velocidad hasta el borde del césped y frenó a centímetros del seto. Más allá la carretera se curvaba suavemente entre dos deshilachados márgenes de arbustos aplastados por el viento, pasando ante lo que parecía un ruinoso cobertizo de madera ennegrecida y cruzando los desnudos marjales hacia Guy’s Marsh. A la derecha se alzaba la negra silueta del laboratorio nuevo. La linterna de Massingham enfocó un portillo y, más allá, una senda que cruzaba el campo hacia el distante círculo de árboles, apenas un borrón oscuro sobre el firmamento de la noche. Entonces, él dijo:

—Es curioso lo lejos de la casa que está, y tan aislada. De no saber que está aquí, pasaría completamente desapercibida. Cualquiera diría que la familia la construyó con vistas a algún ritual secreto y nigromántico.

—Más probablemente como un mausoleo familiar. No proyectaban extinguirse.

Ninguno de los dos volvió a decir nada. Instintivamente, habían recorrido los dos kilómetros que les separaban del más cercano acceso a la capilla desde la carretera de Guy’s Marsh. Aunque menos directa, esta ruta era más rápida y más fácil que cruzar a pie los terrenos del laboratorio pasando por las obras del nuevo edificio. Sus pies se apresuraron y pronto se encontraron casi corriendo hacia los distantes árboles, impulsados por algún temor no declarado.

Llegaron al círculo de hayas estrechamente plantadas, agachando la cabeza bajo las ramas inferiores, arrastrando ruidosamente los pies por entre los crujientes montones de hojas caídas, y finalmente divisaron el tenue resplandor de las ventanas de la capilla. Ante la puerta entreabierta, Massingham hizo ademán de volverse, como si se dispusiera a cargar con el hombro contra ella. Pero enseguida se echó atrás con una sonrisa.

—Lo siento, me olvidaba. Es absurdo que me precipite al interior. Seguramente no será más que la señorita Willard bruñendo los candelabros o el párroco recitando una plegaria obligatoria para que el lugar se mantenga santificado.

Suavemente, y con un leve floreo, el inspector abrió la puerta y se hizo a un lado para que Dalgliesh pasara el primero a la iluminada antecámara.

Después de eso, ya no hubo más palabras ni pensamientos conscientes, solamente acción instintiva. Los dos hombres se movieron al unísono. Massingham sujetó y alzó las colgantes piernas y Dalgliesh, recogiendo la silla que el cuerpo de Brenda había vuelto a volcar, retiró la doble lazada del cuello de Stella y la hizo bajar lentamente al suelo. Massingham tironeó de los cierres de su chaquetón de tres cuartos, le echó la cabeza hacia atrás y, arrojándose junto a ella, apretó la boca sobre la suya. El bulto acurrucado contra la pared se agitó y gimió, y Dalgliesh se arrodilló a su lado. Al notar el contacto del brazo del policía en torno a sus hombros, la muchacha se debatió violentamente unos instantes quejándose como un gatito, hasta que por fin abrió los ojos y lo reconoció. Su cuerpo se relajó junto al de él. Con voz muy débil, anunció:

—El asesino. En el laboratorio nuevo. Estaba esperándome. ¿Se ha ido ya?

A la izquierda de la puerta había un cuadro de interruptores. Dalgliesh los accionó todos de un solo gesto y la capilla interior refulgió de luz. Cruzando la cincelada mampara del órgano, pasó al presbiterio. Estaba vacío. La puerta de la galería del órgano estaba entreabierta. Trepó ruidosamente por la angosta escalera en espiral de la galería. También ésta estaba desierta. Contempló desde lo alto el silencioso vacío del presbiterio, paseando la mirada por el exquisito cielorraso de yeso, el suelo de mármol a cuadros, la doble hilera de sitiales elegantemente tallados con sus elevados respaldos dispuestos a lo largo de los muros del norte y del sur, la mesa de roble, desprovista de su sabanilla, que se alzaba ante la falsa pared ornamental dominada por el ventanal del este. En aquellos momentos, sobre la mesa no había más que dos candeleros de plata, con los altos cirios blancos a medio consumir, los pabilos ennegrecidos. Y a la izquierda del altar, colgando incongruentemente, un tablón de himnos de madera exhibía cuatro números:

29 10 18 40

Recordó la voz del anciano señor Lorrimer: «Luego añadió algo como que habían quemado la tela y que ella tenía los números». Los dos últimos números habían sido el 18 y el 40. Y lo que se había quemado no era una tela, sino dos velas de altar.