Hacia las siete el trabajo quedó finalmente al día; el último informe para los tribunales había sido verificado, la última prueba examinada estaba ya empaquetada en espera de que la policía se la llevara, las cifras de casos y pruebas recibidas habían sido calculadas y comprobadas. Brenda pensó que el inspector Blakelock parecía muy cansado. Durante la última hora apenas había pronunciado una palabra que no fuera estrictamente necesaria. La joven no tenía la impresión de que estuviera disgustado con ella, sino, sencillamente, la de que apenas era consciente de su presencia. También ella había hablado poco, y en susurros, temiendo romper el silencio, misterioso y casi palpable, del vacío vestíbulo. A su derecha, la gran escalinata describía una curva ascendente hasta perderse en la oscuridad. A lo largo de todo el día había resonado bajo los pies de científicos, policías y agentes que venían a recibir su lección. Ahora se había vuelto tan fantasmagórica y amenazante como la escalinata de una mansión encantada. Brenda procuraba no mirarla, pero sus ojos se sentían irresistiblemente atraídos hacia ella. Con cada fugaz mirada de soslayo en aquella dirección, medio imaginaba que podía ver el pálido rostro de Lorrimer que cobraba cuerpo entre las amorfas sombras para colgar en relieve sobre el aire inmóvil, los negros ojos de Lorrimer que la miraban con expresión suplicante o desesperada.
A las siete, el inspector Blakelock decidió:
—Bien, creo que eso es todo por hoy. Su madre no estará precisamente satisfecha de que haya debido quedarse hasta estas horas.
Brenda, con más confianza de la que realmente sentía, contestó:
—Oh, a mamá no le importa. Sabe que hoy he llegado tarde. Además, le he telefoneado antes y le he dicho que no me esperase hasta las siete y media.
Fueron cada uno por su cuenta a buscar sus abrigos. Luego Brenda esperó junto a la puerta hasta que el inspector Blakelock hubo conectado y verificado la alarma interna. Todas las puertas de los distintos laboratorios habían sido cerradas y comprobadas en un momento anterior. Finalmente, salieron los dos por la puerta delantera y el inspector hizo girar las dos últimas llaves. Brenda guardaba su bicicleta en un cobertizo al lado de los antiguos establos, convertidos en garajes para los automóviles. Todavía juntos, ambos rodearon el edificio hasta su parte de atrás. El inspector Blakelock no puso en marcha su coche hasta que la vio montada, y entonces la siguió muy lentamente por el camino de acceso. Ya en la cancela, se despidió con un bocinazo y giró hacia la izquierda. Brenda le saludó con la mano y empezó a pedalear vigorosamente en dirección opuesta. La joven creía saber por qué el inspector había esperado tan cuidadosamente hasta verla salir de la propiedad, y se sentía agradecida por ello. Quizá, pensó, le recuerdo a su hija que murió, y por eso es tan amable conmigo.
Y entonces, casi inmediatamente, sucedió lo inesperado. El súbito choque y el raspar del metal contra el asfalto eran inconfundibles. La bicicleta se ladeó, arrojándola casi a la cuneta. Apretando ambos frenos a la vez, Brenda desmontó y examinó los neumáticos a la luz de la potente linterna que siempre guardaba en la alforja de la bicicleta: los dos estaban deshinchados. Su primera reacción fue de una intensa irritación. ¡Tenía que pasar precisamente un día que se había quedado hasta tarde! Enfocó la linterna hacia la carretera, tratando de descubrir la causa del accidente. Debía de haber vidrios rotos o algo cortante, pero no pudo ver nada y enseguida comprendió que aunque lo viera no le serviría de ayuda. No tenía ninguna posibilidad de reparar los pinchazos. El próximo autobús en dirección a su hogar era el que debía pasar ante el laboratorio a las nueve, y en el edificio no quedaba ya nadie que pudiera acompañarla en automóvil. Brenda apenas perdió tiempo pensando en su situación. Estaba claro que el mejor plan consistía en dejar la bicicleta en su cobertizo y volver a pie a casa, pasando por el nuevo laboratorio. Así atajaría unos tres kilómetros y, si andaba deprisa, podría llegar justo pasadas las siete y media.
La ira, aunque recurso ineficaz contra la mala suerte, es un poderoso antídoto contra el miedo. Igualmente lo son el hambre y ese cansancio sano que anhela el fuego del hogar. Brenda colgó de nuevo en su soporte la bicicleta, que había pasado a convertirse en un estorbo ridículamente anticuado, cruzó a paso vivo los terrenos del Laboratorio Hoggatt y había descorrido ya el cerrojo de la cancela de madera que conducía a las nuevas instalaciones cuando comenzó a sentir miedo. En aquellos momentos, a solas en la oscuridad, el supersticioso temor que en el laboratorio ella misma había estimulado por juego, ante la tranquilizadora presencia del inspector Blakelock, empezaba a agitarle los nervios. La negra masa del laboratorio a medio construir se erguía ante ella como un siniestro monumento prehistórico erigido a los implacables dioses, con sus grandes losas manchadas por la sangre de antiguos sacrificios. Era una noche tenebrosa, con un bajo techo de nubes que ocultaba las leves estrellas.
Mientras vacilaba, las nubes se abrieron como gigantescas manos y revelaron la luna llena, frágil y transparente como una hostia para la Comunión. Contemplándola, Brenda casi podía percibir el sabor de la recordada forma transitoria al deshacerse sobre el velo de su paladar. En seguida, las nubes volvieron a cerrarse y la oscuridad se espesó en torno a ella. Y empezaba a soplar el viento.
Sujetó más firmemente la linterna, sólidamente tranquilizadora y pesada en su mano, y echó a andar resueltamente por entre los montones de ladrillos cubiertos con lonas enceradas, las grandes jácenas dispuestas en hileras, los dos limpios barracones sobre pilotes que el contratista utilizaba como oficina, en dirección al hueco en el enladrillado que señalaba la entrada del edificio en obras. Allí volvió a detenerse, flaqueando de nuevo. El hueco pareció encogerse ante sus ojos, haciéndose casi simbólicamente ominoso y espantador, como una entrada a las tinieblas y a lo desconocido. Resurgieron en ella los temores de una infancia no muy lejana y se sintió tentada de dar media vuelta.
Pero inmediatamente se reconvino severamente por su estupidez. No había nada de extraño o de siniestro en un edificio a medio construir, un artefacto de ladrillos, cemento y acero que no encerraba recuerdos del pasado, no ocultaba miserias secretas entre unos antiguos muros. Además, conocía bien el lugar. En teoría, el personal del laboratorio no debía atajar por entre los nuevos edificios —el doctor Howarth había clavado un aviso en el tablón de anuncios advirtiendo del peligro que ello representaba—, pero todos sabían que era una práctica común. Antes de que empezaran las obras, había existido un sendero que atravesaba el campo de Hoggatt. Era natural que la gente actuara como si el sendero aún siguiera existiendo. Y Brenda estaba cansada y hambrienta. Sus temores eran ridículos.
Entonces se acordó de sus padres. En su casa, nadie sabía nada de los pinchazos, y su madre pronto empezaría a inquietarse. A no tardar, ella o su padre telefonearían al laboratorio y, al no obtener respuesta, sabrían que ya se había ido todo el mundo a casa. Se la figurarían muerta o herida en la carretera, introducida sin conocimiento en una ambulancia. Peor aún, la verían tendida en el suelo del laboratorio, como una segunda víctima. Ya le había resultado bastante difícil convencer a sus padres para que le permitieran seguir trabajando allí, y esta inquietud final, que se agravaba con cada minuto de retraso y sin duda culminaría con el alivio y el enojo reactivo ante su tardía llegada, fácilmente podía redundar en una insistencia irracional pero inflexible para que renunciara a su empleo. Verdaderamente, no podía haber elegido peor momento para llegar tarde a casa. Enfocó decididamente la linterna sobre el hueco de entrada y avanzó sin vacilar hacia la oscuridad.
Trató de recordar la maqueta del nuevo laboratorio que había en la biblioteca. Aquel amplio vestíbulo, todavía sin techar, debía de ser la zona de recepción, donde nacían las dos alas principales. Para salir lo antes posible a la carretera de Guy’s Marsh, tendría que dirigirse hacia la izquierda, a través de lo que iba a ser el nuevo departamento de biología. Paseó el haz de la linterna sobre los muros de ladrillo y, enseguida, empezó a cruzar cuidadosamente el desigual terreno en dirección a la abertura de la izquierda. El charco de luz encontró otro umbral, y luego otro. La oscuridad pareció intensificarse, una oscuridad cargada de olor a polvo de ladrillo y tierra apisonada. Y luego la tenue claridad del firmamento nocturno se desvaneció y Brenda se encontró en la parte ya techada del laboratorio. El silencio era absoluto.
La muchacha avanzaba lentamente, conteniendo el aliento, los ojos clavados en el minúsculo charco de luz ante sus pies. Y de pronto no hubo nada, ni cielo por encima, ni umbral, nada más que una negra oscuridad. Enfocó el haz de luz sobre las paredes. Estaban amenazadoramente próximas. Aquel cuarto era demasiado pequeño incluso para un despacho. Debía de haberse metido inadvertidamente en una especie de alacena o cuarto de almacenar. En algún lugar, era evidente, tenía que existir una abertura, aquélla por donde había entrado. Pero, desorientada en la claustrofóbica negrura, ya no era capaz de distinguir el techo de las paredes. A cada pasada de la linterna, los desnudos ladrillos parecían acercarse un poco más y el techo descender inexorablemente como la losa de una tumba que se cerrara sobre ella. Luchando por conservar su autodominio, Brenda avanzó centímetro a centímetro siguiendo el contorno de una pared, repitiéndose que de un momento a otro encontraría la puerta.
De repente, la linterna dio una sacudida y el chorro de luz se derramó sobre el suelo. La muchacha se detuvo en seco, consternada por el peligro en que se hallaba. En el centro del cuartito había un pozo cuadrado, protegido únicamente por un par de tablones cruzados sobre la abertura. Un paso irreflexivo, impulsada por el pánico, y habría podido tropezar con los maderos, apartarlos, tambalearse y caer hacia una tenebrosa nada. En su imaginación, el pozo era insondable y su cuerpo nunca sería encontrado. Yacería allí, entre fango y oscuridad, demasiado débil para hacerse oír. Y lo único que podría oír ella serían las distantes voces de los albañiles que, ladrillo a ladrillo, la emparedarían en su negra tumba. Y entonces le asaltó otro terror, éste más racional.
Pensó en los neumáticos pinchados. ¿Podía ser que aquello se debiera a un simple accidente? Al dejar la bicicleta, por la mañana, los neumáticos estaban en buenas condiciones. Quizá, después de todo, no había vidrios rotos en la carretera. Quizás alguien los había pinchado deliberadamente, alguien que sabía que saldría tarde del laboratorio, que no quedaría nadie para acompañarla en coche, que forzosamente se vería en la necesidad de cruzar por el laboratorio en obras. Lo imaginó en la penumbra del crepúsculo, escabullándose sigilosamente por el cobertizo de las bicicletas con el cuchillo en la mano, agazapándose junto a las ruedas, calculando el tajo que debía dar para que los neumáticos se desinflaran antes de que ella hubiera llegado demasiado lejos en su recorrido. Y en aquellos momentos estaba esperándola en algún rincón de las tinieblas, de nuevo con el cuchillo en la mano. Lo vio sonreír y probar el filo, escuchando sus movimientos, esperando ver la luz de su linterna. Naturalmente, él también tendría una linterna. Y pronto centellearía sobre su rostro, deslumbrándola e impidiéndole ver la cruel y triunfante boca, el refulgente cuchillo. Instintivamente apagó la luz y escuchó, mientras su corazón latía con tal torrente de sangre que le pareció que hasta los muros de ladrillo debían estremecerse.
Y entonces oyó el ruido, tan suave como una única pisada, leve como el roce de una manga sobre madera. Venía a por ella. Estaba ahí. Y ya sólo hubo pánico. Sollozando, se lanzó contra las paredes de lado a lado, golpeando con las magulladas palmas sobre el rasposo y duro ladrillo. De pronto se abrió un espacio. Cayó por él, resbaló y la linterna escapó de sus manos. Gimiendo, se acurrucó en el suelo y esperó la muerte. Entonces el terror arremetió con un salvaje chillido de exultación y un revoloteo de alas que agitó los cabellos de su cabeza. Brenda gritó, un agudo quejido que se confundió con el chillido del ave mientras la lechuza encontraba la ventana sin acristalar y se remontaba hacia la noche.
La joven no sabía cuánto tiempo llevaba allí tendida, con las manos doloridas aferrando la tierra y la boca reseca de polvo. Pero al cabo de un rato contuvo sus sollozos y alzó la cabeza. Vio claramente la ventana, un inmenso cuadrado de luminosa claridad sembrado de estrellas. Y a su derecha resplandecía la puerta. Se incorporó y, sin detenerse a buscar la linterna, avanzó hacia la bendita abertura de luz. Tras aquella había otra. Y, de repente, ya no hubo más paredes, sólo la rutilante bóveda del cielo oscilando sobre su cabeza.
Todavía sollozando, pero esta vez de alivio, corrió bajo la luz de la luna sin pensar en nada, la cabellera flotando a sus espaldas, sus pies rozando apenas la tierra. Y luego hubo un cinturón de árboles ante ella y, visible entre las ramas otoñales, iluminada interiormente, invitadora y sacra, la capilla Wren, refulgente como un dibujo de una postal de Navidad. Brenda corrió hacia ella con las manos extendidas, como centenares de sus antepasados en los marjales oscuros debieron precipitarse hacia sus altares en busca de refugio espiritual. La puerta estaba entornada, y un rayo de luz caía como una flecha sobre el camino. La muchacha se abalanzó sobre el batiente y la gran puerta giró hacia el interior en una gloria de luz.
Al principio, su mente, sobresaltada hasta el estupor, se negó a reconocer lo que sus deslumbrados ojos tan claramente veían. Sin hacerse cargo, alzó una dudosa mano y palpó la suave pana de los pantalones, la húmeda mano yerta. Lentamente, como por un acto deliberado de su voluntad, sus ojos se desplazaron hacia arriba y entonces vio y también comprendió. El rostro de Stella Mawson, horrible en la muerte, se inclinaba hacia ella, los ojos semiabiertos, las manos vueltas hacia afuera como en una muda súplica de ayuda o de piedad. En torno a su cuello había un doble cordón de seda azul, su borlado extremo anudado a un gancho a gran altura en la pared. A su lado, sujeta a un segundo gancho, estaba la soga de la campana. Volcada en el suelo, no lejos de los oscilantes pies, había una silla baja de madera. Brenda la levantó. Gimiendo, asió la soga, tiró de ella por tres veces antes de que resbalara de entre sus fláccidos dedos, y se desmayó.