Capítulo 8

Massingham exclamó:

—¡Dios mío! ¡Qué sitio más deprimente!

Cerró de un golpe la portezuela del coche y contempló con incredulidad el paisaje que se ofrecía ante sus ojos. El sendero, por el que se habían bamboleado bajo la menguante luz, terminaba por fin ante un angosto puente de hierro sobre un canal que discurría, grisáceo y perezoso como si fuera aceite, entre elevadas paredes. En la otra orilla había un cuarto de máquinas de la época victoriana, completamente en ruinas: los ladrillos se apilaban en un informe montón junto a las estancadas aguas, y tras la derruida pared se veía parcialmente una enorme rueda. Junto a los restos de este edificio se veían dos cottages, situados bajo el nivel del canal. Más allá, las cicatrizadas y hoscas hectáreas de campos sin vallar se extendían hasta el rojo y el morado del firmamento vespertino. La carcasa de un árbol petrificado, un roble de los pantanos herido por el arado y arrancado de las profundidades de la turbera, había sido arrojado junto a la senda para que se secara. Parecía una mutilada criatura prehistórica que alzara sus muñones hacia un cielo incomprensivo. Aunque los dos últimos días habían sido más bien secos y se había visto el sol, el paisaje estaba saturado por las largas semanas de lluvia, con los jardines de las casas anegados y los troncos de los escasos y atrofiados árboles empapados como una pulpa. Daba la impresión de ser un país donde jamás podría brillar el sol. Cuando resonaron sus pasos sobre el puente de hierro, un pato solitario se elevó con un agitado graznido, pero por lo demás el silencio era absoluto.

Sólo en una de las viviendas se distinguía algo de luz tras las cerradas cortinas. Los policías anduvieron entre unos macizos de desvaídos ásters silvestres azotados por el viento para llegar a la puerta delantera. La pintura estaba pelándose, y el llamador de hierro tan oxidado que a Dalgliesh le costó trabajo levantarlo. Durante unos minutos, tras el perentorio golpe sordo, sólo hubo silencio. Finalmente, se abrió la puerta.

Vieron una mujer desaliñada y de rostro enjuto, de unos cuarenta años de edad, con inquietos ojos claros y una desordenada cabellera pajiza echada hacia atrás y recogida con dos peinetas. Llevaba un vestido sintético a cuadros marrones y, por encima, un voluminoso cardigan de un chillón tono azul. En cuanto la vio, Massingham dio instintivamente un paso atrás y comenzó a formular una disculpa, pero Dalgliesh preguntó:

—¿Señora Meakin? Somos de la policía. ¿Podemos pasar?

La mujer no se molestó en examinar la tarjeta de identidad que le enseñaron. Ni siquiera pareció sorprenderse de su presencia. Sin decir nada, se hizo a un lado para cederles el paso. Los dos hombres entraron a la sala de estar. Era un cuarto pequeño y amueblado con gran sencillez, melancólicamente limpio y despejado. El aire olía a humedad y a frío. Había una estufa de infrarrojos con una barra encendida, y la única bombilla suspendida del techo arrojaba una luz cruda pero insuficiente. En el centro de la sala había una sencilla mesa de madera con cuatro sillas. Era evidente que la mujer se disponía a cenar. Sobre una bandeja había un plato con tres porciones de pescado, un montoncito de puré de patatas y guisantes. A su lado, una cajita de cartón aún sin abrir contenía una tarta de manzana. Dalgliesh comenzó:

—Lamento haber interrumpido su cena. ¿Quiere llevarla a la cocina para que no se enfríe?

Ella sacudió la cabeza y les invitó a sentarse con un ademán. Los tres se acomodaron alrededor de la mesa como si fueran a jugar a los naipes, con la bandeja de comida en el centro. Los guisantes exudaban un líquido verdoso en el que las porciones de pescado se coagulaban lentamente. Resultaba difícil creer que una comida tan frugal pudiera desprender un olor tan intenso. Al cabo de unos segundos, como si fuera consciente de él, la mujer apartó la bandeja a un lado. Dalgliesh sacó la fotografía de Doyle y se la mostró.

—Creo que ayer por la noche pasó usted cierto tiempo con este hombre.

—El señor McDowell. No estará metido en un lío, ¿verdad? ¿Son ustedes detectives privados? Fue muy amable, un auténtico caballero, y no me gustaría meterle en líos.

Su voz era baja y casi carente de expresión, pensó Dalgliesh, la voz de una campesina. Contestó:

—No, no somos detectives privados. Es cierto que tiene un problema, pero no por culpa de usted. Somos oficiales de la policía. La mejor manera de ayudarle será que nos diga la verdad. Lo que más nos interesa es saber cuándo se encontraron y cuánto tiempo permanecieron juntos.

Ella le miró de soslayo.

—¿Una especie de coartada, quiere decir?

—Exactamente. Una especie de coartada.

—Me recogió donde normalmente suelo esperar, en el cruce, a menos de un kilómetro de Manea. Eso debió de ser sobre las siete. De ahí nos fuimos a un pub. Casi siempre empiezan todos invitándome a una copa. Ésa es la parte que a mí me gusta, cuando estoy en el pub con alguien, mirando a la gente, oyendo las voces y el ruido. Normalmente pido un jerez, o quizás un oporto. Si me lo proponen, pido otra copa. Nunca tomo más de dos copas. A veces tienen prisa por irse y sólo me ofrecen una.

Dalgliesh inquirió suavemente:

—¿Adónde la llevó?

—No sé dónde era, pero tardamos cosa de media hora en llegar. Antes de arrancar, vi que pensaba adonde podía llevarme. Así es como sé que vive en las cercanías. Les gusta salir de la zona en que son conocidos. Me he fijado en eso, y en la rápida mirada que dan a los lados antes de entrar en el pub. El sitio al que fuimos se llamaba Plough; me fijé en el letrero luminoso de la entrada. Nos quedamos en el salón, por supuesto, todo la mar de agradable. Tenían una chimenea encendida y había un estante alto con un montón de platos de diferentes colores alrededor y dos jarrones con rosas artificiales detrás de la barra, y un gato negro delante del fuego. El camarero se llamaba Joe. Era pelirrojo.

—¿Cuánto tiempo estuvieron allí?

—No mucho. Yo tomé dos copas de oporto, y él dos dobles de whisky. Luego dijo que deberíamos irnos.

—¿Adónde la llevó desde allí, señora Meakin?

—Creo que era Chevisham. Alcancé a ver el indicador del cruce justo antes de llegar. Nos metimos por el camino de una casa muy grande y aparcamos bajo los árboles. Le pregunté quién vivía allí, y él me dijo que nadie, que eran oficinas del gobierno. Entonces apagó las luces.

Dalgliesh concluyó suavemente:

—E hicieron el amor dentro del coche. ¿Pasó usted al asiento de atrás, señora Meakin?

Ella no pareció sorprenderse ni molestarse por la pregunta.

—No, nos quedamos delante.

—Señora Meakin, esto es muy importante. ¿Recuerda cuánto tiempo se quedaron allí?

—Oh, sí. Veía el reloj del salpicadero. Eran casi las nueve y cuarto cuando llegamos, y nos quedamos hasta justo antes de las diez. Lo sé porque estaba un poco preocupada, preguntándome si me llevaría hasta el principio del sendero. Eso es todo lo que esperaba. No habría querido que llegara hasta la puerta. Pero es que puede ser muy molesto si me dejan en cualquier parte, a kilómetros de mi casa. A veces no resulta fácil volver aquí.

Hablaba, pensó Massingham, como si estuviera quejándose del servicio local de autobuses. Dalgliesh prosiguió:

—¿Vio si salía alguien de la casa y bajaba por el camino de acceso mientras estaban ustedes en el coche? ¿Se habría dado cuenta, de ser así?

—Oh, sí, creo que sí. Si alguien hubiera pasado por el espacio de la verja, lo habría visto. Hay una farola justo enfrente, y la luz cae sobre la entrada.

Massingham inquirió con crudeza:

—Pero ¿realmente lo habría visto? ¿No estaba usted un poco ocupada?

De pronto ella se echó a reír, un sonido ronco y discordante que los sobresaltó a ambos.

—¿Acaso cree que estaba divirtiéndome? ¿Se ha creído que me gusta? —A continuación, su voz se volvió de nuevo inexpresiva, casi servil. Insistió tercamente—: Me habría dado cuenta.

Dalgliesh preguntó:

—¿De qué hablaron, señora Meakin?

Esta pregunta la reanimó. Se volvió hacia Dalgliesh casi con viveza.

—Oh, tiene sus problemas. Todo el mundo los tiene, ¿no es cierto? A veces es bueno hablar con un desconocido, con alguien que sabes que no has de volver a ver nunca. Nunca me piden que nos veamos otra vez. Él tampoco me lo pidió. Pero era amable, y no tenía prisa por irse. A veces casi me sacan del coche a empujones. Eso no es propio de un caballero; duele que te lo hagan. Pero él parecía satisfecho de poder hablar. En realidad, todo era por su mujer. No quiere vivir en el campo. Es una chica de Londres y se pasa el tiempo incordiando para volver allí. Quiere que deje su empleo y vaya a trabajar para el padre de ella. Ahora ella está en casa de sus padres, y él no sabe si volverá.

—¿Le dijo que era inspector de la policía?

—¡Oh, no! Me dijo que tenía un negocio de antigüedades. Parecía saber mucho de estas cosas, pero en general no suelo hacerles caso cuando me hablan de su trabajo. Casi siempre es mentira lo que dicen.

Dalgliesh le habló con suavidad:

—Señora Meakin, lo que está usted haciendo es terriblemente arriesgado. Usted ya lo sabe, ¿verdad? Algún día la recogerá un hombre que quiera algo más que una hora de su tiempo; un hombre peligroso.

—Lo sé. A veces, cuando el coche va a pararse y yo estoy allí esperándolo, al lado de la carretera, me pregunto cómo será y noto que me palpita el corazón. Entonces sé que tengo miedo. Pero al menos estoy sintiendo algo. Es mejor estar asustada que sola.

Massingham adujo:

—Es mejor estar sola que muerta.

Ella lo miró.

—¿Eso piensa usted, señor? Pero en realidad no sabe de lo que habla, ¿verdad?

Cinco minutos después se retiraron, tras explicar a la señora Meakin que al día siguiente vendría a buscarla un agente de policía para acompañarla a la comisaría de Guy’s Marsh a tomarle declaración. La mujer pareció perfectamente de acuerdo, y solamente preguntó si era necesario que se enterasen en su fábrica. Dalgliesh la tranquilizó al respecto.

Cuando hubieron vuelto a cruzar el puente en sentido contrario, Massingham se volvió para contemplar la casita. La mujer seguía de pie en el umbral, una delgada silueta recortada contra la luz. Dejándose llevar por la cólera, el policía exclamó:

—¡Dios mío! ¡Qué desesperanzador es todo esto! ¿Por qué no se va de aquí y se traslada a una ciudad como Cambridge o Ely, donde haya algo de vida?

—Habla usted como uno de esos profesionales cuyo consejo a los solitarios es siempre el mismo: «Salga más, relaciónese con la gente, hágase miembro de algún club». Lo cual, bien pensado, es precisamente lo que hace ella.

—Le iría mucho mejor abandonar este lugar, buscar un empleo diferente.

—¿Qué empleo? Probablemente piense que bastante suerte tiene de no estar en el paro. Y esto al menos es un hogar. Hace falta juventud, energía y dinero para cambiar radicalmente de vida, y ella no tiene nada de eso. Lo único que puede hacer es tratar de mantenerse cuerda de la única forma que conoce.

—Pero ¿para qué? ¿Para acabar como un cadáver abandonado en un pozo de tajón?

—Puede ser. Es muy posible que sea eso lo que inconscientemente anda buscando. Hay más de una forma de cortejar a la muerte. Ella podría aducir que esta forma por lo menos le proporciona el consuelo de un bar cálido y brillantemente iluminado y, siempre, la esperanza de que la próxima vez resulte diferente. No dejará de hacerlo porque un par de policías intrusos le hayan dicho que es peligroso. Eso ella ya lo sabe. ¡Por el amor de Dios, vayámonos de una vez!

Mientras se ceñían los cinturones de seguridad, Massingham comentó:

—Jamás habría pensado que Doyle pudiera hacerle el menor caso. Me lo imagino recogiéndola. Tal como dijo lord Chesterfield, de noche todos los gatos son pardos. Pero pasarse casi una hora entera contándole sus problemas…

—Ambos querían obtener algo del otro. Esperemos que lo obtuvieran.

—Doyle ha obtenido algo: una coartada. Y a nosotros tampoco nos ha venido mal su encuentro. Ya sabemos quién mató a Lorrimer.

Dalgliesh le corrigió:

—Creemos saber quién lo hizo, y cómo. Incluso podemos pensar que sabemos por qué. Pero no tenemos ni un ápice de prueba, y sin pruebas no podemos dar el siguiente paso. De momento, los hechos no justifican ni siquiera que solicitemos un permiso de registro.

—¿Y ahora qué, señor?

—Volvamos a Guy’s Marsh. Cuando este asunto de Doyle esté resuelto, quiero escuchar el informe de Underhill y hablar con el jefe de policía. Luego, volveremos al Laboratorio Hoggatt. Aparcaremos allí donde aparcó Doyle. Me gustaría comprobar si alguien pudo escabullirse por ese camino sin ser visto.