Capítulo 7

Apoyada en el respaldo de la chaise-longue victoriana, Ángela Foley le daba un masaje en el cuello a su amiga. Los ásperos cabellos le cosquilleaban en el dorso de sus manos mientras, firme y suavemente, amasaba los tensos músculos, buscando cada una de las vértebras bajo la calurosa y tirante piel. Stella estaba sentada con la cabeza hundida entre las manos. Ninguna de las dos decía nada. En el exterior, un ligero vientecillo soplaba esporádicamente sobre el marjal, agitando las hojas caídas del patio y dispersando el fino y blanco penacho de humo de madera que coronaba la chimenea del cottage. Pero en el interior de la sala todo era silencio, salvo por el crepitar del fuego, el tictac del reloj del abuelo y el sonido de su respiración. La casa estaba llena del penetrante aroma de la madera de manzano al arder, combinado con el sabroso olor a carne guisada que salía de la cocina, recalentada de la cena del día anterior.

Al cabo de unos minutos, Ángela Foley preguntó:

—¿Estás mejor? ¿Quieres que te ponga una compresa fría en la frente?

—No, así está perfectamente. De hecho, casi ha desaparecido. Es curioso que sólo tenga estos dolores de cabeza en los días en que el libro ha ido especialmente bien.

—Dos minutos más y luego tendré que ir a cuidarme de la cena.

Ángela flexionó los dedos y volvió a poner manos a la obra. La voz de Stella, sofocada por su jersey, inquirió de pronto:

—Dime, ¿qué tal era, de niña, estar a cargo de las autoridades?

—No estoy segura de saberlo. Quiero decir que no estuve en un orfanato ni nada de eso. Casi todo el tiempo estuve con familias adoptivas.

—¿Y qué tal era? En realidad, nunca me lo has dicho.

—No estaba mal. No, miento. Era como vivir en una pensión de segunda categoría, donde no te quieren y sabes que no podrás pagar la cuenta. Hasta que te conocí y vine a vivir aquí, me sentía así todo el tiempo; nunca había estado verdaderamente a gusto en el mundo. Supongo que mis padres adoptivos eran amables. Trataban de serlo. Pero yo no era bonita, y tampoco era agradecida. No puede ser muy divertido cuidar de los hijos de otra gente, y supongo que al menos debían de esperar un poco de gratitud. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que no fui muy agradable; feúcha y arisca. Una vez oí a un vecino decirle a mi tercera madre adoptiva que yo me parecía muchísimo a un feto, con aquella frente abombada y las facciones tan pequeñas. Detestaba a los demás niños, porque ellos tenían madre y yo no. En realidad, eso es algo que no he superado nunca. Es una actitud despreciable, pero incluso siento antipatía por Brenda Pridmore, la nueva empleada de nuestro mostrador de recepción, porque es obvio que de niña la han querido mucho, que ha tenido un hogar como Dios manda.

—También lo tienes tú ahora. Pero ya sé qué quieres decir. A los cinco años, ya has averiguado que el mundo es bueno, que todos quieren ofrecerte su amor. O, por el contrario, sabes que has sido rechazada. Nadie puede olvidar esta primera lección.

—Yo la he olvidado gracias a ti. Star, ¿no crees que deberíamos empezar a buscar otro cottage, quizá en algún lugar más cerca de Cambridge? Allí por fuerza tiene que haber trabajo para una secretaria cualificada.

—No necesitaremos otro cottage. Esta tarde he telefoneado a mis editores y creo que va a arreglarse todo.

—¿Hearne y Collingwood? Pero ¿cómo va a arreglarse? Creía que habías dicho…

—Todo se arreglará.

De pronto, Stella se desprendió de las manos que la atendían y se incorporó. Se dirigió al corredor y regresó con su abrigo de tres cuartos al hombro y las botas en la mano. Tomó asiento en la butaca cercana al fuego y comenzó a ponérselas. Ángela Foley la contemplaba sin hablar. Acto seguido, Stella sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre marrón, ya abierto, y lo lanzó en su dirección. Fue a caer sobre el terciopelo de la chaise-longue.

—Ah, quería que vieras esto.

Ángela, intrigada, extrajo la única hoja doblada que contenía. Preguntó:

—¿De dónde lo has sacado?

—Lo cogí del escritorio de Edwin cuando estaba buscando el testamento. En aquel momento pensé que tal vez podría utilizarlo. Ahora he decidido que no.

—¡Pero, Star, habrías debido dejarlo para que lo encontrase la policía! Es una pista. Tienen que enterarse. Esto es probablemente lo que Edwin hacía aquella noche, lo que estaba comprobando. Es importante. No podemos guardárnoslo para nosotras.

—Pues será mejor que vayas a Postmill Cottage y finjas encontrarlo. De otro modo, resultará un poco embarazoso explicar cómo es que está en nuestro poder.

—Pero la policía no se lo va a creer; una cosa así no les habría pasado por alto. Me gustaría saber cuándo llegó al laboratorio. Es extraño que se lo llevara a su casa y ni siquiera lo guardara bajo llave.

—¿Por qué habría de hacerlo? En su escritorio sólo había un cajón cerrado con llave. No creo que ni siquiera su padre entrara allí nunca.

—¡Pero, Star, esto podría explicar por qué lo mataron! Podría tratarse del motivo del asesinato.

—Oh, no lo creo. No es más que un anónimo cargado de mala voluntad, y no demuestra nada. La muerte de Edwin fue más sencilla, y al mismo tiempo más complicada que eso. El asesinato suele serlo. Pero la policía podría considerarlo un motivo, y eso sería ventajoso para nosotras. Estoy empezando a creer que habría hecho mejor dejándolo donde estaba.

Había terminado de ponerse las botas y se disponía a salir. Ángela Foley afirmó:

—Sabes quién lo mató. ¿No es cierto?

—¿Te escandaliza que no me haya precipitado a comunicárselo a ese comandante tan agradable?

Ángela susurró:

—¿Qué piensas hacer?

—Nada. No tengo pruebas. Deja que los policías hagan el trabajo por el que les pagan. Quizás hubiera tenido mayor espíritu cívico si todavía existiera la pena de muerte. No temo a los fantasmas de los ahorcados. Por mí, pueden situarse en las cuatro esquinas de mi cama y aullar toda la noche, si eso les place. Pero no podría vivir —no podría trabajar, que para mí significa lo mismo— sabiendo que había metido a otro ser humano en la cárcel, y para toda la vida.

—No tanto, en realidad. Unos diez años.

—Yo no podría soportarlo ni diez días. Voy a salir. No tardaré.

—¡Pero, Star, son casi las siete! ¡Íbamos a cenar!

—El guiso no se estropeará.

Ángela Foley contempló en silencio cómo su amiga se dirigía a la puerta. Antes de que la abriera, preguntó:

—Star, ¿cómo sabías que Edwin ensayaba su declaración la noche antes de acudir a un juicio?

—Si no me lo dijiste tú, y tú aseguras que no lo hiciste, entonces debo de haberlo inventado. No podría haberlo sabido por nadie más. Vale más que lo atribuyas a mi imaginación creativa.

Su mano estaba en el tirador de la puerta. Ángela exclamó:

—Star, no salgas esta noche. Quédate conmigo. Tengo miedo.

—¿Por ti o por mí?

—Por las dos. No te vayas, por favor. Esta noche no.

Stella se volvió. Sonriendo, abrió las manos en lo que habría podido ser un gesto de resignación o una despedida. Luego hubo un gemido del viento, una ráfaga de aire frío cuando se abrió la puerta delantera. Después, el sonido que hizo al cerrarse resonó por todo el cottage. Stella se había ido.