La sala de entrevistas de la comisaría de Guy’s Marsh era pequeña y mal ventilada, y estaba abarrotada de gente. El superintendente Mercer, con su enorme corpachón, ocupaba más espacio del que en justicia le correspondía y, ésa era la sensación que tenía Massingham: respiraba más aire del que en justicia le correspondía. De los cinco hombres presentes allí, incluyendo al taquígrafo, era Doyle el que parecía más a sus anchas y menos preocupado. Dalgliesh dirigía el interrogatorio. Mercer, de pie junto a las ventanas con maineles, se limitaba a escuchar.
—Anoche estuvo en el Laboratorio Hoggatt. Hay huellas recientes de neumáticos en la tierra blanda bajo los árboles de la derecha de la entrada; y son sus neumáticos. Si quiere que ambos perdamos el tiempo, puede echar un vistazo a los moldes.
—Reconozco que son las huellas de mis neumáticos. Aparqué allí brevemente el lunes por la noche.
—¿Por qué?
La pregunta fue tan calmada, tan razonable, que muy bien habría podido deberse a un auténtico interés humano por saberlo.
—Estaba con alguien. —Hizo una pausa y concluyó—: Señor.
—Espero, por su bien, que anoche estuviera con alguien. Incluso una coartada embarazosa es mejor que no tener coartada. Se había peleado usted con Lorrimer. Es una de las contadas personas a las que él habría dejado entrar en el laboratorio. Y aparcó bajo los árboles. Si no fue usted quien lo asesinó, ¿por qué trata de convencernos de que sí lo hizo?
—Usted no cree realmente que lo maté yo. Probablemente ya sospecha quién lo hizo, si es que no lo sabe. No puede asustarme, porque sé que no dispone de ninguna prueba. No puede haber ninguna que apunte contra mí. Conducía el Cortina porque al Renault le patinaba el embrague, no porque no quisiera ser reconocido. Estuve con el sargento Beale hasta las ocho. Habíamos ido a Muddington, a entrevistar a un individuo llamado Barry Taylor, y luego fuimos a ver a un par de personas que habían estado en el baile el martes pasado. A partir de las ocho, estuve conduciendo por ahí yo solo, y adonde fui es cosa que sólo a mí me concierne.
—No cuando se trata de un caso de asesinato. ¿No es eso lo que dice usted a sus sospechosos cuando le salen con el viejo cuento de la inviolabilidad de sus vidas privadas? Puede darme una respuesta mejor que ésa, Doyle.
—El miércoles por la noche no estuve en el laboratorio. Las huellas de neumáticos son de cuando aparqué allí el lunes.
—El Dunlop de la rueda izquierda trasera es nuevo. Fue instalado el lunes por la tarde en el garaje de Gorringe, y su esposa no recogió el Cortina hasta las diez de la mañana del miércoles. Si no fue al laboratorio a ver a Lorrimer, ¿qué estaba haciendo allí? Y, si sus asuntos eran legítimos, ¿por qué aparcó justo en la entrada, debajo de los árboles?
—Si hubiese ido allí para asesinar a Lorrimer, habría aparcado en uno de los garajes del fondo. Eso habría sido más seguro que dejar el Cortina en el camino de acceso. Y no llegué al laboratorio hasta pasadas las nueve. Sabía que Lorrimer se quedaría a trabajar fuera de horas en el caso del pozo de tajón, pero no que estaría hasta tan tarde. El laboratorio estaba a oscuras. La verdad, si es que ha de saberla, es que había recogido a una mujer en el cruce de la salida de Manea. No tenía prisa por llegar a casa y quería un lugar tranquilo y resguardado para detenerme. El laboratorio me pareció un lugar tan bueno como cualquier otro. Estuvimos allí desde las nueve y cuarto hasta las nueve cincuenta y cinco. Durante este tiempo no salió nadie.
Se había tomado su tiempo con lo que seguramente no debía de ser más que un ligue de una sola noche, pensó Massingham. Dalgliesh inquirió:
—¿Se dijeron los nombres?
—Le dije que me llamaba Ronny McDowell. Me pareció un nombre tan bueno como cualquier otro. Ella dijo llamarse Dora Meakin. Supongo que sólo uno de nosotros mentía.
—¿Y eso es todo? ¿No sabe dónde vive, o dónde trabaja?
—Dijo que trabajaba en la fábrica de azúcar de remolacha y que vivía en un cottage cerca del abandonado cuarto de máquinas de Hunter’s Fen. Eso está a unos cinco kilómetros de Manea. Me dijo que era viuda. Como un buen caballerete, la dejé al final del sendero que lleva a Hunter’s Fen. Si no me soltó una trola, con esto deberían ser capaces de encontrarla.
El superintendente jefe Mercer comentó severamente:
—Por su bien lo deseo. Ya sabe lo que esto significa para usted, ¿no?
Doyle se rió. Fue un sonido sorprendentemente jovial.
—¡Oh, claro que lo sé! Pero no se preocupe por mí. A partir de este momento, presento mi dimisión.
Dalgliesh insistió:
—¿El laboratorio estaba a oscuras?
—No me habría detenido allí si no lo estuviera. No se veía ninguna luz. Y, aunque reconozco que durante uno o dos minutos estuve preocupado, podría jurar que nadie pasó por ese camino mientras nosotros estábamos allí.
—¿Y por la puerta delantera?
—Supongo que eso sería posible. Pero el camino de acceso no mide más de cuarenta metros, diría yo. Creo que me habría dado cuenta, a no ser que se escabullera muy deprisa. Dudo que nadie se hubiera arriesgado a hacerlo, no si hubiera visto las luces de mi coche y supiera que estaba allí aparcado.
Dalgliesh se volvió hacia Mercer y anunció:
—Tenemos que volver a Chevisham. Por el camino, nos detendremos en Hunter’s Fen.