Howarth dijo:
—No voy a proferir los habituales lugares comunes acerca de que la culpa ha sido mía; no creo en esa espuria aceptación de una responsabilidad indirecta. Aun así, habría debido saber que Bradley estaba al borde del colapso. Sospecho que el viejo doctor Maclntyre no habría permitido que la cosa llegara tan lejos. Ahora, será mejor que llame al ministerio. Supongo que, por el momento, preferirán que se quede en casa. Desde el punto de vista del trabajo, representa un grave inconveniente. En el departamento de biología necesitan todas las manos que puedan conseguir. Claire Easterbrook se ha hecho cargo de una buena parte del trabajo de Lorrimer, tanto como le ha sido posible, pero su capacidad tiene límites. En estos momentos está ocupada con los análisis del pozo de tajón; ha insistido en comenzar de nuevo la electroforesis, y no la culpo: es ella quien tendrá que subir al estrado a prestar declaración. Sólo puede responder de sus propios resultados.
Dalgliesh quiso saber qué podía ocurrirle a Clifford Bradley.
—Oh, en algún lugar debe de haber algún artículo que cubra esta contingencia. Siempre lo hay. Será tratado con la acostumbrada combinación de conveniencia y humanidad; a no ser, por supuesto, que se proponga usted arrestarlo por asesinato, en cuyo caso, administrativamente hablando, el problema se resolverá por sí mismo. De paso, quería decirle que han telefoneado de la Sección de Relaciones Públicas. Seguramente no ha tenido tiempo de leer la prensa de hoy. Algunos de los periódicos están poniéndose nerviosos respecto a la seguridad de los laboratorios: «¿Están seguras nuestras muestras de sangre?». Además, uno de los dominicales ha encargado un artículo sobre la ciencia al servicio del crimen. A las tres vendrá a verme un periodista. Y los de Relaciones Públicas desean hablar con usted; les gustaría celebrar otra conferencia de prensa esta misma tarde.
Cuando Howarth se hubo retirado, Dalgliesh se unió al sargento Underhill y se ocupó con los cuatro grandes montones de legajos que Brenda Pridmore había traído. Era extraordinario cuántos de los seis mil casos y casi veinticinco mil muestras que pasaban cada año por el laboratorio tenían los número 18, 40 o 1840 en su registro. Los casos procedían de todos los departamentos: Biología, Toxicología, Criminología, Examen de Documentos, Análisis de Alcohol en Sangre, Examen de Vehículos. Casi todos los científicos del laboratorio con un grado por encima de funcionario científico superior habían participado en ellos. Y todos parecían perfectamente en orden. Dalgliesh seguía convencido de que el misterioso mensaje telefónico para Lorrimer encerraba la clave del misterio de su muerte. Pero cada vez parecía más improbable que aquellos números, si el anciano señor Lorrimer los recordaba correctamente, tuvieran nada que ver con el número de registro de ningún expediente.
Hacia las tres de la tarde, decidió dejar de lado esta tarea y comprobar si un poco de ejercicio físico estimulaba su cerebro. Ya era hora, pensó, de recorrer los terrenos del laboratorio y echar un vistazo a la capilla Wren. Acababa de coger su abrigo cuando sonó el teléfono. Era Massingham, desde la comisaría de Guy’s Marsh. El coche que aparcara en el camino de acceso del Laboratorio Hoggatt el miércoles por la noche había sido identificado. Era un Cortina gris que pertenecía a una tal señora Maureen Doyle. La señora Doyle en aquellos momentos se encontraba en casa de sus padres, en Ilford, Essex, pero había confirmado que el automóvil era suyo y que la noche del asesinato lo conducía su esposo, el detective inspector Doyle.