Capítulo 4

Salieron los dos a abrirles la puerta. La señora Bradley sostenía entre los brazos una criatura dormida. Su esposo fue el primero en hablar.

—Adelante, pasen. Es por el vómito, ¿verdad? Ya me lo esperaba.

Pasaron a la salita. Bradley señaló las dos butacas a Dalgliesh y Massingham y tomó asiento en el sofá, frente a ellos. Su mujer se colocó cerca de él, recostando el peso del bebé sobre su hombro. Dalgliesh inquirió:

—¿Desea un abogado?

—No. Aún no, en todo caso. Estoy dispuesto a decirles toda la verdad, y no puede perjudicarme. Como máximo, podría perder mi empleo. Pero eso es lo peor que puede ocurrirme, y casi les diría que ya no me importa.

Massingham abrió su libreta de notas. Dalgliesh se volvió hacia Susan Bradley y le sugirió:

—¿No preferiría dejar la niña en su cuna, señora Bradley?

Ella le miró con ojos fulgurantes y sacudió la cabeza vehementemente, sujetando el bebé con más fuerza, como si temiera que fueran a arrancárselo de los brazos. Massingham se sintió agradecido de que, al menos, la niña durmiera. Pero deseaba que ni ella ni su madre hubieran estado allí. Contempló el bebé, enfundado en su pijama rosa y acurrucado contra el hombro de su madre, con la orla de cabellos más largos sobre la suave concavidad del cuello, el redondel sin pelo en el cogote, los apretados párpados y la ridícula naricita chata. La frágil madre con su lechoso cargamento le inhibía más que toda una firma de recalcitrantes abogados antipoliciales.

Era mucho más sencillo meter al sospechoso en la parte de atrás de un coche de la policía y conducirlo a la comisaría para que prestara su declaración en el funcional anonimato de la sala de interrogatorios. Hasta la salita de los Bradley suscitaba en él una mezcla de lástima e irritación. Todavía olía a casa nueva e inacabada. No había chimenea, y el lugar de honor estaba ocupado por un receptor de televisión, situado encima del radiador eléctrico adosado a la pared y justo debajo de un popular grabado de olas rompiendo sobre una orilla rocosa. La pared de enfrente había sido empapelada a juego con las cortinas, pero las otras tres estaban desnudas y el enyesado ya empezaba a agrietarse. Había una sillita elevada de metal para el bebé y, bajo ella, un plástico extendido para proteger la alfombra. Todo parecía nuevo, como si no hubieran llevado a su matrimonio ninguna acumulación de pequeños efectos personales, como si hubiesen llegado espiritualmente desnudos a tomar posesión de aquel cuarto pequeño y desprovisto de carácter. Dalgliesh comenzó:

—Daremos por supuesto que su anterior declaración sobre sus movimientos en la noche del miércoles no era cierta, o era incompleta. Entonces, ¿qué ocurrió?

Massingham se preguntó por qué Dalgliesh no advertía a Bradley de sus derechos, pero enseguida creyó comprender el porqué. Podía ser que Bradley tuviera agallas para matar si se le provocaba más allá de lo soportable, pero jamás habría tenido el coraje para descender desde aquella ventana del tercer piso. Y, si no lo había hecho así, ¿cómo hubiera podido salir del laboratorio? El asesino de Lorrimer tenía que haber utilizado las llaves o efectuado aquel descenso. Todas sus investigaciones, todos sus minuciosos y repetidos exámenes del edificio, confirmaban esta hipótesis. No había otra manera.

Bradley miró a su esposa. Ella le dirigió una fugaz sonrisa de aliento y le tendió su mano libre. Él la tomó y se acercaron un poco más. Luego Bradley se humedeció los labios y comenzó a hablar como si hubiera ensayado muchas veces lo que tenía que decir.

—El martes, el doctor Lorrimer terminó de redactar mi informe anual confidencial. Me dijo que deseaba comentarlo conmigo al día siguiente, antes de entregárselo al doctor Howarth, y me llamó a su despacho particular poco después de llegar al laboratorio. Había redactado un informe adverso y, según el reglamento, debía explicarme por qué. Yo traté de defenderme, pero no pude. Además, no había una verdadera intimidad. Tenía la sensación de que todo el laboratorio sabía lo que estaba ocurriendo, que estaban todos escuchando y esperando. Y yo le tenía verdadero miedo. No sé exactamente por qué. No puedo explicarlo. Pero producía en mí un efecto tal que sólo con que estuviera trabajando cerca de mí en el laboratorio ya me echaba a temblar. Cuando se iba a reconocer una escena de crimen, aquello era el paraíso. En esas ocasiones era capaz de trabajar perfectamente. El informe anual no era injusto; yo sabía que mi trabajo había ido a menos. Pero el motivo, en parte al menos, era él. Parecía tomarse mi falta de competencia como un insulto personal. Para él, los fallos en el trabajo eran intolerables. Estaba obsesionado con mis errores. Y cuanto más me aterrorizaba, más los cometía.

Se detuvo unos instantes. Nadie dijo nada. Luego prosiguió:

—No pensábamos ir al concierto del pueblo porque no pudimos conseguir que nadie se cuidara de la niña y, de todas formas, la madre de Sue venía a cenar. Llegué a casa justo antes de las seis. Después de la cena, el curry con arroz y guisantes, la acompañé a la parada, donde cogió el autobús de las siete cuarenta y cinco. Yo volví directamente aquí. Pero seguía pensando en el informe desfavorable, en qué iba a decir el doctor Howarth, en qué haría yo si recomendaba un traslado, en cómo conseguiría vender esta casa. Tuvimos que comprarla cuando los precios estaban en lo más alto, y ahora sería prácticamente imposible venderla si no es perdiendo dinero. Además, no creía que ningún otro laboratorio me quisiera. Al cabo de un rato, decidí volver al laboratorio y discutirlo con él. Creo que tenía la idea de que podríamos comunicarnos, de que podría hablarle como a un ser humano, hacerle comprender lo que yo sentía. Sea como fuere, tenía la sensación de que iba a volverme loco si me quedaba en casa. Tenía que salir a andar, y anduve hacia el Laboratorio Hoggatt. No le dije a Sue lo que pensaba hacer, y ella intentó convencerme para que no saliera. Pero salí.

Alzó la mirada hacia Dalgliesh y preguntó:

—¿Podría beber un vaso de agua?

Sin decir palabra, Massingham se puso en pie y fue en busca de la cocina. No vio los vasos, pero en el escurridor había dos tazas recién lavadas. Llenó una de ellas con agua fría y se la llevó a Bradley. Bradley bebió hasta la última gota. Luego, se pasó el dorso de la mano sobre los mojados labios y reanudó su declaración:

—De camino hacia el laboratorio no me crucé con nadie. En este pueblo, la gente no acostumbra salir a pasear después de oscurecido, y supongo que casi todo el mundo estaba en el concierto. En el vestíbulo del laboratorio había una luz encendida. Llamé al timbre y abrió Lorrimer. Pareció sorprenderse al verme, pero le dije que quería hablar con él. Él consultó su reloj y replicó que sólo podía concederme cinco minutos. Me condujo al laboratorio de biología.

Miró fijamente a Dalgliesh y dijo:

—Fue una entrevista bastante extraña. Yo notaba que estaba impaciente y quería librarse de mí, y durante algún tiempo me pareció que apenas escuchaba lo que estaba diciéndole o siquiera se daba cuenta de que yo estaba allí. No lo hice muy bien. Intenté explicarle que no me mostraba deliberadamente descuidado, que verdaderamente me gustaba el trabajo y que quería hacerlo bien y contribuir al buen nombre del departamento. Intenté explicarle el efecto que él producía en mí. No sé si me escuchaba. Permaneció todo el tiempo de pie, inmóvil, con los ojos fijos en el suelo.

»Y luego levantó la cabeza y comenzó a hablar. En realidad, no me miraba; miraba a través de mí, casi como si yo no estuviera allí. Y empezó a decir cosas, cosas terribles, como si fuera el guión de una obra de teatro y no tuviera nada que ver conmigo.

»Repetía una y otra vez las mismas palabras. Fracaso. Inútil. Incompetente. Incluso dijo algo acerca de mi matrimonio, como si yo fuera también un fracasado sexual. Creo que estaba loco. No puedo explicar cómo era aquello, aquel torrente de odio surgiendo al exterior, odio y desdicha y desesperación. Yo me quedé helado, estremeciéndome bajo aquel chorro de palabras que caían sobre mí como… como si fueran basura. Y entonces sus ojos se fijaron en mí y me di cuenta de que estaba viéndome, a mí, a Clifford Bradley. Su voz cambió completamente de tono.

»Me dijo: “Es usted un biólogo de tercera categoría y un forense de cuarta categoría. Eso era cuando llegó a este departamento y eso seguirá siendo siempre. Tengo dos alternativas: verificar todos y cada uno de sus resultados o arriesgarme a que el Servicio y este laboratorio queden desacreditados ante un tribunal. Ninguna de las dos es admisible. Por consiguiente, le sugiero que se busque otro trabajo. Y ahora tengo cosas que hacer, conque le ruego que se vaya”.

»Me volvió la espalda y yo me fui. Comprendí que era un imposible. Habría sido mejor no venir. Hasta entonces, nunca me había dicho exactamente lo que pensaba de mí, no en esos términos. Me sentía enfermo y desdichado, y me di cuenta de que estaba llorando. Eso hizo que me despreciara aún más. Subí tambaleándome hasta los lavabos de hombres y tuve el tiempo justo de llegar al primer lavamanos antes de empezar a vomitar. No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, inclinado sobre el lavabo, medio llorando y medio vomitando. Supongo que serían tres o cuatro minutos. Finalmente, abrí el grifo del agua fría y me enjuagué la cara. Luego, traté de recobrar la compostura, pero seguía temblando y seguía estando mareado. Fui y me senté en la taza de uno de los retretes, con la cabeza hundida entre las manos.

»No sé cuánto tiempo estuve así. Diez minutos, quizá, pero puede que fuera más tiempo. Comprendí que jamás lograría cambiar su opinión de mí, que jamás le haría entender… No parecía un ser humano. Comprendí que me odiaba. Pero entonces comencé a odiarle yo, y de una manera distinta. Tendría que irme; sabía que él se ocuparía de que así fuera. Pero al menos podía decirle lo que pensaba de él. Podía portarme como un hombre. Así pues, volví a bajar las escaleras y fui al laboratorio de biología.

Hizo una nueva pausa. La niña se agitó en brazos de su madre y emitió un gritito en su sueño. Susan Bradley comenzó automáticamente a acunarla y a canturrear, pero sin apartar la vista de su marido. Luego Bradley prosiguió:

—Estaba tendido entre las dos mesas de trabajo del centro, boca abajo. No esperé a ver si estaba muerto. Ya sé que debería sentirme avergonzado por el hecho de haberlo abandonado sin ir en busca de ayuda. Pero no lo estoy. No consigo sentir el menor remordimiento. En aquel momento, sin embargo, no me alegré de verlo muerto. No recuerdo haber sentido nada más que terror. Me precipité escaleras abajo y salí del edificio como si el asesino viniera en pos de mí. La puerta seguía cerrada con la Yale y sé que debí descorrer el cerrojo de abajo, pero no lo recuerdo. Eché a correr por el camino de acceso. Creo que pasaba un autobús, pero se fue antes de que yo llegara al portón. Cuando salí a la carretera ya estaba lejos. Entonces vi que venía un automóvil e instintivamente me refugié en la sombra del muro. El automóvil disminuyó su velocidad y viró por el camino del laboratorio. Entonces me obligué a caminar lenta y normalmente. Y lo siguiente que recuerdo es que ya estaba en casa.

Susan Bradley habló por primera vez:

—Clifford me lo contó todo. Tuvo que hacerlo, naturalmente. Tenía un aspecto tan horrible que comprendí al momento que había ocurrido algo. Entre los dos decidimos qué era lo mejor que podíamos hacer. Nosotros sabíamos que él no había tenido nada que ver con lo que le había sucedido al doctor Lorrimer, pero ¿quién creería a Cliff? En el departamento, todos sabían lo que el doctor Lorrimer pensaba de él. De todas maneras iba a ser el principal sospechoso, y si llegaba a saberse que estuvo allí, en el laboratorio, en el preciso instante en que ocurría, ¿cómo podía tener la esperanza de convencerles de que no era culpable? Así pues, decidimos decir que habíamos estado juntos durante toda la velada. Mi madre llamó sobre las nueve, esa parte era verdad, para decir que había llegado bien a casa, y yo le expliqué que Cliff estaba bañándose. En realidad, nunca le gustó mi matrimonio, y no quise reconocer que Cliff estaba fuera. Únicamente habría conseguido que empezara a criticarlo por haberme dejado sola con la niña. O sea que sabíamos que ella confirmaría nuestra declaración, y sin duda eso ayudaría aunque de hecho no hubiera hablado con él. Y entonces Cliff se acordó del vómito.

Su marido volvió a coger el hilo de la historia, esta vez casi con impaciencia, como si quisiera que le comprendieran y le creyesen:

—Recordaba que me había lavado la cara con agua fría, pero no estaba seguro de haber dejado limpio el lavabo. Cuanto más pensaba en ello, más me parecía que había quedado sucio de vómito. Y no ignoraba lo mucho que ustedes podían deducir de eso. Soy secretor, pero eso no me preocupaba. Sabía que los ácidos del estómago destruirían los anticuerpos y que el laboratorio no podría determinar mi grupo sanguíneo. Pero estaba el curry, estaba el colorante de los guisantes. Con eso se podría saber qué había cenado, y ya sería bastante para identificarme. Y no podía mentir acerca de lo que había cenado, porque la madre de Sue había estado aquí y tomado lo mismo que nosotros.

»Conque entonces se nos ocurrió la idea de hacer que la señora Bidwell llegara tarde al laboratorio. Siempre entro a trabajar antes de las nueve, de manera que sería el primero en llegar allí. Si me dirigía directamente al lavabo, como haría normalmente, y limpiaba el lavamanos, la única prueba de que había estado en el laboratorio la noche anterior quedaría eliminada para siempre. Nadie lo sabría nunca.

Susan Bradley añadió:

—Lo de telefonear a la señora Bidwell fue idea mía, y fui yo quien habló con su esposo. Sabíamos que ella no cogería el teléfono; nunca lo hacía. Pero Cliff no se había enterado de que el anciano señor Lorrimer no ingresaba en el hospital. Se hallaba fuera del departamento cuando llamó el señor Lorrimer. O sea que todo el plan salió mal. El señor Lorrimer telefoneó al inspector Blakelock y todos llegaron al laboratorio casi al mismo tiempo que Cliff. Después de eso, ya no podíamos hacer nada más que esperar.

Dalgliesh se figuró lo terrible que habría resultado esa espera. No era de extrañar que Bradley no hubiese sido capaz de acudir a trabajar al laboratorio. Le interrogó:

—Cuando llamó usted al timbre del laboratorio, ¿cuánto tardó el doctor Lorrimer en abrirle la puerta?

—Casi inmediatamente. No tuvo tiempo de bajar desde el departamento de biología. Tenía que estar en algún lugar de la planta baja.

—¿Le dijo si esperaba algún visitante?

La tentación era evidente. Pero Bradley respondió:

—No. Dijo que tenía cosas que hacer, pero supuse que se refería al análisis en que estaba trabajando.

—Y cuando halló usted el cuerpo, ¿no vio ni oyó al asesino?

—No. Naturalmente, no me quedé a mirar. Pero estoy seguro de que se encontraba por allí, muy cerca. Tengo esa impresión.

—¿Se fijó en la posición del mazo, o en el hecho de que habían arrancado una página de la libreta de Lorrimer?

—No. Nada. Lo único que recuerdo es Lorrimer, el cuerpo y la fina corriente de sangre.

—Cuando estaba en el lavabo, ¿oyó el timbre de la puerta?

—No, pero no creo que hubiera podido oírlo, estando más arriba del primer piso. Y estoy seguro de que no lo habría oído mientras estaba mareado.

—Cuando el doctor Lorrimer le abrió la puerta, ¿advirtió alguna cosa que le llamara la atención, aparte del hecho de que le abriera tan deprisa?

—Nada, excepto que llevaba su libreta de notas.

—¿Está usted completamente seguro?

—Sí, estoy seguro. La llevaba abierta, con las cubiertas dobladas hacia atrás.

Por consiguiente, la llegada de Bradley había interrumpido lo que Lorrimer estaba haciendo, fuera eso lo que fuese. Y estaba en la planta baja, la planta con el despacho del director, el departamento del registro y el almacén de pruebas. Dalgliesh continuó:

—El coche que se metió por el camino de acceso cuando usted se iba, ¿qué tipo de coche era?

—No lo vi bien. Sólo recuerdo los faros. No tenemos coche, y no sé reconocer los distintos modelos si no me fijo mucho.

—¿Recuerda cómo lo conducían? ¿El conductor se metió por el camino resueltamente, como si supiera adonde iba, o bien vaciló, como si estuviera buscando un sitio adecuado para detenerse y casualmente hubiera visto el portón abierto?

—Redujo un poco la velocidad y se metió decididamente. Creo que era alguien que conocía el lugar. Pero no me esperé a ver si llegaba hasta el laboratorio. Al día siguiente, desde luego, comprendí que no pudo ser la policía de Guy’s Marsh ni nadie que tuviera llave, pues de lo contrario habrían descubierto el cadáver mucho antes. —Miró a Dalgliesh con sus ojos inquietos—. ¿Qué va a pasarme ahora? No podría enfrentarme a la gente del laboratorio.

—El inspector Massingham le conducirá a la comisaría de Guy’s Marsh para que haga una declaración formal y la firme. Yo le explicaré lo ocurrido al doctor Howarth. Si vuelve o no al laboratorio, y en qué momento, es algo que debe decidirse entre él y el ministerio. Supongo que posiblemente le concederán un permiso especial hasta que todo este asunto haya quedado resuelto.

Si es que llegaba a resolverse. Si Bradley decía la verdad, ahora sabían que Lorrimer había muerto entre las ocho cuarenta y cinco, cuando le había telefoneado su padre, y justo antes de las nueve y once, cuando el autobús había pasado por la parada de Chevisham. La pista del vómito había permitido determinar la hora de la muerte y resuelto el misterio de la llamada a la señora Bidwell, pero no les había conducido hasta el asesino. Y si Bradley era inocente, ¿qué clase de vida le esperaba, en el servicio forense o fuera de él, si no se resolvía el caso? Vio marchar a Massingham y Bradley y se dispuso a recorrer a pie el camino del Laboratorio Hoggatt, a menos de un kilómetro de distancia. La perspectiva de entrevistarse con Howarth no le seducía en absoluto. Volviendo la cabeza, vio que Susan Bradley seguía de pie en el umbral de su casa mirando hacia él, con la niña en brazos.