Capítulo 3

Tras unos cuantos días de lluvia intermitente y esporádico sol otoñal, la mañana era fría, pero radiante, y el sol inesperadamente cálido sobre sus cuellos. Pero aun bajo aquella suave luz, la Vieja Rectoría, con sus ladrillos color hígado crudo bajo la hiedra invasora, su voluminoso porche y sus aleros en voladizo de madera tallada, era un edificio deprimente. El abierto portón de hierro al camino de acceso, medio desprendido de sus goznes, estaba incrustado en un descuidado seto que rodeaba el jardín. El camino de grava estaba cubierto de maleza. El césped del jardín se veía aplastado y medio arrancado donde alguien había efectuado un inexperto intento de segarlo, obviamente con un aparato desafilado, y los dos bordes angostos plantados de flores eran una maraña de crisantemos en exceso crecidos y dalias atrofiadas y medio sofocadas por las malas hierbas. Un caballo de madera con ruedas yacía de costado en el lindero del césped, pero aquél era el único indicio de vida humana.

Cuando se acercaron a la casa, empero, una chica y un niño pequeño salieron del porche y se los quedaron mirando. Debían ser los hijos de Kerrison, naturalmente, y cuando Dalgliesh y Massingham se les acercaron más, el parecido se hizo evidente. La chica, supuso, debía de haber dejado atrás la edad escolar, pero, salvo por cierta cautela de adulto en su mirada, apenas parecía tener dieciséis años. Tenía una lisa cabellera oscura recogida hacia atrás desde una frente despejada y cubierta de pintas, formando dos desaliñadas coletas sujetas con sendas bandas elásticas. Vestía los ubicuos tejanos desteñidos de su generación debajo de un suéter pardo, lo bastante holgado como para pertenecer a su padre. En torno a su cuello, Dalgliesh alcanzó a distinguir lo que parecía ser una tirilla de cuero. Sus mugrientos pies estaban descalzos y exhibían las rayas de palidez del dibujo de unas sandalias de verano.

El niño, que se acercó más a ella al ver a los desconocidos, tenía unos tres o cuatro años de edad y era un chiquillo regordete y de cara redondeada, con una nariz ancha y una boca fina y delicada. Su rostro era un modelo en miniatura del de su padre, más suave pero con las mismas cejas rectas y oscuras sobre los ojos de gruesos párpados. Llevaba unos ajustados pantalones cortos de color azul y un jersey a rayas sin mangas ni cuello, poco hábilmente tejido a mano, contra el que sujetaba una gran pelota. Sus robustas piernas desaparecían en unas botas de agua de color rojo y caña corta. Aferró con más fuerza la pelota y fijó en Dalgliesh una penetrante mirada desconcertantemente evaluadora.

De pronto, Dalgliesh se dio cuenta de que no sabía virtualmente nada de los niños. La mayor parte de sus amigos no tenían hijos; aquellos que sí los tenían, habían aprendido a invitarle cuando su exigente, alborotadora y egocéntrica descendencia estaba fuera de casa, en la escuela. Su único hijo había muerto, junto con la madre, apenas veinticuatro horas después de nacer. Aunque ya casi no podía recordar el rostro de su esposa salvo en sueños, la imagen de aquellas facciones cerúleas, como de muñeca, sobre el minúsculo cuerpo fajado —sus párpados apretados, la secreta apariencia de recogida paz interior— era tan clara e inmediata que a veces se preguntaba si aquella imagen era verdaderamente la de su hijo o si había quizás asumido un prototipo de la infancia muerta. Para entonces, su hijo sería mayor que aquel chiquillo y estaría entrando en los traumáticos años de la adolescencia. Mucho antes había llegado a convencerse de que se alegraba de no haber tenido que pasar por ello.

Pero en aquel momento se le ocurrió de repente que existía todo un territorio de experiencia humana al que, rechazándolo, había vuelto la espalda, y que esta repulsa en cierto modo le disminuía como hombre. Esta momentánea aflicción le sorprendió por su intensidad. Se obligó a tomar en cuenta una sensación tan poco familiar y desagradable.

Súbitamente, el niño le sonrió y alzó la pelota. El efecto resultó tan desconcertantemente halagador como si un gato callejero se acercara hacia él con la cola erguida y condescendiera a ser acariciado. Se miraron el uno al otro. Dalgliesh le devolvió la sonrisa. Entonces, Massingham dio un salto hacia él y le arrebató la pelota de entre las gordezuelas manos.

—¡Venga! ¡Fútbol!

Comenzó a driblar sobre el césped con la pelota azul y amarilla. Las robustas piernas le siguieron de inmediato. Ambos desaparecieron tras una esquina de la casa, y Dalgliesh pudo oír la aguda y sonora risa del muchachito. La chica los siguió con la vista, con los rasgos repentinamente contraídos por una amorosa inquietud. Se volvió hacia Dalgliesh.

—Espero que no se le ocurra enviar la pelota a la hoguera. Está casi apagada, pero las brasas todavía queman. He estado quemando basura.

—No te preocupes. Es un tipo muy cuidadoso. Además, tiene hermanos pequeños.

Ella lo examinó minuciosamente por primera vez.

—Usted es el comandante Dalgliesh, ¿verdad? Nosotros somos Nell y William Kerrison. Lamento decirle que mi padre no está en casa.

—Ya lo sé. Hemos venido a ver a su ama de llaves. La señorita Willard, ¿no es así? ¿Está en casa?

—Yo en su lugar no me creería nada de lo que ella dijera. Es una terrible mentirosa. Y le roba la bebida a papá. ¿No quiere interrogarnos a William y a mí?

—Más adelante, cuando vuestro padre esté en casa, vendrá una mujer policía a hablar con vosotros.

—No querré verla. No me importa hablar con usted, pero no quiero ver a ninguna mujer policía. No me gustan las asistentas sociales.

—Una mujer policía no es una asistenta social.

—Es lo mismo. Se dedica a juzgar a la gente, ¿no? Cuando se fue mi madre vino una asistenta social, antes de que el juez decidiera la custodia, y nos miraba a William y a mí como si fuésemos un estorbo público que alguien hubiera dejado ante su puerta. Además, se metió por toda la casa, curioseando, fingiendo admirar las cosas, haciendo ver que se trataba de una visita social.

—Las mujeres policías, y los hombres, nunca fingen que se trata solamente de una visita social. Nadie nos creería, ¿verdad?

Se dieron la vuelta y anduvieron en compañía hacia la casa. La chica preguntó:

—¿Descubrirá quién mató al doctor Lorrimer?

—Eso espero. Eso creo.

—¿Y qué será de él? Del asesino, quiero decir.

—Será llevado ante los magistrados. Luego, si ellos creen que las pruebas son concluyentes, lo enviarán al Tribunal de la Corona para que lo juzgue.

—¿Y luego?

—Si es hallado culpable de asesinato, el juez dictará la sentencia que marca la ley: encarcelamiento de por vida. Eso significa que se pasará mucho tiempo en la cárcel, quizá diez años o más.

—Pero eso es una tontería. Así no se arregla nada. El doctor Lorrimer no volverá a la vida.

—Así no se arregla nada, pero no es ninguna tontería. Para casi todos nosotros, la vida es preciosa. Incluso la gente que apenas tiene otra cosa que la vida sigue deseando vivirla hasta el último instante natural. Nadie tiene derecho a quitársela a nadie.

—Habla usted como si la vida fuese la pelota de William. Si se la quitan, él sabe lo que ha perdido. El doctor Lorrimer no sabe que ha perdido algo.

—Ha perdido los años que hubieran podido quedarle.

—Eso es como quitarle a William la pelota que hubiera podido tener. No significa nada. No son más que palabras. Supongamos que de cualquier forma se hubiera muerto la semana que viene. Entonces, sólo ha perdido siete días. No se puede meter a alguien en la cárcel durante diez años para hacerle pagar por siete días perdidos. Quizá ni siquiera habrían sido días felices.

—Aunque fuera un hombre muy viejo y sólo le quedara un día de vida, la ley dice que tiene derecho a vivirlo. Si alguien lo matara deliberadamente, seguiría siendo un asesinato.

La chica observó reflexivamente:

—Supongo que las cosas eran distintas cuando la gente creía en Dios. Entonces, la persona asesinada habría podido morir en pecado mortal e ir al infierno. Los siete días serían importantes. Habría podido arrepentirse y tener tiempo para recibir la absolución.

Dalgliesh asintió:

—Todos estos problemas son más sencillos para la gente que cree en Dios. Los que no creemos o no podemos creer debemos actuar lo mejor que sepamos. Eso es la ley, lo mejor que sabemos hacer. La justicia humana es imperfecta, pero es la única justicia que tenemos.

—¿Está usted seguro de que no desea interrogarme? Sé que papá no lo mató; no es un asesino. Cuando el doctor Lorrimer murió, estaba en casa con William y conmigo. Acostamos a William hacia las siete y media y nos quedamos veinte minutos haciéndole compañía. Papá le leyó una historia del Osito Paddington. Luego me fui a la cama, porque tenía dolor de cabeza y no me encontraba bien, y papá me trajo un tazón de cacao que había preparado especialmente para mí. Se sentó a mi lado y me leyó poesías de mi antología escolar hasta que le pareció que me había dormido. Pero en realidad no dormía. Sólo lo hacía ver. Salió de mi cuarto casi a las nueve, pero yo seguía despierta. ¿Quiere que le diga cómo pude saber la hora?

—Si quieres.

—Porque oí sonar el reloj de la iglesia. Entonces papá se fue y yo me quedé a oscuras, pensando. Al cabo de media hora, más o menos, volvió para echar una mirada, pero yo seguí haciendo ver que dormía. Esto significa que papá no pudo hacerlo, ¿verdad?

—No sabemos exactamente cuándo murió Lorrimer, pero sí, creo que probablemente significa eso.

—A menos que esté mintiéndole.

—La gente suele mentir a la policía muy a menudo. ¿Lo has hecho tú?

—No. Pero creo que lo haría si con ello pudiera salvar a papá. Comprenda, Lorrimer no me importa nada. Me alegro de que haya muerto. No era un buen hombre. El día antes de su muerte, William y yo fuimos al laboratorio a ver a papá. Esa mañana tenía que dar una clase en el curso de preparación de policías y decidimos ir a buscarle antes de almorzar. El inspector Blakelock nos dejó esperar en el vestíbulo, y la chica que le ayuda en el mostrador, aquélla tan bonita, le sonrió a William y le ofreció una manzana de su almuerzo. Y entonces bajó el doctor Lorrimer y nos vio allí. Sé que era él porque el inspector le llamó por su nombre, y él dijo: «¿Qué están haciendo aquí estos niños?». Yo contesté: «No soy una niña. Soy Eleanor Kerrison y éste es mi hermano William, y estamos esperando a nuestro padre». Se nos quedó mirando como si nos odiara, con la cara pálida y crispada, y dijo: «Bueno, pues no podéis esperar aquí». Luego habló muy ásperamente al inspector Blakelock. Cuando el doctor Lorrimer se hubo ido, nos dijo que valía más que nos fuésemos, pero le dijo a William que no se preocupara y le sacó un caramelo del oído izquierdo. ¿Sabía usted que el inspector era prestidigitador?

—No. Eso no lo sabía.

—¿Quiere que le enseñe la casa antes de llevarlo con la señorita Willard? ¿Le gusta ver casas?

—Mucho, pero creo que será mejor dejarlo para otro momento.

—Vea el salón, por lo menos. Es la mejor habitación, con mucho. Fíjese, ¿no es encantador?

El salón no era en modo alguno encantador. Era una habitación sombría, con paneles de roble y sobrecargada de muebles, que daba la impresión de haber cambiado muy poco desde la época en que la esposa y las hijas del rector Victoriano, vestidas de bombasí, se afanaban allí píamente con la costura para la parroquia. Las ventanas con maineles, enmarcadas por oscuros cortinajes rojos encostrados de mugre, conseguían detener casi toda la luz del día, de modo que Dalgliesh entró a una lóbrega frialdad que el perezoso fuego no hacía nada por disipar. Ante la pared opuesta se veía una enorme mesa de caoba que sostenía un pote de confitura con crisantemos, y el hogar, un ornamentado artefacto de mármol, quedaba casi oculto por dos sillones inmensos y raídos y un desvencijado sofá. Con inesperada formalidad, como si el cuarto le hubiera recordado sus deberes de anfitriona, Eleanor comentó:

—Trato de mantener al menos una habitación arreglada por si vienen visitantes. Las flores son bonitas, ¿verdad? Las ha dispuesto William. Pero siéntese, por favor. ¿Puedo prepararle un café?

—Sería muy agradable, pero creo que no debo entretenerme. De hecho, hemos venido a ver a la señorita Willard.

Massingham y William aparecieron en el umbral, sonrojados por el ejercicio, William con la pelota sujeta bajo su brazo izquierdo. Eleanor abrió la marcha a través de una puerta tapizada de bayeta verde, con tachuelas de latón, y por un corredor enlosado que conducía a la parte de atrás de la casa. William, abandonando a Massingham, trotó junto a ella, intentando infructuosamente agarrar con su regordeta mano los ajustados tejanos. Deteniéndose ante una puerta de roble sin lustrar, la joven anunció:

—Aquí está. No le gusta que entremos William o yo. De todas formas, huele, o sea que no entramos.

Y, tomando a William de la mano, se alejó de ellos.

Dalgliesh llamó con los nudillos. En el interior de la habitación hubo un rápido ruido escarabajeante, como el de un animal perturbado en su cubil, y enseguida la puerta se entreabrió ligeramente y un ojo oscuro y suspicaz atisbo por la rendija. Dalgliesh se presentó:

—¿Señorita Willard? El comandante Dalgliesh y el inspector Massingham de la Policía Metropolitana. Estamos investigando el asesinato del doctor Lorrimer. ¿Podemos pasar?

El ojo se ablandó. La mujer emitió un breve y embarazado jadeo, muy parecido a un ronquido, y abrió completamente la puerta.

—Desde luego. Desde luego. ¿Qué pensarán ustedes de mí? Me temo que todavía voy en lo que mi querida y vieja niñera llamaba «el deshabillé». Pero no esperaba su visita, y a estas horas de la mañana normalmente suelo tomarme un ratito de reposo e intimidad.

Eleanor estaba en lo cierto, la habitación olía. Un olor, diagnosticó Dalgliesh tras una cautelosa inhalación, compuesto de jerez dulce, de lencería rancia y de perfume barato. Hacía mucho calor. Una llamita azulada lamía los óvalos al rojo vivo de unas briquetas de carbón apiladas en el hogar Victoriano. La ventana de guillotina, con vistas al garaje y al selvático jardín posterior, apenas estaba abierta un par de centímetros por su parte superior a pesar de la bonanza del día, y el aire de la habitación, sofocante y pesado como una manta sucia, les resultaba opresivo. El cuarto en sí poseía una horrible y perversa femineidad. Todo parecía húmedamente blando: los asientos cubiertos de cretona de las dos butacas, la inflada hilera de cojines contra el respaldo de una chaise-longue victoriana, la alfombra de piel de imitación enfrente del fuego. La repisa de la chimenea estaba repleta de fotos en marco de plata, casi todas de un clérigo con balandrán y su mujer —los padres de la señorita Willard, supuso Dalgliesh— el uno junto al otro, pero curiosamente disociados, frente a una diversidad de iglesias bastante insípidas. El lugar de honor estaba ocupado por una fotografía de estudio de la propia señorita Willard, joven, dentudamente gazmoña, con la espesa cabellera dispuesta en ondas acanaladas. En un anaquel de pared, a la derecha de la puerta, había una pequeña talla en madera de una Virgen sin brazos con el sonriente Niño encaramado en sus hombros. A sus pies ardía una lamparilla de noche que proyectaba un suave resplandor sobre la tierna cabeza gacha y los ojos privados de visión. Dalgliesh imaginó que probablemente se trataba de una copia, bastante buena por cierto, de alguna pieza de museo de la época medieval. Su amable belleza ponía aún más de relieve la charrería de la habitación, pero de algún modo la dignificaba, como si dijera que existe más de un tipo de soledad humana, de dolor humano, y que la misma compasión los abarca a todos.

La señorita Willard les indicó la chaise-longue con un ademán.

—Mi pequeña madriguera —observó alegremente—. Me gusta tener intimidad, ya saben. Le expliqué al doctor Kerrison que sólo tendría en cuenta su oferta si podía disponer de intimidad. Es una cosa rara y hermosa, ¿no creen? El espíritu humano se marchita sin ella.

Contemplando sus manos, Dalgliesh calculó que tendría unos cuarenta y tantos años, aunque su cara parecía más vieja. El cabello oscuro, seco, áspero y muy rizado, contrastaba con su ajado cutis. Dos tirabuzones de rizos sobre las cejas sugerían que se había quitado apresuradamente los rulos al oír su llamada a la puerta. Pero su cara ya estaba maquillada. Había sendos círculos de colorete bajo sus ojos y la pintura de labios impregnaba las arrugas que le fruncían la boca. Su mandíbula huesuda, cuadrada y pequeña estaba suelta como la de una marioneta. Aún no había terminado de vestirse, y la bata almohadillada de nilón floreado, manchada de té y de algo que parecía yema de huevo, cubría parcialmente un camisón de nilón color azul brillante con un descuidado volante en torno al cuello. Massingham quedó fascinado por un bulboso pliegue de fláccido algodón que sobresalía del empeine de sus zapatos y del que casi no podía apartar la mirada, hasta que descubrió que se había puesto las medias con la parte de atrás adelante.

La mujer prosiguió:

—Supongo que desearán hablar de la coartada del doctor Kerrison. Desde luego, es completamente absurdo que un hombre como él, tan amable, incapaz de cualquier acto de violencia, deba presentar una coartada. Pero da la casualidad de que puedo ayudarles. Estuvo en casa, con toda seguridad, hasta después de las nueve, y volví a verle menos de una hora más tarde. Pero todo esto es una pérdida de tiempo. Tiene usted una envidiable reputación, comandante, pero este crimen no lo resolverá la ciencia. No por nada llaman a este territorio los marjales negros. A lo largo de los siglos, no ha dejado de fluir el mal desde este liento suelo. Podemos combatir el mal, comandante, pero no con sus armas. Massingham intervino:

—Bien, podríamos dar una oportunidad a nuestras armas, para empezar.

Ella le miró y sonrió compasivamente.

—Todas las puertas estaban cerradas. Todos sus ingeniosos dispositivos científicos estaban intactos. Nadie entró indebidamente, y nadie hubiera podido salir. Y, sin embargo, el doctor cayó fulminado. Eso no lo hizo una mano humana, inspector.

Dalgliesh replicó:

—Tenemos una certidumbre casi absoluta de que fue un instrumento romo, señorita Willard, y no me cabe la menor duda de que lo empuñaba una mano humana. Nuestra tarea consiste en averiguar de quién era esa mano, y espero que pueda usted ayudarnos. Tengo entendido que es usted el ama de llaves del doctor Kerrison, ¿no es eso?

La señorita Willard le dedicó una mirada donde se combinaban la compasión ante tal ignorancia y un suave reproche.

—No soy un ama de llaves, comandante. En absoluto un ama de llaves. Podríamos decir que soy una huésped que trabaja. El doctor Kerrison necesitaba a alguien que quisiera vivir aquí para que los niños no se quedaran solos cuando tuviera que salir a una escena de crimen. Son los hijos de un matrimonio destrozado, me temo. La triste y vieja historia. ¿No está usted casado, comandante?

—No.

—Muy juicioso.

Suspiró, transmitiendo en la sibilante exhalación de aire una sensación de infinita nostalgia, infinito pesar. Dalgliesh perseveró:

—¿De modo que vive usted completamente aparte?

—En mis reducidos aposentos. Esta salita y un dormitorio, en la puerta de al lado. También hay una pequeña cocinita tras aquella puerta. No voy a enseñársela porque en estos momentos no está precisamente como a mí me gustaría.

—¿Y cuáles son exactamente los arreglos domésticos, señorita Willard?

—Ellos se cuidan de su desayuno. El doctor suele almorzar en el hospital, desde luego, y Nell y William toman cualquier cosa en una bandeja cuando ella se molesta en prepararlo. Yo me cuido de mí misma. Luego, al anochecer, cocino alguna cosita para todos; algo sencillo, porque ninguno de nosotros suele comer demasiado. Cenamos muy temprano, a causa de William. En realidad, es más bien una especie de merienda. Los fines de semana, Nell y su padre se encargan de preparar todas las comidas. Verdaderamente, la cosa funciona la mar de bien.

La mar de bien para ti, pensó Massingham. Sin duda William parecía robusto y bien alimentado, pero la chica daba la impresión de que estaría mejor en la escuela y no esforzándose, casi sin ayuda, en sacar adelante aquella aislada y lúgubre monstruosidad de vivienda. Se preguntó qué tal se llevaría con la señorita Willard. Como si le hubiera leído el pensamiento, la señorita Willard prosiguió:

—William es un niño delicioso. No da el menor problema. En realidad, apenas lo veo. Pero Nell es difícil, muy difícil. Las chicas de su edad suelen serlo. Ya saben, por supuesto, que la señora Kerrison abandonó a su marido hará cosa de un año. Se fue con uno de sus colegas del hospital. Eso le destrozó completamente. Ahora la mujer intenta conseguir que el Tribunal Supremo modifique la sentencia y le conceda a ella la custodia cuando se vea la causa del divorcio, dentro de un mes, y estoy segura de que si lo consigue será para bien. Los niños deben estar con su madre. No es que Nell sea aún una niña; en realidad se pelean por el chico, no por Nell. Si quiere saber mi opinión, ninguno de los dos se preocupa por ella. Y ella se lo está haciendo pagar bien caro a su padre. Pesadillas, ataque de nervios, asma… El lunes que viene, el doctor se va a Londres para una conferencia sobre patología forense de tres días de duración. No quiero pensar cómo le hará pagar esta escapada a su regreso. Es una neurótica, ya saben. Castiga a su padre por querer más a su hermano, aunque, desde luego, él no es consciente de ello.

Dalgliesh se preguntó por qué proceso mental la señorita Willard había llegado a tan irreflexiva deducción psicológica. Aunque, pensó, tampoco tenía que estar forzosamente equivocada. Sintió una profunda lástima por Kerrison.

De pronto, Massingham se sintió mareado. El calor y el fétido olor de la habitación le abrumaron. Un goterón de sudor frío cayó en su libreta de notas. Farfullando una disculpa, se acercó a la ventana y tironeó del marco. Tras una breve resistencia, éste cedió. Una vigorosa corriente de aire fresco y vivificante entró en el cuarto. La frágil llamita ante la estatua de la Virgen parpadeó y se apagó.

Cuando recogió su libreta de notas, Dalgliesh ya había comenzado a hacer preguntas sobre la noche anterior. La señorita Willard dijo que había preparado una cena a base de carne picada, patatas y guisantes congelados, con un postre de manjar blanco. Había lavado la vajilla ella sola y a continuación había ido a dar las buenas noches a la familia antes de regresar a su salita. Los demás estaban en el salón, pero el doctor Kerrison y Nell se disponían ya a llevar a William a la cama. No había vuelto a verles ni oírles hasta justo antes de las nueve, cuando había ido a comprobar que la puerta delantera estuviera bien cerrada. A veces el doctor Kerrison se mostraba negligente en este aspecto y no se daba cuenta de lo nerviosa que ella se sentía, durmiendo sola en la planta baja. ¡Se leían unos casos tan horribles! Al pasar ante la puerta del estudio, abierta de par en par, había oído al doctor Kerrison hablando por teléfono. Luego, de nuevo en su salita, había conectado el televisor.

El doctor Kerrison fue a verla poco antes de las diez para hablarle de un pequeño aumento de sueldo, pero una llamada telefónica interrumpió su conversación. El doctor apareció de nuevo al cabo de unos diez minutos, y permanecieron juntos alrededor de media hora. Había resultado agradable tener la oportunidad de disfrutar de una conversación en privado sin que los niños se inmiscuyeran constantemente. Después, él le dio las buenas noches y se retiró. Ella volvió a encender el televisor y estuvo mirándolo hasta casi medianoche, momento en el que decidió acostarse. Si el doctor Kerrison hubiera sacado el coche, estaba razonablemente segura de que lo habría oído, puesto que la ventana de su salita daba al garaje, construido a un lado de la casa. Bueno, ellos mismos podían verlo.

A la mañana siguiente se había levantado tarde y no había desayunado hasta pasadas las nueve. La había despertado el timbre del teléfono, pero no supo que habían asesinado al doctor Lorrimer hasta que el doctor Kerrison regresó del laboratorio. El doctor Kerrison volvió un momento a casa, poco después de las nueve, para comunicarles a ella y a Nell lo que había ocurrido y para llamar al hospital y pedirles que pasaran todas las llamadas a su nombre al teléfono del mostrador de recepción del laboratorio.

Dalgliesh apuntó:

—Tengo entendido que el doctor Lorrimer solía llevarla en su automóvil al servicio de las once en la iglesia de St. Mary, en Guy’s Marsh. Al parecer se trataba de un hombre solitario y no muy feliz. Nadie parece haberle conocido bien. Me preguntaba si no habría hallado en usted la compañía y la amistad de que carecía en su vida laboral.

Massingham alzó la vista, curioso por ver cómo respondía ella a esta descarada invitación a que descubriera sus propios sentimientos. La mujer entornó los párpados y una mancha rojiza se extendió sobre su garganta como una infección. Luego, tratando de mostrar picardía, respondió:

—Mucho me temo que pretende usted burlarse de mí, comandante. Es comandante, ¿verdad? Lo encuentro extraño, como una graduación naval. Mi difunto cuñado estuvo en la marina, conque sé un poco de estas cuestiones. Pero hablaba usted de amistad. Eso implica confianza. Me habría gustado ayudarle, pero no era un hombre fácil de conocer. Y estaba también la diferencia de edad. No soy mucho mayor que él, supongo que menos de cinco años, pero eso representa mucho para un hombre relativamente joven. No, me temo que no éramos más que dos depravados fieles de la Alta Iglesia en esta ciénaga evangélica. Ni siquiera nos sentábamos juntos en el templo. Yo siempre me he sentado en el tercer banco desde el púlpito, y él prefería estar al fondo de todo.

Dalgliesh insistió:

—Pero seguramente disfrutaba con su compañía. La llamaba todos los domingos, ¿no?

—Solamente porque el padre Gregory le pidió que lo hiciera. Hay un autobús a Guy’s Marsh, pero tengo que esperarlo media hora y, puesto que el doctor Lorrimer pasaba por delante de la Vieja Rectoría con su automóvil, el padre Gregory le sugirió que sería razonable que viajáramos juntos. Nunca entraba en la casa. Yo siempre le esperaba al pie de la carretera. Si su padre estaba enfermo o él mismo había tenido que salir a un caso, telefoneaba para decírmelo. En ocasiones no podía telefonear, y eso era una molestia. Pero yo sabía que si a las once menos veinte no había llegado era que ya no venía, y me iba a buscar el autobús. En general, solía venir cada domingo, excepto en los seis primeros meses de este año, cuando dejó de asistir a misa. Pero a principios de septiembre telefoneó para decirme que volvería a acompañarme como antes. Naturalmente, jamás le interrogué acerca de esta interrupción. En un momento u otro, todos pasamos por estas noches oscuras del alma.

De manera que había dejado de ir a misa cuando comenzaron sus amoríos con Domenica Schofield, para reanudar sus visitas a la iglesia después de la ruptura. Dalgliesh se interesó:

—¿Recibía el sacramento?

Ella no se sorprendió por la pregunta.

—No desde que comenzó a asistir de nuevo a misa, a mediados de septiembre. Confieso que eso me tuvo un poco preocupada. Pensé en sugerirle que, si algo le inquietaba, tuviera una charla con el padre Gregory. Pero son cuestiones muy delicadas. Y, en realidad, no era asunto mío.

Y seguramente no quería indisponerse con él, pensó Massingham. Aquellos viajes en automóvil debían de resultar muy cómodos. Dalgliesh preguntó:

—De modo que él la telefoneaba muy de vez en cuando. ¿Y usted? ¿Le llamó usted alguna vez?

Ella se volvió de espaldas y se afanó mullendo un cojín.

—¡Santo cielo, no! ¿Por qué habría de hacerlo? Ni siquiera conozco su número.

Massingham comentó:

—Es curioso que fuera a la iglesia de Guy’s Marsh en vez de quedarse en el pueblo.

La señorita Willard lo miró severamente.

—En absoluto. El señor Swaffield es un hombre muy digno, pero también es muy de la Baja Iglesia. Los marjales han sido siempre decididamente evangélicos. Cuando mi querido padre era el párroco de este pueblo, tenía constantes disputas con el Consejo de la Iglesia Parroquial a propósito de la Reservación. Además, me parece que el doctor Lorrimer no quería verse envuelto en las actividades de la parroquia y del pueblo. Y es muy difícil evitarlo una vez se te conoce como miembro habitual de la congregación. El padre Gregory no esperaba eso de él; comprendía que el doctor Lorrimer tenía un padre que cuidar y un trabajo muy absorbente. Y, ya que hablamos de esto, me supo mal que la policía no mandara llamar al padre Gregory. Alguien habría tenido que hacer venir a un sacerdote junto al cuerpo.

Dalgliesh objetó suavemente:

—Llevaba varias horas muerto cuando lo encontramos, señorita Willard.

—Aun así, habría debido tener un sacerdote. —Se puso en pie, como dando a entender que la entrevista había terminado.

Dalgliesh se alegró de poder irse. Le dio formalmente las gracias a la señorita Willard y le pidió que se comunicara de inmediato con él si recordaba alguna cosa de interés. Massingham y él estaban ya en la puerta cuando, de pronto, ella gritó imperiosamente:

—¡Oiga, joven!

Los dos policías se volvieron a mirarla. Ella se dirigió directamente a Massingham, como una institutriz de la vieja escuela regañando a un chiquillo.

—Haga el favor de volver a cerrar la ventana que tan desconsideradamente ha abierto, y encienda de nuevo la lamparilla.

Dócilmente, como obedeciendo órdenes de una niñera largo tiempo olvidada, Massingham hizo lo que le pedía. Tuvieron que buscar ellos mismos la salida de la casa, y no vieron a nadie. Cuando estaban ya en el coche, abrochándose los cinturones de seguridad, Massingham estalló:

—¡Dios mío! Me parece a mí que Kerrison habría podido encontrar una persona más apropiada que esa vieja tarasca para que cuidara a sus hijos. Es una guarra, una dipsómana y encima está medio loca.

—No es tan sencillo para Kerrison. Un pueblo remoto, una casona grande y fría y una hija que no debe ser fácil de tratar. Hoy en día, puestas a elegir entre un trabajo así y el subsidio de desempleo, la mayoría de las mujeres probablemente optaría por el desempleo. ¿Ha echado un vistazo a la hoguera?

—No había nada. Parece que periódicamente queman un montón de muebles viejos y desechos del jardín que tienen almacenados en una de las cocheras. William dice que Nell ha encendido la hoguera esta mañana a primera hora.

—Entonces, ¿William sabe hablar? —preguntó Dalgliesh.

—Oh, sí que sabe. Pero no estoy muy seguro de que pudiera usted entender lo que dice. ¿Cree usted que la señorita Willard nos ha dicho la verdad con respecto a la coartada de Kerrison?

—Estoy tan dispuesto a creerla como a la señora Bradley o a la señora Blakelock cuando confirmaron las coartadas de sus esposos. ¿Quién sabe? Lo cierto es que Kerrison telefoneó al doctor Collingwood a las nueve, y que estaba aquí cuando este último le llamó, sobre las diez. Si la señorita Willard se atiene a su declaración, está libre de sospechas durante toda esta hora, y tengo la sensación de que se trata de la hora crucial. Pero ¿cómo podía él saberlo? Y, aunque lo supiera, ¿por qué suponer que seríamos capaces de determinar la hora de la muerte con tanta precisión? El hecho de que se quedara con su hija hasta las nueve y luego fuera a hablar con la señorita Willard justo antes de las diez me da la impresión de un intento de establecer que estuvo en casa durante toda esa hora.

Massingham opinó:

—Debió de estar, para recibir esa llamada de las diez. Y no veo cómo habría podido llegar al laboratorio, matar a Lorrimer y regresar a casa en menos de sesenta minutos, no si tuvo que ir a pie. Y la señorita Willard está segura de que no sacó el coche. Supongo que podría hacerse tomando un atajo a través del nuevo laboratorio, pero iría muy justo.

En aquel preciso instante, sonó la radio del coche. Dalgliesh recibió la llamada. Era de la sala de control de Guy’s Marsh, para decirles que el sargento Reynolds y el laboratorio querían comunicarse con ellos. Se había recibido el informe del Laboratorio Metropolitano.