Capítulo 1

Sprogg’s Cottage, una casita baja y abultada en su parte superior por el voluminoso techado de bálago, con alambreras, resistente a los vendavales del invierno en el marjal, resultaba casi invisible desde la carretera. Se hallaba a cosa de un kilómetro al noreste del pueblo y a su frente se extendía Sprogg’s Green, una herbosa extensión triangular plantada de sauces. Abriendo el portón de mimbre blanco en el que alguien, optimista pero infructuosamente, había sustituido la palabra Sprogg’s por Lavender, Dalgliesh y Massingham penetraron en un jardín delantero tan convencional y esplendorosamente ordenado como el de una villa suburbana. En el centro del prado, una acacia hacía alarde de su otoñal gloria de rojo y oro, las amarillas rosas trepadoras dispuestas sobre el dintel todavía refulgían con una vaga ilusión de verano y un macizo arriate de geranios, fucsias y dalias, sostenidas con estaquillas y cuidadosamente atendidas, destellaba en discordante esplendor sobre el bronce del seto de hayas. Junto a la puerta había un cesto colgante de geranios rosados que, aunque ya habían dejado atrás su mejor momento, todavía conservaba unas cuantas flores.

Dalgliesh se disculpó:

—Lamento haber interrumpido su trabajo.

—No interrumpen nada. Esta mañana no está yendo bien. Si lo fuera, habría colgado un cartel de no molestar en la puerta y ustedes no habrían entrado. De todas formas, ya está casi acabado; sólo me falta un capítulo. Supongo que desearán que dé una coartada a Ángela. Colaborar con la policía, ¿no se dice así? Qué hicimos el miércoles por la noche, y cuándo, y por qué, y dónde, y con quién.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas, desde luego.

—Pero seguramente éstas en primer lugar. No hay ningún problema. Pasamos la tarde y la noche juntas, a partir de las seis y cuarto, que es cuando ella llegó a casa.

—¿Qué hicieron, señorita Mawson?

—Lo que hacemos habitualmente. Separamos la jornada laboral y la noche, yo con whisky, Ángela con jerez. Le pregunté qué tal le había ido el día y ella me preguntó a mí lo mismo. Luego ella encendió el fuego y preparó la cena. Tomamos aguacate con vinagreta, pollo en pepitoria y queso con galletas. Lavamos los platos entre las dos y luego Ángela estuvo pasando a máquina mi manuscrito hasta que dieron las nueve. A las nueve conectamos el televisor y vimos las noticias, seguidas de una obra de teatro. Con eso llegamos a las diez cuarenta y cinco, cacao para Ángela, whisky para mí y a la cama.

—¿Ninguna de las dos salió del cottage?

—No.

Dalgliesh le preguntó cuánto tiempo llevaba viviendo en el pueblo.

—¿Yo? Ocho años. Nací en los marjales, en Soham para ser exacta, y pasé en ellos la mayor parte de mi infancia. Pero a los dieciocho años ingresé en la Universidad de Londres, obtuve un título de segunda categoría y empecé a trabajar, sin pena ni gloria, en diversos empleos relacionados con el periodismo y la publicidad. Vine aquí hace ocho años, cuando me enteré de que se alquilaba este cottage. Fue entonces cuando me decidí a dejar el empleo y convertirme en escritora profesional.

—¿Y la señorita Foley?

—Vino a vivir aquí hace dos años. Puse un anuncio en la prensa local solicitando una mecanógrafa por horas, y lo contestó ella. Por entonces estaba viviendo realquilada en Ely y no se sentía especialmente satisfecha, de modo que le propuse que se instalara aquí. Antes dependía del autobús para ir a trabajar. Para su empleo en el laboratorio, obviamente le conviene mucho más vivir aquí.

—¿De forma que ha vivido usted el suficiente tiempo en este pueblo como para conocer a la gente?

—Todo lo que se puede llegar a conocer a la gente en los marjales. Pero no tanto como para señalarle al asesino con el dedo.

—¿Conocía mucho al doctor Lorrimer?

—De vista. No supe que Ángela era su prima hasta que se vino a vivir conmigo. No se tratan mucho, y él no ha estado nunca aquí. Naturalmente, en un momento u otro he tenido ocasión de conocer a casi todo el personal del laboratorio. El doctor Howarth formó un cuarteto de cuerda al poco de su llegada, y en agosto pasado dieron un concierto en la capilla Wren. Luego hubo un poco de vino y queso en la sacristía. Allí conocí a unos cuantos miembros del personal. En realidad, ya los conocía de vista y de nombre, como suele suceder en los pueblos. Todos utilizamos la misma oficina de correos y el mismo pub. Pero si espera saber por mí los comadreos del pueblo y del laboratorio, pierde usted el tiempo.

Dalgliesh inquirió:

—¿Tuvo éxito el concierto de la capilla?

—No mucho. Howarth es un excelente violinista aficionado, y Claire Easterbrook toca correctamente el violoncelo, pero los otros dos no valían gran cosa. El experimento no ha vuelto a repetirse. Tengo entendido que hubo algunos comentarios cortantes sobre el recién llegado que consideraba su deber civilizar a los desamparados nativos, y puede que llegaran a sus oídos. Verdaderamente, parece que la imagen que tiene de sí mismo es la de estar salvando por sus solos medios el vacío cultural entre el científico y el artista. O tal vez la acústica del local no le satisfizo. Mi opinión personal es que los otros tres no quisieron volver a tocar con él. Como instrumentista principal del cuarteto, probablemente se comportaba con tanta arrogancia como lo hace en su papel de director. En el laboratorio, eso sí, es más eficiente; la producción ha aumentado en un veinte por ciento. Que el personal esté o no contento es harina de otro costal.

Conque, al fin y al cabo, no era totalmente inmune a los comadreos del pueblo y el laboratorio, pensó Dalgliesh. Se preguntó por qué le hablaría con tanta franqueza. Igualmente franco, la interrogó:

—Ayer, cuando estuvo en Postmill Cottage, ¿subió al piso de arriba?

—¡Es curioso que el viejo haya ido a contarle eso! Me gustaría saber qué pensó que estaba yo haciendo. Subí al cuarto de baño para ver si encontraba un bote de polvos para limpiar el fregadero. No lo había.

—Conoce el testamento del doctor Lorrimer, supongo.

—Imagino que debe de conocerlo todo el pueblo. De hecho, probablemente fui yo la primera en enterarme. El viejo estaba impaciente por saber si recibiría algún dinero, de modo que Ángela telefoneó al abogado. Ya lo conocía de cuando fue leído el testamento de su abuela. El abogado le explicó que el viejo recibía la casa y 10.000 libras, y con eso pudo tranquilizarlo.

—¿Y la señorita Foley se queda sin nada?

—Efectivamente. Y una empleada nueva del laboratorio, que evidentemente le había caído bien a Edwin, recibe mil libras.

—Un testamento no demasiado justo.

—¿Ha conocido alguna vez a un beneficiario que considerase justo un testamento? Peor fue el de su abuela. Ángela perdió el dinero entonces, cuando habría podido significar una vida diferente para ella. Ahora ya no lo necesita. Nos arreglamos perfectamente aquí.

—Seguramente no fue ninguna conmoción para ella. ¿Le había advertido Lorrimer de sus intenciones?

—Si ésta es una forma cortés de averiguar si tenía algún motivo para asesinarlo, pregúnteselo a ella misma. Aquí llega.

Ángela Foley cruzó la salita, desanudándose el pañuelo de la cabeza. Al ver a los visitantes, su rostro se ensombreció y, con defensivo disgusto, se apresuró a decir:

—A la señorita Mawson le gusta trabajar por la mañana. No me advirtieron que iban a venir.

Su amiga se echó a reír.

—No me han molestado. Me ha proporcionado un interesante ejemplo de los métodos policiales. Son eficaces sin ser crudos. Has vuelto muy temprano.

—Han llamado del departamento de asistencia social para avisar que no podrán venir hasta la tarde. Mi tío no quiere verlos, pero todavía quiere menos verme a mí. Irá a almorzar con los Swaffield en la rectoría, conque he pensado que lo mejor que podía hacer era volver a casa.

Stella Mawson encendió un cigarrillo.

—Has llegado muy oportunamente. El señor Dalgliesh estaba preguntando, con el mayor tacto, si tenías algún motivo para asesinar a tu primo; en otras palabras, ¿te dijo Edwin que iba a cambiar su testamento?

Ángela Foley, se volvió hacia Dalgliesh y respondió serenamente:

—No. Nunca comentaba sus asuntos conmigo, ni yo comentaba los míos con él. Creo que durante los dos últimos años sólo hemos hablado de cuestiones del laboratorio.

Dalgliesh insistió:

—¿No es extraño que haya deseado modificar un testamento de largos años sin decirle nada a usted?

Ella se encogió de hombros y explicó:

—No tiene nada que ver conmigo. Era solamente mi primo, no mi hermano. Pidió el traslado al Laboratorio Hoggatt hace cinco años para vivir con su padre, no porque yo estuviera aquí. De hecho, no me conocía y, de conocerme, dudo que le hubiera gustado. No me debía nada, ni siquiera justicia.

—¿Y a usted? ¿Le gustaba él?

La joven hizo una pausa y reflexionó seriamente, como si también ella misma deseara una respuesta a esta pregunta. Stella Mawson, los párpados entornados, la contemplaba a través del humo de su cigarrillo. Finalmente, la señorita Foley contestó:

—No, no me gustaba. Creo incluso que le tenía un poco de miedo. Era un hombre psicológicamente agobiado, inseguro de su lugar en la vida. Últimamente, la tensión y el sufrimiento eran casi palpables. A mí me resultaba embarazoso y, bueno, en cierto modo amenazador. La gente que se sentía verdaderamente segura en su propia personalidad no parecía advertirlo ni inquietarse por ello, pero los menos seguros nos sentíamos amenazados. Creo que es por eso por lo que Clifford le tenía tanto miedo.

Stella Mawson añadió:

—Bradley probablemente le recordaba a Edwin sus propios comienzos. En su juventud era muy inseguro, incluso en su trabajo. ¿Recuerdas cómo solía ensayar su declaración la noche antes de comparecer ante el tribunal? Anotaba todas las posibles preguntas que podía formularle la otra parte, se aseguraba de conocer al dedillo las respuestas, se aprendía de memoria las fórmulas científicas para impresionar al jurado. En uno de sus primeros casos lo estropeó todo, y nunca se lo perdonó a sí mismo.

Hubo un extraño intervalo de silencio. Ángela Foley pareció querer hablar, pero cambió de idea. Su enigmática mirada estaba fija en su amiga. Stella Mawson desvió la vista y, acercándose al escritorio, aplastó el cigarrillo en un cenicero. Prosiguió:

—Te lo contó tu tía. Edwin le hacía leer las preguntas una y otra vez; una velada de tensión e incomprensible aburrimiento. ¿No lo recuerdas?

—Sí —contestó Ángela con su voz clara y desapasionada—. Sí, lo recuerdo. —Se volvió hacia Dalgliesh—. Si no desea preguntarme nada más, tengo cosas que hacer. El doctor Howarth no me espera en el laboratorio hasta esta tarde. Y creo que Stella querrá trabajar.

Ambas mujeres les acompañaron hasta la puerta, deteniéndose en el umbral como para despedirse educadamente de unos invitados. Dalgliesh casi esperaba verlas saludar con la mano. No había interrogado a la señorita Foley acerca de la disputa con su primo. Probablemente llegaría el momento de hacerlo, pero todavía no. Le había interesado, aunque no sorprendido, comprobar que le mentía. Pero lo que más le había interesado era la historia de Stella Mawson a propósito de los ensayos de Lorrimer antes de declarar en un juicio. Quienquiera que se lo hubiese contado, estaba razonablemente convencido de que no había sido Ángela Foley.

Mientras se alejaban en su vehículo, Massingham comentó:

—Cincuenta mil libras podrían cambiar toda su vida, darle cierta independencia, permitirle salir de aquí. ¿Qué clase de vida es ésta para una joven, las dos solas y enterradas en este pantano aislado? Y ella parece poco más que una esclava.

Contra lo acostumbrado, era Dalgliesh quien conducía. Massingham miró de soslayo los sombríos ojos reflejados en el retrovisor, las alargadas manos que sujetaban con suavidad el volante. Dalgliesh respondió:

—Estaba pensando en algo que me dijo el viejo George Greenall, el primer sargento detective a cuyas órdenes trabajé. Llevaba veinticinco años en el C.I.D. y nada de lo que pudiera hacer la gente le sorprendía ni le escandalizaba. Recuerdo que me dijo: «Te dirán que la fuerza más destructiva del mundo es el odio. No lo creas, muchacho. Es el amor. Y si quieres convertirte en un detective, tendrás que aprender a reconocerlo cuando lo encuentres».