La señora Pridmore dijo:
—¿Qué dirá la gente?
—Es lo único que piensas siempre, mamá, lo que dirá la gente. ¿Qué más da lo que digan? No he hecho nada de lo que deba avergonzarme.
—Claro que no. Y si alguien dice lo contrario, ya verás qué poco tarda tu padre en explicárselo. Pero ya sabes qué lenguas tienen en este pueblo. Mil libras. Cuando ha llamado el abogado, casi no podía creérmelo. Es una bonita cantidad. Y cuando Lillie Pearce haya hecho correr la noticia en el Stars and Plougb, lo más probable será que se hayan convertido en diez mil.
—¿Y a quién le importa Lillie Pearce, la vacaburra?
—¡Brenda! No te consiento que hables así.
—Habla por ti. Yo no tengo por qué. Y si en este pueblo tienen esta clase de mentalidad, cuanto antes me vaya, mejor. ¡Oh, mamá, no pongas esa cara! Sólo quería ayudarme, ser amable conmigo. Y seguramente lo hizo en un impulso.
—Pues no fue muy considerado por su parte, ¿no crees? Podría haberlo hablado con tu padre o conmigo.
—Pero él no sabía que iba a morirse.
Brenda y su madre estaban solas en la granja, pues Arthur Pridmore había salido después de cenar para asistir a la reunión mensual del consejo de la iglesia parroquial. Los platos ya estaban lavados y ante ellas se extendía una larga velada. Demasiado inquietas para instalarse ante el televisor y demasiado preocupadas por los extraordinarios acontecimientos de la tarde para coger un libro, se sentaron ante el resplandor del fuego, nerviosas, medio excitadas y medio asustadas, echando de menos la tranquilizadora figura de Arthur Pridmore en su sillón habitual. Finalmente, la señora Pridmore, con un estremecimiento, regresó a la normalidad y cogió su costurero.
—Bueno, al menos servirá para que tengas una bonita boda. Si has de aceptarlo, será mejor que lo ingreses en la Caja Postal. Así te dará intereses y lo tendrás allí cuando lo quieras.
—Lo quiero ahora. Para comprar libros y un microscopio, como era la intención del señor Lorrimer. Para eso me dejó el dinero, y eso es lo que haré con él. Además, si la gente deja el dinero para algo en especial, no puedes usarlo para otra cosa. Ni yo quiero. Le pediré a papá que me instale una estantería y una mesa de trabajo en mi cuarto y empezaré inmediatamente a estudiar para mis grados A en ciencia.
—No habría debido pensar en ti. ¿Y Ángela Foley? Ha tenido una vida horrible, esa chica. En la herencia de su abuela no recibió ni un penique, y ahora esto.
—Eso no debe preocuparnos, mamá. La decisión era de él. Quizá se lo habría dejado si no se hubieran peleado.
—¿Cómo que peleado? ¿Cuándo?
—La semana pasada. Creo que fue el martes. Fue justo antes de volver a casa, cuando ya se habían ido casi todos. El inspector Blakelock me envió a Biología a que me aclararan una duda sobre uno de los informes para el tribunal. Estaban los dos juntos en el despacho del doctor Lorrimer y les oí discutir. Ella le pedía dinero y él dijo que no le daría nada, y luego dijo algo de cambiar su testamento.
—¿Quieres decir que te quedaste allí escuchando?
—Bueno, no podía evitar oírlo, ¿verdad? Hablaban en voz bastante alta. Él decía unas cosas horribles de Stella Mawson, ya sabes, esa escritora que vive con Ángela Foley. No estaba fisgoneando a propósito. No quería espiarlos.
—Habrías podido irte.
—¿Y volver a subir otra vez desde el vestíbulo? Además, tenía que preguntarle lo del informe del caso Munnings. No podía volverme y decirle al inspector Blakelock que no había podido preguntárselo porque el doctor Lorrimer estaba riñendo con su prima. Y, de todos modos, en la escuela siempre escuchábamos los secretos.
—Ya no estás en la escuela. En serio, Brenda, a veces me preocupas. En un momento te comportas como una adulta responsable, y al siguiente cualquiera diría que aún sigues en cuarto grado. Tienes dieciocho años, ya eres adulta. ¿Qué pinta la escuela en todo esto?
—No sé por qué te pones tan excitada. No se lo he dicho a nadie.
—Bueno, pues tienes que decírselo a ese detective de Scotland Yard.
—¡Mamá! ¡No puedo! ¡No tiene nada que ver con el asesinato!
—¿Quién puede decirlo? Se supone que debes decir a la policía todo lo que sepas. ¿No te lo dijo él?
Era exactamente lo que el policía le había dicho. Brenda recordó su mirada, su propio rubor culpable. El hombre se había dado cuenta de que estaba ocultándole algo. Con desafiante obstinación, replicó:
—Bueno, pues yo no puedo acusar de asesinato a Ángela Foley, o decir una cosa que es como acusarla. Además —añadió con aire de triunfo, recordando algo que le había oído decir al inspector Blakelock—, sería un testimonio de oídas, no una auténtica prueba. No podría hacerle ningún caso. Y, mamá, otra cosa: supongamos que ella no imaginara que verdaderamente iba a cambiar el testamento tan pronto. El abogado te dijo que el doctor Lorrimer había preparado su nuevo testamento el viernes pasado, ¿no? Pues eso seguramente fue porque el viernes por la mañana tuvo que ir a Ely a una escena de crimen. La llamada de la policía se recibió hacia las diez. Seguramente fue entonces cuando fue al abogado.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A ninguna parte. Sólo que, si la gente cree que yo tenía un motivo, también lo tenía ella.
—¡Pues claro que no tenías ningún motivo! Eso es absurdo. ¡Es perverso! Oh, Brenda, si hubieras venido al concierto con papá y conmigo.
—No, gracias. Miss Spencer cantando Las pálidas manos que yo amé y los chicos de la escuela dominical con su vieja y aburrida danza de las cintas del poste de mayo, y los antillanos con sus campanillas, y el viejo señor Matthews matraqueando con sus cucharas acústicas. Ya lo tengo todo muy visto.
—Pero tendrías una coartada.
—También la tendría si papá y tú os hubierais quedado en casa conmigo.
—Si no fuese por esas mil libras, a nadie le importaría que hubieras estado en un sitio o en otro. Bueno, Dios quiera que Gerald Bowlem lo comprenda.
—Y si no, ya sabe lo que puede hacer. No entiendo qué tiene esto que ver con Gerald. No estoy casada con él; ni siquiera prometida, si a eso vamos. Vale más que no se meta.
Volvió la vista hacia su madre y de repente quedó abrumada. Sólo la había visto así en una ocasión, la noche en que tuvo su segundo aborto y el anciano doctor Greene le anunció que ya no podría tener más hijos. Por aquel entonces, Brenda sólo tenía doce años, pero el rostro de su madre, repentinamente recordado, había tenido exactamente la misma expresión que en aquellos momentos, como si una mano arrasadora hubiese pasado sobre él llevándose la jovialidad, desdibujando los contornos de frente y mejilla, apagando la mirada, dejando únicamente una amorfa máscara de desolación.
Recordó, y comprendió lo que antes únicamente había sentido, la cólera y el resentimiento al ver que su madre, indestructible y consoladora como un enorme peñón en una tierra agostada, era también vulnerable al dolor. Ella estaba allí para consolar las desdichas de Brenda, no para sufrir; para dar consuelo, no para ser consolada. Pero Brenda había crecido y podía comprender. Vio a su madre claramente, como a una extraña acabada de conocer. El vestido de barata tela sintética, impecablemente limpio, como siempre, y con el broche que Brenda le había regalado en su último cumpleaños prendido a la solapa. Los tobillos que se engrosaban sobre sus zapatos, de razonable tacón bajo, las regordetas manos salpicadas con las manchas marrones de la edad, el anillo de matrimonio que hundía en la carne su oro mate, los rizados cabellos que otrora fueran castaño rojizos como los suyos y que seguían sencillamente peinados hacia un lado, el cutis fresco y casi sin arrugas. Rodeó con sus brazos los hombros de su madre.
—¡Oh, mamá! No te preocupes. Todo irá bien. El comandante Dalgliesh averiguará quién lo hizo y entonces todo volverá a ser como siempre. Mira, voy a prepararte una taza de cacao. No esperaremos a que llegue papá. Nos lo tomaremos ahora mismo. No pasa nada, mamá. De veras que sí. Todo está bien.
Simultáneamente, sus oídos percibieron el zumbido del automóvil que se acercaba. Se buscaron con la mirada, sin habla, culpables como conspiradoras. Aquél no era su viejo Morris. ¿Cómo había de serlo? El Consejo de la Iglesia Parroquial no terminaba nunca antes de las ocho y media.
Brenda se dirigió a la ventana y miró al exterior. El coche se detuvo. Se volvió hacia su madre, con la cara blanca como una sábana.
—¡Es la policía! ¡Es el comandante Dalgliesh!
Sin decir palabra, la señora Pridmore se puso resueltamente en pie. Posó brevemente una mano en el hombro de su hija y, acto seguido, salió al corredor y abrió la puerta antes de que Massingham hubiera podido alzar la mano para llamar. Por entre labios apretados, comenzó:
—Pasen, por favor. Me alegra verlos por aquí. Brenda tiene algo que decirles, algo que me parece que deberían saber.