Capítulo 6

Veinte minutos después, en la cocina de Leamings —una incongruente combinación de laboratorio y rústica domesticidad—, Howarth estaba preparando una vinagreta. El penetrante y nauseoso aroma del aceite de oliva, que se curvaba desde el gollete de la botella en un fino chorro dorado, le traía, como siempre, recuerdos de Italia y de su padre, aquel diletante coleccionista de chucherías que se pasaba la mayor parte del año en la Toscana o en Venecia, y cuya vida autoindulgente, hipocondríaca y solitaria había llegado a su fin —de forma bastante apropiada, pues profesaba espanto a la vejez— el día de su quincuagésimo aniversario. Para sus dos hijos, huérfanos de madre, no había sido tanto un extraño como un enigma que rara vez estaba a su lado en persona, pero siempre misteriosamente presente en sus pensamientos.

Maxim recordó una imagen de su padre enfundado en un batín malva y dorado, de pie junto a su cama en aquella extraordinaria noche de voces sofocadas, súbitas carreras e inexplicables silencios, en que su madrastra había muerto. Con ocho años de edad, estaba en casa por las vacaciones de la escuela, olvidado en la crisis de la enfermedad, solo y asustado. Recordaba claramente la voz tenue y cansada de su padre, que ya comenzaba a asumir la lasitud de la pesadumbre.

—Tu madrastra ha muerto hace diez minutos, Maxim. Es evidente que el destino no quiere que yo sea un marido. No me expondré de nuevo a un pesar como éste. Tú, hijo mío, deberás cuidar de tu hermanastra. En ti confío.

Y luego una mano fría se posó informalmente en su hombro, como confiriéndole una carga. Y él la había aceptado, literalmente, a la edad de ocho años, y nunca la había abandonado. Al principio, la inmensidad de esta confianza le había abrumado. Recordaba cómo había yacido allí, aterrorizado, escrutando la oscuridad. Cuida de tu hermana. Domenica tenía tres meses. ¿Cómo debía cuidarla? ¿Con qué la alimentaría? ¿Cómo la vestiría? ¿Y la escuela? No le permitirían quedarse en casa para cuidar a su hermana. Sonrió irónicamente al rememorar el alivio que sintió al descubrir, a la mañana siguiente, que, después de todo, la nodriza se quedaría. Recordó los primeros intentos de asumir su responsabilidad, cuando asía resueltamente el cochecillo infantil y lo empujaba dificultosamente por el Broad Walk arriba, cuando se esforzaba por alzar a Domenica hasta su sillita elevada.

—Déjelo estar, señorito Maxim, por favor. Estorba usted más que ayuda.

Pero luego la nodriza comenzó a darse cuenta de que estaba convirtiéndose más en una ayuda que en un estorbo, que podía dejar tranquilamente la niña a su cargo mientras ella y los demás criados se dedicaban a sus asuntos particulares. La mayoría de sus vacaciones escolares habían transcurrido ayudando a cuidar de Domenica. Desde Roma, Verona, Florencia y Venecia, su padre, por mediación de su abogado, enviaba instrucciones sobre asignaciones y escuelas. Era él quien ayudaba a comprarle la ropa, la llevaba a la escuela, la consolaba y la aconsejaba. Había intentado prestarle apoyo durante las agonías e incertidumbres de la adolescencia, antes incluso de haber superado las propias. Había sido su campeón contra el mundo. Sonrió al recordar la ocasión en que su hermana le telefoneó a Cambridge desde el internado, pidiéndole que la recogiera esa misma noche ante el pabellón de hockey —horrenda casa de torturas— al punto de la medianoche. «Yo saldré por la escalera de incendios. Prometido». Y luego, su código particular de desafío y lealtad: Contra mundum. Contra mundum.

La llegada de su padre desde Italia, tan poco perturbado por los insistentes llamamientos de la Reverenda Madre que resultaba evidente que de todas formas había tenido la intención de regresar.

—La salida de tu hermana fue innecesariamente excéntrica, no cabe duda. Una cita a medianoche. Una espectacular escapada en automóvil a través de media Inglaterra. La Madre Superiora parecía particularmente angustiada por el hecho de que se hubiera dejado el baúl, aunque comprendo que habría sido un engorro en la escalera de incendios. Y tú debiste pasarte la noche fuera del colegio. A tu tutor no puede haberle gustado.

—Ya soy posgraduado, padre. Me gradué hace dieciocho meses.

—Es verdad. A mi edad, el tiempo pasa muy deprisa. Física, ¿verdad? Una curiosa elección. ¿No habrías podido ir a buscarla a la salida de las clases, de la forma ortodoxa?

—Queríamos alejarnos del lugar todo lo posible antes de que se dieran cuenta de que faltaba y empezaran a buscarla.

—Una estrategia razonable, hay que admitirlo.

—Dom detesta la escuela, padre. Allí se siente profundamente desdichada.

—También yo me sentía así en la escuela, pero nunca se me ocurrió esperar otra cosa. La Reverenda Madre parece una mujer encantadora. Muestra cierta tendencia a la halitosis cuando se halla bajo tensión, es verdad, pero me parece difícil que eso pueda haber molestado a tu hermana. No creo que hayan llegado a tener una relación tan íntima. Por cierto, dice que no está dispuesta a readmitir a Domenica.

—¿Tienes que enviarla forzosamente a alguna parte, padre? Dom va a cumplir los quince años. No tiene por qué ir necesariamente a la escuela. Ella quiere ser pintora.

—Supongo que podría quedarse en casa hasta que tenga edad de ingresar en la facultad de Bellas Artes, si es eso lo que me aconsejas. Pero no vale la pena abrir la casa de Londres sólo para ella. La semana que viene me vuelvo a Venecia. Solamente he venido a consultar al doctor Mavers-Brown.

—Tal vez podría ir a Italia contigo durante un mes o así. Le encantaría ver la Accademia. Y debería conocer Florencia.

—Oh, no creo que eso sea posible, muchacho. Totalmente fuera de la cuestión. Será mucho mejor que tome una habitación en Cambridge, y así podrás tenerle la vista encima. En el museo Fitzwilliam tienen unas cuantas pinturas muy agradables. ¡Oh, vaya, qué responsabilidad traen los hijos! Con mi actual estado de salud, estas alteraciones no me convienen nada. Mavers-Brown insistió mucho en que debía evitar el nerviosismo.

Y en aquellos momentos yacía dentro de un ataúd en su autosuficiencia final, en el más hermoso de los camposantos, el Cementerio Británico de Roma. Eso le habría gustado, pensó Maxim, si hubiera podido soportar el pensar en su propia muerte, del mismo modo en que le habría irritado el agresivo chófer italiano cuya mal calculada aceleración en el cruce de la Via Vittoria y el Corso le había conducido hasta allí.

Oyó los pasos de su hermana en la escalera.

—Conque ya se han ido…

—Hace veinte minutos. Hemos tenido una breve escaramuza de despedida. ¿Se ha mostrado ofensivo Dalgliesh?

—No más que yo con él. Diría que hemos quedado empatados. No creo que le haya gustado.

—No creo que nadie le guste mucho. Pero se le considera muy inteligente. ¿Lo encuentras atractivo?

—Sería como hacer el amor con un verdugo —respondió a la pregunta no formulada. Luego, hundiendo un dedo en la vinagreta, observó—: Demasiado vinagre. ¿Qué has estado haciendo?

—¿Aparte de cocinar? Pensando en padre. ¿Sabes una cosa, Dom? Cuando yo tenía once años, estaba absolutamente convencido de que había asesinado a nuestras madres.

—¿A las dos? Quiero decir, ¿la tuya y la mía? Qué idea más extravagante. ¿Cómo habría podido hacerlo? La tuya murió de cáncer y la mía de neumonía. No pudo organizarlo él.

—Ya lo sé. Es sólo que me parecía un viudo por naturaleza y pensaba que lo había hecho para impedir que tuvieran más hijos.

—Bien, no cabe duda de que así lo habría logrado. ¿Te preguntabas quizá si la tendencia al asesinato es hereditaria?

—No exactamente. Pero hay mucho que sí lo es. Por ejemplo, la absoluta incapacidad de padre para establecer relaciones. Su increíble absorción en sí mismo. ¿Sabías que llegó a solicitar mi ingreso en Stonyhurst antes de recordar que era tu madre, y no la mía, la que había sido católica romana?

—Es una lástima que lo averiguara. Me habría gustado ver qué hacían de ti los jesuitas. El problema de una educación religiosa, si eres una pagana como yo, es que te deja toda la vida con la sensación de que has perdido algo, no que no existe. —Se acercó a la mesa y revolvió un cuenco de champiñones con el dedo—. Yo puedo establecer relaciones. El problema es que me aburren y no son duraderas. Y parece que sólo conozco una forma de mostrarme amable. Menos mal que nosotros duramos, ¿verdad? Tú me durarás hasta el día en que me muera. ¿Me cambio ahora o quieres que me ocupe del vino?

«Tú me durarás hasta el día en que me muera». Contra mundum. Ya era demasiado tarde para cortar aquel lazo aun de haberlo deseado. Recordó la cabeza vendada de Charles Schofield, los ojos moribundos todavía maliciosos tras una ranura entre los vendajes, los hinchados labios que se movían dolorosamente.

—Felicidades, Giovanni. Recordadme en vuestro jardín de Parma.

Lo que había sido tan asombroso no era la mentira en sí, ni que Schofield la creyera o fingiera creerla, sino que hubiera odiado tanto a su cuñado como para morir con aquel sarcasmo en los labios. ¿O acaso había dado por supuesto que un físico, pobre inculto, no conocería a los dramaturgos jacobinos? Incluso su esposa, aquella infatigable sofisticada sexual, estaba mejor enterada.

—Supongo que dormiríais juntos si a Domenica le viniera en gana. Un poco de incesto no la inquietaría. Pero no os hace falta, ¿verdad? No os hace falta una cosa tan vulgar como el sexo para sentiros más unidos de lo que ya lo estáis. Ninguno de los dos necesita a nadie más. Por eso me marcho. Me voy ahora que todavía queda algo en mí que puede irse.

—Max, ¿qué pasa?

La voz de Domenica, agudizada por la inquietud, lo devolvió al presente. Su mente giró de regreso por un caleidoscópico torbellino de años, por entre imágenes superpuestas de su infancia y su juventud, hasta llegar a la más reciente e inolvidable, la imagen inmóvil, perfectamente enfocada, grabada para siempre en su memoria, de los dedos muertos de Lorrimer arañando el suelo de su laboratorio, el apagado y entreabierto ojo de Lorrimer, la sangre de Lorrimer. Respondió:

—Ve a cambiarte. Ya me encargaré yo del vino.