Capítulo 5

Leamings, la casa de Howarth, se hallaba a unos cinco kilómetros del pueblo de Chevisham por la carretera de Cambridge. Era un moderno edificio de hormigón, madera y vidrio, sobre los llanos marjales, con dos alas blancas como velas plegadas. Incluso bajo la menguante luz resultaba impresionante. La casa se alzaba en espléndido aislamiento, sin que el efecto que producía dependiera de otra cosa que de su perfección de líneas y su artística sencillez. No se veía ningún otro edificio, salvo un solitario cottage de madera negra elevado sobre pilotes, desolado como un barracón de ejecuciones, y, surgiendo espectacularmente sobre el horizonte oriental, un intrincado espejismo: la maravillosa torre y el octágono de la catedral de Ely. Desde las habitaciones de la parte posterior se vería una inmensidad de cielo y se divisarían extensos campos sin vallar, cortados por el dique de Leamings, que cambiaban con las estaciones; de la negra tierra labrada a la siembra de primavera y luego a la cosecha. No se oiría nada sino el viento y, en verano, el incesante susurro del grano.

El solar era pequeño y el arquitecto había debido de aguzar su ingenio. No había jardín, nada salvo un breve camino de acceso que terminaba en un patio pavimentado y un garaje doble. Ante el garaje, un Jaguar XJS de color rojo hacía compañía al Triumph de Howarth. Massingham dedicó una envidiosa mirada al Jaguar, preguntándose cómo habría conseguido la señora Schofield una entrega tan rápida. Entraron en el patio y aparcaron junto al Jaguar. Howarth había salido afuera antes de que Dalgliesh pudiera parar el motor, y esperaba en silencio. Iba enfundado en una bata larga de carnicero a rayas blancas y azules con la que parecía sentirse perfectamente a gusto, no viendo necesidad de quitársela ni de justificar su atavío. Mientras subían por la escalera, con peldaños abiertos de madera tallada, Dalgliesh le felicitó por la casa. Howarth explicó:

—Fue diseñada por un arquitecto sueco que realizó algunas de las adiciones modernas en Cambridge. En realidad pertenece a un amigo de la universidad. Su esposa y él están pasando un par de años sabáticos en Harvard. Si deciden quedarse en Estados Unidos, es posible que la vendan. De un modo u otro, estamos instalados para los próximos dieciocho meses, y luego podemos buscar otra cosa si hace falta.

La escalera por la que subían era circular y muy amplia. En el piso de arriba, sonaba, a gran volumen, una grabación del final del tercer concierto de Brandenburgo. El glorioso son polifónico latía contra las paredes y se difundía por toda la casa; Massingham casi se lo imaginó despegando sobre sus blancas alas y remontándose gozosamente sobre los marjales. Alzando un poco la voz para imponerse a la música, Dalgliesh preguntó:

—¿Está a gusto aquí la señora Schofield?

La voz de Howarth, cuidadosamente despreocupada, descendió hacia ellos.

—Oh, para entonces es probable que ya se haya marchado. A Domenica le gusta la variedad. Mi hermanastra padece del horreur de domicile de que hablaba Baudelaire; por lo general, prefiere estar en otra parte. Su hábitat natural es Londres, pero ahora vive conmigo porque está ilustrando una nueva edición limitada de Crabbe para la editorial Paradine.

El disco llegó a su fin. Howarth hizo una pausa y añadió con cierta aspereza, como cediendo de mala gana a la confidencia:

—Creo que debería advertirles que mi hermana enviudó hace apenas dieciocho meses. Su marido se mató en un accidente automovilístico. Iba conduciendo ella, pero tuvo suerte. Al menos, supongo que tuvo suerte. Apenas sufrió algunos arañazos. Charles Schofield murió al cabo de tres días.

—Lo siento —contestó Dalgliesh. La parte que tenía de cínico se preguntó a qué venía aquella explicación. Howarth le había parecido un hombre esencialmente introvertido, en absoluto propenso a comentar sus tragedias personales o familiares. ¿Era quizás una llamada a su caballerosidad, una súplica encubierta para que la trataran con especial consideración? ¿O acaso Howarth pretendía advertirles que ella seguía perturbada por el dolor y que resultaba impredecible, quizás incluso desequilibrada? No podía insinuar, desde luego, que a partir de aquella tragedia había adquirido el irresistible hábito de asesinar a sus amantes.

Llegaron al final de la escalera y se encontraron de pie en un espacioso balcón de madera que parecía suspendido en el espacio. Howarth abrió una puerta y anunció:

—Aquí les dejo. Hoy empezaré temprano a preparar la cena. Ella está dentro. —Alzó más la voz—. El comandante Dalgliesh y el detective inspector Massingham. Han venido por el asesinato. Mi hermana, Domenica Schofield.

El cuarto era inmenso, con una ventana triangular del suelo al techo que sobresalía hacia los campos como la proa de un buque, y un alto y curvo cielorraso de pino claro. El mobiliario era escaso y muy moderno. De hecho, el lugar recordaba más el estudio de un músico que una sala de estar. Junto a la pared había un amasijo de atriles de música y estuches de violín y, montado sobre ellos, un moderno y obviamente caro equipo estéreofónico. Había un solo cuadro, un retrato al óleo de Ned Kelly pintado por Sidney Nolan. La anónima máscara metálica, con los dos ojos inidentificables que refulgían tras la ranura, encajaba bien con la austeridad de la habitación y la austera negrura de los marjales al oscurecer. Resultaba fácil imaginárselo como un ceñudo Hereward de nuestros días, cruzando a grandes zancadas los enlodados campos.

Domenica Schofield estaba de pie ante una mesa de dibujo situada en mitad de la habitación. Se giró, sin sonreír, para contemplarlos con los ojos de su hermano, y Dalgliesh se encontró de nuevo ante aquellas desconcertantes lagunas de azul bajo las gruesas y curvadas cejas. Como siempre, en aquellos momentos cada vez más infrecuentes en que inesperadamente se hallaba cara a cara con una mujer hermosa, su corazón dio una sacudida. Era un placer más sensual que sexual, y le alegró comprobar que aún era capaz de sentirlo, incluso en mitad de una investigación de asesinato.

No obstante, se preguntó hasta qué punto no era estudiado aquel suave y deliberado giro, aquella primera mirada, remota pero especulativa, de tan extraordinarios ojos. Bajo aquella luz, las pupilas, al igual que las de su hermano, eran casi moradas, y el blanco estaba teñido de un azul más claro. Su tez era pálida, de color miel, y sus cabellos, como de lino, estaban peinados hacia atrás desde la frente y recogidos en una masa en la base del cuello. Vestía unos tejanos que ceñían estrechamente sus poderosos muslos y una camisa de cuello abierto a cuadros verdes y azules.

Dalgliesh calculó que sería unos diez años más joven que su medio hermano. Cuando habló, su voz fue curiosamente grave para una mujer, y con un ápice de rudeza.

—Siéntense. —Agitó vagamente la mano derecha hacia uno de los sillones de cuero y metal cromado—. ¿Les importa que siga con mi trabajo?

—No, si a usted no le molesta que le hablemos mientras trabaja, y si no le importa que esté sentado mientras usted sigue en pie.

Acercó el asiento al caballete, desde donde podía ver al mismo tiempo su cara y su trabajo, y se arrellanó. El sillón era sumamente cómodo. Advirtió que ella ya comenzaba a lamentar su falta de cortesía. En cualquier enfrentamiento, el que está de pie goza de una ventaja psicológica, pero no así cuando su adversario está sentado a sus anchas en el lugar que él mismo ha elegido.

Massingham, con una discreción casi ostentosa, había cogido otro sillón para sí y lo había situado junto a la pared, a la izquierda de la puerta. Ella sin duda era consciente de la presencia del inspector a sus espaldas, pero no lo demostró. Difícilmente podía quejarse de una situación que ella misma había provocado, pero, como si advirtiera que la entrevista había comenzado de una forma poco propicia, comentó:

—Lamento parecer tan obsesionada con mi trabajo, pero debo cumplir un plazo de entrega. Como probablemente les habrá dicho mi hermano, estoy ilustrando una nueva edición de los poemas de Crabbe para la editorial Paradine. Este dibujo es para Dilación: Dinah entre sus curiosas chucherías.

Dalgliesh ya se figuraba que debía ser una competente artista profesional para haber merecido el encargo, pero quedó impresionado por la sensibilidad y la seguridad de trazo del dibujo que tenía delante. Era considerablemente detallista, pero no melindroso; una composición sumamente decorativa y muy equilibrada con la esbelta figura de la muchacha y los objetos de su deseo, minuciosamente enumerados por Crabbe. Allí estaban todos, cuidadosamente representados: el papel decorado con figuras, la alfombra rosa, la disecada cabeza de venado, el reloj enjoyado y esmaltado. Era, pensó, una ilustración muy inglesa para el más inglés de los poetas. Era evidente que la artista había concedido una gran importancia a los detalles de la época. Sobre la pared de la derecha había montado un tablón de corcho donde destacaban, prendidos con chinchetas, los esbozos preliminares; un árbol, interiores a medio terminar, piezas de mobiliario, pequeñas impresiones paisajísticas.

—Es bueno que no sea necesario admirar la obra de un poeta para ilustrarla adecuadamente. ¿Quién fue el que llamó a Crabbe «Pope con medias de estambre»? Después de veinte versos, mi cerebro empieza a latir en pareados. Pero tal vez sea usted de gustos neoclásicos. Tengo entendido que escribe versos, ¿no es cierto?

Lo hizo sonar como si coleccionara cajetillas de cigarrillos para pasar el rato.

Dalgliesh contestó:

—He respetado a Crabbe desde que, siendo un muchacho, leí que Jane Austen había dicho que le hubiera gustado ser la señora de Crabbe. Cuando fue a Londres por vez primera, era tan pobre que tuvo que empeñar todas sus ropas, y luego se gastó el dinero en una edición de los poemas de Dryden.

—¿Y eso le parece bien?

—Me parece atrayente.

Citó:

Infortunios y pesares había en todo el mundo,

pero éstos no habían hallado la agradable morada de ella;

ella sabía de madres que se afligían y viudas que lloraban

y se apenaba, rezaba sus oraciones y dormía:

pues condescendía, y no era tan pequeño su corazón

como para que una fuerte pasión lo absorbiera del todo.

Ella le dirigió una breve mirada elíptica.

—En este caso, por fortuna, no hay madre que se aflija ni viuda que solloce. Y yo dejé de rezar mis oraciones cuando tenía nueve años. ¿O es que únicamente pretendía demostrar que es capaz de citar a Crabbe?

—Esto último, por supuesto —replicó Dalgliesh—. En realidad, he venido para hablar con usted sobre estas cartas.

Sacó un fajo de papeles del bolsillo de su abrigo, desplegó una de las hojas y, sosteniéndola delante de ella, preguntó:

—¿Es la letra de Lorrimer?

Ella examinó desinteresadamente el papel.

—Desde luego. Lástima que no llegara a enviármelas. Me habría gustado leerlas, aunque no ahora, quizá.

—Supongo que no deben de ser muy distintas de las que sí envió.

Por un momento creyó que ella iba a negar haber recibido ninguna. Se dijo: «Está pensando que no nos costará nada averiguarlo por el cartero». Vio que los azules ojos se volvían cautelosos. Ella contestó:

—Así es como termina el amor: no con un estallido, sino con un plañido.

—No tanto un plañido como un llanto de dolor.

Había dejado de trabajar, pero seguía en pie, examinando el dibujo. Comentó:

—Es extraordinario lo poco atractiva que resulta la desdicha. Habría hecho mejor probando con la sinceridad. Significa muchísimo para mí y muy poco para ti. ¿Por qué no eres generosa? No te costará nada, salvo una ocasional media hora de tu tiempo. Le habría respetado más.

—Pero él no pretendía un arreglo comercial —objetó Dalgliesh—. Lo que él pedía era amor.

—Eso es algo que no estaba en mi mano darle, y él no tenía derecho a esperarlo.

Ninguno de nosotros, pensó Dalgliesh, tiene derecho a esperarlo. De forma improcedente, le vino a la memoria una frase de Plutarco: «Los muchachos apedrean a las ranas por diversión. Pero las ranas no mueren por diversión, mueren de veras».

—¿Cuándo rompió con él? —quiso saber.

Por un instante, ella pareció asombrada.

—Iba a preguntarle cómo sabía que era yo quien había roto con él, y no al revés, pero, claro, tiene las cartas. Supongo que están llenas de gemidos. Le dije que no quería volver a verle hace cosa de dos meses. Desde entonces, no he vuelto a hablar con él.

—¿Le dio alguna explicación?

—No. No estoy segura de que hubiera ninguna explicación. ¿Es imprescindible que la haya? No había ningún otro hombre, si es eso lo que está pensando. ¡Qué visión de la vida más hermosamente simple debe de tener usted! Supongo que el trabajo policial produce una mentalidad de índice de fichero. Víctima: Edwin Lorrimer. Crimen: Asesinato. Acusada: Domenica Schofield. Motivo: Pasional. Veredicto: Culpable. Lástima que ya no pueda concluir limpiamente con un Sentencia: Muerte. Digamos que me cansé de él.

—¿Cuando hubo agotado sus posibilidades, sexuales y emocionales?

—Digamos más bien intelectuales, si me perdona la arrogancia. Encuentro que las posibilidades físicas se agotan bastante rápidamente, ¿no cree? Pero si un hombre tiene ingenio, inteligencia y sus propios motivos de entusiasmo, entonces la relación puede tener algún sentido. En cierta ocasión conocí a un hombre que era una autoridad en la arquitectura eclesiástica del siglo XVII. Recorríamos kilómetros y kilómetros para admirar una iglesia. Fue fascinante mientras duró, y actualmente sé muchas cosas sobre finales del siglo XVII. Todo esto hay que apuntarlo en el haber.

—Mientras que los únicos entusiasmos intelectuales de Lorrimer eran la filosofía popular y la ciencia forense.

—La biología forense. Y manifestaba una curiosa inhibición a hablar de ella. Probablemente tenía la Ley de Secretos Oficiales grabada en lo que él denominaría su alma. Además, conseguía ser aburrido incluso hablando de su trabajo. He descubierto que los científicos invariablemente lo son. Mi hermano es el único científico que he conocido que no me aburre al cabo de diez minutos de estar en su compañía.

—¿Dónde hacían el amor?

—Es una pregunta impertinente. ¿Le parece que viene al caso?

—Podría ser. Podría darnos una idea del número de personas que sabían que ustedes dos eran amantes.

—Nadie lo sabía. No me deleita que mis asuntos particulares sean motivo de risitas en los lavabos de mujeres del Laboratorio Hoggatt.

—Entonces, ¿los únicos que lo sabían eran su hermano y usted?

Debían de haber decidido de antemano que sería estúpido y peligroso negar que Howarth estuviera al corriente, porque esta vez no vaciló al responder:

—Espero que ahora no me pregunte si lo aprobaba.

—No. Doy por sentado que lo desaprobaba.

—¿Por qué diablos ha de darlo por sentado?

El tono pretendía ser ligero, casi de chanza, pero Dalgliesh detectó el cortante filo de una cólera defensiva. Sin inmutarse, respondió:

—Trato de ponerme en su lugar, sencillamente. Si acabara de empezar un trabajo nuevo, un trabajo con cierto grado de dificultad, la relación de mi medio hermana con un miembro de mi personal, y especialmente uno que probablemente pensaba que había sido postergado, constituiría una complicación de la que preferiría prescindir.

—Tal vez carece usted de la seguridad de mi hermano. No necesitaba el apoyo de Edwin Lorrimer para dirigir con eficiencia su laboratorio.

—¿Le trajo usted aquí?

—¿Seducir a un subalterno de mi hermano en su propia casa? Si me llevara mal con mi hermano, la cosa hubiera podido dar a la relación un aliciente adicional. Y confieso que, hacia el final, no habría estado de más. Pero como no es éste el caso, eso hubiera sido nada más que una demostración de mal gusto. Los dos tenemos coches, y el de él es particularmente amplio.

—Creía que ésta era la solución habitual de los adolescentes lujuriosos. Debe de haber sido incómodo y frío.

—Muy frío. Lo cual fue otra razón para que decidiera terminar con la historia. —Se volvió hacia él con súbita vehemencia—. Mire, no pretendo escandalizarle. Intento ser sincera. Odio la muerte y la violencia. ¿Y quién no? Pero no estoy de luto, por si había pensando en ofrecerme sus condolencias. Sólo hay un hombre cuya muerte me haya afligido, y no se trata de Edwin Lorrimer. Y no me siento culpable. ¿Por qué habría de sentírmelo? No soy culpable. Aunque se hubiera quitado él mismo la vida, no me consideraría responsable. Tal y como ha sucedido, no creo que su muerte haya tenido nada que ver conmigo. Supongo que él puede haber sentido deseos de asesinarme. Pero yo nunca he tenido el menor motivo para asesinarlo a él.

—¿Tiene alguna idea de quién puede haberlo hecho?

—Un extraño, supongo. Alguien que se introdujo en el laboratorio para dejar o para destruir alguna prueba forense. Quizás un conductor ebrio que pretendía apoderarse de una muestra de su propia sangre. Edwin le sorprendió y el intruso acabó matándolo.

—Los análisis de alcohol en sangre no se llevan a cabo en el departamento de biología.

—Entonces puede que haya sido un enemigo, alguien que le guardaba rencor. Alguien contra el que había declarado en un juicio, por ejemplo. Después de todo, era bien conocido en el estrado de los testigos. La muerte de un forense.

Dalgliesh objetó:

—Está el problema de cómo pudo el asesino entrar y salir del laboratorio.

—Probablemente se introdujo durante el día y permaneció escondido hasta que cerraron el edificio, por la noche. Dejo para usted la explicación de cómo pudo escapar. Tal vez se escabulló por la mañana, durante la batahola que se formó después de que esa chica Brenda Pridmore, ¿no es eso?, descubriera el cuerpo. No creo que nadie se dedicara a vigilar la puerta de la calle.

—¿Y la falsa llamada telefónica a la señora Bidwell?

—Yo diría que seguramente no tiene ninguna relación con el caso. Una bromista, nada más. Y ahora seguramente está demasiado asustada para reconocer lo que hizo. Yo en su lugar interrogaría al joven personal femenino del laboratorio. Es la clase de broma que una adolescente con poco seso podría encontrar divertida.

Dalgliesh prosiguió interesándose por sus movimientos del día anterior. Ella explicó que no había acompañado a su hermano al concierto, pues le desagradaban los festejos rústicos, no sentía deseos de escuchar un Mozart interpretado con indiferencia y tenía un par de dibujos por terminar. Habían cenado temprano, hacia las siete menos cuarto, y Howarth había salido de casa a las siete y veinte. Ella había seguido trabajando sin ser interrumpida por el teléfono ni por ningún visitante hasta el regreso de su hermano poco después de las diez. Luego, antes de acostarse, él le había explicado el desarrollo de la velada ante un vaso compartido de whisky caliente. Ambos se habían retirado a dormir al poco rato.

Luego, sin ser preguntada, añadió que su hermano le había parecido perfectamente normal cuando regresó, aunque ambos estaban cansados. La noche anterior, él había acudido a la escena de un asesinato y había perdido varias horas de sueño. Ella utilizaba ocasionalmente los servicios de la señora Bidwell, como, por ejemplo, antes y después de una cena con invitados que Howarth y ella habían dado al poco tiempo de llegar, pero, desde luego, nunca la llamaría un día en que debiera ir al laboratorio.

Dalgliesh preguntó:

—¿Le dijo su hermano que salió del concierto durante cierto tiempo, tras la media parte?

—Me dijo que se pasó media hora sentado en una losa, reflexionando sobre la muerte. Imagino que, a esas alturas del festival, encontraba a los muertos más entretenidos que a los vivos.

Dalgliesh alzó la vista hacia el inmenso y curvo cielorraso de madera.

—Debe de resultar caro mantener la casa caliente en invierno. ¿Qué calefacción tienen?

De nuevo pudo ver aquel elíptico y fugaz destello de azul.

—Calefacción central a gas. No hay ningún hogar abierto. Es una de las cosas que echamos de menos. O sea, que no podemos haber quemado la bata blanca de Paul Middlemass. En realidad, habría sido una locura por nuestra parte el intentarlo. El plan más razonable habría consistido en lastrarla con piedras en los bolsillos y arrojarla a la esclusa de Leamings. Probablemente, aun así acabarían encontrándola, pero no veo cómo eso les ayudaría a descubrir quién la echó allí. Eso es lo que yo habría hecho.

—No, no lo crea —la contradijo suavemente Dalgliesh—. No había ningún bolsillo.

La mujer no se ofreció a acompañarlos a la salida, pero Howarth los esperaba al pie de la escalera. Dalgliesh comentó:

—No me dijo usted que su hermana era la amante de Lorrimer. ¿Realmente llegó a convencerse de que era un dato carente de importancia?

—¿Con respecto a su muerte? ¿Qué importancia puede tener? Quizá fuese importante para la vida de Lorrimer, pero dudo mucho que lo fuera para ella. Además, no soy el guardián de mi hermana. Ella es capaz de hablar por sí misma, como probablemente ya ha podido constatar.

Salió con ellos hasta el automóvil, tan formal como un anfitrión que se apresura a despedir una pareja de huéspedes no deseados. Ya con la mano en la portezuela del vehículo, Dalgliesh preguntó:

—¿Significa algo para usted el número 1840?

—¿En qué contexto?

—En el que usted prefiera.

Howarth contestó imperturbablemente:

—Whewell publicó su Filosofía de las ciencias inductivas; nació Tchaikovsky; Berlioz compuso la Symphonie Fúnebre et Triomphale. Creo que mis conocimientos de un año poco notable no llegan más lejos. O, en un contexto distinto, la relación entre la masa del protón y la del electrón.

Desde el otro lado del automóvil, Massingham le corrigió:

—Creía que esta relación era de 1836. A menos, claro está, que no le importe redondear. Buenas noches, señor.

Mientras salían de la propiedad, Dalgliesh inquirió:

—¿Cómo es que recuerda este dato tan notablemente improcedente?

—De la escuela. Quizás estuviéramos en desventaja en lo que se refiere a mezcla social, pero la enseñanza no era mala. Y es un número que se graba en la mente.

—No en la mía. ¿Qué le ha parecido la señora Schofield?

—No esperaba que fuera así.

—¿En cuanto a atractivo, talento o arrogancia?

—Las tres cosas. Su cara me recuerda a alguien, a una actriz de cine. Francesa, creo.

—Simone Signoret cuando era joven. Me sorprende que sea tan mayor como para recordarla.

—El año pasado vi una reposición de Casque d’Or.

Dalgliesh hizo notar:

—Nos ha dicho, por lo menos, una pequeña mentira.

Aparte, pensó Massingham, de la gran mentira que puede habernos dicho o no. Poseía la suficiente experiencia como para saber que era la mentira central, la afirmación de inocencia, la que resultaba más difícil de detectar; y que eran las pequeñas e ingeniosas invenciones, muy a menudo innecesarias, las que acababan confundiendo y traicionando.

—¿Señor?

—Acerca de dónde hacían el amor Lorrimer y ella, en el asiento de atrás del coche de él. Eso no puedo creerlo, ¿y usted?

No era frecuente que Dalgliesh interrogara tan directamente a un subordinado. Massingham, para su desconcierto, se sintió sometido a examen y, antes de contestar, reflexionó cuidadosamente.

—Psicológicamente, parece que no concuerda. Es una mujer exigente y amante de la comodidad, con una elevada opinión de su propia dignidad. Y probablemente vio cómo retiraban el cuerpo de su marido de entre los restos del coche, después de aquel accidente en que iba conduciendo ella. No sé, pero me da la impresión de que no deben apetecerle las relaciones sexuales en el asiento trasero de ningún automóvil. A no ser, por supuesto, que esté intentando exorcizar el recuerdo. Podría ser eso.

Dalgliesh sonrió.

—En realidad, yo estaba pensando en términos menos esotéricos. Un Jaguar escarlata, especialmente del último modelo, no es el vehículo más discreto para ir de paseo por el campo con un amante. Y el anciano señor Lorrimer nos dijo que su hijo apenas salía de casa por la tarde y por la noche, a menos que fuera a la escena de un asesinato. Y éstos son imprevisibles. Por otra parte, a menudo solía quedarse hasta tarde en el laboratorio, y estoy seguro de que no todas estas demoras se debían al trabajo. Creo que la señora Schofield y él tenían un lugar de encuentro bastante cercano.

—¿Cree que es importante, señor?

—Lo bastante importante como para hacer que nos mintiera. ¿Por qué habría de preocuparle que supiéramos dónde solían retozar? Lo comprendería mejor si nos hubiera dicho que nos metiéramos en nuestros asuntos. Pero ¿una mentira? Además, ha habido otro instante en que ha perdido muy brevemente la compostura: cuando nos ha hablado de la arquitectura eclesiástica del siglo XVII. Me ha dado la impresión de que se producía un breve y casi indetectable momento de confusión, cuando se ha dado cuenta de que había mencionado algo indiscreto o, por lo menos, algo de lo que prefería que no se hablara. Mañana, cuando hayamos terminado con las entrevistas, creo que iremos a echar un vistazo a la capilla de Hoggatt.

—Pero el sargento Reynolds ya ha estado esta mañana, señor, después de registrar la propiedad. No es más que una capilla vacía y cerrada con llave. No ha encontrado nada.

—Probablemente porque no hay nada que encontrar. Es sólo una corazonada. Ahora será mejor que volvamos a Guy’s Marsh para esa conferencia de prensa, y, si ha regresado el jefe de policía, debo tener unas palabras con él. Luego me gustaría volver a ver a Brenda Pridmore. Y después quiero ir a la Vieja Rectoría para hablar con el doctor Kerrison. Pero eso puede esperar hasta que hayamos visto qué puede hacer la señora Gotobed, del Moonraker, respecto a nuestra cena.