Según la experiencia de Dalgliesh, los letrados que practican en ciudades catedralicias invariablemente disponen de un agradable alojamiento, y la oficina de los señores Pargeter, Coleby y Hunt no era ninguna excepción. Se trataba de una bien cuidada y conservada casa Regencia con vistas a los jardines de la catedral, una imponente puerta delantera cuya pintura negra resplandecía como si aún estuviera fresca y cuyo llamador de latón en forma de cabeza de león había sido pulimentado casi hasta la blancura. Les abrió la puerta un pasante flaquísimo y de avanzada edad, dickensiano en su anticuado traje negro con cuello duro, cuyo aspecto de lúgubre resignación se avivó un tanto al verles, como si se sintiera animado ante la perspectiva de que hubiera problemas. Cuando Dalgliesh se presentó, hizo una ligera reverencia y dijo:
—El mayor Hunt, naturalmente, está esperándole, señor. Ahora mismo está terminando una entrevista con un cliente. Si hace el favor de pasar por aquí, no tardará más de un par de minutos en recibirle.
La sala de espera a la que fueron conducidos parecía el salón de un club de hombres por su comodidad y su apariencia de controlado desorden. Los sillones eran de piel, y tan hondos que resultaba difícil imaginarse a una persona de más de sesenta años levantándose de uno de ellos sin dificultad. A pesar del calor de dos anticuados radiadores, en el hogar ardía un fuego de carbón. La gran mesa circular, de caoba, estaba cubierta de revistas dedicadas a los intereses de la clase terrateniente, muchas de ellas de una gran antigüedad. Había una vitrina para libros repleta de tomos encuadernados sobre la historia del condado y volúmenes ilustrados sobre pintura y arquitectura. El óleo sobre la repisa de la chimenea, un faetón con caballos y los correspondientes lacayos, se parecía mucho a un Stubbs y, pensó Dalgliesh, probablemente lo era.
Sólo había tenido tiempo para examinar brevemente la habitación, y acababa de asomarse a la ventana para contemplar la Lady Chapel de la catedral, cuando se abrió de nuevo la puerta y el mismo pasante los condujo al despacho del mayor Hunt. El hombre que se incorporó tras su escritorio para recibirles era de apariencia completamente opuesta a la de su pasante. Era un hombre tieso y fornido, algo entrado ya en años, enfundado en un raído pero bien cortado traje de tweed, de rubicunda tez y calvicie incipiente, con ojos penetrantes bajo las hirsutas e inquisitivas cejas. Al estrechar su mano, dedicó a Dalgliesh una mirada abiertamente calculadora, como si tratara de decidir en qué lugar exactamente debía situarle dentro de su esquema personal de las cosas, y finalmente asintió como si estuviera satisfecho de lo que veía. Todavía tenía más aspecto de militar que de abogado, y Dalgliesh supuso que la voz con que les dio la bienvenida había adquirido su poderosa y autoritaria resonancia en desfiles y comedores de oficiales de la Segunda Guerra Mundial.
—Buenos días, buenos días. Siéntese, comandante, por favor. Viene usted por un asunto trágico. Creo que es la primera vez que perdemos a uno de nuestros clientes por causa de asesinato.
El pasante carraspeó. Fue el carraspeo exacto que Dalgliesh habría imaginado: inofensivo, pero discretamente conminatorio y en modo alguno susceptible de ser pasado por alto.
—Estuvo también sir James Cummins, señor, en 1923. Le pegó un tiro el capitán Cartwright a causa de la seducción de la señora Cartwright por sir James, un agravio que vino a enconar viejas disputas sobre derechos de pesca.
—Muy cierto, Mitching. Pero eso fue en tiempos de mi padre. El pobre Cartwright acabó en la horca. Una lástima, decía siempre mi padre. Tenía un buen historial de guerra. Sobrevivió a las batallas del Somme y de Arras y fue a terminar en el patíbulo. No escapó indemne a la guerra, el pobre diablo. El jurado probablemente habría presentado una solicitud de gracia si no hubiera descuartizado el cuerpo. Porque descuartizó el cuerpo, ¿verdad, Mitching?
—Muy cierto, señor. Encontraron la cabeza enterrada en el huerto.
—Ése fue el fin de Cartwright. Los jurados ingleses no perdonan el descuartizamiento. Si Crippen hubiera enterrado a Belle Elmore de una pieza, hoy aún estaría con vida.
—Difícilmente, señor. Crippen nació en 1860.
—Bien, pues no llevaría mucho tiempo muerto. No me sorprendería excesivamente que hubiera llegado a cumplir el siglo. Sólo contaba tres años más que su padre, Mitching, y era de la misma complexión: pequeño, de ojos saltones, delgado pero fuerte. Los de este tipo viven para siempre. Oh, bien, vamos a lo nuestro. Tomarán ustedes café, espero. Puedo prometerles que será bebible. Mitching ha instalado uno de esos chismes con retorta de vidrio, y molemos nosotros mismos los granos en el momento. Café pues, Mitching, por favor.
—La señorita Makepeace está preparándolo, señor.
El mayor Hunt exudaba bienestar de sobremesa, y Massingham dedujo, no sin envidia, que sus negocios con su último cliente se habían tratado principalmente ante una mesa bien provista. Dalgliesh y él solamente habían engullido un apresurado bocadillo y una cerveza en un pub a mitad de camino entre Chevisham y Guy’s Marsh. Dalgliesh, que tenía la reputación de saber disfrutar de la comida y del vino, manifestaba una incómoda tendencia a pasar por alto las horas de las comidas cuando estaba trabajando en un caso. Massingham no se quejaba por la calidad; era la cantidad lo que deploraba. Pero al menos iban a tomar café.
Mitching se había situado cerca de la puerta y no mostraba ninguna intención de retirarse. Esto, al parecer, resultaba perfectamente aceptable. Dalgliesh pensó que eran como una pareja de comediantes que estuvieran perfeccionando su antifonal parloteo, y no desearan perderse ninguna ocasión de practicar. El mayor Hunt comentó:
—Querrá usted conocer el testamento de Lorrimer, naturalmente.
—Y todo lo que usted pueda decirnos sobre él.
—No será mucho, me temo. Solamente le he visto dos veces desde que traté con las propiedades de su abuela. Pero, por supuesto, haré todo lo que esté en mi mano. Cuando el asesinato entra por la ventana, la intimidad sale por la puerta. ¿No es así, Mitching?
—No hay secretos, señor, bajo la fiera luz que ilumina el patíbulo.
—No estoy seguro de que lo haya dicho bien, Mitching. Y hoy en día no tenemos patíbulos. ¿Es usted abolicionista, comandante?
Dalgliesh asintió:
—Forzosamente debo serlo, hasta que llegue el día en que podamos estar absolutamente seguros de que nunca, bajo ninguna circunstancia, podemos cometer un error.
—Ésta es la respuesta ortodoxa, pero suscita un gran número de interrogantes, ¿no cree? Sea como fuere, no ha venido usted aquí para charlar sobre la pena capital. No debemos perder el tiempo. Ahora, el testamento. ¿Dónde he puesto la caja del señor Lorrimer, Mitching?
—Está aquí, señor.
—Pues tráigala, hombre, tráigala.
El pasante cogió la negra caja de hojalata de una mesa lateral y la depositó frente al mayor Hunt. El mayor la abrió no sin cierta ceremonia y extrajo el testamento. Dalgliesh observó:
—Hemos encontrado un testamento en su escritorio. Lleva fecha del 3 de mayo de 1971. Parece el original.
—¿O sea que no lo destruyó? Interesante. Eso sugiere que aún no había terminado de decidirse.
—Entonces, ¿hay un testamento posterior?
—Oh, sí que lo hay, comandante. Sí que lo hay. Eso es lo que quería decirle. Lo firmó el viernes pasado, y dejó el original y la copia aquí conmigo. Aquí los tengo. Tal vez le gustaría leerlo usted mismo.
Le tendió el testamento. Era muy breve. Lorrimer, de la forma aceptada, revocaba todos los testamentos anteriores, se proclamaba en plena posesión de sus facultades mentales y disponía de todas sus propiedades en menos de una docena de líneas. A su padre le dejaba Postmill Cottage y la suma de diez mil libras esterlinas. Mil libras eran para Brenda Pridmore, «para permitirle comprar los libros que le hagan falta para completar su educación científica». El resto de sus posesiones las legaba a la Academia de Ciencias Forenses a fin de crear un premio anual en efectivo por el importe que la Academia juzgara oportuno, para un ensayo original sobre cualquier aspecto de la investigación científica del crimen. El ensayo debía ser elegido por tres jueces, seleccionados anualmente por la Academia. No se hacía ninguna mención de Ángela Foley.
Dalgliesh preguntó:
—¿Le dio alguna explicación de por qué excluía del testamento a su prima, Ángela Foley?
—A decir verdad, sí que la dio. Me pareció correcto indicarle que, en caso de que falleciera, su prima, en tanto que única pariente viva aparte de su padre, podría desear impugnar el testamento. Si lo hacía, una batalla legal costaría dinero y quizá redujera considerablemente la herencia. No me sentía obligado a presionarle para que modificara su decisión; sencillamente, me pareció correcto indicarle las posibles consecuencias. Usted oyó lo que me contestó, ¿verdad, Mitching?
—En efecto, señor. El difunto señor Lorrimer expresó su desaprobación hacia la forma en que su prima había elegido vivir. En particular, deploraba la relación que, según dijo, subsistía entre su prima y la dama con quien tengo entendido que comparte su hogar, y dijo que no deseaba que dicha compañera pudiera beneficiarse de su herencia. Si su prima decidía impugnar el testamento, estaba dispuesto a dejar el asunto en manos de los tribunales. El resultado ya no le interesaría. Él habría dejado bien claros sus deseos. También señaló, si no recuerdo mal, señor, que este testamento era solamente de naturaleza transitoria. Tenía previsto contraer matrimonio y, por supuesto, si lo hacía, el testamento quedaría automáticamente anulado. Entre tanto, deseaba protegerse contra la posibilidad, que él juzgaba remota, de que su prima lo heredara absolutamente todo si fallecía inesperadamente antes de que sus asuntos personales estuvieran arreglados.
—Así es. Mitching eso es efectivamente lo que dijo. Debo añadir que sus palabras contribuyeron a reconciliarme con el nuevo testamento. Si se proponía contraer matrimonio, entonces perdería toda vigencia y podría pensárselo de nuevo. Tampoco es que me pareciese un testamento injusto o inadecuado. Todo hombre tiene derecho a disponer de sus posesiones como mejor le parezca, si es que el estado le deja algo de que disponer. Pero se me hizo un poco extraño que, si estaba comprometido para casarse, no hiciera mención de la dama en el testamento provisional. Aunque supongo que la cosa tiene su lógica. Si le hubiera dejado una pequeña cantidad, ella no le habría quedado muy agradecida, y si se lo hubiera dejado todo, seguramente se habría casado inmediatamente con otro tipo y todo el dinero sería para él.
Dalgliesh inquirió:
—¿Le dijo alguna cosa sobre este previsible matrimonio?
—Ni siquiera el nombre de la dama. Y, naturalmente, no se lo pregunté. Ni siquiera estoy seguro de que hubiera pensado en nadie en particular; quizá fuera únicamente una intención abstracta o, quizás, una excusa para modificar el testamento. Me limité a felicitarlo y a indicarle que el nuevo testamento quedaría cancelado en cuanto se celebrase el matrimonio. Él me respondió que era consciente de ello y que a su debido tiempo regresaría para redactar un nuevo testamento. Entre tanto, así es como lo quería y así es como lo redacté. Mitching lo firmó, con mi secretaria como segundo testigo. Ah, aquí viene con el café. ¿Se acuerda usted de haber firmado el testamento del señor Lorrimer?
La muchacha que había traído el café, delgada y de apariencia nerviosa, respondió al rugido del mayor Hunt con un nervioso ademán de asentimiento y se apresuró a salir del cuarto. El mayor Hunt, satisfecho, comentó:
—Se acuerda. Estaba tan aterrorizada que apenas podía firmar. Pero firmó. Aquí está todo. Todo correcto y en orden. Creo que somos capaces de preparar un testamento válido, ¿eh, Mitching? Pero será interesante comprobar si la mujercita quiere luchar por él.
Dalgliesh quiso saber por cuánto dinero sería la lucha.
—La mayor parte de 50.000 libras, diría yo. Hoy en día no es una fortuna, pero resulta útil, muy útil. El capital original le fue legado por la anciana Annie Lorrimer, su abuela paterna. Una anciana extraordinaria. Nacida y criada en los marjales. Con ayuda de su marido, llevaba la tienda del pueblo en Low Willow. La bebida condujo a Tom Lorrimer a una tumba relativamente temprana —no podía soportar el invierno de los marjales— y ella siguió adelante sola. No todo el dinero procedía de la tienda, naturalmente, aunque la vendió en muy buen momento. No, tenía un gran olfato para los caballos. Una cosa extraordinaria. Sabe Dios de dónde le venía. Nunca en su vida montó en uno, por lo que yo sé. Cerró la tienda y tres veces al año se iba a Newmarket. Jamás perdía un penique, según he oído, y ahorraba todas las libras que ganaba.
—¿Qué familia tenía? El padre de Lorrimer, ¿fue su único hijo?
—Exactamente. Tenía un hijo y una hija, la madre de Ángela Foley. Por lo que puedo juzgar, no soportaba a ninguno de los dos. La hija se casó con el sacristán del pueblo, y la anciana la repudió en la ortodoxa tradición victoriana. El matrimonio salió mal, y no creo que Maud Foley volviera a ver a su madre. Murió de cáncer unos cinco años después de que naciera la niña. La anciana no quiso acoger a su nieta, de modo que terminó recogida por las autoridades locales. Creo que se ha pasado casi toda la vida en hogares adoptivos.
—¿Y el hijo?
—Oh, ése se casó con la maestra local y, por lo que yo sé, la cosa fue razonablemente bien. Pero la familia no estuvo nunca muy unida. La anciana no quiso dejar el dinero a su hijo porque, según ella, eso representaría pagar dos veces los derechos reales. Ella tenía más de cuarenta años cuando nació su hijo. Pero me parece que el verdadero motivo fue sencillamente que no le tenía mucho aprecio. No creo que tampoco viera mucho al nieto, Edwin, pero a alguien tenía que dejarle el dinero, y la suya era una generación que creía que la sangre es más espesa que la sopa de beneficencia, y la sangre masculina más espesa que la femenina. Aparte del hecho de que había repudiado a su hija y jamás había mostrado el menor interés por su nieta, lo cierto es que su generación no creía en dejar el dinero directamente a las mujeres. Eso sólo sirve para dar alas a los seductores y a los cazadotes. Por consiguiente, se lo dejó absolutamente todo a su nieto, Edwin Lorrimer. Creo que, cuando murió la abuela, él sintió escrúpulos de conciencia con respecto a su prima. Como usted sabe, en su primer testamento se lo dejaba prácticamente todo. Dalgliesh preguntó:
—¿Sabe usted si Lorrimer advirtió a su prima que pensaba modificar el testamento?
El abogado le dirigió una penetrante mirada.
—No me lo dijo. En las presentes circunstancias, sería muy conveniente para ella que pudiera demostrar que sí lo hizo.
Tan conveniente, pensó Dalgliesh, que sin duda no habría dejado de mencionar el hecho en su primera entrevista. Pero aunque ella se creyera la heredera de su primo, eso no la convertía necesariamente en una asesina. Si quería una participación en el dinero de su abuela, ¿por qué habría esperado hasta entonces para matar por ella?
Sonó el teléfono. El mayor Hunt masculló una disculpa y cogió el auricular. En seguida, tapando la bocina con la mano, se volvió hacia Dalgliesh.
—Es la señorita Foley, que llama desde Postmill Cottage. El anciano señor Lorrimer desea hablar conmigo a propósito del testamento. La joven dice que está muy interesado en saber si ahora la casa le pertenece. ¿Quiere que se lo diga?
—Eso debe decidirlo usted. Pero es el pariente más cercano; lo mismo da que se entere ahora o más tarde. Igual que ella.
El mayor Hunt vaciló. Luego, habló por el aparato.
—Muy bien, Betty. Pásame a la señorita Foley.
Volvió a mirar a Dalgliesh.
—En Chevisham, esta noticia va a soltar el gato en el palomar.
Dalgliesh tuvo una repentina visión del entusiasta y juvenil rostro de Brenda Pridmore dirigiéndole una radiante sonrisa sobre el escritorio de Howarth.
—Sí —admitió ceñudamente—. Sí, eso me temo.