Capítulo 3

El señor Goddard dijo:

—Bajaba corriendo por el camino de entrada como si le persiguieran todos los diablos.

—¿Podría describírnoslo, señor Goddard?

—Qué va. No era viejo.

—¿Muy joven?

—No digo que fuera joven. No lo vi tan de cerca para saberlo. Pero no corría como los viejos.

—Quizá corría para coger el autobús.

—Pues no lo cogió.

—¿No hacía señales con el brazo?

—Claro que no. El chófer no podía verlo. Es tonto hacer señas desde atrás del maldito autobús.

La comisaría de Guy’s Marsh era un edificio Victoriano de ladrillo rojo con un frontón de madera pintado de blanco, tan parecido a una antigua estación de ferrocarril que Dalgliesh sospechó que la policía del siglo XIX había decidido ahorrar dinero utilizando el mismo arquitecto y los mismos planos para ambos fines.

El señor Alfred Goddard, cómodamente instalado en la sala de entrevistas ante una humeante taza de té, parecía estar como en su propia casa, ni complacido ni impresionado por el hecho de ser un testigo clave en la investigación de un asesinato. Era un campesino pequeño de cuerpo, moreno y arrugado, que olía fuertemente a tabaco, a alcohol y a excremento de vaca. Dalgliesh recordó que los primeros pobladores de los marjales eran llamados «barrigas amarillas» por sus vecinos de las tierras más altas, porque se arrastraban como las ranas por sus pantanosos campos, y también «slodgers» que chapoteaban por el fango como palmípedos. Cualquiera de ambos apelativos habría convenido al señor Goddard. Dalgliesh observó con interés que llevaba lo que parecía una correa de cuero enrollada en torno a la muñeca izquierda, y supuso que se trataba de una piel de anguila seca, el antiguo encantamiento para conjurar el reumatismo. Los deformes dedos que sostenían rígidamente la taza de té sugerían que el talismán no había sido tan eficaz como podía desearse.

Dalgliesh no creía que Goddard se hubiera molestado en presentarse a declarar si Bill Carney, el cobrador del autobús, no lo conociera como uno de los pasajeros habituales en el trayecto del miércoles por la noche entre Ely y Stoney Piggott, vía Chevisham, y hubiera dirigido a los investigadores a su remota vivienda. Sin embargo, después de ser sumariamente desenterrado de su madriguera, no había mostrado ningún resentimiento contra Bill Carney ni contra la policía, y se había manifestado dispuesto a contestar todas las preguntas si, como explicó, se las hacían con educación. Su principal motivo de queja contra la vida era el autobús de Stoney Piggott: sus retrasos, su irregularidad, el constante aumento de la tarifa y, sobre todo, la estupidez del reciente experimento de utilizar vehículos con imperial en la ruta de Stoney Piggott, con el resultado de que cada miércoles se veía desterrado al piso superior por culpa de su pipa.

—Para nosotros, en cambio, ha sido una gran suerte que estuviera usted allí —observó Massingham.

El señor Goddard se limitó a resoplar sobre su taza de té.

Dalgliesh reanudó el interrogatorio.

—¿Alguna cosa le llamó especialmente la atención en él, señor Goddard? ¿Su estatura, su cabello, su forma de vestir?

—Qué va. Una altura normal y con un chaquetón o abrigo corto, creo. Lo llevaba abierto, creo.

—¿Se acuerda del color?

—Oscuro, creo. Sólo lo vi un segundo, ¿sabe? Luego me lo taparon los árboles. El autobús ya estaba arrancando cuando lo vi.

Intervino Massingham:

—El conductor no lo vio, y tampoco el cobrador.

—Es posible. Ellos iban en el piso de abajo. No es fácil que se dieran cuenta. Además, el conductor estaba conduciendo el maldito autobús.

Dalgliesh insistió:

—Señor Goddard, esto es muy importante. ¿Recuerda si había alguna luz encendida en el laboratorio?

—¿De qué laboratorio me habla?

—La casa de donde venía corriendo aquel hombre.

—¿Luces en la casa? Si quiere decir casa, ¿por qué no dice casa? —El señor Goddard parodió los ardores de la más intensa reflexión, frunciendo los labios en una mueca y entornando los párpados. Los demás esperaron. Al cabo de una pausa de duración precisamente calculada, anunció—: Luces débiles, creo. Ojo, no digo luces brillantes. Pero creo que vi algo de luz en las ventanas de abajo.

Massingham preguntó:

—¿Está seguro de que era un hombre?

El señor Goddard le dedicó una mirada en que se mezclaban el reproche y la mortificación, como un candidato electoral enfrentado a lo que evidentemente considera una pregunta injusta.

—Llevaba pantalones, ¿no? Si no era un hombre, debería serlo.

—¿Pero no está absolutamente seguro?

—Hoy en día no se puede estar seguro de nada. En otro tiempo, cuando la gente tenía temor de Dios, se vestía de una manera decente. Hombre o mujer, era humano y estaba corriendo. Eso es lo que yo vi.

—Entonces, ¿habría podido ser una mujer con pantalones?

—No corría como una mujer. Las mujeres son torpes corriendo. Juntan las rodillas y separan los tobillos como los patos. Lástima que no junten las rodillas cuando no están corriendo, digo yo.

Era una buena deducción, pensó Dalgliesh. Ninguna mujer corre exactamente como un hombre. La primera impresión de Goddard había sido la de un hombre más bien joven que bajaba corriendo, y, casi con toda certidumbre, eso era exactamente lo que había visto. Un exceso de preguntas sólo serviría para confundirlo.

El conductor y el cobrador, convocados desde la terminal de autobuses y todavía vestidos de uniforme, no pudieron confirmar la declaración de Goddard, pero lo que dijeron también fue útil. No era de extrañar que ninguno de los dos hubiera visto al corredor, pues el muro de casi dos metros y los árboles que lo bordeaban impedían ver el laboratorio desde el piso bajo del autobús y sólo hubieran podido ver el edificio en el instante en que el vehículo pasaba ante el camino de acceso, reduciendo su velocidad para detenerse en la parada. Pero si el señor Goddard estaba en lo cierto y la figura había aparecido cuando el autobús ya arrancaba, no habrían podido verla de ningún modo.

Resultó conveniente que ambos estuvieran en condiciones de confirmar que el miércoles por la noche el autobús circulaba según el horario previsto. Bill Carney incluso había consultado su reloj en el momento de arrancar, e indicaba las nueve y doce. El autobús se había detenido en la parada un par de segundos. Ninguno de sus tres pasajeros había hecho ademán de querer apearse, pero tanto el conductor como el cobrador habían visto una mujer que esperaba en la oscuridad de la marquesina, y habían supuesto que querría subir. Sin embargo, no había sido así, y la mujer se había retirado más hacia la sombra de la parada al ver llegar el autobús. Al cobrador le había parecido extraño que estuviera esperando allí, ya que aquella noche no había otro autobús. Pero, como caía una ligera llovizna, había supuesto sin pensar demasiado en ello que sólo pretendía guarecerse. Después de todo, como señaló con toda razón, no era su trabajo arrastrar pasajeros al autobús si ellos no querían subir.

Dalgliesh los interrogó bastante a fondo acerca de la mujer, pero obtuvo muy poca información concreta. Ambos coincidían en que se cubría la cabeza con un pañuelo y llevaba el cuello del abrigo vuelto hacia arriba. El conductor creía recordar que vestía pantalones y una gabardina ceñida por medio de un cinturón. Bill Carney estaba de acuerdo en lo tocante a los pantalones, pero creía que llevaba un abrigo de tres cuartos. El único motivo para suponer que se trataba de una mujer era el pañuelo de la cabeza. Ninguno de los dos podía describirlo. Les parecía improbable, por lo demás, que ninguno de los tres pasajeros del piso bajo pudiera serles de utilidad. Dos de ellos, que conocían como habituales, eran personas mayores y en aquel momento iban durmiendo. El tercero les era desconocido.

Dalgliesh sabía que habría que localizarlos a los tres. Era una de esas tareas pesadas y laboriosas que, aunque resultaban necesarias, raramente proporcionaban alguna información que valiera la pena. Pero era sorprendente comprobar en cuántas cosas se fijaba la gente. Quizá los que dormían habían sido despertados por el frenazo del autobús y habían visto a la mujer que esperaba en la parada con mayor claridad que el conductor o el cobrador. El señor Goddard no había advertido su presencia, lo que no era de extrañar. Al ser preguntado, había respondido cáusticamente que cómo podía una persona ver a través del techo de la marquesina y que, de todas maneras, estaba mirando hacia el otro lado, ¿verdad?, y suerte habían tenido de que fuera así. Dalgliesh se apresuró a apaciguarlo y, cuando el anciano dio finalmente por concluida su declaración de una forma que le satisfizo, lo acompañó hasta el coche de policía que iba a devolverlo a su hogar, sentado en el asiento de atrás, no sin cierto estilo, como un pequeño y rígido maniquí.

Pero aún tuvieron que pasar otros diez minutos antes de que Dalgliesh y Massingham pudieran salir hacia Ely. No sin cierto retraso, Albert Bidwell había acudido a la comisaría, llevando consigo una cuantiosa muestra de la tierra del campo de remolachas y una adusta expresión de agravio. Massingham se preguntó cómo habría conocido a su esposa, y qué había conducido a la unión de dos personalidades tan distintas. Estaba seguro de que ella había nacido cockney; él era un hijo de los marjales. Lo que ella tenía de locuaz, lo tenía él de taciturno; era tan lento de pensamiento como ella aguda, tan indiferente como ella ávida de rumores y excitación.

El hombre reconoció haber recibido la llamada telefónica. Era una mujer, y el recado era que la señora Bidwell debía ir a Leamings a echarle una mano a la señora Schofield en vez de acudir al laboratorio. No recordaba si la mujer había dado su nombre, pero creía que no. La señora Schofield le había telefoneado anteriormente en un par de ocasiones, cuando necesitaba que su esposa la ayudara a preparar una cena con invitados o algo así. Cosas de mujeres. No sabría decir si era la misma voz. Al ser preguntado si había supuesto que quien llamaba era la señora Schofield, contestó que no había supuesto nada.

Dalgliesh quiso saber:

—¿Recuerda usted si la voz dijo que su esposa debía venir a Leamings o ir a Leamings?

Resultaba evidente que el significado de esta pregunta se le escapaba, pero la recibió con hosca suspicacia y, tras una larga pausa, respondió que no lo sabía. Cuando Massingham le preguntó si era posible que la llamada no fuera de una mujer, sino de un hombre que disfrazaba su voz, el señor Bidwell le dedicó una mirada de concentrado disgusto, como si le indignara una mente capaz de concebir tan sofisticada villanía. Pero fue esta pregunta la que mereció su más larga respuesta. Con voz resuelta, vino a decir que ignoraba si había sido una mujer, un hombre que fingía ser una mujer o quizás un muchacho. Lo único que sabía era que le habían pedido que diera un recado a su mujer, y él se lo había dado. Y si hubiera sabido que aquello iba a causar tantos problemas, no habría descolgado el teléfono. Y con eso tuvieron que darse por satisfechos.