Era una habitación alargada y de techo bajo, con paredes blancas y una ventana de bisagras. Desde la ventana podía verse un rectángulo de hierba sin segar, un par de manzanos retorcidos y cargados de fruta barnizada de verde y oro bajo el sol del otoño y un descuidado seto salpicado de bayas, más allá del cual se alzaba el molino de viento. Aún bajo la suave luz de la tarde, el molino no parecía más que un melancólico desecho de su antigua potencia. La pintura se desprendía de sus paredes y las grandes aspas, cuyas tablillas habían caído como dientes cariados, colgaban paralizadas por la inercia en el inquieto aire. Tras el molino, las hectáreas de negros marjales, recién roturadas por el laboreo del otoño, se extendían en centelleantes planicies entre los diques.
Dalgliesh volvió la espalda a este cuadro de melancólica paz para examinar la habitación. Massingham ya se afanaba en el escritorio. Viendo que la tapa no estaba cerrada con llave, la alzó unos centímetros y enseguida la dejó caer de nuevo. Acto seguido, probó los cajones. Sólo el superior de la izquierda estaba cerrado. Si sentía impaciencia porque Dalgliesh sacara de su bolsillo las llaves de Lorrimer y procediera a abrirlo, se guardó de manifestarla. Era bien sabido que el comandante, capaz de trabajar con mayor rapidez que cualquiera de sus colegas, de vez en cuando todavía gustaba de tomarse su tiempo. Y en aquellos momentos se lo tomaba, contemplando el cuarto con sus sombríos ojos oscuros en una postura de absoluta inmovilidad, como si estuviera absorbiendo vibraciones invisibles.
El lugar desprendía una curiosa paz. Sus proporciones eran correctas, y los muebles encajaban allí donde habían sido colocados. En aquel ordenado santuario, un hombre podía tener espacio para pensar. Junto a la pared de enfrente había una cama individual, pulcramente cubierta con una manta roja y marrón. Por encima de la cama, un largo estante sostenía una lámpara de lectura, una radio, un tocadiscos, un despertador, una jarra de agua y el libro de oraciones de la Iglesia Anglicana. Ante la ventana había una mesa de trabajo, de roble, y una silla de respaldo oscilante. Sobre la mesa había un secante y una jarrita de cerámica de color marrón y azul llena de lápices y bolígrafos. Aparte de eso, los únicos muebles eran una raída butaca junto a una mesita baja, un armario de roble de doble cuerpo, a la izquierda de la puerta, y, a la derecha, un escritorio pasado de moda con tapa levadiza enrollable. El teléfono estaba sujeto a la pared. No había cuadros o espejos, nada de efectos masculinos, ningún objeto trivial sobre la mesa o en el escritorio. Todo era funcional, usado, desprovisto de adornos. Era una habitación en la que un hombre podía sentirse a gusto.
Dalgliesh se acercó a echar un vistazo a los libros. Calculó que debía haber unos cuatrocientos volúmenes, que cubrían la pared por completo. Había muy pocas obras de ficción, aunque los novelistas ingleses y rusos del siglo XIX se hallaban representados. Casi todos los libros eran de historia o biografías, pero también había un anaquel de filosofía: La ciencia y Cristo, de Teilhard de Chardin; El ser y la nada: una perspectiva humanista, de Jean-Paul Sartre; Lo primero y lo último, de Simone Weil; La república de Platón y una historia editada en Cambridge del fin de la filosofía griega y los comienzos de la medieval. Parecía que Lorrimer, en un momento dado, hubiera tratado de aprender griego clásico por su cuenta; en el estante había una introducción a la gramática griega y un diccionario.
Massingham había cogido un libro sobre religión comparada, y comentó:
—Se diría que era uno de esos hombres que se atormentan intentando descubrir el significado de la existencia.
Dalgliesh dejó el volumen de Sartre que estaba examinando.
—¿Y eso le parece censurable?
—Me parece fútil. La especulación metafísica viene a ser tan carente de sentido como una discusión sobre el significado de nuestros pulmones. Los pulmones son para respirar.
—Y la vida es para vivirla. Entonces, éste le parece un adecuado credo personal.
—Maximizar los placeres y minimizar el dolor; en efecto, señor, así lo creo. Y, supongo, sobrellevar con estoicismo aquellas desgracias que no podemos evitar. Siendo humanos, ya tenemos bastantes de éstas sin necesidad de inventarlas. Sea como fuere, no creo que exista la posibilidad de llegar a comprender aquello que no puede verse, tocarse ni medirse.
—Un positivista lógico. Está usted en respetable compañía. Pero Lorrimer se pasó la vida examinando lo que podía ver, tocar y medir, y no parece que eso le satisficiera. Bien, veamos qué nos dicen sus papeles personales.
Dirigió su atención al escritorio, dejando el cajón cerrado para el final. Al levantar la tapa, quedaron al descubierto dos pequeños cajones y cierto número de casillas. Y allí, pulcramente ordenadas y compartimentadas, se encontraban las minucias de la solitaria vida de Lorrimer. Un cajón con tres facturas pendientes de pago, y otro para los recibos. Un sobre etiquetado que contenía el árbol genealógico de sus padres y sus propios certificados de nacimiento y de bautismo. Su pasaporte, un rostro anónimo pero con la mirada fija de un hipnotizado, tensos los músculos del cuello. El objetivo de la cámara habría podido ser el cañón de una pistola. Una póliza de seguro de vida. Facturas pagadas del gas, la electricidad y el combustible. El contrato de mantenimiento de la calefacción central. El contrato de alquiler del televisor. Una cartera con un extracto de su cuenta bancaria. Su cartera de inversiones, conservadora, ortodoxa, nada excitante.
No había nada relacionado con su trabajo. Era evidente que mantenía su vida tan compartimentada como su sistema de archivo. Todo lo que tenía que ver con su profesión —los diarios, los borradores de sus artículos científicos— lo guardaba en su oficina del laboratorio. Probablemente, también los escribía allí. Tal vez eso explicara las horas extraordinarias. En todo caso, habría sido imposible adivinar su profesión por el contenido de su escritorio.
Su testamento estaba en un sobre aparte, también etiquetado, junto con una breve carta de una firma de abogados de Ely, los señores Pargeter, Coleby y Hunt. El testamento, redactado cinco años antes, era muy escueto. Lorrimer dejaba a su padre Postmill Cottage y 10.000 libras esterlinas, y el resto de su posesión pasaba íntegramente a su prima Ángela Maud Foley. Vista la cartera de inversiones, la señorita Foley heredaría un sustancioso capital.
Finalmente, Dalgliesh se sacó del bolsillo el manojo de llaves de Lorrimer y abrió el cajón superior de la izquierda. La cerradura giró con gran facilidad. El cajón estaba repleto de papeles cubiertos con la escritura de Lorrimer. Dalgliesh los llevó a la mesa de la ventana e hizo un gesto a Massingham para que acercara la butaca. Los dos hombres tomaron asiento. Había veintiocho cartas en total, y las leyeron sin decir palabra. Massingham era consciente de los largos dedos de Dalgliesh cuando cogían cada hoja, la soltaban y la empujaban sobre la mesa hacia él antes de coger la siguiente. El tictac del reloj parecía extrañamente ruidoso, y su propia respiración se le antojaba embarazosamente molesta. Las cartas constituían una liturgia de la amarga exfoliación del amor. En ellas estaba todo: la incapacidad de admitir que el deseo ya no era compartido; la exigencia de explicaciones que, de obtenerse, sólo podían aumentar el dolor; la lacerante autocompasión; los espasmos de renovada e irracional esperanza; los estallidos de irritación ante la ceguera de la amante que no alcanzaba a comprender dónde se hallaba su felicidad; la degradante humillación de rebajarse para ser correspondido.
«Comprendo que no estarás dispuesta a vivir en los marjales. Pero eso no tiene por qué ser ningún problema, cariño. Si prefieres Londres, podría conseguir un traslado al Laboratorio Metropolitano. O tal vez pudiéramos encontrar casa en Cambridge o en Norwich, por citar dos ciudades a cuál más civilizada. En cierta ocasión dijiste que te gustaría vivir entre los chapiteles. También, si lo deseas, yo podría seguir aquí; tendríamos un piso en Londres para ti y yo vendría siempre que pudiera. Calculo que podría disponer de casi todos los domingos. La semana sin ti sería una eternidad, pero podría soportar cualquier cosa si supiera que me perteneces. Y me perteneces. Tantos libros, tanta búsqueda y tanta lectura, ¿a qué se reducen a fin de cuentas? Hasta que tú me enseñaste que la respuesta es muy sencilla».
Algunas de las cartas eran sumamente eróticas. Probablemente, pensó Massingham, eran las cartas de amor más difíciles de escribir satisfactoriamente. ¿Acaso el pobre diablo ignoraba que, una vez muerto el deseo, únicamente podían repugnar? Quizá los más sabios fuesen aquellos amantes que utilizaban un lenguaje secreto y particular para sus más íntimos actos. Por lo menos, el erotismo era personal. Aquí, las descripciones sexuales resultaban dignas de Lawrence, por su embarazosa intensidad, o bien fríamente clínicas. Massingham reconoció con asombro una emoción que nada más podía ser la vergüenza. No era simplemente que algunas de las descripciones fuesen brutalmente explícitas; ya estaba acostumbrado a ser testigo de la pornografía privada de las vidas asesinadas. Pero estas cartas, con su combinación de crudo deseo y elevado sentimiento, se hallaban al margen de su experiencia. El sufrimiento desnudo que expresaban le parecía neurótico e irracional. La sexualidad ya no tenía poder para escandalizarlo; el amor, decidió, aún lo hacía.
Le sorprendió el contraste entre la tranquilidad del cuarto de Lorrimer y la turbulencia de su mente. Pensó: al menos, este oficio le enseña a uno a no acumular residuos personales. El trabajo policial era tan eficaz como la religión para enseñar a vivir como si cada día fuera el último. Y no era solamente el asesinato el que quebrantaba la intimidad. Cualquier muerte súbita podía tener el mismo efecto. Si el helicóptero se hubiera estrellado en el momento de aterrizar, ¿qué clase de imagen hubieran ofrecido al mundo sus restos? ¿Un conformista prosaico, de tendencias derechistas y obsesionado por la buena forma física? ¿Un homme moyen sensuel, y, para el caso, moyen en todo? Pensó en Emma, con la que dormía siempre que les era posible a ambos y que, suponía, acabaría convirtiéndose en Lady Dungannon, a menos que, como cada vez parecía más probable, encontrara otro primogénito con mejores perspectivas y más tiempo para dedicárselo a ella. Se preguntó qué habría pensado Emma, una jovial hedonista que disfrutaba sin cortapisas de los placeres del lecho, ante aquellas desenfrenadas fantasías masturbatorias, aquella humillante crónica de las miserias del amor derrotado.
Entre los papeles había media hoja cubierta con numerosas repeticiones de un nombre. Domenica, Domenica, Domenica. Y luego Domenica Lorrimer, una combinación forzada y poco eufónica. Tal vez se había percatado de su desacierto, pues solamente lo había escrito una vez. La caligrafía resultaba laboriosa, poco decidida, como la de una jovencita que practica en secreto el anhelado apellido de casada. Todas las cartas iban sin fecha, todas sin encabezamiento ni firma. Unas cuantas eran obviamente borradores, una dolorosa búsqueda de la palabra huidiza, el texto plagado de tachaduras.
Pero Dalgliesh le tendía ya la última carta. Aquí no había enmiendas ni vacilaciones, pero, si Lorrimer había redactado un borrador previo, lo había destruido luego. Esta última carta estaba tan clara como una afirmación. Las palabras, resueltamente trazadas en tinta negra con la vertical escritura de Lorrimer, estaban dispuestas en líneas regulares, tan pulcras como un ejercicio de caligrafía. Tal vez ésta era la que había pensado enviar, después de todo.
He estado buscando palabras para explicar lo que me ha ocurrido, lo que has hecho que me ocurriera. Ya sabes lo difícil que me resulta. Han sido tantos años de escribir informes oficiales, siempre con las mismas frases, siempre con las mismas sórdidas conclusiones. Mi mente era un ordenador programado para la muerte. Era como un hombre que hubiera nacido y vivido siempre en las tinieblas de una profunda cueva, agazapado junto al solaz de una pequeña e insuficiente fogata, observando las sombras que destellan sobre los dibujos de la caverna y tratando de hallar en sus crudas siluetas algún significado, algún sentido de la existencia que me ayudara a sobrellevar la oscuridad. Y entonces apareciste tú y me llevaste de la mano hacia la luz del sol. Y allí estaba el mundo real, deslumbrando mis ojos con su colorido y su belleza. Y sólo me hizo falta tu mano y el valor de dar unos cuantos pasos para alejarme de las sombras y fantasías y salir a la luz. Ex umbris et imaginibus in veritatem.
Dalgliesh dejó la carta sobre la mesa y sentenció:
—«Señor, déjame conocer mi final y el número de mis días: que me sea dado saber cuánto tiempo he de vivir». Si hubiera podido elegir, seguramente Lorrimer habría preferido que su asesinato quedara impune antes que estas cartas fueran vistas por otros ojos que los suyos. ¿Qué opina de ellas?
Massingham, inseguro de si le pedía su opinión sobre el tema de los escritos o sobre su estilo, respondió cautelosamente:
—El pasaje de la caverna es eficaz. Da la impresión de que lo hubiera trabajado bastante.
—Pero no es del todo original. Un eco de La república de Platón. Y, al igual que el habitante de la caverna en Platón, la claridad le deslumbró y la luz hirió sus ojos. George Orwell dejó escrito en algún lugar que el asesinato, el único delito, tendría que deberse únicamente a una emoción intensa. Bien, aquí tenemos la emoción intensa. Pero parece que el cadáver no es el que corresponde.
—¿Cree que el doctor Howarth lo sabía, señor?
—Casi con toda certeza. Lo asombroso es que en el laboratorio nadie pareciera estar enterado. No es la clase de información que la señora Bidwell, por citar un nombre, guardaría en secreto. En primer lugar, me parece que hablaremos con los abogados para comprobar que el testamento sigue en vigor. Luego iremos a ver a la señorita.
Pero hubo que cambiar el programa. El teléfono de la pared comenzó a sonar, haciendo añicos la paz de la habitación. Contestó Massingham. Era el sargento Underhill, que intentaba, aunque sin mucho éxito, contener la excitación de su voz.
—Ha venido el señor Hunt, de Pargeter, Coleby y Hunt, para hablar con el señor Dalgliesh. Dice que preferiría no hablar por teléfono. Quiere saber si podría usted llamar para decirles cuándo le iría bien al señor Dalgliesh pasarse por su despacho. Y, señor, ¡tenemos un testigo! En este mismo instante está en la comisaría de Guy’s Marsh. Se llama Alfred Goddard. Viajaba en el autobús que pasó ante el laboratorio anoche a las nueve y diez.