Capítulo 1

Postmill Cottage se hallaba unos tres kilómetros al oeste del pueblo, en la intersección de Stoney Piggott’s Road y Tenpenny Lane, donde la carretera comenzaba a ascender suavemente, de un modo tan imperceptible que a Dalgliesh le resultó difícil creer que se hallaban en un terreno algo más elevado hasta que el automóvil quedó aparcado en la cuneta de hierba y, al volverse para cerrar la portezuela, vio a sus pies el pueblo extendido junto a la carretera. Bajo el tumultuoso firmamento de pintor, con las cambiantes masas de cúmulos blancos, grises y violáceos que se arremolinaban sobre el luminoso azul de las capas más elevadas de la atmósfera, y los rayos del sol que caían en caprichosos haces a través de los campos, reflejándose en techumbres y ventanas, el lugar parecía un remoto y aislado puesto fronterizo, pero también acogedor, próspero y seguro. La muerte violenta podía acechar más al este, en los oscuros marjales, pero no bajo aquellos pulcros tejados domésticos. El Laboratorio Hoggatt quedaba oculto por su cinturón de arbolado, pero el edificio nuevo resultaba fácilmente identificable por sus tocones de hormigón, sus zanjas y muros a medio construir que parecían la ordenada excavación de una ciudad por mucho tiempo enterrada.

El cottage, una baja casita de ladrillo con una fachada blanca revestida de madera, sobre la que se distinguía el redondeado extremo y las aspas del molino de viento, estaba separada de la carretera por una amplia cuneta. Un puente de tablones y un portón pintado de blanco conducían al camino de entrada y a una puerta con picaporte. La primera impresión de melancólico descuido, inducida tal vez por el aislamiento de la casa y por la desnudez de las ventanas y los muros exteriores, resultaba ilusoria cuando se miraba mejor. El jardín delantero tenía el aspecto desaliñado y lleno de hierbas que corresponde al otoño, pero los rosales de los dos arriates circulares, uno a cada lado del sendero, estaban bien atendidos. El camino de grava estaba libre de hierbas, la pintura de la puerta y las ventanas era reluciente. Unos seis metros más allá, dos anchos y robustos tablones salvaban la cuneta y conducían a un patio enlosado y un garaje de ladrillo.

A su llegada, había un viejo y sucio Mini rojo aparcado junto a un automóvil de la policía. Por el manojo de revistas parroquiales y un fajo más pequeño de lo que parecían programas de concierto, junto con el ramo de hirsutos crisantemos y hojas otoñales que ocupaba el asiento de atrás, Dalgliesh dedujo que el párroco, o más probablemente su esposa, estaba ya en el cottage, seguramente de camino a echar una mano en la decoración de la iglesia, aunque, desde luego, el jueves era un día poco habitual para esta clase de tareas eclesiásticas. Acababa apenas de dar por terminado su escrutinio del coche de la rectoría cuando se abrió la puerta del cottage y una mujer les salió al encuentro por el sendero. Nadie que hubiera nacido y se hubiera criado en una rectoría podría albergar la menor duda de que se hallaban ante la señora Swaffield. Ciertamente, parecía el prototipo de la esposa de un párroco rural, de abundante pecho, animosa y enérgica, exudando la levemente amedrentadora seguridad de una mujer habituada a reconocer la autoridad y la competencia al primer golpe de vista, y a hacer inmediato uso de ellas. Vestía una falda de tweed cubierta con un floreado delantal de algodón, un jersey tejido a mano, zapatos gruesos y unas medias de lana caladas. Un sombrero de fieltro, de ala ancha y copa baja, atravesado por un agujón de acero para sombreros, se sostenía inexorablemente sobre una amplia frente.

—Buenos días. Buenos días. Ustedes son el comandante Dalgliesh y el inspector Massingham. Winifred Swaffield. Pasen, por favor. El anciano caballero está arriba, cambiándose. Cuando ha sabido que venían ustedes ha querido ponerse el traje, aunque le he asegurado que no hacía falta en absoluto. Bajará enseguida. Estarán ustedes mejor en la salita delantera, ¿no les parece? Tenemos aquí al agente Davis, pero naturalmente ya deben de saberlo todo acerca de él. Me ha informado que lo han enviado para impedir que nadie entre en la habitación del doctor Lorrimer y para asegurarse de que ningún visitante molesta al anciano caballero. Bien, de momento no ha venido ninguno, salvo un periodista y yo misma me he librado de él al momento, conque por esta parte todo va bien. Pero el agente me ha prestado una gran ayuda en la cocina. Acabo de prepararle el almuerzo al señor Lorrimer. Solamente sopa y una tortilla, me temo, pero no parece que haya mucho más en la despensa, excepto latas de conserva, y quizá más adelante se alegre de tenerlas. Nunca me ha gustado venir de la rectoría cargada como una hipócrita benefactora victoriana.

»Simon y yo queríamos que viniera a la rectoría de inmediato, pero él no parece muy impaciente por irse y lo cierto es que no se debe atosigar a la gente, y menos a las personas mayores. Y quizá sea mejor así. Simón está en cama con gripe, por eso no ha podido venir, y no queremos que el anciano caballero se contagie. Pero tampoco podemos permitir que se quede aquí solo por la noche. Había pensado que tal vez le gustaría tener aquí a su sobrina, Ángela Foley, pero dice que no. O sea que vamos a ver si Millie Gotobed, del Moonraker, puede quedarse a pasar esta noche aquí, y mañana ya veremos. Pero no debo hacerles perder el tiempo con mis preocupaciones.

Al terminar este discurso, Dalgliesh y Massingham se vieron introducidos en la salita delantera. Al ruido de sus pisadas en el estrecho recibidor había surgido el agente Davis de lo que sin duda debía ser la cocina, se había puesto firmes, saludado, ruborizado y dirigido a Dalgliesh una mirada donde se combinaba la súplica y una ligera desesperación, antes de desaparecer de nuevo por donde había salido. Por la puerta abierta emanaba un apetitoso aroma a sopa casera.

La salita, mal ventilada y con un fuerte olor a tabaco, estaba bien amueblada, pero aun así producía una impresión de inhospitalaria incomodidad como un desordenado almacén de los recordatorios del envejecimiento y sus tristes consuelos. La chimenea había sido entablada, y un anticuado quemador de gas desprendía siseando un calor incómodamente fiero sobre un sofá de moqueta con dos círculos grasientos allí donde se habían apoyado innumerables cabezas. Había una mesa cuadrada de roble con bulbosas patas talladas y cuatro sillas a juego con tapicería de vinilo, y un enorme aparador dispuesto contra la pared opuesta a la ventana, donde pendían los agrietados restos de antiguos juegos de té. Sobre el aparador se veían dos botellas de Guinness y un vaso sin lavar. A la derecha del fuego había un sillón de aletas de alto respaldo y, a su lado, una mesa de mimbre con una destartalada lámpara, una bolsa de tabaco, un cenicero con una foto del malecón de Brighton y un tablero de damas con las fichas en su lugar, cubiertas de restos de comida secos y de mugre acumulada. El hueco a la izquierda del fuego estaba ocupado por un televisor de gran tamaño. Sobre él había un par de estantes que contenían una colección de novelas populares con idéntica encuademación y tamaño, editadas por un club del libro al que, al parecer, el señor Lorrimer había pertenecido durante un breve tiempo. Daban la impresión de haber sido pegados entre sí con goma, sin leerlos ni tan siquiera abrirlos.

Dalgliesh y Massingham se acomodaron en el sofá. La señora Swaffield se balanceó en el borde del sillón y les sonrió alentadoramente, introduciendo en la melancolía de la habitación un tranquilizador ambiente de confitura casera, escuelas dominicales bien dirigidas y coros femeninos entonando el Jerusalén de Blake. Los dos hombres se sintieron de inmediato a gusto con ella. Ambos, en sus diferentes vidas, habían conocido antes a otras como ella. No era, pensó Dalgliesh, que desconociera los raídos y deshilachados márgenes de la vida. Se limitaría a plancharlos con mano firme y a rehacer pulcramente el dobladillo.

Dalgliesh comenzó:

—¿Cómo ha reaccionado, señora Swaffield?

—Sorprendentemente bien. No deja de hablar de su hijo en presente, lo que resulta un poco desconcertante, pero creo que se da perfecta cuenta de que Edwin ha muerto. No pretendo sugerir que el anciano caballero esté senil. En lo más mínimo. Pero a veces es difícil saber lo que piensan las personas de edad. Naturalmente, debe de haber sido una conmoción terrible. Resulta abrumador, ¿verdad? Supongo que ha debido ser un criminal de esas bandas de Londres, que ha venido a robar alguna prueba. Por el pueblo se comenta que no había señales de allanamiento, pero siempre he oído decir que un ratero verdaderamente resuelto puede entrar donde sea. Y sé que el padre Gregory ha tenido muchos problemas con los rateros en la iglesia de St. Mary, en Guy’s Marsh. El cepillo de los pobres lo han forzado dos veces, y hace poco robaron dos cojines de reclinatorio, los que la Unión de Madres había bordado especialmente para celebrar su quincuagésimo aniversario. ¡Sabe Dios para qué puede querer nadie tal cosa! Afortunadamente, aquí no hemos tenido nunca este tipo de problemas. A Simón le disgustaría muchísimo tener que cerrar la iglesia con llave. Chevisham siempre ha sido un pueblo muy respetuoso de la ley, por eso nos consterna tanto este asesinato.

A Dalgliesh no le sorprendió que el pueblo ya supiera que la puerta del laboratorio no había sido forzada. Seguramente, algún miembro del personal, con la excusa de telefonear a casa para avisar que no iría a comer, y deseoso de ser el primero en difundir las emocionantes noticias, se había mostrado menos que discreto. Pero carecía de sentido tratar de identificar al culpable. Según su experiencia, en una comunidad rural las noticias se extendían por una especie de osmosis verbal, y muy atrevido tenía que ser el hombre que quisiera controlar o impedir esta misteriosa difusión. La señora Swaffield, como cualquier esposa de párroco digna de este nombre, había sido una de las primeras en enterarse. Dalgliesh comentó:

—Es una lástima que la señorita Foley y su tío no parezcan llevarse bien. Si el señor Lorrimer quisiera irse a vivir temporalmente con ella, eso al menos resolvería su problema más inmediato. Tengo entendido que ella estaba aquí con una amiga cuando ha llegado usted por la mañana, ¿no es cierto?

—Sí, las dos. El doctor Howarth vino con Ángela para dar la noticia, lo que me parece muy atento por su parte, y luego la dejó aquí cuando regresó al laboratorio. No quería faltar mucho tiempo de allí, por supuesto. Creo que Ángela telefoneó a su amiga, y ésta vino enseguida. Luego llegó el agente y, al cabo de un ratito, vine yo. Estando yo aquí, no hacía falta que se quedaran Ángela y la señorita Mawson, y el doctor Howarth deseaba que todo el mundo estuviera en el laboratorio para cuando usted llegara.

—¿Y no hay otros parientes o amigos íntimos, que usted sepa?

—Creo que no. Llevaban una vida muy recogida. El anciano señor Lorrimer no viene a la iglesia ni participa en los asuntos del pueblo, de modo que Simón y yo no hemos llegado a conocerle bien. Ya sé que mucha gente espera que el párroco vaya por ahí llamando a las puertas y sacando a la gente a rastras, pero Simón no cree que eso haga ningún bien, y debo decir que estoy de acuerdo con él. El doctor Lorrimer, naturalmente, iba a St. Mary, en Guy’s Marsh. Quizás el padre Gregory pueda decirle algo de él, aunque no creo que desempeñara un papel muy activo en la vida eclesiástica. Solía recoger a la señorita Willard de la Vieja Rectoría y la llevaba en su coche. Tal vez valga la pena tener unas palabras con ella, pero me parece improbable que tuvieran mucho trato. Me da la impresión de que la acompañaba a la iglesia porque se lo sugirió el padre Gregory, más que por una inclinación personal. Es una mujer extraña, diría yo, y no me parece muy apta para cuidar de unos niños. Pero aquí baja por fin el que ustedes han venido a ver.

La muerte, pensó Dalgliesh, destruye los parecidos familiares del mismo modo que la personalidad; no existe afinidad entre los vivos y los muertos. El hombre que entró en la habitación, arrastrando ligeramente los pies, pero aún erguido, había sido otrora tan alto como su hijo, y los escasos cabellos grises cepillados hacia atrás desde la despejada frente todavía mostraban restos del negro que antaño lucían; los acuosos ojos, hundidos bajo arrugados párpados, eran igual de oscuros. Pero no se veía ningún parentesco con aquel cuerpo rígido tendido en el suelo del laboratorio. La muerte, al separarlos para siempre, les había robado incluso el parecido.

La señora Swaffield hizo las presentaciones con voz de resuelto aliento, como si todos se hubieran vuelto sordos de pronto. Acto seguido, se desvaneció discretamente, musitando algo acerca de la sopa y la cocina. Massingham se incorporó automáticamente para ayudar al anciano a tomar asiento, pero el señor Lorrimer lo apartó de su lado con un rígido y cortante ademán.

Poco a poco, tras una vacilación inicial, como si la salita le resultara desconocida, se acomodó en el que obviamente era su lugar de costumbre, el raído sillón de respaldo alto situado a la derecha del fuego, desde donde dirigió una sostenida mirada a Dalgliesh.

Sentado allí, tieso como un palo, con su mal cortado y anticuado traje azul oscuro, que olía intensamente a naftalina y colgaba fláccidamente sobre sus enjutos huesos, parecía patético y casi grotesco, pero no desprovisto de dignidad. Dalgliesh trató de imaginar por qué se había molestado en cambiarse. ¿Era acaso un gesto de respeto hacia su hijo, la necesidad de formalizar la pena o un inquieto impulso de encontrar algo que hacer? ¿Era quizás una especie de atávica creencia en que la autoridad estaba a punto de llegar y era necesario propiciarla mediante una demostración externa de deferencia? Dalgliesh recordó los funerales de un joven agente detective muerto en acto de servicio. Lo que le había resultado casi insoportablemente patético no había sido la sonora belleza del entierro, ni siquiera la presencia de los hijos pequeños que avanzaban cogidos de la mano con solemnidad tras el ataúd de su padre. Había sido la recepción que siguió al entierro, en la pequeña casa del policía; la excelente comida casera y las bebidas que su viuda, que apenas podía costearlas, había dispuesto para refresco de los colegas y amigos de su esposo. Tal vez en aquellos momentos le había proporcionado consuelo, o la solazaba en el recuerdo. Tal vez el anciano señor Lorrimer, de igual manera, se sentía mejor porque se había sometido a esa molestia.

Instalándose a cierta distancia de Dalgliesh sobre aquel sofá extraordinariamente plagado de bultos, Massingham abrió su libreta de notas. Gracias a Dios, al menos el anciano estaba sereno. Nunca había forma de saber cómo iban a tomárselo los parientes. Dalgliesh, como bien sabía, tenía la reputación de ser bueno con los afligidos por la muerte de un ser querido. Sus condolencias podían ser breves, casi formularias, pero por lo menos parecían sinceras. Daba por supuesto que la familia desearía colaborar con la policía, pero no por venganza sino como cuestión de justicia. No fomentaba la extraordinaria interdependencia psicológica en la que a menudo se sustentaban el detective y los familiares, y que resultaba fatalmente fácil de explotar. No hacía promesas especiosas, jamás coaccionaba a los débiles ni complacía a los sentimentales. Y aun así parecía que lo apreciaban, pensó Massingham. Sabe Dios por qué. A veces es tan frío que apenas parece humano.

Vio cómo se levantaba Dalgliesh cuando el señor Lorrimer entró en la salita, pero sin hacer ademán de ayudar al anciano a tomar asiento. Massingham había contemplado fugazmente el rostro de su jefe y detectado aquella familiar mirada de especulativo y desapegado interés. ¿Habría alguna cosa, se preguntó, capaz de suscitar en Dalgliesh una espontánea piedad? Recordó otro caso en el que habían trabajado juntos, cosa de un año antes, cuando él era todavía sargento detective: la muerte de un chiquillo. Dalgliesh había contemplado a los padres con aquella misma mirada de serena apreciación. Pero había trabajado dieciocho horas diarias durante un mes hasta dejar resuelto el caso. Y en su siguiente libro de poemas apareció aquel tan extraordinario sobre un niño asesinado; un poema que nadie en el Yard, ni siquiera los que aseguraban entenderlo, había tenido la audacia de mencionar delante de su autor. En aquellos momentos estaba diciendo:

—Como ya le había dicho la señora Swaffield, me llamo Dalgliesh, y éste es el inspector Massingham. Creo que el doctor Howarth ya la había informado de que íbamos a venir. Lamento mucho lo de su hijo. ¿Se siente con ánimos para responder a unas cuantas preguntas?

El señor Lorrimer asintió, mirando hacia la cocina.

—¿Qué está haciendo allí adentro?

Su voz resultó sorprendente; de timbre agudo y una pizca quejumbrosa por la edad, pero extraordinariamente fuerte para un anciano.

—¿La señora Swaffield? Creo que está preparando una sopa.

—Supongo que habrá utilizado las cebollas y las zanahorias que teníamos en el verdulero. Ya me parecía que olía a zanahoria. Edwin sabe que no me gustan las zanahorias en la sopa.

—¿Solía cocinar para usted?

—Siempre cocina él, cuando no está en la escena de algún crimen. No suelo comer mucho a mediodía, pero él me deja algo preparado para que lo caliente: un estofado de la noche anterior, o quizás un poquito de pescado con salsa. Esta mañana no me ha dejado nada, porque anoche no estuvo en casa. He tenido que prepararme yo el desayuno. Me apetecía comer bacon, pero he pensado que valía más guardarlo por si lo quería él por la noche. Cuando llega tarde a casa, suele prepararse unos huevos con bacon.

Dalgliesh preguntó:

—Señor Lorrimer, ¿tiene usted idea de por qué alguien podía querer asesinar a su hijo? ¿Tenía algún enemigo?

—¿Por qué habría de tener enemigos? No conocía a nadie fuera del laboratorio. Y en el laboratorio todo el mundo le respetaba mucho, él mismo me lo dijo. ¿Por qué habrían de querer hacerle daño? Edwin vivía para su trabajo.

Pronunció esta última frase como si fuese una expresión original de la que se sintiera orgulloso.

—Usted le telefoneó anoche al laboratorio, ¿verdad? ¿A qué hora fue eso?

—Eran las nueve menos cuarto. La tele perdió la imagen. No parpadeó y empezó a hacer rayas, como pasa a veces; Edwin me enseñó a arreglar eso, con el botón que hay detrás del aparato. No, perdió la imagen del todo y sólo quedó un circulito de luz, y luego se apagó del todo. No podía ver las noticias de las nueve, así que llamé a Edwin y le pedí que avisara al técnico. Tenemos el aparato alquilado y se supone que han de venir a arreglarlo a cualquier hora, pero siempre hay una excusa u otra. El mes pasado, cuando les telefoneamos, tardaron dos días en venir.

—¿Recuerda qué le contestó su hijo?

—Dijo que sería inútil telefonear a aquellas horas, que ya avisaría por la mañana temprano antes de irse a trabajar. Pero, claro, no lo ha hecho. No ha venido a casa. La tele sigue estropeada. A mí no me gusta nada telefonear. Edwin se ocupa siempre de estas cosas. ¿Cree que la señora Swaffield querría telefonear?

—Estoy seguro de que lo hará con mucho gusto. Cuando telefoneó usted, ¿le comentó algo acerca de si esperaba a algún visitante?

—No. Parecía tener prisa por acabar, como si no le gustara que hubiera telefoneado. Pero él siempre dice que llame al laboratorio si tengo algún problema.

—¿Y solamente dijo que llamaría al técnico de televisión esta mañana?

—¿Qué más iba a decir? No era de los que se entretienen charlando por teléfono.

—¿Telefoneó ayer al laboratorio a propósito de su ingreso en el hospital?

—Así es. Se suponía que debía ingresar en Addenbrooke ayer por la tarde. Edwin iba a llevarme en el coche. Es por mi pierna, ¿sabe? Tengo psoriasis. Iban a probar un nuevo tratamiento.

Hizo ademán de subirse la pernera del pantalón, pero Dalgliesh se le anticipó.

—No hace falta, señor Lorrimer. ¿Cuándo se enteró de que no había ninguna cama libre?

—Llamaron sobre las nueve. Edwin acababa de salir de casa, de manera que telefoneé al laboratorio. Naturalmente, conozco el número del departamento de biología. Ahí es donde trabaja él; en el departamento de biología. Me contestó la señorita Easterbrook y dijo que Edwin estaba en el hospital asistiendo a una autopsia, pero que ella le daría el mensaje en cuanto llegara. Los de Addenbrooke dijeron que seguramente podrían admitirme el próximo martes. ¿Quién me llevará, ahora?

—Supongo que la señora Swaffield ya dispondrá algo, o tal vez pueda ayudarle su sobrina. ¿No le gustaría que viniera a hacerle compañía?

—No. ¿Qué puede hacer? Estuvo aquí esta mañana con esa amiga suya, la que escribe. A Edwin no le gusta ninguna de las dos. La amiga, Mawson se llama, ¿verdad?, subió a revolver el piso de arriba. Tengo muy buen oído. La oí perfectamente. Salí a la puerta justo cuando bajaba por la escalera. Dijo que había estado en el cuarto de baño. ¿Por qué llevaba puestos los guantes de fregar si venía del baño?

Verdaderamente, ¿por qué?, pensó Dalgliesh. Sintió un espasmo de irritación por el hecho de que el agente Davis no hubiera llegado más temprano. Era perfectamente lógico que Howarth hubiese venido a dar la noticia acompañado de Ángela Foley y la hubiera dejado con su tío. Alguien debía quedarse a su lado, y ¿quién más adecuado que su único pariente vivo? Probablemente, también era lógico que Ángela Foley hubiera buscado el apoyo de su amiga. Seguramente las dos estaban interesadas en conocer el testamento de Lorrimer. Bien, también eso era muy lógico. Massingham se agitó en el sofá, Dalgliesh percibía su impaciencia por subir al cuarto de Lorrimer, y la compartía. Pero los libros y los papeles, tristes detritus de una vida cortada, podían esperar. Podía ser que el testigo viviente no volviera a mostrarse tan comunicativo en otro momento. Inquirió:

—¿Cómo pasaba el tiempo su hijo, señor Lorrimer?

—¿Después de trabajar, quiere decir? Casi siempre está en su habitación. Leyendo, supongo. Allí arriba tiene toda una biblioteca. Es un erudito, mi Edwin. La televisión no le gusta mucho, conque yo suelo quedarme aquí abajo. A veces oigo el tocadiscos. Luego, durante los fines de semana, cuida el jardín, lava el coche, cocina y va de compras. Tiene una vida muy llena. Y no le sobra el tiempo. La mayor parte de los días se queda en el laboratorio hasta las siete, y a veces hasta más tarde.

—¿Y amigos?

—No. No le gustan los amigos. Llevamos una vida retirada.

—¿Salidas de fin de semana?

—¿Adónde querría ir? ¿Y qué haría yo entonces? Además, están las compras. Si no tiene que salir a visitar la escena de algún crimen, los sábados por la mañana me lleva a Ely y vamos al supermercado. Y luego almorzamos juntos en la ciudad. Eso me gusta.

—¿Qué llamadas telefónicas recibía?

—¿Del laboratorio? Solamente cuando el oficial de enlace con la policía llama para decir que se le requiere en la escena de un crimen. A veces llama en plena noche. Pero Edwin nunca me despierta. Me deja una nota y casi siempre está de vuelta a tiempo de traerme una taza de té a las siete en punto. Esta mañana no lo ha hecho, claro. Por eso he telefoneado al laboratorio. Primero he marcado su número, pero no me ha contestado nadie, y entonces he llamado a recepción. Edwin me dio los dos números, por si había una emergencia y no lograba hablar con él.

—¿Y no le ha telefoneado nadie más últimamente? ¿No ha venido nadie a verle?

—¿Quién iba a venir a verle? Y no ha telefoneado nadie, salvo esa mujer.

Dalgliesh, muy suavemente, preguntó:

—¿Qué mujer, señor Lorrimer?

—No sé qué mujer. Sólo sé que telefoneó. El lunes de la semana pasada, lo recuerdo muy bien. Edwin estaba tomando un baño y el teléfono no paraba de sonar, conque pensé que sería mejor que contestara yo.

—¿Recuerda exactamente qué sucedió y qué le dijo desde el momento en que descolgó el auricular, señor Lorrimer? No se apresure, piénselo bien. Esto podría ser muy importante.

—No hay mucho que recordar. Iba a decir nuestro número y pedirle que colgara, pero no me dio tiempo. Empezó a hablar en cuanto descolgué el aparato. Dijo: «Tenemos razón, hay algo en marcha». Luego añadió algo como que habían quemado la tela y que ella tenía los números.

—¿Que habían quemado la tela y ella tenía los números?

—Exactamente. No parece que tenga mucho sentido, pero dijo algo por el estilo. Y luego me dio los números.

—¿Puede recordarlos, señor Lorrimer?

—Solamente el último, que era 1840. O quizá fueran dos números, el 18 y el 40. Me acuerdo porque la primera casa en que vivimos después de casarnos tenía el número 18, y la segunda el 40. Verdaderamente, fue toda una casualidad. Sea como fuere, el caso es que estos números se me quedaron grabados. Pero de los demás no me acuerdo.

—¿Cuántos números eran, en total?

—En total, me parece que tres o cuatro. Había dos, y luego el 18 y el 40.

—¿Qué sugerían los números, señor Lorrimer? ¿Le pareció que estaba dándole un número de teléfono o la matrícula de un coche, por ejemplo? ¿Qué impresión le causaron en aquel momento?

—Ninguna. ¿Por qué habrían de causarme ninguna impresión? Más bien se parecía a un número de teléfono, diría yo. No creo que fuera una matrícula; no había ninguna letra, ya sabe. Sonaba como una fecha: mil ochocientos cuarenta[2].

—¿Tiene alguna idea de quién llamaba?

—No. No creo que fuera nadie del laboratorio. No hablaba como un miembro del laboratorio.

—¿Qué quiere decir, señor Lorrimer? ¿Cómo sonaba aquella voz?

El anciano permaneció sentado, mirando fijamente al frente. Sus manos, de dedos alargados como las de su hijo, pero con la piel seca y manchada como las hojas marchitas, colgaban pesadamente entre las rodillas, grotescamente grandes para sus frágiles muñecas. Respondió al cabo de unos instantes:

—Excitada.

Hubo otro silencio. Ambos policías lo miraban sin decir nada. Massingham pensó que aquél era un ejemplo más de la pericia de su jefe. Él habría subido precipitadamente al piso de arriba en busca del testamento y demás papeles, pero esta declaración, tan hábilmente conseguida, podía ser vital. Tras una breve pausa, el anciano habló de nuevo. La palabra, cuando fue pronunciada, resultó sorprendente.

—Conspiradora. Eso es lo que parecía. Una voz de conspiradora.

Siguieron esperando pacientemente, pero ya no añadió nada más. Luego, se dieron cuenta de que estaba llorando. Su expresión no había cambiado, pero en sus apergaminadas manos cayó una lágrima solitaria, refulgente como una perla. El hombre se la quedó mirando como si se preguntara qué podía ser aquello. Finalmente, prosiguió:

—Fue un buen hijo para mí. En otro tiempo, cuando empezó a estudiar en Londres, perdimos el contacto. Nos escribía a su madre y a mí, pero nunca venía a casa. Pero en estos últimos años, desde que me quedé solo, ha cuidado de mí. No me quejo. Me atrevería a decir que me ha dejado algo de dinero, y tengo mi pensión. Pero es duro que se vayan primero los jóvenes. ¿Y quién cuidará de mí ahora?

Dalgliesh dijo en voz baja:

—Debemos ver su habitación, examinar sus papeles. ¿Está cerrada con llave?

—¿Cerrada con llave? ¿Por qué habría de estarlo? El único que entraba allí era Edwin.

Dalgliesh le hizo una indicación con la cabeza a Massingham, que salió a llamar a la señora Swaffield. Luego, ambos subieron escaleras arriba.