El examinador de documentos entró en el despacho con tranquilo aplomo, acomodó su largo cuerpo en el sillón de Howarth sin esperar a que lo invitaran, cruzó el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda y se volvió hacia Dalgliesh enarcando interrogativamente una ceja, como un visitante que lo único que espera de su anfitrión es aburrimiento, pero está cortésmente resuelto a no demostrarlo. Llevaba unos pantalones de pana marrón oscuro, un jersey de lana fina con cuello de cisne y unos vistosos calcetines morados con mocasines de cuero. El efecto general era de despreocupada informalidad, pero a Dalgliesh no le pasó por alto que los pantalones eran a medida, el jersey de cachemira y los zapatos hechos a mano. Bajó la vista hacia el papel donde Middlemass había anotado todos sus movimientos desde las siete de la tarde anterior. A diferencia de los entregados por sus colegas, estaba escrito con una estilográfica, no con bolígrafo, en una caligrafía fina, alta y cursiva que conseguía ser al mismo tiempo decorativa y virtualmente ilegible. No era el tipo de letra que había esperado. Comenzó:
—Antes de entrar en materia, ¿querría hablarme de su disputa con Lorrimer?
—¿Quiere decir mi versión de la disputa, en contraposición a la de la señora Bidwell?
—Quiero decir la verdad, en contraposición a las especulaciones.
—No fue un episodio particularmente edificante, y no puedo decir que me sienta orgulloso de él. Pero no tuvo importancia. Acababa de comenzar con el caso del asesinato del pozo de tajón cuando oí salir a Lorrimer del lavabo. Tenía una cuestión particular que discutir con él, de modo que le llamé y le hice pasar. Hablamos, discutimos, me atacó y yo reaccioné con un puñetazo a su nariz que le hizo sangrar espectacularmente sobre mi bata. Me disculpé. Se marchó.
—¿Por qué fue la disputa? ¿Por una mujer?
—Tratándose de Lorrimer, comandante, eso era difícil. Creo que Lorrimer sabía que existen dos sexos, pero dudo que tal cosa le pareciera bien. Fue un asunto personal, algo ocurrido dos años antes. No tuvo nada que ver con este laboratorio.
—De manera que estaba usted comenzando a trabajar con una prueba de un caso de asesinato, una prueba importante, puesto que había decidido examinarla personalmente. Sin embargo, no estaba tan absorto en esta tarea como para no oír cuándo pasaba alguien ante su puerta e identificar los pasos de Lorrimer. El momento le pareció oportuno para llamarle y comentar algo que había ocurrido dos años antes, algo que durante todo este tiempo no le había preocupado, pero que en aquel instante logró enfurecerlos a ambos hasta el extremo de que acabaron atacándose físicamente.
—Dicho así, suena como una excentricidad.
—Dicho así, suena completamente absurdo.
—Supongo que fue absurdo, en cierto modo. Se trataba de un primo de mi mujer, llamado Peter Ennalls. Dejó la escuela con dos calificaciones de nivel A en ciencias, y parecía interesado en ingresar en el Servicio. Vino a pedirme consejo y le expliqué lo que tenía que hacer. Terminó como funcionario científico a las órdenes de Lorrimer en el Laboratorio del Sur. La cosa no fue ningún éxito. No creo que fuera exclusivamente culpa de Lorrimer, pero lo cierto es que carece de talento para dirigir a los empleados jóvenes. Ennalls acabó con su carrera fracasada, un compromiso matrimonial roto y lo que suele denominarse, con un eufemismo, un ataque de nervios. Y el muchacho se ahogó. Nos llegaron rumores de lo que había ocurrido. El Servicio es pequeño, y estas cosas se saben. Yo casi no conocía a Ennalls, pero mi mujer le tenía cierto cariño.
»No pretendo culpar a Lorrimer por la muerte de Peter. En último término, un suicida siempre es responsable de su propia destrucción. Pero mi mujer cree que Lorrimer habría podido hacer algo para ayudarle. Ayer la telefoneé después de almorzar para anunciarle que llegaría tarde a casa, y nuestra conversación me recordó que siempre había querido hablar con Lorrimer acerca de Peter. Por casualidad, reconocí sus pasos en aquel momento y le hice pasar, con los resultados que, sin duda, la señora Bidwell le habrá descrito gráficamente. Estoy seguro de que la señora Bidwell ve a una mujer en el fondo de cualquier pelea entre hombres. Y si le ha hablado de una mujer o de una conversación telefónica, la mujer era mi esposa y la conversación la que acabo de mencionarle.
Era plausible, pensó Dalgliesh. Quizás incluso fuera la verdad. Tendría que comprobar la historia de Peter Ennalls. Otro trabajo rutinario, cuando ya estaban sobrecargados y la verdad del asunto apenas estaba en duda. Middlemass, empero, había hablado en presente: «Lorrimer carece de talento para dirigir a los empleados jóvenes». ¿Podía ser, tal vez, que hubiera otros empleados jóvenes, más próximos en el tiempo y en el espacio, que hubieran sufrido bajo su mando? Sin embargo, decidió dejar de lado el asunto, al menos por el momento. Paul Middlemass era un hombre inteligente. Antes de efectuar una declaración formal, tendría tiempo para reflexionar sobre el efecto que podía producir en su carrera el hecho de estampar su firma al pie de una mentira. Dalgliesh prosiguió:
—Según su declaración, ayer representó el papel de caballo de pantomima con los danzarines medievales, en el concierto del pueblo. A pesar de ello, añade que no puede citar a nadie que responda de su coartada. Es de suponer que todo el mundo, danzarines y público, vio un caballo haciendo cabriolas por ahí, y no a quien lo llevaba. Pero ¿acaso no había nadie cuando llegó usted a la sala, o cuando se fue?
—Nadie que pueda reconocerme. Es una pega, pero no puedo evitarlo. Todo ocurrió de una forma más bien curiosa. Yo no soy danzarín. Normalmente, no me interesan estos rituales rústicos, y los conciertos de pueblo no son lo que yo entiendo por entretenimiento. En realidad, era la fiesta del oficial superior de enlace, el inspector jefe Martin, pero inesperadamente se le presentó la oportunidad de esta visita a Estados Unidos y me pidió que actuara yo en su lugar. Somos aproximadamente del mismo tamaño, y supongo que pensó que el disfraz sería de mi medida. Tenía que ser alguien bastante amplio de espaldas y con la fuerza suficiente como para sostener el peso de la cabeza. Además, le debía un favor: habló discretamente con uno de sus compañeros de la patrulla de carreteras cuando me detuvieron conduciendo por encima del límite de velocidad, el mes pasado. No podía negarme.
»La semana pasada asistí a uno de los ensayos. En realidad, lo único que debía hacer era cabriolear entre los danzarines, como usted ha dicho, lanzar tarascadas al público, agitar la cola y, en general, actuar como un tonto. La cosa no parecía tener la menor importancia, puesto que nadie podía reconocerme. Como no tenía intención de pasar toda la noche en el concierto, le pedí a Bob Gotobed, el cabecilla de la troupe, que me telefoneara desde la sala unos quince minutos antes de empezar nuestra actuación. Según el programa, teníamos que aparecer después de la media parte, y calculamos que sería hacia las ocho y media. El concierto, como seguramente ya sabe, comenzó a las siete y media.
—¿Y usted se quedó trabajando en el laboratorio hasta que le telefonearon?
—Eso es. Uno de mis subalternos me subió unos emparedados de ternera y chutney y me los comí en mi escritorio. Bob telefoneó a las ocho y cuarto para decirme que iban un poco adelantados y que sería mejor que me dirigiera hacia allí. Los muchachos ya estaban vestidos y se proponían ir al Moonraker a tomar una cerveza. La sala no tiene licencia, conque lo único que el público puede beber en la media parte es té o café servido por la Unión de Madres. Salí del laboratorio sobre las ocho y veinte, supongo.
—¿Quiere decir, entonces, que por lo que usted sabe Lorrimer seguía aún con vida?
—Sabemos que estaba vivo veinticinco minutos más tarde, si su padre está en lo cierto respecto a la llamada telefónica. Pero, de hecho, creo que lo vi. Salí por la puerta delantera, porque no hay otra salida, pero tuve que dar la vuelta por la parte de atrás para ir a los garajes en busca de mi coche. La luz del departamento de biología estaba encendida, y vi una figura en bata blanca que cruzaba ante la ventana. No puedo jurar que fuese Lorrimer. Lo único que puedo decir es que en aquel momento no se me ocurrió pensar que no lo fuera. Y sabía, desde luego, que aún tenía que estar en el edificio. Era el encargado de cerrar, y en cuestión de seguridad se mostraba de lo más minucioso. No se habría marchado sin antes comprobar todos los departamentos, incluyendo el de examen de documentos.
—¿Cómo estaba cerrada la puerta delantera?
—Solamente con la Yale y un pestillo. Así es como esperaba encontrarla. Abrí y me marché.
—¿Qué ocurrió cuando llegó a la sala?
—Para explicárselo, tendré antes que describir las peculiaridades del edificio. Lo levantó el constructor del pueblo hace cinco años, muy barato, y el comité pensó que ahorraría dinero si no intervenía ningún arquitecto. Se limitaron a indicarle al constructor que querían una sala rectangular con un escenario, dos vestuarios y lavabos en un extremo, y un vestíbulo, guardarropía y salón para refrescos. Fue construido por Harry Gotobed y sus hijos. Harry es uno de los pilares de la capilla y un modelo de rectitud cristiana. No soporta el teatro, ni aficionado ni de cualquier otra clase, y creo que les costó un poco convencerlo para que construyera un escenario. Pero lo que de ninguna manera iba a permitir es que hubiera una puerta de comunicación entre el vestuario de hombres y el de mujeres. En consecuencia, lo que tenemos es un escenario con dos cuartos detrás, cada uno con sus lavabos independientes. Hay una salida a cada lado que da al cementerio, y dos puertas al escenario, pero no existe ningún espacio común detrás del escenario. En consecuencia, los hombres se cambian en el vestuario de la derecha y salen al escenario por el mismo lado, y las mujeres por la izquierda. Cualquiera que desee entrar por el lado opuesto, tiene que salir del vestuario ya caracterizado, cruzar el cementerio, seguramente bajo la lluvia y, si no resbala sobre una lápida, se rompe el tobillo o cae al interior de una tumba abierta, puede hacer finalmente una triunfal aparición, aunque quizás algo húmeda, por el lado correcto del escenario.
De pronto, echó la cabeza hacia atrás y emitió una carcajada. Recobrando la compostura, explicó:
—Lo siento, ya sé que es de mal gusto. Acabo de recordar la representación que ofreció la sociedad dramática el pasado año. Habían elegido una de esas anticuadas comedias de costumbres cuyos personajes se pasan el tiempo en traje de noche, intercambiando comentarios agudos y triviales. La joven Bridie Corrigan, del almacén general, hacía el papel de doncella. Mientras cruzaba el camposanto, le pareció que veía el fantasma de la vieja Maggie Gotobed. Hizo su aparición chillando y con la cofia torcida, pero aún recordaba su papel lo bastante como para exclamar: «¡Santa Madre de Dios, la cena está servida!», ante lo cual la compañía abandonó ordenadamente el escenario, los hombres por un lado y las mujeres por el otro. Nuestra sala, se lo aseguro, incrementa considerablemente el interés de las representaciones.
—Entonces, usted se dirigió al vestuario de la derecha, ¿no?
—Efectivamente. Era un caos total. Los actores deben colgar allí sus abrigos de calle, además de guardar los disfraces. Hay una hilera de perchas y un banco en el centro del cuarto, un espejo bastante pequeño y el espacio suficiente para que dos personas se maquillen al mismo tiempo. En el lavabo hay un solo lavamanos. Bien, estoy seguro de que ya lo verá usted mismo. Anoche era un verdadero caos, con la ropa de calle, los trajes, el banco lleno de cajas y toda clase de objetos que caían por el suelo… El disfraz de caballo estaba colgado de uno de los ganchos, y me lo puse.
—¿No había nadie cuando llegó usted?
—En el vestuario no, pero oí a alguien en el lavabo. Sabía que la mayor parte de la troupe se encontraba en el Moonraker. Cuando ya me había enfundado el disfraz, se abrió la puerta del lavabo y salió Harry Sprogg, uno de los danzarines. Llevaba puesto su traje de escena.
Massingham tomó nota del nombre: Harry Sprogg. Dalgliesh quiso saber:
—¿Le dijo usted algo?
—Yo no. Él dijo algo así como que se alegraba de que hubiera podido llegar a tiempo y que los muchachos estaban en el Moonraker. Luego dijo que iba a buscarlos. Es el único abstemio del grupo, y supongo que por ese motivo no fue con ellos. Se marchó, y yo salí tras él.
—¿Sin haberle hablado?
—No recuerdo haber dicho nada. Sólo estuvimos juntos durante un par de segundos. Le seguí porque el vestuario resultaba sofocante, de hecho hedía, y mi disfraz era extraordinariamente pesado y caluroso. Decidí esperar fuera, para unirme al grupo cuando volviera de la taberna. Y eso es lo que hice.
—¿No vio a nadie más?
—No, pero eso no quiere decir que no hubiera nadie por allí. La máscara del caballo limita mucho la visión. Si en el cementerio hubiera habido una persona inmóvil, es fácil que me hubiera pasado inadvertida. No esperaba ver a nadie.
—¿Cuánto tiempo se quedó allí?
—Menos de cinco minutos. Estuve corveteando un poco y probé a echar algunos mordiscos y coletazos. Si alguien estaba viéndome, debí de parecerle un loco. En el cementerio hay una escultura especialmente repulsiva, un ángel de mármol con una nauseabunda expresión de piedad y una mano señalando al cielo. Hice unas cuantas cabriolas en torno a él y chasqueé los dientes ante su necio rostro. ¡Sabe Dios por qué! Tal vez fuese el efecto conjunto de la luna y del propio lugar. Luego vi llegar a los muchachos a través del cementerio, y me uní a ellos.
—¿Dijo algo entonces?
—Puede que les dijera «hola» o «buenas noches», pero me parece que no. De todos modos, no habrían reconocido mi voz a través de la máscara. Levanté el casco de la mano derecha y les hice una reverencia burlona, y luego salí trotando tras ellos. Entramos todos juntos en el vestuario. Oímos el rumor del público que ocupaba sus asientos y, enseguida, el director de escena asomó la cabeza y dijo «adelante, muchachos». Entonces los seis danzarines salieron al escenario. Oí el violín, el ruido de sus pies y el tintineo de los cascabeles. Luego cambió la música, y ésa era la señal para que me uniera a ellos e hiciera mi número. Parte de mi actuación consistía en bajar los escalones del escenario y cabriolear entre el público. A juzgar por los grititos que lanzaban, parece que la cosa salió bastante bien, pero si está pensando en preguntar si alguien me reconoció, yo de usted no me molestaría. No veo cómo habrían podido hacerlo.
—Pero ¿y después de la actuación?
—Tampoco me vio nadie después de la actuación. Bajamos en tropel del escenario hacia el vestidor, pero los aplausos proseguían. Entonces advertí, con considerable horror, que algunos bobos entre el público estaban gritando «Otra, otra». Los muchachos de verde no necesitaron una segunda invitación, y se lanzaron de nuevo escaleras arriba como una banda de marinos sedientos a los que acaban de anunciar que el bar está abierto. Yo juzgué que mi acuerdo con Bill Martin se refería a una actuación, sin incluir bises, y que ya había hecho bastante el tonto por aquel día. Así que, cuando empezó a sonar el violín y el ruido de saltos sobre el escenario, me quité el disfraz lo colgué de su gancho y me fui de allí. Por lo que yo sé, nadie me vio salir, y no había nadie en el aparcamiento cuando me metí en mi coche. Llegué a casa antes de las diez, y mi esposa puede confirmárselo si está usted interesado. Pero no creo que lo esté.
—Sería más conveniente que encontrara usted a alguien que pudiera responder por usted entre las ocho cuarenta y cinco y medianoche.
—Ya lo sé. Irritante, ¿verdad? Si hubiera sabido que alguien se proponía asesinar a Lorrimer durante la velada, habría procurado no ponerme la máscara hasta un segundo antes de subir al escenario. Lástima que la cabeza del bicho sea tan grande. Se apoya, como podrá comprobar, directamente en los hombros del portador, sin tocar en absoluto la cara ni la cabeza. De otro modo, quizá pudiera usted encontrar un cabello o alguna otra prueba biológica de que verdaderamente la había llevado puesta. Y las huellas no sirven de nada: la tuve en mis manos durante el ensayo, al igual que una docena de personas. Para mí, todo este incidente es un ejemplo de la locura que representa el dejarse llevar por el buen natural. Si le hubiera dicho al viejo Bill dónde podía meterse su caballo de pantomima, habría estado en casa y literalmente seco hasta las ocho de la tarde y con una sólida y agradable coartada en el Panton Arms para el resto de la velada.
Dalgliesh dio por terminada la entrevista preguntándole acerca de la desaparecida bata blanca.
—Es de un diseño muy característico. De hecho, tengo media docena de batas iguales, todas heredadas de mi padre. Si quiere echarles una mirada, las otras cinco están aquí, en el armario de la ropa limpia. Son entalladas, de un lino blanco muy grueso y abrochadas hasta el cuello con botones en relieve del Cuerpo de Dentistas del ejército. Ah, y no tienen bolsillos. El viejo opinaba que los bolsillos son antihigiénicos.
Massingham pensó que una bata ya manchada con la sangre de Lorrimer podía ser considerada por el asesino como una prenda protectora especialmente útil. Reflejando este pensamiento, Middlemass añadió:
—Si vuelve a aparecer, no creo que pueda asegurar con absoluta certeza qué manchas se deben a nuestra pelea. Había una salpicadura grande, como de cinco por diez centímetros, a la altura del hombro derecho, pero es posible que hubiera alguna otra. De todos modos, supongo que los serólogos podrían hacerse una idea de la antigüedad relativa de las manchas.
Eso si volvía a aparecer, pensó Dalgliesh. Una bata no era cosa fácil de destruir por completo. Pero el asesino, si era éste quien se la había llevado, habría dispuesto de toda la noche para deshacerse de la evidencia. Preguntó:
—¿Y usted echó la bata en cuestión al cesto de la ropa sucia inmediatamente después de la pelea?
—Iba a hacerlo, pero cambié de idea. La mancha no era muy grande, y las mangas estaban perfectamente limpias. Me la puse de nuevo y la eché a la ropa sucia cuando fui a lavarme, al salir del laboratorio.
—¿Recuerda qué lavamanos utilizó?
—El primero, el más cercano a la puerta.
—¿Estaba limpio?
Si Middlemass encontró extraña la pregunta, no lo demostró.
—Tan limpio como normalmente lo está después de un día de uso. Yo suelo lavarme bastante vigorosamente, conque quedó bien limpio al marcharme. Igual que yo.
La imagen se formó en la mente de Massingham con asombrosa nitidez. Middlemass con su bata manchada de sangre inclinándose sobre el lavabo, con ambos grifos abiertos al máximo, con el agua girando y gorgoteando por el sumidero, agua teñida de rosa por la sangre de Lorrimer. Pero ¿y el tiempo? Si el anciano Lorrimer había hablado verdaderamente con su hijo a las ocho cuarenta y cinco, entonces Middlemass debía estar libre de sospecha, al menos durante la primera parte de la velada. Y, de pronto, se le presentó otra imagen; el cuerpo tendido de Lorrimer, el estridente timbre del teléfono, la mano enguantada de Middlemass alzando lentamente el auricular. Pero ¿podía ser que el anciano Lorrimer confundiera la voz de otra persona con la de su hijo?
Una vez el examinador de documentos se hubo retirado, Massingham comentó:
—Al menos, hay una persona que corrobora su historia. El doctor Howarth vio al caballo de pantomima haciendo cabriolas alrededor del ángel de mármol del cementerio. Difícilmente habrían podido reunirse esta mañana para ponerse de acuerdo en este detalle, y no veo cómo habría podido saberlo Howarth, si no.
Dalgliesh replicó:
—A menos que se pusieran de acuerdo anoche, en el cementerio. O a menos que fuera Howarth, y no Middlemass, quien se ocultaba bajo la máscara del caballo.