Capítulo 13

Al igual que el doctor Howarth, el inspector Blakelock prefirió no tomar asiento. Se detuvo en posición de firmes ante el escritorio de Howarth, ocupado ahora por Dalgliesh, como un hombre ante un consejo de guerra. Dalgliesh sabía que sería inútil procurar que se relajara. Había aprendido la técnica de responder a las preguntas en su época de agente detective, en el estrado de los testigos. Daba la información que se le pedía, ni más ni menos, y mantenía la vista fija en un punto situado un palmo por encima del hombro derecho de Dalgliesh. Cuando dio su nombre con voz firme y carente de expresión, Dalgliesh casi imaginó que iba a poner la mano derecha sobre la Biblia y pronunciar el juramento.

En respuesta a las preguntas de Dalgliesh, describió todos sus actos desde que había salido de su casa, en Ely, hasta llegar al laboratorio. Su descripción del descubrimiento del cuerpo coincidía con la de Brenda Pridmore. Nada más ver con qué cara bajaba las escaleras, había comprendido que algo andaba mal y se había precipitado hacia el laboratorio de biología sin esperar sus explicaciones. Había encontrado la puerta abierta y la luz encendida.

Describió la posición del cuerpo con tanta precisión como si sus rígidos contornos hubieran quedado indeleblemente impresos en la retina de la mente. Había advertido de inmediato que Lorrimer estaba muerto. No había tocado el cuerpo salvo, instintivamente, para deslizar una mano en el bolsillo de la bata blanca y comprobar que las llaves estaban allí. Dalgliesh inquirió:

—Esta mañana, al llegar al laboratorio, esperó a que la señorita Pridmore estuviera a su lado antes de abrir. ¿Por qué lo hizo?

—La vi doblar la esquina del edificio después de guardar su bicicleta, y me pareció que lo cortés era esperarla, señor. Además, así me ahorraba tener que volver a abrir la puerta para dejarla pasar.

—¿Encontró las tres cerraduras y el sistema de seguridad interior en buen funcionamiento?

—Sí, señor.

—¿Hace usted una comprobación rutinaria del laboratorio cuando llega?

—No, señor. Naturalmente, si viera que han manipulado alguna de las cerraduras o el cuadro de seguridad, haría una comprobación de inmediato. Pero todo estaba en orden.

—Ha dicho que la llamada del señor Lorrimer, padre, fue una sorpresa para usted. ¿No vio el coche del doctor Lorrimer cuando llegó por la mañana?

—No, señor. El personal científico superior utiliza el garaje del extremo.

—¿Por qué mandó a la señorita Pridmore a ver si el doctor Lorrimer estaba aquí?

—No la mandé, señor. Se deslizó por debajo del mostrador antes de que pudiera impedírselo.

—Entonces, ¿tenía usted la impresión de que había ocurrido algo malo?

—En realidad, no, señor. No creía que fuera a encontrarlo. Pero por un instante pensé que quizá se hubiera sentido repentinamente enfermo.

—¿Qué clase de hombre era el doctor Lorrimer, inspector?

—Era el biólogo principal, señor.

—Eso ya lo sé. Le pregunto qué tal era como hombre y como colega.

—No llegué a conocerlo demasiado bien, señor. No solía entretenerse charlando en el mostrador de recepción. Pero me llevaba bien con él. Era un buen científico forense.

—Me han dicho que mostraba cierto interés por Brenda Pridmore. ¿No significa eso que ocasionalmente se entretenía ante el mostrador?

—Tan sólo unos minutos, señor. Le gustaba conversar un poco con la chica de vez en cuando. Como a todos. Resulta agradable tener una joven así en el laboratorio. Es bonita, trabajadora y entusiasta, y creo que el doctor Lorrimer pretendía alentarla.

—¿Nada más que eso, inspector?

Impasible, Blakelock contestó:

—No, señor.

A continuación, Dalgliesh le preguntó por sus movimientos de la noche anterior. El inspector respondió que su esposa y él habían comprado entradas para el concierto del pueblo, aunque su esposa no fue de muy buena gana porque tenía un fuerte dolor de cabeza. Era propensa a sufrir dolores de sinusitis, que ocasionalmente la obligaban a retirarse a descansar. Aun así, habían asistido a la primera mitad del programa, pero, en vista de que la jaqueca empeoraba, se habían marchado en el entreacto. El inspector había conducido el automóvil de regreso a Ely, llegando a casa alrededor de las nueve menos cuarto. Su esposa y él vivían en un moderno bungalow en las afueras de la población, sin vecinos próximos, y le parecía improbable que alguien hubiera advertido su regreso. Dalgliesh comentó:

—Parece que hubo una desgana general por parte de todos para quedarse a la segunda mitad del programa. ¿Por qué se molestaron en ir, si su esposa no se encontraba bien?

—Al doctor Maclntyre, el antiguo director, le gustaba que el personal del laboratorio participara en las actividades del pueblo, señor, y el inspector jefe Martin es de la misma opinión. Por eso compré las entradas, y mi esposa creyó que, ya que las teníamos, podíamos aprovecharlas. Tenía la esperanza de que el concierto la ayudara a olvidar su dolor de cabeza. Pero la primera parte resultó bastante ruidosa y, de hecho, la jaqueca empeoró.

—¿Fue a casa a recogerla o se encontraron en el pueblo?

—Ella fue en autobús más temprano, señor, y pasó la tarde con la señora Dean, la esposa del ministro de la capilla. Son viejas amigas. Yo fui a buscarla cuando salí de trabajar, a las seis en punto. Cenamos en el pueblo antes del concierto, a base de pescado con patatas.

—¿Suele usted salir a esa hora?

—Sí, señor.

—¿Y quién cierra el laboratorio si los científicos se quedan trabajando después de su hora de salir?

—Siempre compruebo quién se queda, señor. Si hay personal subalterno trabajando, entonces debo quedarme hasta que terminen. Pero no es frecuente. El doctor Howarth tiene un juego de llaves y, si se quedara después de la hora, él mismo conectaría la alarma.

—El doctor Lorrimer, ¿solía quedarse trabajando cuando usted se iba?

—Unas tres o cuatro noches por semana, señor. Pero eso no me inquietaba en absoluto. El doctor Lorrimer era muy concienzudo y nunca se habría olvidado de cerrar.

—¿Cree que dejaría entrar a alguien en el laboratorio si estuviera él solo?

—No, señor, a menos que se tratara de algún miembro del personal o, quizá, del cuerpo de policía. Pero tendría que ser algún oficial que él conociera. No dejaría entrar a nadie que no tuviera un motivo válido para estar aquí. El doctor Lorrimer era muy quisquilloso en cuanto a la presencia en el laboratorio de personas sin autorización.

—¿Fue por eso por lo que anteayer intentó expulsar por la fuerza a la señorita Kerrison?

El inspector Blakelock no perdió la compostura, y contestó:

—Yo no lo describiría como una expulsión por la fuerza, señor. En ningún momento llegó a tocar a la joven.

—¿Quiere explicarme qué sucedió exactamente, inspector?

—La señorita Kerrison y su hermano pequeño vinieron a encontrarse con su padre. Esa mañana, el doctor Kerrison estaba pronunciando una conferencia en el curso de preparación de inspectores. Le sugerí a la señorita Kerrison que tomara asiento y esperase, pero en aquel momento bajó el doctor Lorrimer a comprobar si había llegado ya el mazo para su examen. Vio a los niños y preguntó, muy autoritariamente, qué estaban haciendo allí. Dijo que un laboratorio forense no era lugar para niños. La señorita Kerrison replicó que no tenía intención de irse, y él se le acercó como si fuera a sacarla a empujones. Recuerdo que estaba muy pálido, muy extraño. No llegó a ponerle la mano encima, pero me parece que la chica se asustó. Creo que es una joven bastante neurótica, señor. Comenzó a chillar y a gritarle: «¡Le odio! ¡Le odio!». El doctor Lorrimer giró en redondo y se dirigió escaleras arriba, mientras Brenda trataba de consolar a la chica.

—¿Y la señorita Kerrison y su hermano se fueron sin esperar a su padre?

—Sí, señor. El doctor Kerrison bajó al cabo de unos quince minutos, y le expliqué que sus hijos habían venido a buscarle pero que se habían ido ya.

—¿No le dijo nada del incidente?

—No, señor.

—¿Diría que fue un rasgo típico del comportamiento de Lorrimer?

—No, señor. Pero en las últimas semanas no tenía muy buen aspecto. Creo que estaba sometido a alguna tensión.

—¿Y no tiene idea de qué clase de tensión?

—No, señor.

—¿Tenía enemigos?

—No que yo sepa, señor.

—Entonces, ¿no se imagina quién podía querer verle muerto?

—No, señor.

—Tras el descubrimiento del cadáver del doctor Lorrimer, el doctor Howarth le envió con Ángela Foley a comprobar si su juego de llaves seguía en el armario de seguridad. ¿Quiere explicarme exactamente lo que hicieron ustedes dos?

—La señorita Foley abrió el armario. El director y ella son las dos únicas personas que conocen la combinación.

—¿Y usted miraba?

—Sí, señor, pero no sabría decirle las cifras. Vi que hacía girar el disco de la combinación.

—¿Y luego?

—Sacó la caja metálica y abrió la tapa. No estaba cerrada. Las llaves estaban dentro.

—¿Estuvo observándola de cerca todo el tiempo, inspector? ¿Está absolutamente seguro de que la señorita Foley no pudo meter las llaves en la caja sin que usted lo viera?

—No, señor. Eso habría sido imposible.

—Una última cosa, inspector. Cuando subió usted a ver el cuerpo, la señorita Pridmore se quedó abajo sola. Ella misma me ha dicho que está prácticamente segura de que nadie habría podido salir inadvertidamente del laboratorio durante esos momentos. ¿Ha pensado usted en esta posibilidad?

—¿De que se hubiera quedado aquí toda la noche, señor? Sí. Pero no estaba escondido en el despacho del oficial de enlace, porque me habría dado cuenta cuando entré a desconectar la alarma interna. Es el cuarto más cercano a la puerta delantera. Supongo que habría podido estar en el despacho del director, pero no veo cómo habría podido cruzar el vestíbulo y abrir la puerta sin que la señorita Pridmore lo advirtiera, por más que se encontrara muy aturdida. No es como si la puerta hubiera estado abierta de par en par; habría tenido que girar la cerradura Yale.

—¿Está usted absolutamente seguro de que anoche no se separó en ningún momento de sus llaves?

—Estoy seguro, señor.

—Gracias, inspector. Eso es todo, por el momento. ¿Quiere pedirle al señor Middlemass que pase, por favor?