A Dalgliesh no le gustaba que hubiera más de un agente acompañándole durante las entrevistas preliminares e informales, conque era Massingham quien se encargaba de tomar notas. En realidad, apenas eran necesarias; sabía que Dalgliesh tenía una memoria casi total. Pero aun así le parecía una práctica útil. Estaban los dos sentados ante la mesa de conferencias del despacho del director, pero Howarth, quizá porque no quería sentarse en su propio despacho si no era en su escritorio, había preferido seguir en pie y se apoyaba informalmente contra la chimenea. De vez en cuando, Massingham alzaba una discreta ceja para mirar de soslayo el bien dibujado y dominante perfil que se recortaba sobre el friso clásico. Sobre la mesa había tres manojos de llaves: las que Lorrimer llevaba encima, las que les había entregado el inspector Blakelock y las que el doctor Howarth, tras manipular el cierre de seguridad, había extraído de su caja en el armario metálico. Los tres juegos eran idénticos, una llave Yale y dos de seguridad para la puerta delantera, y otra llave más pequeña en un sencillo aro de metal. Ninguna de ellas estaba etiquetada, sin duda por razones de seguridad. Dalgliesh inquirió:
—¿Estos tres juegos son los únicos que existen?
—Sí, descontando el que tienen en la comisaría de policía de Guy’s Marsh. Naturalmente, esta misma mañana he comprobado que la policía sigue teniendo su juego. Guardan las llaves en una caja fuerte bajo el control del oficial de guardia, y no las ha tocado nadie. Tiene que haber un juego en la comisaría, por si se dispara la alarma. Anoche no hubo ninguna alarma.
Dalgliesh ya sabía por Mercer que se habían comprobado las llaves de la comisaría. Añadió:
—¿Y la llave más pequeña?
—Es la que corresponde al almacén de pruebas. La norma es que todas las pruebas que nos llegan, después de haber sido registradas en el libro, sean almacenadas allí hasta ser entregadas al jefe del departamento correspondiente. A él le incumbe asignárselas a un funcionario en concreto. Además, también guardamos las pruebas que ya han sido examinadas y deben ser recogidas por la policía, y las que se han presentado ante el tribunal y nos han sido devueltas para que procedamos a su destrucción. En este último caso se trata casi siempre de drogas. Las destruimos aquí, en el incinerador, y la destrucción ha de tener por testigos a un miembro del personal del laboratorio y al oficial de policía encargado del caso. El almacén de pruebas también está protegido por un sistema de alarma electrónica, pero, evidentemente, necesitamos una llave para la seguridad interna cuando el sistema no está conectado.
—Entonces, anoche, después de conectar el sistema de alarma interna, todas las puertas interiores del laboratorio y su oficina quedaron protegidas, ¿no es así? Eso quiere decir que un intruso solamente pudo salir sin ser detectado a través de las ventanas de los lavabos de la última planta. Todas las demás están protegidas con barrotes o con la alarma electrónica, ¿no?
—Exacto. Desde luego, habría podido seguir el mismo camino para entrar, que era lo que más nos preocupaba. Pero no es una ascensión fácil, y de todos modos hubiera sonado la alarma en cuanto hubiese tratado de entrar en cualquiera de las salas principales del laboratorio. Al poco tiempo de llegar yo, estudiamos la posibilidad de instalar también alarmas en los lavabos, pero nos pareció innecesario. En los setenta y tantos años de existencia del laboratorio, no hemos tenido ni un solo intento de penetrar por la fuerza.
—¿Cuáles son exactamente las disposiciones para el cierre del laboratorio?
—Los únicos que están autorizados a cerrarlo son los dos oficiales de enlace con la policía y Lorrimer, en su calidad de oficial suplente de seguridad. Antes de conectar la alarma y de cerrar definitivamente la puerta delantera hasta el día siguiente, Lorrimer o el oficial de enlace que se halle de servicio deben comprobar que no queda ningún miembro del personal dentro del edificio y que todas las puertas interiores están cerradas. El sistema de alarma en la comisaría de Guy’s Marsh queda conectado tanto si la puerta se cierra por dentro como por fuera.
—¿Reconoce alguna de las otras llaves que encontramos en el cadáver? Me refiero a las tres de la bolsa de cuero y la que iba aparte.
—Las tres de la bolsa, no. Evidentemente, una es la de su automóvil, y supongo que las dos restantes serán las de su casa. Pero la llave suelta se parece mucho a la que abre la capilla Wren. Si efectivamente lo es, no sabía que Lorrimer la tuviera. Tampoco es que tenga mucha importancia. Pero, por lo que yo sé, sólo hay una llave de la capilla y la tiene el oficial de enlace colgada en el tablón de su despacho. No se trata de una cerradura de seguridad; de hecho, la capilla no nos preocupa demasiado. Allí ya no queda nada de auténtico valor. Pero ocasionalmente hay arquitectos y sociedades arqueológicas que desean visitarla, de modo que les prestamos la llave y les hacemos firmar en un registro que se guarda en el despacho. De todos modos, nunca les permitimos cruzar por terrenos del laboratorio para llegar hasta ella. Deben utilizar la entrada posterior, por la carretera de Guy’s Marsh. La empresa que se ocupa de la limpieza nos pide la llave cada dos meses para limpiar y revisar la calefacción —en invierno debemos mantener la capilla razonablemente caldeada, porque el cielorraso y las tallas son bastante delicados—, y Miss Willard se pasa por allí de vez en cuando, para quitar un poco el polvo. Cuando su padre era el párroco de Chevisham, en ocasiones solía celebrar servicios en la capilla, y creo que ella siente cierto apego sentimental hacia el lugar.
Massingham se dirigió al despacho del inspector jefe Martin y regresó con la llave de la capilla. Las dos coincidían. La libreta de notas que había encontrado colgada junto a la llave indicaba que había sido utilizada por última vez por la señorita Willard, el lunes veinticinco de octubre. Howarth prosiguió:
—Estamos pensando en transferir la capilla al Departamento del Medio Ambiente en cuanto nos traslademos al nuevo laboratorio. Para el Tesoro, es una constante irritación que utilicemos nuestros fondos para calentarla y mantenerla. He formado un cuarteto de cuerda aquí, y el veintiséis de agosto dimos un concierto en la capilla, pero aparte de eso está completamente en desuso. Supongo que deseará echarle una ojeada, y en verdad que vale la pena verla por su propio mérito. Es un magnífico ejemplar de la arquitectura eclesiástica de finales del siglo XVII, aunque en realidad no fue construida por Wren, sino por Alexander Fort, que estaba muy influido por él.
Dalgliesh preguntó de pronto:
—¿Se llevaba bien con Lorrimer?
Howarth contestó sin perder la calma.
—No especialmente. Le respetaba como biólogo, y ciertamente no tenía ninguna queja respecto a su trabajo ni su colaboración conmigo como director. No era un hombre con el que fuese fácil intimar, y no me resultaba especialmente simpático. Pero probablemente era uno de los serólogos más respetados de todo el servicio, y en este sentido le echaremos de menos. Si algún defecto tenía era su renuencia a delegar. Tenía otros dos serólogos en su departamento para la clasificación por grupos de la sangre líquida, las manchas y las muestras de semen y saliva, pero invariablemente se reservaba para sí todos los casos de asesinato. Además de trabajar en los casos y de sus visitas a los tribunales y a los lugares del crimen, realizaba también un gran número de conferencias en los cursos de preparación para detective y los de familiarización con la policía.
La libreta de notas de Lorrimer se hallaba sobre el escritorio. Dalgliesh la empujó hacia Howarth y preguntó:
—¿Había visto esto alguna vez?
—¿Su borrador? Sí, creo haberlo visto en su departamento, o cuando lo llevaba consigo. Era obsesivamente ordenado y detestaba los pedazos de papel sueltos. Todas las cosas de cierta importancia eran anotadas en esta libreta y luego transferidas al archivo. Claire Easterbrook me ha indicado que falta la última página.
—Por eso nos interesa tanto saber qué estuvo haciendo aquí ayer por la noche, además de trabajar en el asesinato del pozo de tajón. Supongo que habría podido entrar en cualquiera de los restantes laboratorios, ¿no es cierto?
—Si había desconectado el sistema de alarma interior, sí. Creo que, cuando era el último en marcharse, tenía la costumbre de cerrar la Yale y el pestillo de la puerta delantera, y que sólo comprobaba las puertas interiores y conectaba la alarma de seguridad cuando ya se iba. Evidentemente, es importante no accionar la alarma por descuido.
—¿Cree que su preparación le hubiera permitido realizar un examen en otro departamento?
—Depende de lo que se tratara. Esencialmente, por supuesto, se dedicaba a la identificación y clasificación de sustancias biológicas como la sangre o las manchas orgánicas, y al examen de fibras y tejidos animales y vegetales. Pero era un competente científico general y sus intereses eran muy amplios; me refiero a sus intereses científicos. Los biólogos forenses suelen volverse muy versátiles, sobre todo en los pequeños laboratorios, como lo ha sido éste hasta el momento. Pero estoy seguro de que no intentaría emplear los aparatos más complicados de la sección de instrumentos, como el espectrómetro de masas, por ejemplo.
—¿Y usted personalmente no tiene ninguna idea de lo que podía estar haciendo?
—Ninguna. Aunque me consta que entró en este despacho. Ayer tuve que consultar el nombre de un cirujano, asesor nuestro, que declaró para la defensa en uno de nuestros viejos casos, y al salir por la noche dejé el directorio médico sobre mi escritorio. Esta mañana lo he encontrado de nuevo en su lugar, en la biblioteca. Pero si anoche entró en este despacho, no creo que fuera meramente para comprobar mi dejadez con los libros de consulta.
Finalmente, Dalgliesh le interrogó acerca de sus movimientos de la noche anterior.
—Toqué el violín en el concierto del pueblo. El párroco tenía unos cinco minutos en blanco y me preguntó si el cuarteto de cuerda podría interpretar algo que fuera, según sus palabras, breve y animado. El cuarteto lo componíamos un químico, uno de los funcionarios científicos del departamento de examen de documentos, una mecanógrafa de la oficina general y yo mismo. La señorita Easterbrook hubiera debido ser el primer violoncelo, pero tenía un compromiso para cenar que ella consideraba importante y no pudo participar. Tocamos el Divertimento en Re mayor de Mozart y fuimos los terceros en el programa.
—¿Y se quedó usted a escuchar el resto del concierto?
—Tal era mi intención. Pero la atmósfera de la sala estaba increíblemente cargada y me escabullí justo antes del descanso de las ocho y media. Luego, ya me quedé fuera.
Dalgliesh quiso saber qué había hecho exactamente.
—Nada. Estuve sentado sobre una de esas lápidas planas durante unos veinte minutos, y luego me fui.
—¿Vio a alguien, o alguien le vio a usted?
—Vi un caballo de pantomima que salía del vestuario de hombres; ahora sé que debía de ser Middlemass, en sustitución del inspector jefe Martin. Empezó a retozar por ahí muy alegremente, según me pareció, y a lanzarle tarascadas a un ángel que había sobre una de las tumbas. En seguida se le unió una troupe de danzarines medievales que venían del Moonraker cruzando el cementerio. Fue una visión extraordinaria: la luna atravesando el firmamento y aquellas extraordinarias figuras cargadas de cascabeles y con sus gorras engalanadas de siemprevivas, avanzando hacia mí desde la oscuridad por entre los remolinos de niebla a ras del suelo. Era como un ballet o una película de vanguardia. Solamente se echaba en falta una música de fondo de segunda categoría, de Stravinsky a ser posible. Yo seguía sentado en la lápida, sin moverme, y dado que me encontraba a cierta distancia no creo que me vieran; yo, desde luego, no me di a conocer. El caballo se reunió con los danzarines y todos juntos entraron en la sala. Luego oí sonar el violín. Calculo que permanecí sentado durante otros diez minutos, y luego me marché de allí. El resto de la velada estuve paseando por el dique de Leamings y llegué a casa alrededor de las diez. Mi medio hermana Domenica podrá confirmarle la hora.
Se demoraron un poco más discutiendo los arreglos administrativos para la investigación. El doctor Howarth anunció que se trasladaría al cuarto de la señorita Foley y dejaría su despacho a disposición de la policía. No había ninguna posibilidad de que el laboratorio se abriera aquel mismo día, pero Dalgliesh prometió que haría todo lo posible para que pudieran reanudar sus trabajos a la mañana siguiente. Antes de que Howarth se retirase, Dalgliesh le preguntó:
—Todos los que han hablado conmigo respetaban a Lorrimer como biólogo forense. Pero ¿cómo era humanamente? Por ejemplo, ¿qué sabía usted de él, al margen de que era un biólogo forense?
El doctor Howarth replicó fríamente:
—Nada. No creía que hubiera nada que saber, al margen de que era un biólogo forense. Y ahora, si no tiene nada más que preguntarme por el momento, debo telefonear al ministerio y asegurarme de que, con la excitación de su espectacular partida, no se olvidan de enviarme un sustituto.