Capítulo 9

El superintendente Mercer había elegido a sus dos sargentos con la idea de crear un contraste, o tal vez con la intención de satisfacer cualquier prejuicio que Dalgliesh pudiera albergar con respecto a la edad y la experiencia de sus subordinados. El sargento Reynolds era un imperturbable agente de la vieja escuela, ancho de espaldas, lento de palabra y natural de los marjales. El sargento Underhill, recién ascendido, parecía lo bastante joven para ser su hijo. Su rostro franco y juvenil, con una expresión de disciplinado idealismo, a Massingham le resultaba vagamente familiar, y sospechaba que quizá lo había visto en un folleto de reclutamiento de la policía. Sin embargo, en interés de una armoniosa colaboración, decidió conceder a Underhill el beneficio de la duda.

Los cuatro policías estaban sentados ante la mesa de conferencias del despacho del director. Dalgliesh daba instrucciones a su equipo antes de empezar con las entrevistas preliminares. Como siempre, se sentía agudamente consciente del transcurrir del tiempo. Ya eran más de las once, y anhelaba terminar en el laboratorio para ir a ver al anciano señor Lorrimer. Las claves físicas del asesinato de su hijo podían hallarse en el laboratorio; la clave del hombre en sí estaba en otro lugar. Pero ni su tono ni sus palabras dejaban traslucir la menor impaciencia.

—Comenzaremos suponiendo que la llamada telefónica a la señora Bidwell y la muerte de Lorrimer están relacionadas. Eso significa que la llamada fue realizada por el asesino o por un cómplice. No podremos saber el sexo de quien hizo la llamada hasta que Bidwell nos lo confirme, pero lo más probable es que fuera una mujer, y también es probable que fuera alguien que sabía que el señor Lorrimer tenía que ser internado ayer en el hospital, pero ignoraba que su ingreso se había aplazado. De estar el anciano en casa, la estratagema tenía muy pocas posibilidades de salir bien. Como ha señalado la señorita Easterbrook, nadie hubiera podido prever que anoche se acostaría temprano y que no advertiría la ausencia de su hijo hasta después que el laboratorio hubiese abierto esta mañana.

Massingham sugirió:

—El asesino no habría dejado de acudir esta mañana temprano, suponiendo que no supiera que su plan había fracasado. Y suponiendo, por supuesto, que la llamada no fuese doblemente falsa. Sería un buen truco para hacernos perder el tiempo, embrollar la investigación y desviar las sospechas de todos salvo de los primeros en llegar.

Para uno de los sospechosos, pensó Dalgliesh, aún habría podido ser un truco mejor. Había sido precisamente la llegada de la señora Bidwell a la casa de Howarth, en obediencia a la llamada, lo que había proporcionado al director un motivo para llegar tan temprano. Se preguntó a qué hora solía llegar habitualmente Howarth. Ésa era una de las cosas que debería preguntarle.

—Comenzaremos suponiendo que no era un truco, que el asesino, o su cómplice, efectuó la llamada para postergar la llegada de la señora Bidwell y el descubrimiento del cuerpo. ¿Qué esperaba conseguir de esta manera? ¿Plantar alguna pista o destruirla? ¿Arreglar algo que le había pasado por alto; limpiar el mazo; eliminar las pruebas de lo que estuvo haciendo aquí anoche; devolver las llaves al bolsillo del muerto? Pero quien ha tenido la mejor oportunidad de hacer tal cosa es Blakelock, y él no habría necesitado quitárselas, para empezar. La llamada habría podido proporcionar a alguien la oportunidad de devolver el juego de llaves de recambio a la caja de seguridad de este despacho, pero eso sería perfectamente factible sin necesidad de retrasar la llegada de la señora Bidwell. Y, por supuesto, puede que lo hayan hecho así.

Underhill opinó:

—Pero ¿le parece verdaderamente probable, señor, que la llamada tuviera el propósito de postergar el descubrimiento del cuerpo y dar tiempo al asesino para devolver las llaves? Cierto que lo más normal es que la señora Bidwell fuera la primera en entrar esta mañana en el departamento de biología, para llevar las batas limpias, pero el asesino no podía estar seguro de que sería así. El inspector Blakelock o Brenda Pridmore fácilmente habrían podido tener ocasión de subir al laboratorio.

Dalgliesh consideró que se trataba de un riesgo que el asesino habría podido juzgar aceptable. Según su experiencia, la rutina mañanera de una institución rara vez se alteraba. A menos que Blakelock tuviera la responsabilidad de comprobar la seguridad del laboratorio a primera hora de la mañana —y ésta era otra de las preguntas que debía formular—, lo más probable era que Brenda y él se hubieran dedicado a su trabajo habitual en el mostrador de recepción. En el curso normal de los acontecimientos, el cadáver habría sido hallado por la señora Bidwell. Cualquier miembro del personal que acudiera al laboratorio de biología antes que ella habría necesitado una buena excusa para explicar su presencia allí, a menos, desde luego, que se tratara de un miembro del departamento de biología.

Massingham observó:

—La desaparición de la bata blanca resulta muy extraña, señor. No creo que la hayan escondido o destruido para evitar que nos enteremos de la pelea entre Middlemass y Lorrimer. Este poco edificante, aunque intrigante, acontecimiento debe de haber sido la comidilla del laboratorio a los pocos minutos de haberse producido. La señora Bidwell se habrá encargado de ello.

Tanto Dalgliesh como Massingham se preguntaban hasta qué punto la descripción de la pelea que les había dado la señora Bidwell, con el mayor efecto dramático, se ajustaba a la realidad. Era evidente que ella había entrado en el laboratorio después del puñetazo y, de hecho, había visto muy poco. Dalgliesh había reconocido un fenómeno familiar: el deseo de la testigo, consciente de la brevedad de su declaración, de embellecerla al máximo para no decepcionar a la policía, manteniéndose en lo posible dentro de los límites de la verdad. Desprovisto de los adornos de la señora Bidwell, el núcleo de su relato era decepcionantemente reducido.

—No me atrevería a decir por qué se estaban peleando, sólo que era por una mujer, y el doctor Lorrimer estaba molesto porque había telefoneado al señor Middlemass. Tenían la puerta abierta y eso pude oírlo cuando pasé para ir al lavabo de señoras. Supongo que llamó para citarse con él y al doctor Lorrimer no le hizo gracia. Nunca había visto un hombre tan pálido. La muerte parecía, con aquel pañuelo en la cara lleno de sangre, y echando chispas por los ojos. Y el señor Middlemass estaba rojo como un pavo, avergonzado, diría yo. Bueno, no es lo que estamos acostumbrados a ver por aquí, el personal superior dándose de golpes por los pasillos. Cuando unos caballeros correctos empiezan a puñetazos, en el fondo siempre hay una mujer. Y, si quiere saber mi opinión, con este asesinato pasa lo mismo. Dalgliesh contestó:

—Ya le pediremos al señor Middlemass que nos dé su versión del asunto. Ahora me gustaría tener unas palabras con todo el personal del laboratorio, en la biblioteca, y luego el inspector Massingham y yo empezaremos con las entrevistas preliminares: Howarth, las dos mujeres, Ángela Foley y Brenda Pridmore, Blakelock, Middlemass y cualquiera de los demás que no tenga una coartada firme. Me gustaría también, sargento, que comenzara a organizar la rutina habitual. Mientras se realiza el registro, quiero uno de los funcionarios superiores en cada departamento; son los únicos que pueden decirnos si en su laboratorio ha cambiado algo desde ayer. Buscará, aunque reconozco que no es muy probable que la encuentre, la página que falta en la libreta de Lorrimer, y cualquier dato que pueda indicarnos lo que estuvo haciendo aquí anoche aparte de trabajar en el asesinato del pozo de tajón. También quiero que se fije en cualquier indicio de lo que ha podido ocurrir con la bata desaparecida. Quiero un examen a fondo de todo el edificio, especialmente de los posibles medios de entrada y salida. La lluvia de anoche es un contratiempo; probablemente encontrará las paredes lavadas por el agua, pero tal vez vea alguna señal de que el asesino salió por una de las ventanas de los lavabos.

»Necesitará un par de hombres en la propiedad. La tierra está muy reblandecida por la lluvia y, si el asesino llegó en coche o en moto, puede que haya huellas de neumáticos. Todas las que encontremos podemos verificarlas en el índice de neumáticos de este mismo laboratorio; no hará falta perder tiempo enviándolas al Laboratorio Metropolitano. Hay una parada de autobús justo enfrente de la entrada del laboratorio. Averigüe a qué horas pasan los autobuses. Siempre existe la posibilidad de que alguno de los pasajeros o los empleados se fijara en algo. Me gustaría que, antes que nada, registraran el edificio del laboratorio lo más rápidamente posible, para que el personal pueda reanudar su trabajo. Tienen un asesinato reciente entre manos y no podemos mantener cerrado el lugar durante más tiempo del estrictamente necesario. Me gustaría que pudieran volver a trabajar mañana por la mañana.

»Luego está esa mancha que parece vómito en el primer lavabo de los aseos de caballeros. El olor del desagüe es aún bastante perceptible. Quiero que mande urgentemente una muestra de eso al Laboratorio Metropolitano. Seguramente tendrá que desenroscar la juntura para llegar a la curva del sifón. Tendremos que averiguar quiénes utilizaron el lavabo ayer por la tarde, y si advirtieron o no la mancha en cuestión. Si nadie admite haberse mareado durante el día, o no puede presentar un testigo de que lo estuvo, tendremos que ver qué comió cada uno en la cena. El vómito podría ser de Lorrimer, conque necesitaremos información sobre el contenido de su estómago. También me gustaría que quedaran aquí muestras de su sangre y de su cabello. Pero de eso ya se encargará el doctor Blain-Thomson.

Reynolds preguntó:

—¿Podemos considerar que el período crucial va desde las seis quince, cuando fue visto por última vez con vida en su laboratorio, hasta la medianoche?

—Por el momento, sí. Cuando haya hablado con su padre y confirmado que realizó una llamada a las ocho cuarenta y cinco, seguramente podremos reducirlo un poco. Y tendremos una idea más precisa del momento de la muerte cuando el doctor Blain-Thomson efectúe la autopsia. Aunque, a juzgar por la rigidez, el doctor Kerrison no debe de andar muy equivocado.

Pero, si Kerrison era el asesino, no necesitaba equivocarse de mucho. El rigor mortis era notoriamente impreciso y, si quería concederse una coartada, Kerrison podía alterar el momento de la muerte hasta en una hora sin que ello suscitara sospechas. Si la sincronización era buena, quizá ni siquiera necesitara toda una hora. Había sido una muestra de prudencia por su parte el hacer venir al cirujano de la policía para que confirmara su estimación del momento de la muerte. Pero ¿cuántas probabilidades había de que el doctor Greene, por más experiencia que tuviera en examinar cadáveres, se mostrara en desacuerdo con la opinión del patólogo forense, a no ser que el juicio de este último fuese manifiestamente inexacto? Si Kerrison era el culpable, el hecho de llamar a Greene apenas representaba ningún riesgo para él.

Dalgliesh se puso en pie.

—Bueno —sentenció—, vamos a poner manos a la obra. ¿De acuerdo?