Capítulo 7

La señora Bidwell llegó ante la puerta cuando los dos hombres de la camioneta del depósito estaban sacando el cadáver. Parecía lamentar la desaparición del cuerpo, y contempló la silueta de tiza trazada por Massingham sobre el suelo como si fuera un pobre sustituto de la cosa en sí. Siguiendo con la vista la cerrada caja metálica, exclamó:

—¡Pobre diablo! Nunca había imaginado que lo vería salir de su laboratorio con los pies por delante. No era muy popular, ya sabe, pero seguro que eso ya no le importa, allí donde está ahora. Oiga, ¿lo han tapado con una de mis fundas para el polvo?

Contempló suspicazmente la tela, pulcramente plegada en el extremo de uno de los bancos.

—Ha salido del armario de la ropa limpia, sí.

—Bueno, si luego la dejan en el mismo sitio… Aunque será mejor meterla directamente con la ropa sucia. Pero no quiero que ninguno de sus chicos se la lleve. Ya se pierde bastante ropa.

—¿Por qué no era popular, señora Bidwell?

—Demasiado exigente. Claro que hoy en día tienes que ser así, si quieres que se haga el trabajo. Pero, por lo que he oído, era demasiado quisquilloso para su propio bien. Y cada vez iba peor, no lo dude. Además, últimamente también estaba muy extraño. Un manojo de nervios. ¿Le han contado lo del follón que hubo anteayer en el vestíbulo de recepción? Bueno, ya lo harán. Pregunte al inspector Blakelock. Fue justo antes del almuerzo. El doctor Lorrimer tuvo una auténtica pelotera con esa hija chiflada del doctor Kerrison. Casi la sacó a empujones por la puerta. Ella iba chillando como un alma en pena. Yo llegué al vestíbulo justo a tiempo de verlo. A su padre no va a gustarle nada, le dije al inspector Blakelock. Está loco por esas criaturas. Fíjese en lo que le digo, dije, si el doctor Lorrimer no se domina, acabaremos viendo un asesinato en el laboratorio. Lo mismo le dije al señor Middlemass.

—Quiero que me hable de la llamada telefónica que ha recibido esta mañana, señora Bidwell. ¿A qué hora ha sido exactamente?

—Las siete iban a dar. Estábamos con el desayuno y acababa de llenar la tetera para segundas tazas. Tenía el cazo del agua en la mano cuando sonó.

—¿Quién contestó la llamada?

—Bidwell. Tenemos el teléfono en el recibidor, conque se levantó y fue a cogerlo. No vea cómo refunfuñaba, porque acababa de sentarse delante de su arenque. Y Bidwell no soporta el arenque frío. Los jueves siempre tenemos arenque, porque la camioneta de Marshall viene de Ely con el pescado todos los miércoles por la tarde.

—¿Es su marido quien suele contestar el teléfono?

—Siempre lo contesta él. Y si no está en casa, lo dejo que suene. No soporto esos malditos cacharros. No he podido soportarlos nunca. Y no tendría uno en casa si nuestra Shirley no hubiera pagado para que lo pusieran. Ahora está casada y vive por Mildenhall, y le gusta pensar que podemos telefonearla si queremos algo de ella. Ya ve usted cuánto uso le damos. No entiendo nunca lo que dicen. Y basta con el timbre para meterte el temor de Dios en el alma. Telegramas y timbres de teléfono son dos cosas que odio.

—Y aquí, en el laboratorio, ¿quién podía saber que era su esposo el que contestaba siempre el teléfono?

—La mayoría, seguro. Saben que no quiero ni tocar el aparato. No es ningún secreto. Todos somos como el buen Dios nos hizo, y algunos bastante peores. No es ninguna vergüenza.

—Claro que no. Supongo que su esposo en estos momentos debe de estar trabajando, ¿verdad?

—Eso es. En Yeoman’s Farm, la granja del capitán Massey. Casi todo es trabajo de tractor. Lleva ya casi veinte años trabajando para él.

Dalgliesh hizo un gesto casi imperceptible a Massingham, y el inspector salió del laboratorio para hablar discretamente con el sargento Underhill. No estaría de más entrevistar al señor Bidwell mientras sus recuerdos de la llamada estaban aún frescos. Dalgliesh prosiguió:

—¿Y qué ocurrió entonces?

—Bidwell volvió a la mesa y me dijo que esta mañana no hacía falta que fuera al laboratorio, porque la señora Schofield me quería en su casa particular de Leamings. Dijo que fuera en bicicleta, que a la vuelta me traería ella con el coche, a mí y a la bicicleta. Supongo que colgando de la parte de atrás de ese Jaguar rojo que tiene. Me pareció una frescura, sabiendo que por las mañanas he de venir a trabajar aquí, pero no tengo nada contra la señora Schofield y, si me necesita, no tengo por qué negarle un favor. El laboratorio tendrá que esperar, le dije a Bidwell. No puedo estar en dos sitios a la vez. Lo que no se pueda hacer hoy, se hará mañana.

—¿Viene aquí todas las mañanas?

—Menos los fines de semana. Llego sobre las ocho y media, más o menos, y trabajo hasta las diez. Luego vuelvo a las doce por si alguno de los señores quiere que le prepare el almuerzo. Las chicas generalmente se arreglan solas. Luego, les lavo los platos. Casi siempre termino sobre las dos y media, más o menos. Es un trabajo ligero, ya lo ve. Scobie, que es el bedel del laboratorio, y yo nos encargamos de las salas de trabajo, pero de la limpieza fuerte se encarga una empresa. Sólo vienen los lunes y los viernes de siete a nueve. Vienen de Ely, una camioneta llena de gente, y limpian el vestíbulo principal y la escalera, pulen los metales, cosas así. El inspector Blakelock llega más temprano esos días para abrirles la puerta, y Scobie no les quita ojo de encima. Y aun así, la mayoría de las veces ni se nota que han estado aquí. No se toman un interés personal, ya sabe. No es como en los viejos tiempos, cuando venía yo con dos mujeres del pueblo y nos cuidábamos de todo.

—Entonces, ¿qué habría hecho normalmente nada más llegar si éste hubiera sido un jueves corriente? Quiero que lo piense muy bien, señora Bidwell. Esto podría ser muy importante.

—No tengo que pensarlo. Habría hecho lo mismo que cada día.

—O sea…

—Quitarme el sombrero y el abrigo en el vestuario de la planta baja. Ponerme la bata. Ir a buscar el cubo, los polvos y el desinfectante en el cuarto de las escobas. Limpiar los lavabos, el de hombres y el de mujeres. Luego, ir a por la ropa sucia y meterla en las bolsas. Sacar batas blancas limpias si hacen falta. Y después quitar el polvo y ordenar el despacho del director y la oficina general.

—Muy bien —aprobó Dalgliesh—. Pues vamos a hacer la ronda, ¿quiere?

Tres minutos después, una curiosa procesión subía por la escalera. La señora Bidwell, que se había envuelto en una bata de faena de color azul marino y llevaba un cubo de plástico en una mano y una fregona en la otra, abría la marcha. Dalgliesh y Massingham iban tras ella.

Los lavabos estaban al fondo de la segunda planta, enfrente del laboratorio de examen de documentos. Resultaba evidente que habían sido instalados en lo que antaño fuera un elegante dormitorio. Pero en el centro de la habitación habían construido un angosto pasillo que terminaba ante la única ventana, atrancada. A mano izquierda, una puerta de baja calidad conducía al tocador de señoras y, unos metros más abajo, otra puerta semejante daba entrada al lavabo de caballeros, a la derecha. La señora Bidwell entró primero en el cuarto de la izquierda. Era más espacioso de lo que Dalgliesh había supuesto, pero pobremente iluminado por una sola ventana redonda con vidrio traslúcido giratorio, a cosa de metro y medio del suelo. La ventana estaba abierta. Había tres retretes separados. En la parte exterior había dos lavabos, un rollo de toallas de papel y, a la izquierda de la puerta, un largo mostrador recubierto de formica con un espejo encima, obviamente utilizado como tocador. A la derecha, instalado en la pared, había un incinerador a gas, una hilera de perchas, una gran cesta de mimbre para la ropa sucia y dos sillas de bejuco bastante desvencijadas.

Dalgliesh se volvió hacia la señora Bidwell.

—¿Es así como esperaba encontrarlo?

Los penetrantes ojillos de la señora Bidwell se pasearon por la habitación. Las puertas de los tres retretes estaban abiertas, y les echó un rápido vistazo.

—Ni mejor ni peor. Suelen dejar los lavabos bastante bien, todo hay que decirlo.

—Y esta ventana, ¿suele quedarse abierta?

—Verano e invierno, si no es que hace mucho frío. No hay otra ventilación, ya lo ve.

—El incinerador está apagado. ¿También es normal?

—Sí. Por la noche, la última que sale lo deja apagado, y yo lo enciendo por la mañana.

Dalgliesh examinó su interior. El incinerador estaba vacío, salvo algunos restos de cenizas de carbón.

Se acercó a la ventana. Estaba claro que durante la noche había entrado algo de lluvia, y las salpicaduras secas eran perfectamente visibles sobre las baldosas del suelo. Pero incluso la parte interior del vidrio, donde no podía haber salpicado la lluvia, estaba considerablemente limpia, y no se veía polvo en el alféizar. Preguntó:

—¿Limpió ayer esta ventana, señora Bidwell?

—Vaya que sí. Es como le he dicho. Limpio los lavabos cada mañana. Y yo cuando limpio, limpio. ¿Puedo empezar ya?

—Me temo que hoy no va a haber limpieza. Haremos ver que ya ha acabado de limpiar. ¿Qué viene ahora? ¿Qué pasa con la ropa sucia?

El cesto de la ropa sólo contenía una bata, marcada con las iniciales C.M.E. La señora Bidwell comentó:

—Ya me pensaba que no habría muchas batas sucias, siendo jueves. Normalmente, procuran hacerlas durar toda la semana, y las dejan aquí el viernes antes de irse a casa. El lunes es el día de más trabajo con la ropa sucia, y hay que sacar las batas limpias. Parece que ayer la señorita Easterbrook se echó el té por encima. No es propio de ella. Pero es que la señorita Easterbrook es muy escrupulosa. No la verá yendo por ahí con una bata sucia, sea el día de la semana que sea.

De modo que había por lo menos un miembro del departamento de biología, pensó Dalgliesh, que sabía que la señora Bidwell haría una visita temprana al laboratorio para dejar allí una bata limpia. Sería interesante averiguar quién estaba presente cuando la escrupulosa señorita Easterbrook había sufrido su accidente con el té.

A excepción de los urinarios, el lavabo de hombres no difería gran cosa del de mujeres. Había la misma ventana redonda, también abierta, y la misma ausencia de marcas en los vidrios y en el alféizar. Dalgliesh acercó una de las sillas y, evitando cuidadosamente cualquier contacto con la ventana o el alféizar, miró al exterior. Había una caída de algo menos de dos metros hasta la parte superior de la ventana del piso de abajo, y otra caída igual hasta la de la planta baja. A sus pies, una terraza pavimentada llegaba hasta la pared.

La ausencia de tierra suelta, la lluvia nocturna y la eficiente limpieza de la señora Bidwell significaban que necesitaría mucha suerte para encontrar alguna huella de que hubieran trepado por allí. Pero era indudable que un hombre o mujer lo suficientemente delgado y ágil de movimientos, con sangre fría y no afectado por el vértigo, podía haber salido por aquella vía. Aunque, si el asesino era un miembro del personal del laboratorio, ¿por qué habría de arriesgarse a romperse el cuello si forzosamente debía saber que Lorrimer tenía las llaves? Y si el asesino era alguien de fuera, ¿cómo se explicaba la puerta cerrada, el sistema de alarma conectado y el hecho de que Lorrimer tenía que haberle dejado entrar?

Dirigió su atención a los lavabos. No había ninguno particularmente sucio, pero en el borde del más cercano a la puerta había una mancha de una sustancia mucosa parecida a las gachas de avena. Inclinó la cabeza hacia el lavabo y husmeó. Su sentido del olfato era sumamente agudo, y pudo detectar en el desagüe un leve pero inconfundible y desagradable hedor a vómito humano.

Entre tanto, la señora Bidwell había levantado la tapa del cesto de la ropa sucia. Profirió una exclamación.

—¡Qué extraño! ¡Está vacía!

Dalgliesh y Massingham se volvieron. Dalgliesh preguntó:

—¿Qué esperaba encontrar, señora Bidwell?

—La bata blanca del señor Middlemass, eso es lo que esperaba encontrar.

Salió apresuradamente del lavabo. Dalgliesh y Massingham la siguieron. Abrió de golpe la puerta de la sala de examen de documentos y atisbo al interior. Enseguida, volvió a cerrar la puerta y apoyó la espalda contra ella.

—¡Ha desaparecido! No está colgada de su percha. ¿Dónde puede estar? ¿Dónde está la bata blanca del señor Middlemass?

Dalgliesh inquirió:

—¿Por qué esperaba encontrarla en el cesto de la ropa sucia?

Los negros ojos de la señora Bidwell se hicieron inmensos. Miró furtivamente a uno y otro lado y, con temerosa fruición, explicó:

—Porque estaba manchada de sangre, eso es. ¡Sangre de Lorrimer!