Al cabo de dos minutos, Claire Easterbrook fue admitida en el laboratorio. Entró haciendo gala de un aplomo que un investigador menos experimentado que Dalgliesh habría podido confundir con petulancia o insensibilidad. Era una mujer joven, de unos treinta años, delgada y de formas esbeltas, con un rostro huesudo e inteligente y un copete de oscuros cabellos rizados que una mano evidentemente experta, y sin duda cara, había dispuesto de forma que cayeran en mechones sobre la frente y formaran bucles en la parte posterior de su alargado cuello. Vestía un suéter castaño de lana fina, ceñido por un cinturón sobre una falda negra que pendía hasta las pantorrillas, por encima de unas botas de tacón alto. Sus manos, de uñas muy cortas, carecían de anillos, y su único adorno era un collar de grandes cuentas de madera enhebradas en una cadena de plata. Incluso sin la bata blanca, la impresión que causaba —sin duda deliberadamente— era la de una competencia profesional ligeramente intimidante. Antes de que Dalgliesh tuviera ocasión de hablar ella le advirtió, con un ápice de beligerancia:
—Temo que está perdiendo el tiempo conmigo. Anoche, mi amante y yo cenamos juntos en Cambridge, en la residencia del director de su colegio universitario. Estuve en compañía de cinco personas desde las ocho y media hasta casi medianoche. Ya he indicado sus nombres al agente de la biblioteca.
Dalgliesh respondió suavemente:
—Lamento haber tenido que pedirle que subiera antes de poder retirar el cuerpo del doctor Lorrimer, señorita Easterbrook. Y, puesto que parecería una impertinencia que la invitara a tomar asiento en su propio laboratorio, no lo haré. Pero no le haré perder mucho tiempo.
La mujer se ruborizó, como si la hubiera pillado en una incorrección social. Contemplando con renuente disgusto la amortajada y yerta forma que yacía sobre el suelo, los rígidos tobillos que sobresalían bajo la tela, comentó:
—Quedaría más digno si lo dejaran sin cubrir. Así, podría tratarse de un saco de basura. Este instinto universal de cubrir a los recién muertos, es una curiosa superstición. Después de todo, somos nosotros los que estamos en desventaja.
Massingham intervino en tono despreocupado:
—Supongo que no lo dirá por usted, que tiene al director y a su esposa para confirmar su coartada.
Sus ojos se encontraron: los de él, fríamente divertidos; los de ella, oscurecidos por el desagrado.
Dalgliesh prosiguió:
—El doctor Howarth me ha informado que ahora es usted la biólogo de mayor rango. ¿Podría explicarme, por favor, qué estaba haciendo el doctor Lorrimer anoche? No toque nada.
Ella se acercó de inmediato a la mesa y ojeó las dos pruebas, las carpetas y el instrumental científico. A continuación, rogó:
—¿Quiere abrir esta carpeta, por favor?
Las enguantadas manos de Dalgliesh se deslizaron entre las tapas y las abrieron.
—Estuvo comprobando los resultados de Clifford Bradley en el caso Pascoe. El mazo pertenece a un granjero de los marjales llamado Pascoe, un hombre de sesenta y cuatro años de edad cuya esposa ha desaparecido. Él asegura que lo ha abandonado, pero se dan algunas circunstancias sospechosas. La policía envió el mazo para comprobar si las manchas son de sangre humana. No lo son. Pascoe dice que lo utilizó para acabar con los sufrimientos de un perro herido. Bradley halló que la sangre reaccionaba al suero anticanino, y el doctor Lorrimer ha llegado a la misma conclusión. Así que fue un perro el que murió.
Demasiado mezquino para gastar una bala o ir a buscar un veterinario, pensó salvajemente Massingham. Encontró extraño que la muerte de un desconocido perro mestizo pudiera indignarle, siquiera por breves instantes, más que el asesinato de Lorrimer.
La señorita Easterbrook se dirigió hacia la libreta abierta de notas. Los dos hombres esperaron. Ella frunció el ceño y comentó, obviamente intrigada:
—Es curioso. Edwin siempre anotaba la hora en que comenzaba y terminaba sus análisis y el método que había utilizado. Dio su visto bueno a los resultados de Bradley sobre el caso Pascoe, pero en la libreta no hay nada registrado. Y es evidente que ya había comenzado con el caso del asesinato del pozo de tajón, pero tampoco está anotado. La última referencia corresponde a las cinco cuarenta y cinco, y la última anotación está incompleta. Alguien tiene que haber arrancado la página de la derecha.
—¿Por qué cree que alguien podría estar interesado en hacer tal cosa?
La señorita Easterbrook miró directamente a los ojos de Dalgliesh y respondió con calma:
—Para que no se sepa qué estaba haciendo Lorrimer, o el resultado de su análisis, o el tiempo que invirtió en él. Las dos primeras posibilidades parecen fuera de lugar. Por los aparatos que utilizaba, es evidente lo que estaba haciendo, y cualquier biólogo competente podría llegar a los mismos resultados. Así que probablemente se tratará de la tercera.
Conque el aspecto de inteligencia no era engañoso… Dalgliesh inquirió:
—¿Cuánto pudo tardar en verificar el resultado del caso Pascoe?
—No mucho. De hecho, comenzó antes de las seis y creo que ya había terminado cuando me fui a las seis y cuarto. Fui la última en salir. El resto del personal ya se había marchado. No es normal que se queden después de las seis. Yo suelo trabajar hasta más tarde, pero tenía que vestirme para la cena.
—¿Y el trabajo que ha hecho respecto al caso del pozo de tajón? ¿Cuánto tiempo cree que debió de dedicarle?
—Es difícil de calcular. Yo diría que habría podido estar ocupado hasta las nueve o más. Estaba clasificando una muestra de sangre de la víctima y la sangre de la mancha seca mediante el sistema de grupos sanguíneos ABO, utilizando electroforesis para identificar las haptoglobinas y el PGM, el enzima fosfoglucomutasa. La electroforesis es una técnica para identificar los componentes proteicos y enzimáticos de la sangre mediante la colocación de las muestras en un gel de almidón o agar-agar y la aplicación de una corriente eléctrica. Como puede usted ver, incluso había comenzado ya la prueba.
Dalgliesh no desconocía el principio científico de la electroforesis, pero le pareció que no había necesidad de mencionarlo. Abriendo la carpeta del pozo de tajón, observó:
—No hay nada en la carpeta.
—Los resultados para la carpeta los habría anotado luego, pero no habría iniciado el análisis sin registrar los detalles en su libreta.
Junto a la pared había dos cubos a pedal. Massingham los abrió. Uno de ellos, con una bolsa interior de plástico, estaba obviamente reservado para los desechos de laboratorio y vidrios rotos; el otro era para papeles. Revolvió su contenido: pañuelos de un solo uso, unos cuantos sobres desgarrados, un periódico desechado. No había nada que se pareciese a la página que faltaba.
Dalgliesh dijo:
—Hábleme de Lorrimer.
—¿Qué quiere saber?
—Cualquier cosa que contribuya a explicar por qué hay alguien que lo odiaba tanto como para querer romperle la cabeza.
—En eso no puedo ayudarle, lo siento. No tengo la menor idea.
—A usted, ¿le caía bien?
—No especialmente. No es cosa que me haya preocupado mucho. Me llevaba bien con él. Era un perfeccionista que no soportaba de buena gana a los necios. Pero se podía trabajar bien con él si conocía uno su oficio. Yo lo conozco.
—O sea que no necesitaba verificar su trabajo. ¿Qué me dice de los que no conocen su oficio?
—Será mejor que se lo pregunte a ellos, comandante.
—¿Era popular entre su personal?
—¿Qué tiene que ver la popularidad con esto? Yo no me considero una persona popular, pero de ahí a temer por mi vida… —Permaneció unos instantes en silencio y luego, con tono más conciliador, añadió:
—Probablemente debo de parecerle obstructiva. No lo pretendo. Es sólo que no puedo ayudarle. No tengo idea de quién puede haberlo matado ni por qué. Solamente sé que yo no he sido.
—¿Había advertido algún cambio en él, últimamente?
—¿Cambio? ¿Se refiere a su estado de ánimo o su conducta? Creo que no. Daba la impresión de estar sometido a mucha tensión, pero también es cierto que él era de esa clase de hombres: solitario, obsesivo, abrumado de trabajo. Una cosa bastante curiosa. Estaba mostrando bastante interés por la nueva administrativa, Brenda Pridmore. Es una chica bonita, pero no está precisamente a su nivel intelectual, diría yo. No creo que hubiera nada serio, pero provocó algunos comentarios divertidos en el laboratorio. Imagino que probablemente trataba de demostrarle algo a alguien, o tal vez a sí mismo.
—Estará usted al corriente de la llamada telefónica que ha recibido la señora Bidwell, ¿no es así?
—Supongo que lo sabe todo el laboratorio. No fui yo quien telefoneó, si es eso lo que está pensando. En todo caso, yo habría sabido de antemano que no serviría de nada.
—¿Qué quiere decir con eso de que no serviría de nada?
—Sin duda, todo dependía de que el viejo Lorrimer no estuviera ayer en casa. Después de todo, el autor de la llamada no podía confiar en que el viejo no se diera cuenta de que Edwin no había pasado la noche en casa hasta ver que no le llevaba su té matinal. Tal y como salieron las cosas, el hombre se fue a la cama tan tranquilo. Pero eso el bromista no podía preverlo. Normalmente, la ausencia de Edwin habría sido advertida mucho antes.
—¿Existía alguna razón para suponer que el anciano señor Lorrimer no estaría ayer en el cottage?
—Ayer por la tarde tenía que ingresar en el hospital de Addenbrooke para tratarse un problema de la piel. Creo que todo el laboratorio de biología estaba enterado de ello. Solía telefonear muy a menudo, preocupándose por los detalles y por si Edwin tendría tiempo de llevarlo hasta allí en el coche. Pero ayer, poco después de las diez, llamó para decir que no había ninguna cama libre para él.
—¿Quién recibió la llamada?
—Yo. Sonó el teléfono del despacho particular de Edwin, y atendí allí la llamada. Él aún no había vuelto de la autopsia del pozo de tajón. Le di el mensaje en cuanto llegó.
—¿A quién más se lo dijo?
—Al salir del despacho, creo que hice un comentario casual, algo así como que el viejo señor Lorrimer no ingresaría en el hospital, después de todo. No recuerdo las palabras exactas. Me parece que nadie respondió nada ni prestó demasiada atención.
—¿Y todo el personal del laboratorio de biología se encontraba presente en aquel momento y pudo oír sus palabras?
De pronto, ella perdió la compostura. Enrojeció y vaciló, como si acabara de darse cuenta de dónde conducía todo aquello. Los dos hombres esperaron. Finalmente, enfurecida consigo mismo, estalló en una torpe defensa:
—Lo siento, pero no me acuerdo. Tendrá que preguntárselo a ellos. En aquel momento no parecía tener ninguna importancia, y yo estaba muy ocupada. Todos estábamos muy ocupados. Creo que estaba todo el personal, pero no puedo asegurarlo.
—Gracias —respondió tranquilamente Dalgliesh—. Nos ha prestado una gran ayuda.