Capítulo 5

La casa constituía una excelente muestra de la arquitectura doméstica de finales del siglo XVII: una mansión de ladrillo de tres plantas, con techo a cuatro vertientes y cuatro ventanas de gablete, y una proyección central de tres vanos rematada por un frontón con cornisa y medallones profusamente tallados. Un tramo de cuatro anchos y curvados escalones conducía hasta el umbral, imponente con sus pilastras, pero sólida y nada ostentosamente correcto. Dalgliesh se detuvo momentáneamente para estudiar la fachada. A su lado, Howarth comentó:

—Agradable, ¿verdad? Pero espere a ver qué hizo el viejo con el interior.

La puerta delantera, con su elegante pero comedido llamador de latón, estaba provista, además de la Yale, de otras dos cerraduras de seguridad, una Chubb y una Ingersoll. A primera vista no se advertían señales de que hubieran sido forzadas. La puerta se abrió casi antes de que Howarth hiciera ademán de ir a tocar el timbre. El hombre que se hizo a un lado, sin sonreír, para dejarles pasar, aunque no vestía de uniforme, fue inmediatamente reconocido por Dalgliesh como un oficial de la policía. Howarth se detuvo brevemente para presentarle al inspector Blakelock, oficial adjunto de enlace con la policía. A continuación, añadió:

—Esta mañana, a la llegada de Blakelock, las tres cerraduras estaban en orden. La Chubb conecta el sistema electrónico de alarma con la comisaría de policía de Guy’s Marsh. El sistema de seguridad interior se controla desde un cuadro en el despacho del oficial de enlace con la policía.

Dalgliesh se volvió hacia Blakelock.

—¿Y también estaba en orden?

—Sí, señor.

—¿No existe otra salida? Le contestó Howarth.

—No. Mi predecesor hizo cegar la puerta de atrás y otra puerta lateral que había. Resultaba demasiado complejo instalar un sistema de cierres de seguridad en las tres puertas. Todo el mundo entra y sale por la puerta delantera.

«Excepto, quizás, una persona anoche» pensó Dalgliesh.

Cruzaron el vestíbulo, que ocupaba casi toda la longitud del edificio, con pasos repentinamente sonoros sobre el suelo de mármol teselado. Dalgliesh estaba acostumbrado a hacerse impresiones al primer vistazo. El grupo no se detuvo en su avance hacia la escalera, pero tuvo tiempo de hacerse una clara imagen de aquella sala, el alto cielorraso con molduras, las dos elegantes puertas con frontón que se abrían a derecha e izquierda, una pintura al óleo del fundador del laboratorio colgada en la pared de la derecha, la reluciente madera del mostrador de recepción, al fondo de todo. Un oficial de policía con un fajo de papeles ante sí estaba utilizando el teléfono del mostrador, sin duda comprobando coartadas.

El hombre prosiguió su conversación sin levantar la vista.

La escalinata era notable. Los pasamanos eran paneles de roble tallado adornados con volutas de hojas de acanto, y todos los postes estaban coronados con pesadas piñas de roble. No había alfombra, y el suelo de madera sin pulir estaba profundamente arañado. El doctor Kerrison y el superintendente Mercer subieron tras Dalgliesh en silencio. Howarth, que abría la marcha, parecía sentir la necesidad de hablar.

—En la planta baja se encuentra la recepción y el almacén de pruebas, mi despacho, el de mi secretaria, la oficina general y el despacho del oficial de enlace con la policía. Eso es todo, aparte de las instalaciones domésticas en la parte de atrás. El oficial de enlace con la policía es el inspector jefe Martin, pero en estos momentos se encuentra en los Estados Unidos y sólo ha quedado Blakelock de servicio. En esta planta tenemos Biología, al fondo; Criminalística, al frente, y la Sección de Instrumentación al final del pasillo. Pero en mi despacho le tengo preparado un plano del laboratorio. He pensado cedérselo, si le parece conveniente, pero me he abstenido de retirar mis cosas hasta que haya podido usted examinar la habitación. Éste es el laboratorio de biología.

Miró de soslayo al superintendente Mercer, que extrajo el llavín de su bolsillo y abrió la cerradura. Era una sala alargada, obviamente conseguida uniendo otras dos más pequeñas, quizás una sala de estar o un saloncito. Las molduras del techo habían sido eliminadas, quizá porque el coronel Hoggatt las juzgaba inadecuadas para un laboratorio serio, pero persistían las cicatrices del agravio. Las ventanas originales habían sido sustituidas por dos ventanales alargados que ocupaban casi toda la pared del fondo. Bajo ellas había una hilera de bancos y fregaderos, y dos islas de bancos de trabajo en el centro de la habitación, una provista de fregaderos y la otra con unos cuantos microscopios. A la izquierda había una pequeña oficina con tabiques de vidrio, y a la derecha un cuarto oscuro. Junto a la puerta se veía un enorme frigorífico.

Pero los objetos más desconcertantes que había en la habitación eran un par de maniquís de escaparate desnudos, un hombre y una mujer, de pie entre las ventanas. Las dos figuras estaban sin ropa y desprovistas de sus pelucas. La pose de las calvas cabezas en forma de huevo, las manos unidas y rígidamente flexionadas en una parodia de bendición, la mirada penetrante y los curvados labios en flecha les daban el aspecto hierático de una pareja de deidades pintadas. Y a sus pies, como una víctima ataviada de blanco, estaba el cadáver.

Howarth se quedó mirando los dos maniquís como si no los hubiera visto nunca antes. Parecía pensar que exigían una explicación. Por vez primera perdió parte de su aplomo. Observó:

—Son Liz y Burton. El personal los viste con las ropas del sospechoso a fin de contrastar manchas de sangre o desgarrones. —Enseguida, añadió—: ¿Quiere que me quede?

—De momento, sí —respondió Dalgliesh.

Se arrodilló junto al cuerpo. Kerrison se adelantó hasta quedar de pie a su lado. Howarth y Mercer permanecieron uno a cada lado de la puerta.

Tras un par de minutos, Dalgliesh comentó:

—La causa de la muerte es evidente. Todo parece indicar que recibió un solo golpe y murió al instante. La hemorragia fue sorprendentemente escasa.

Kerrison objetó:

—Eso no es infrecuente. Como sabe, una simple fractura puede provocar serias lesiones intracraneales, sobre todo si se produce una hemorragia extradural o subdural o si la sustancia cerebral resulta dañada. Estoy de acuerdo en que probablemente lo mataron de un solo golpe, y ese mazo de madera que hay sobre la mesa me parece el arma más probable. Pero Blain-Thomson podrá decirle mucho más cuando lo tenga sobre la mesa. Va a realizar la autopsia esta misma tarde.

—La rigidez es casi completa. ¿Cuándo calcula que fue la hora de la muerte?

—Le vi justo antes de las nueve, y en aquel momento me pareció que llevaba unas doce horas muerto, quizás un poco más. Digamos entre las ocho y las nueve de la noche. La ventana está cerrada y la temperatura ambiental es de unos dieciocho grados y medio, prácticamente constante. En estas circunstancias, normalmente suelo calcular un descenso de la temperatura corporal de casi un grado centígrado por hora. La tomé en el primer examen del cuerpo y, juntamente con la rigidez, que ya estaba casi totalmente establecida, diría que es muy improbable que estuviera vivo mucho después de las nueve de la noche. Pero ya sabe usted lo inciertos que pueden llegar a ser estos cálculos. Será mejor que digamos entre las ocho treinta y medianoche.

Desde la puerta, Howarth apuntó:

—Su padre dice que Lorrimer le telefoneó a las nueve menos cuarto. Esta mañana he ido a ver al viejo con Ángela Foley, para darle la noticia. Ella es mi secretaria, y Lorrimer era primo suyo. Pero ya hablará usted con el padre, naturalmente. Parecía muy seguro de la hora.

Dalgliesh se volvió hacia Kerrison.

—Parece ser que la sangre fluyó con bastante abundancia, pero sin ninguna salpicadura previa. ¿Cree usted que el atacante quedó manchado de sangre?

—No necesariamente, sobre todo si es cierto que el mazo fue el arma del crimen. Probablemente dio un solo golpe con balanceo, descargado cuando Lorrimer estaba vuelto de espaldas. El hecho de que el asesino golpeara justo encima de la oreja izquierda no parece especialmente significativo. Es posible que se trate de un zurdo, pero no hay motivos para creerlo así.

—Y tampoco debió necesitar una gran fuerza. Probablemente hasta un niño habría podido hacerlo.

Kerrison vaciló, desconcertado.

—Bueno, una mujer, desde luego.

Había una pregunta que Dalgliesh debía formular necesariamente, aunque, a juzgar por la postura del cuerpo y el flujo de la sangre, la respuesta no ofrecía lugar a dudas.

—¿Murió inmediatamente o cabe la posibilidad de que hubiera podido caminar un rato, quizás incluso cerrar la puerta y conectar la alarma?

—No sería el primer caso, desde luego, pero esta vez creo que sería sumamente improbable, virtualmente imposible que lo hiciera. El mes pasado, sin ir más lejos, tuve un hombre con una herida de hacha, una fractura hundida del hueso parietal de dieciocho centímetros de longitud, con hemorragia extradural profusa. Se fue a un pub, pasó media hora con los amigos y luego se presentó en urgencias y al cabo de un cuarto de hora había muerto. Las lesiones en la cabeza pueden ser imprevisibles, pero no en este caso. O eso creo.

Dalgliesh se dirigió a Howarth.

—¿Quién ha encontrado el cuerpo?

—Nuestra administrativa, Brenda Pridmore. Empieza la jornada a las ocho y media, con el inspector Blakelock. El anciano señor Lorrimer ha telefoneado para decir que su hijo no había dormido en casa, de modo que la muchacha ha subido para ver si estaba aquí. Yo he llegado casi al mismo tiempo junto con la encargada de la limpieza, la señora Bidwell. Al parecer, esta mañana, una mujer ha telefoneado a su marido para pedirle que acudiera a mi casa para ayudar a mi hermana en vez de venir al laboratorio. Era una falsa llamada. He supuesto que se trataría de una estúpida broma de pueblo, pero he decidido venir lo antes posible por si acaso estaba ocurriendo algo extraño. Así pues, hemos metido la bicicleta de la señora Bidwell en el maletero del coche y justo pasadas las nueve ya estábamos aquí. Mi secretaria, Ángela Foley, y Clifford Bradley, funcionario científico superior del departamento de biología, han llegado más o menos al mismo tiempo.

—¿Quién ha estado a solas con el cuerpo, en un momento u otro?

—Brenda Pridmore, naturalmente, pero imagino que durante muy poco tiempo. Luego ha subido el inspector Blakelock. Luego he estado yo solo durante unos segundos. He cerrado la puerta del laboratorio, reunido al personal en el vestíbulo principal y esperado allí hasta la llegada del doctor Kerrison. Éste se ha presentado en cuestión de cinco minutos y ha examinado el cadáver. Yo estaba en el umbral. El superintendente Mercer ha llegado poco después y le he entregado la llave del laboratorio de biología.

Mercer prosiguió:

—El doctor Kerrison me ha sugerido que llamara al doctor Greene, el cirujano de la policía local, para confirmar sus observaciones preliminares. El doctor Greene no ha estado a solas con el cuerpo en ningún momento. Tras un examen rápido y bastante superficial, he cerrado la puerta con llave. No ha vuelto a abrirse hasta la llegada de los fotógrafos y la sección de huellas digitales. Han sacado sus instrumentos y han examinado el mazo, pero entonces han llamado del Yard para anunciarnos su llegada y hemos dejado las cosas como estaban. Los chicos de las huellas siguen aquí, en el despacho del oficial de enlace con la policía, pero a los fotógrafos les he dejado marchar.

Enfundándose sus guantes de cacheo, Dalgliesh registró el cadáver. Bajo la bata blanca, Lorrimer vestía unos pantalones grises y una chaqueta de mezclilla. En el bolsillo interior había una fina cartera de piel que contenía seis billetes de una libra, su permiso de conducción, una libreta de sellos y dos tarjetas de crédito. En el bolsillo exterior derecho había un saquillo con las llaves del coche y otras tres, dos Yale y una más pequeña y complicada, posiblemente de algún cajón o escritorio. En el bolsillo superior izquierdo de la bata blanca llevaba un par de bolígrafos. En el inferior derecho había un pañuelo, las llaves del laboratorio y, separada de las demás, una llave suelta y pesada que parecía bastante nueva. El cadáver no llevaba encima nada más.

Se acercó a examinar las dos pruebas que yacían sobre el banco de trabajo situado en el centro, el mazo y una chaqueta masculina. El mazo, obviamente hecho a mano, era un arma fuera de lo común. El mango, de roble burdamente tallado, medía unos cuarenta y cinco centímetros y en otro tiempo, pensó Dalgliesh, probablemente había formado parte de un grueso bastón de paseo. La cabeza, que consideró pesaría poco más de un kilo, tenía uno de los extremos ennegrecido de sangre coagulada, con un par de ásperos cabellos grises que sobresalían como bigotes de gato. En aquella masa reseca no era posible distinguir algún cabello más oscuro que pudiera proceder de la cabeza de Lorrimer, ni distinguir a simple vista su sangre. Eso sería trabajo del Laboratorio Policial Metropolitano, cuando el mazo, cuidadosamente empaquetado y con dos etiquetas identificativas en lugar de una, fuera entregado en su Departamento de Biología aquella misma tarde.

Preguntó al superintendente:

—¿Nada de huellas?

—Ninguna, salvo las del viejo Pascoe. Es el dueño del mazo. No hay ninguna otra sobre ellas, conque se diría que ese tipo usaba guantes.

Eso, pensó Dalgliesh, sugería premeditación, o al menos la precaución instintiva de un experto bien informado. Pero, si venía dispuesto a matar, era extraño que lo hubiera hecho con el primer instrumento que había encontrado a mano; a no ser, naturalmente, que ya supiera que podría utilizar el mazo.

Se inclinó para estudiar de cerca la chaqueta. Era la parte superior de un traje de confección barato, de un crudo tono azul con finas rayitas más claras y solapas anchas. Una manga había sido cuidadosamente extendida y en el puño se distinguía un resto de lo que podía ser sangre. Era evidente que Lorrimer ya había comenzado el análisis. Sobre el banco, el aparato de electroforesis estaba enchufado a su fuente de alimentación y con dos columnas de seis circulitos ya perforadas en la lámina de gel de agar-agar. Al lado había un soporte para tubos de ensayo con una serie de muestras de sangre. A la derecha reposaban un par de carpetas de archivo de color de ante, con anotaciones de biología y junto a ellas, abierto sobre el banco de trabajo, una libreta de notas de hojas intercambiables, tamaño cuaderno. La página de la izquierda, con fecha del día anterior, estaba repleta de jeroglíficos y fórmulas en una fina caligrafía de color negro. Si bien la mayor parte de las indicaciones científicas significaban muy poco para él, Dalgliesh no dejó de advertir que Lorrimer anotaba meticulosamente la hora en que comenzaba y terminaba cada análisis. La página de la derecha estaba en blanco.

Dirigiéndose a Howarth, preguntó:

—¿Quién es el biólogo jefe, ahora que Lorrimer ha muerto?

—Claire Easterbrook. La señorita Easterbrook.

—¿Está aquí?

—En la biblioteca, con los demás. Creo que tiene una firme coartada para toda la tarde de ayer, pero en su calidad de científico superior le han pedido que se quede. Y, por supuesto, ella querrá reanudar el trabajo en cuanto su personal pueda utilizar nuevamente el laboratorio. Hace dos noches hubo un asesinato en un pozo de tajón de Muddington —la chaqueta es una de las pruebas—, y querrá dedicarse a este asunto además de dar salida a la habitual sobrecarga de trabajo.

—Me gustaría verla en primer lugar, por favor, y aquí. Luego, la señora Bidwell. ¿Hay alguna sábana que podamos utilizar para cubrirlo?

Howarth contestó:

—Supongo que en el armario de la ropa habrá fundas para el polvo o algo por el estilo. Está en el piso de arriba.

—Le agradecería que acompañara al inspector Massingham y le mostrara el camino. Luego, si no le importa esperar en la biblioteca o en su propio despacho, bajaré a cambiar unas palabras con usted cuando termine aquí.

Por un instante le pareció que Howarth iba a ponerle reparos. Frunció el ceño, y el agraciado rostro se nubló momentáneamente en una expresión de chiquillo irritable. Pero salió en compañía de Massingham sin decir palabra. Kerrison aún seguía de pie junto al cadáver, tieso como un guardia de honor. De pronto tuvo un pequeño sobresalto, como si regresara a la realidad, y dijo:

—Si ya no me necesita, debería estar de camino hacia el hospital. Puede encontrarme en el St. Luke de Ely o aquí, en la vieja rectoría. Le he entregado al sargento una relación de mis movimientos durante la pasada noche. A las nueve en punto, como habíamos convenido, llamé por teléfono a uno de mis colegas del hospital, el doctor J. D. Underwood, para un asunto que debemos tratar en el próximo comité médico. Creo que él ya ha confirmado que tuvimos esta conversación. Aún no disponía de la información que yo estaba esperando, pero me llamó él luego hacia las diez menos cuarto.

Había tan pocos motivos para retener a Kerrison como los que había, de momento, para sospechar de él. Después que se hubo retirado, Mercer observó:

—Si a usted le parece bien, tenía pensado dejar dos sargentos, Reynolds y Underhill, y un par de agentes, Cox y Warren. Son todos hombres sensatos y con experiencia. El jefe dijo que podía usted pedir el personal y los medios que considere necesarios. Esta mañana ha tenido que asistir a una reunión en Londres, pero estará de regreso por la noche. Haré subir a los hombres del depósito de cadáveres, si cree que ya pueden llevárselo.

—Sí, ya he terminado con él. Tendré unas palabras con sus hombres en cuanto haya hablado con la señorita Easterbrook. Pero pídale a uno de los sargentos que suba dentro de diez minutos a envolver el mazo para el laboratorio del Yard, ¿quiere? El piloto del helicóptero querrá regresar cuanto antes.

Intercambiaron algunas frases más para concretar el enlace con la policía local y, enseguida, Mercer se fue a supervisar la retirada del cuerpo. Luego esperaría hasta poder presentar sus hombres a Dalgliesh; a partir de ahí, su responsabilidad había concluido. El caso quedaba en manos de Dalgliesh.