El honorable John Massingham, detective inspector, no era amigo de los helicópteros, que juzgaba ruidosos, angostos y aterradoramente inseguros. En circunstancias normales no habría tenido ningún inconveniente en decirlo así, puesto que ni él mismo ni nadie ponía en duda su valentía. Pero sabía que a su superior le desagradaba la charla innecesaria y, como ambos iban lado a lado, sujetos por los cinturones de seguridad del Enstrom F28 en incómodamente estrecha proximidad, decidió que el comienzo más propicio para el caso de Chevisham exigía una política de disciplinado silencio. Advirtió con interés que el cuadro de instrumentos de la carlinga era notablemente semejante al tablero de un automóvil; incluso la velocidad de vuelo se indicaba en millas por hora y no en nudos. Lo único lamentable era que el parecido terminaba allí. Se ajustó los auriculares más cómodamente y se arrellanó en el asiento para calmar sus nervios con el concentrado estudio de los mapas.
Se habían desprendido por fin de los tentáculos pardorrojizos de los suburbios de Londres, y el cuadriculado paisaje otoñal, con tantas texturas distintas como una tela hecha de parches, se desplegaba ante ellos en un cambiante diseño de verde, marrón y oro, conduciéndolos hacia Cambridge. Los esporádicos rayos del sol caían en amplios haces sobre los nítidos y segmentados pueblos, sobre los pulcros parques municipales y el campo abierto. Coches de hojalata en miniatura, relucientes como coleópteros bajo la luz del sol, se afanaban uno en pos de otro por las concurridas carreteras.
Dalgliesh miró de soslayo a su acompañante, su rostro fuerte y pálido con una rociada de pecas sobre la escarpada nariz y la amplia frente, la mata de cabellos rojos que sobresalía de los auriculares, y pensó cuánto se parecía aquel joven a su padre, un temible par tres veces condecorado cuyo coraje sólo era comparable a su obstinación y a su ingenuidad. La maravilla de los Massingham era que un linaje que se remontaba quinientos años hubiera podido producir tantas generaciones de afables nulidades. Recordó la última vez que había visto a lord Dungannon. Había sido con ocasión de un debate en la Cámara de los lores a propósito de la delincuencia juvenil, cuestión en la que Su Señoría se tenía por experto puesto que, indudablemente, en tiempos había sido joven y durante una breve temporada había ayudado a organizar un club juvenil en la finca de su abuelo. Sus ideas, cuando por fin aparecieron, fueron formuladas en toda su simplista banalidad, sin ningún orden particular de lógica o de importancia, y con una voz curiosamente suave y puntuada por largas pausas, durante las cuales contemplaba pensativamente el trono y parecía comulgar felizmente con alguna presencia interior. Entre tanto, como conejos de Noruega que han husmeado el mar, los nobles lores abandonaron colectivamente la cámara para reaparecer, como telepáticamente convocados, cuando el discurso de Dungannon llegaba a su fin. Pero aunque la familia no había contribuido en nada al gobierno del estado, y muy poco a las artes, sus hombres habían muerto con espectacular gallardía por las causas ortodoxas en todas las generaciones.
Y el actual heredero de Dungannon había elegido esta en absoluto ortodoxa profesión. Sería interesante ver si la familia lograba distinguirse por vez primera y en un terreno tan desacostumbrado. Dalgliesh no había querido preguntar qué había inducido a Massingham a elegir el servicio policial para dar salida a su natural combatividad y su trasnochado patriotismo, en vez de seguir la carrera militar como era habitual en su familia; en parte porque era dado a respetar la intimidad de los demás hombres, y en parte porque no estaba seguro de querer conocer la respuesta. Hasta el momento, Massingham se había comportado excepcionalmente bien. La policía era un cuerpo tolerante, y sostenía la opinión de que nadie podía evitar ser hijo de quien era. Aceptaban que Massingham se había ganado el ascenso por méritos propios, aunque no eran tan ingenuos como para pensar que ser el hijo mayor de un noble pudiera perjudicar a nadie. A espaldas de Massingham, y a veces a la cara, le llamaban el Honjohn, y no le guardaban mala voluntad.
Aunque la familia había venido a menos y vendido las tierras —lord Dungannon estaba criando a su considerable familia en una modesta villa de Bayswater—, el muchacho aún había estudiado en la misma escuela que su padre. Probablemente, pensó Dalgliesh, el viejo guerrero ni siquiera estaba enterado de que existían otras escuelas; como todas las demás clases, la aristocracia, por empobrecida que estuviera, siempre lograba encontrar dinero para las cosas que verdaderamente deseaba. Massingham, empero, era un producto atípico de aquel establecimiento, completamente desprovisto de la elegancia ligeramente dégagée y el irónico desapego que caracterizaban a sus alumnos. De no haber conocido su historia, Dalgliesh habría supuesto que provenía de una sólida familia de clase media alta —un médico o un abogado, tal vez— y de una antigua y acreditada escuela de segunda enseñanza. Eso fue la segunda vez que trabajaron juntos. La primera, Dalgliesh había descubierto la inteligencia de Massingham y su enorme capacidad de trabajo, así como su admirable facilidad para tener la boca cerrada y percibir cuándo su jefe prefería que le dejaran en paz. También había advertido en el joven una vena de implacabilidad que, reconoció, no habría debido sorprenderle, pues sabía que, como en todos los buenos detectives, forzosamente debía estar presente.
El Enstrom rugía ya sobre las torres y los chapiteles de Cambridge; divisaron la resplandeciente curva del río, las brillantes avenidas del otoño que por entre verdes jardines conducían hacia encorvados puentes en miniatura, la capilla del King’s College completamente inclinada y girando lentamente junto a su extenso rectángulo de césped. Y, casi inmediatamente, la ciudad quedó a sus espaldas y ante ellos, como un fruncido mar de ébano, se extendió la negra tierra de los marjales. Por debajo había rectilíneas carreteras que discurrían por taludes elevados sobre el nivel de los campos, cruzando pueblos que se adherían a ellas como buscando la seguridad del terreno elevado; granjas aisladas con techumbres tan bajas que parecían semisumergidas en la turba; algún que otro campanario de iglesia que se alzaba majestuosamente apartado de su pueblo, con las lápidas sepulcrales plantadas a su alrededor como otros tantos dientes torcidos. Ya debían de estar cerca; hacia el este, Dalgliesh podía ver la vertiginosa torre occidental y los pináculos de la catedral de Ely.
Massingham alzó la vista de sus mapas y miró hacia abajo. Su voz crepitó en los auriculares de Dalgliesh:
—Ya estamos, señor.
Chevisham se extendía a sus pies. Estaba en una angosta meseta sobre los marjales, y sus casas bordeaban la más septentrional de las dos carreteras que convergían allí. La torre de la impresionante iglesia cruciforme era inmediatamente identificable, al igual que Chevisham Manor y, más allá, extendiéndose sobre el campo lleno de cicatrices y uniendo las dos carreteras, el hormigón y el ladrillo del nuevo edificio del laboratorio. Sobrevolaron ruidosamente la calle mayor de lo que parecía una típica aldea de East Anglia. Dalgliesh atisbó la ornada fachada de ladrillo rojo de la capilla local, una o dos viviendas de próspera apariencia con gabletes de estilo holandés, un pequeño vallado de casas apareadas recién construidas, con el cartel del contratista todavía en su lugar, y lo que juzgó sería el almacén general del pueblo y la oficina de correos. Había pocos transeúntes, pero el ruido de los motores atrajo a figuras desde casas y comercios, haciendo visera con las manos, concentrando en ellos la mirada.
Entonces viraron hacia el Laboratorio Hoggatt, iniciando el descenso sobre lo que debía ser la capilla Wren. Se alzaba a un cuarto de milla de la casa, dentro de un triple círculo de hayas, y era una construcción aislada tan pequeña y tan perfecta que parecía la maqueta de un arquitecto precisamente situada en un paisaje artificial, o una elegante extravagancia eclesiástica que se justificaba únicamente por su clásica pureza, tan alejada de la religión como lo estaba de la vida. Era curioso que distara tanto de la casa. Dalgliesh pensó que probablemente la habían edificado más tarde, quizá porque el propietario original de la mansión había reñido con el párroco local y, en un acto de desafío, había decidido proveer él mismo a sus necesidades de asistencia espiritual. Desde luego, la casa no parecía lo bastante grande como para mantener una capilla privada. Durante algunos segundos, mientras descendían, un hueco entre los árboles le procuró una clara visión de la fachada occidental de la capilla. Vio una sola ventana alta y arqueada, flanqueada por dos hornacinas cuyas cuatro pilastras corintias separaban los intercolumnios. El conjunto estaba coronado por un gran frontón ornamentado que sostenía, por encima de todo, un cimborrio hexagonal. El helicóptero dio la impresión de pasar rozando los árboles. Las quebradizas hojas de otoño, agitadas por la corriente de aire, se precipitaron sobre el tejado y el brillante verde del césped como una cascada de papel chamuscado.
Y, de pronto, el helicóptero se elevó vertiginosamente, la capilla desapareció de un bandazo y quedaron suspendidos, con los motores rugiendo, listos para tomar tierra en la espaciosa terraza posterior de la casa. Sobre el borde del tejado alcanzó a ver el patio delantero dividido en zonas de aparcamiento, los coches de la policía ordenadamente alineados y lo que parecía la camioneta de una funeraria. Una amplia avenida de acceso, bordeada de arbustos dispersos y unos cuantos árboles, conducía hacia lo que el mapa identificaba como Stoney Piggot’s Road. No había portón en la entrada. Al otro lado se veía el llamativo indicador de una parada de autobús y la marquesina de la parada. En seguida, el helicóptero comenzó a descender y ya sólo pudo ver la fachada posterior del edificio. En una ventana de la planta baja distinguió las borrosas formas de las caras que contemplaban su llegada.
Había un comité de recepción compuesto por tres personas, curiosamente distorsionadas por la perspectiva, torciendo el cuello hacia arriba. El vendaval provocado por las palas del rotor agitaba sus cabellos confiriéndoles formas grotescas, hacía ondear las perneras de sus pantalones y les aplastaba las chaquetas contra el pecho. De pronto, al detenerse los motores, el súbito silencio fue tan absoluto que vio las tres figuras inmóviles como si fuera un grupo de maniquís en un mundo silencioso. Massingham y él desabrocharon los cinturones de seguridad y echaron pie a tierra. Durante cosa de cinco segundos, ambos grupos se midieron con la mirada. Luego, como a una sola voz, las tres figuras que habían salido a recibirlos se alisaron el cabello y avanzaron cautelosamente hacia Dalgliesh. Simultáneamente, los oídos de éste se destaparon y el mundo volvió a ser audible. Se volvió para cambiar unas breves palabras con el piloto y darle las gracias. Luego, Massingham y él echaron a andar hacia la casa.
Dalgliesh ya conocía al superintendente Mercer de la sección local del C.I.D.; ambos habían coincidido en diversas conferencias de la policía. Aun desde una altura de veinte metros, su envergadura de buey, su redonda cara de comediante con la gran boca torcida hacia arriba y sus brillantes ojuelos habían sido claramente reconocibles. Dalgliesh sintió que le estrujaban la mano y, acto seguido, Mercer hizo las presentaciones. El doctor Howarth; un hombre alto y rubio, casi tan alto como el propio Dalgliesh, de ojos muy separados y de un azul notablemente oscuro, con unas pestañas tan largas que habrían dado aspecto afeminado a un rostro menos arrogantemente viril que el suyo. Dalgliesh pensó que bien se le habría podido tener por un hombre extraordinariamente apuesto de no ser por cierta incongruencia de sus facciones, tal vez el contraste entre la finura del cutis que se tensaba sobre sus lisos pómulos y la fuerte y prominente mandíbula o la resuelta boca. Dalgliesh se había percatado al instante de que era un hombre rico. Sus ojos azules contemplaban el mundo con el aplomo ligeramente cínico de un hombre acostumbrado a obtener lo que quería en el momento en que lo quería, gracias al más sencillo de los expedientes: el de pagar su precio. A su lado, el doctor Kerrison, aunque igualmente alto, parecía disminuido. Su rostro inquieto y arrugado estaba pálido de cansancio, y en sus oscuros ojos, de párpados cargados, había una mirada incómodamente parecida a la derrota. Estrechó la mano de Dalgliesh con un apretón firme y sereno, pero no dijo nada. Howarth explicó:
—Actualmente no existe ninguna entrada en la parte posterior de la casa; tendremos que rodearla hasta la fachada principal. Por aquí es el camino más fácil.
Portando sus estuches con el equipo para la escena del crimen, Dalgliesh y Massingham le siguieron hacia una esquina del edificio. Habían desaparecido los rostros de la ventana de la planta baja, y reinaba una quietud extraordinaria. Caminando pesadamente sobre la hojarasca que cubría el camino, olfateando el fresco aire otoñal con su dejo a humo, notando el sol en su cara, Massingham sintió un arranque de bienestar animal. Era bueno estar fuera de Londres. Aquél prometía ser la clase de trabajo que más le gustaba. El grupito dobló la esquina de la casa y Massingham y Dalgliesh tuvieron su primera visión clara de la fachada del Laboratorio Hoggatt.