Capítulo 3

La biblioteca del Laboratorio Hoggatt se hallaba al fondo de la planta baja. Sus tres altas ventanas se abrían sobre la terraza de losas y la doble escalinata que conducía a lo que otrora había sido un prado de césped y unos jardines formales pero actualmente sólo era medio acre de hierba descuidada, limitado al oeste por el anexo de ladrillos del departamento de examen de vehículos, y al este por el antiguo edificio de las cuadras, ahora convertidas en garajes. La sala en sí era una de las pocas de la mansión que habían escapado al celo transformador de su antiguo propietario. Los anaqueles originales de roble tallado seguían recubriendo los muros, aunque su anterior contenido había sido sustituido por la nada despreciable biblioteca científica del laboratorio. Además, se había añadido espacio adicional para las colecciones encuadernadas de revistas nacionales y extranjeras gracias a dos estanterías metálicas y movibles que dividían la pieza en tres compartimientos. Ante cada una de las tres ventanas había una mesa de trabajo con cuatro sillas; una mesa estaba casi completamente ocupada por una maqueta del nuevo laboratorio.

Era en este espacio, un tanto inapropiado, donde se había reunido el personal. Un sargento detective de la sección local del C.I.D. permanecía impasiblemente sentado junto a la puerta, como para recordarles por qué se hallaban tan incómodamente encarcelados. Se les permitía acudir a la guardarropía de la planta baja con una discreta escolta, y les habían indicado que podían telefonear a sus casas desde la biblioteca. Pero, por el momento, el resto del laboratorio les estaba vedado.

A su llegada, les habían rogado a todos que escribieran una breve declaración de dónde habían pasado, y con quién, la tarde y la noche anteriores. En aquellos momentos esperaban pacientemente su turno ante una de las tres mesas. El sargento había recogido sus declaraciones para entregarlas a su colega del mostrador de recepción, presumiblemente con el fin de iniciar las comprobaciones preliminares. Aquellos miembros subalternos del personal que podían proporcionar una coartada satisfactoria eran autorizados a regresar a su casa nada más verificarla; uno por uno, iban dejando el laboratorio de no muy buen grado, lamentando perderse los excitantes acontecimientos que iban a tener lugar. Los menos afortunados, junto con los primeros que habían llegado aquella mañana y los científicos de mayor antigüedad, debían esperar la llegada del equipo de Scotland Yard. El director sólo había efectuado una fugaz aparición en la biblioteca. En un primer momento, se había marchado en compañía de Ángela Foley para comunicar la noticia de la muerte al padre de Lorrimer. Al regresar, se había encerrado en su propio despacho con el detective superintendente Mercer, de la sección local del C.I.D. Se rumoreaba que el doctor Kerrison estaba con ellos.

Los minutos parecían arrastrarse mientras todos esperaban oír el primer zumbido del helicóptero. Inhibidos por la presencia de la policía, por prudencia, por delicadeza o por encontrarlo embarazoso, evitaban hablar del tema predominante en sus pensamientos y conversaban con la precavida cortesía de unos extraños a los que el azar ha reunido en la sala de un aeropuerto. Las mujeres parecían, en general, mejor dispuestas para soportar el tedio de la espera. La señora Mallett, mecanógrafa de la oficina general, había llevado su labor de punto al trabajo y, respaldada por una coartada indestructible —había estado en el concierto del pueblo, sentada entre la encargada de la oficina de correos y el señor Masón, del almacén general— y con las manos ocupadas en algo, se dedicaba a tejer con comprensible aunque un tanto irritante complacencia hasta que le dieran la orden de liberación. La señora Bidwell, la encargada de la limpieza del laboratorio, había insistido en visitar el cuarto de las escobas, naturalmente acompañada, y se había provisto de un plumero para el polvo y un par de trapos, con los que inició un vigoroso asalto contra los estantes de libros. Permanecía desacostumbradamente callada, pero los científicos reunidos en torno a las mesas podían oírla mascullar para su coleto mientras castigaba a los libros del extremo de uno de los compartimientos.

Brenda Pridmore había recibido autorización para recoger del mostrador el libro registro de pruebas recibidas, y, pálida de cara pero exteriormente compuesta, comprobaba las cifras del mes anterior. El libro ocupaba más espacio del que justamente le correspondía en la mesa, pero al menos estaba realizando un trabajo efectivo. Claire Easterbrook, funcionaria científico superior del departamentoó de biología y, tras la muerte de Lorrimer, el biólogo de mayor rango, había extraído de su portafolio un artículo científico escrito por ella sobre recientes adelantos en la clasificación por grupos sanguíneos y estaba revisándolo, en apariencia tan poco afectada como si en el Laboratorio Hoggatt el asesinato fuese una incomodidad habitual para la que, previsoramente, siempre estaba preparada.

Los demás miembros del personal mataban el tiempo cada uno a su manera. Aquellos que preferían fingirse atareados se sumergían en algún libro y, de vez en cuando, efectuaban ostentosamente una anotación. Los dos examinadores de vehículos, con la reputación de no tener conversación excepto en el tema de los automóviles, estaban acuclillados el uno junto al otro, las espaldas apoyadas en la estantería metálica, y hablaban de coches con desesperada vehemencia. Middlemass había terminado el crucigrama de The Times a las diez menos cuarto, y había hecho durar el resto del periódico tanto como había podido. Para entonces, empero, había agotado ya hasta la columna de esquelas. Dobló el periódico y lo arrojó sobre la mesa, hacia manos que lo aguardaban con anhelo.

La llegada de Stephen Copley, el químico superior, justo antes de las diez, representó un alivio general. Bullicioso como de costumbre, su rostro rubicundo, con la tonsura y la orla de negros y rizados cabellos, resplandecía como si viniera de tomar el sol. No se sabía de nada capaz de desconcertarle, y mucho menos la muerte de un hombre que nunca le había gustado. Pero contaba con una coartada segura, pues había pasado todo el día anterior ante un Tribunal de la Corona y la tarde y la noche con unos amigos de Norwich, regresando a Chevisham con el tiempo justo para comparecer, no sin cierto retraso, en su lugar de trabajo. Sus colegas, aliviados de tener algún tema de conversación, comenzaron a interrogarle acerca del caso en que había declarado. Pero hablaban con voz demasiado fuerte para que resultara natural. El resto de la compañía escuchaba con simulado interés, como si la conversación fuese un diálogo dramático orquestado para su entretenimiento.

—¿Quién se ocupaba de la defensa? —quiso saber Middlemass.

—Charlie Pollard. Repantigó su enorme vientre sobre la barandilla del estrado y explicó confidencialmente a los jurados que no tenían por qué asustarse de los llamados peritos científicos, porque ninguno de nosotros, incluyéndose él mismo, por descontado, sabíamos realmente de qué estábamos hablando. No hará falta decir que quedaron todos sumamente aliviados.

—Los jurados detestan la evidencia científica.

—Están convencidos de que no serán capaces de entenderla y claro, no la entienden. Nada más subir uno al estrado, percibe el velo de obstinada incomprensión que cubre sus mentes. Lo que quieren es certidumbre. ¿Procede esta partícula de pintura de la carrocería de este automóvil? Responda sí o no. No nos salga con una de esas molestas probabilidades matemáticas que tanto les gustan a ustedes.

—Pues si detestan la evidencia científica, todavía detestan más la aritmética. Déles una opinión científica que dependa de la capacidad de dividir un factor entre dos tercios y, ¿qué le dirá el abogado? «Temo que deberá explicarse con mayor sencillez, señor Middlemass. Ni el jurado ni yo somos titulados superiores en matemáticas, ya sabe». Lo que, traducido, significa: eres un bastardo arrogante y el jurado hará bien en no creer ni una palabra de lo que digas.

Era una antigua discusión. Brenda la había oído otras veces, mientras consumía los bocadillos del almuerzo en la habitación, a mitad de camino entre la cocina y una sala de estar, que seguía llamándose el comedor de los subalternos. Pero en aquellos momentos le parecía terrible que pudieran charlar con tanta naturalidad cuando el doctor Lorrimer yacía muerto en el piso de arriba. De pronto, sintió la necesidad de pronunciar su nombre. Alzó la mirada y, haciendo un esfuerzo, señaló:

—El doctor Lorrimer creía que el servicio acabaría repartido entre tres inmensos laboratorios que harían el trabajo de todo el país, recibiendo las pruebas y muestras por vía aérea. Decía que, según su parecer, todas las evidencias científicas deberían ser aceptadas por ambas partes antes de comenzar el juicio.

Middlemass respondió con soltura:

—Es un viejo argumento. Pero la policía desea un laboratorio local bien a mano, y ¿quién puede culparlos? Además, tres cuartas partes de todo el trabajo científico forense no requieren esta sofisticada instrumentación. Quizá fuese más conveniente tener laboratorios regionales perfectamente equipados y una red de subestaciones locales. Pero entonces, ¿quién querría trabajar en los laboratorios pequeños si todo el material más interesante era enviado a otra parte?

La señorita Easterbrook había terminado ya su revisión, y opinó:

—Lorrimer sabía que su idea del laboratorio como árbitro científico no podía funcionar, no con el sistema judicial británico. Y, de todos modos, las evidencias científicas deben ser sometidas a prueba como cualquier otra evidencia.

—Pero ¿cómo? —inquirió Middlemass—. ¿Mediante un jurado corriente? Supongamos que usted es un perito examinador de documentos ajeno al servicio y que la defensa solicita su intervención. Usted y yo discrepamos. ¿Cómo puede un jurado elegir entre los dos? Lo más probable es que decidan creer en usted porque es más atractiva.

—O más probablemente en usted, porque es un hombre.

—O uno de ellos, el decisivo, rechazará mi declaración porque le recuerdo al tío Ben y toda la familia sabe que Ben era el peor embustero del mundo.

—De acuerdo. De acuerdo. —Copley extendió sus regordetas manos en un apaciguador gesto de bendición—. Es lo mismo que la democracia. Un sistema falible, pero es lo mejor que tenemos.

Middlemass prosiguió:

—Es extraordinario, no obstante, lo bien que funciona. Uno mira al jurado, allí cortésmente sentado y prestando toda su atención, como niños que muestran sus mejores modales porque se encuentran en un país extranjero y no desean ponerse en ridículo ni ofender a los nativos. Y, sin embargo, ¿con cuánta frecuencia emiten un veredicto que es manifiestamente perverso con respecto a las pruebas?

Claire Easterbrook replicó secamente:

—El que sea manifiestamente perverso con respecto a la verdad es otro asunto.

—Un juicio criminal no es un tribunal para dilucidar la verdad. Por lo menos, nos atenemos a los hechos. ¿Qué sucede con las emociones? ¿Amaba usted a su esposo, señora B.? ¿Cómo puede la pobre mujer explicarles que, probablemente como la mayoría de las esposas, lo amaba buena parte del tiempo, cuando no se pasaba la noche roncando junto a su oído, ni gritaba a los niños o le regateaba el dinero para el bingo?

Intervino Copley:

—No puede explicarlo. Si tiene un poco de sentido común y si su abogado la ha aconsejado correctamente, sacará su pañuelo y sollozará «Oh, sí, señor. Bien sabe Dios que no hubo nunca un esposo mejor». Es un juego, ¿verdad? Para ganar hay que seguir las reglas.

Claire Easterbrook se encogió de hombros.

—Si es que las conoce uno. Demasiado a menudo se trata de un juego en el que las reglas sólo las conoce un bando. Lo cual resulta lógico, porque es el bando que las escribe.

Copley y Middlemass se echaron a reír.

Clifford Bradley se había medio escondido del resto de la compañía detrás de la mesa donde reposaba la maqueta del nuevo laboratorio. Había tomado al azar un libro de la biblioteca, pero en los últimos diez minutos ni siquiera se había molestado en volver la página.

¡Estaban riéndose! ¡Estaban de veras riéndose! Levantándose de la mesa, anduvo a tientas hacia el compartimiento más alejado y devolvió el libro a su estante, apoyando luego la frente sobre el frío acero del mueble. Middlemass le siguió discretamente y, de espaldas a los demás, se alzó de puntillas para coger un libro. Preguntó:

—¿Se encuentra usted bien?

—Ojalá hubieran llegado ya.

—Eso deseamos todos. Pero el helicóptero está al llegar.

—¿Cómo pueden reírse de esta manera? ¿Es que no les importa?

—Claro que nos importa. El asesinato es algo brutal, embarazoso e inconveniente. Pero dudo mucho que alguno sienta un pesar puramente personal. Y las tragedias de las demás personas, el peligro de los demás, siempre produce una cierta euforia, a condición de encontrarse uno a salvo. —Miró a Bradley y añadió suavemente—: Siempre está el homicidio sin premeditación. O incluso el homicidio justificado. Aunque, pensándolo bien, no creo que se pueda alegar esto último.

—Cree usted que fui yo quien lo mató, ¿verdad?

—Yo no creo nada. Además, tiene una coartada. ¿No estuvo su suegra con ustedes ayer por la tarde?

—No toda la tarde. Cogió el autobús de las siete cuarenta y cinco.

—Bien, con un poco de suerte se demostrará que a esa hora ya estaba muerto. —¿Por qué, se preguntó Middlemass, había Bradley de suponer que no lo estaba? Los oscuros e inquietos ojos de Bradley se entornaron con suspicacia.

—¿Cómo sabía usted que la madre de Susan estuvo anoche con nosotros?

—Susan me lo dijo. De hecho, me telefoneó al laboratorio justo antes de las dos. Quería hablarme de Lorrimer. —Reflexionó un instante y prosiguió, con soltura—: Quería saber si existía alguna posibilidad de que fuera a pedir un traslado, ahora que Howarth lleva ya un año en el cargo. Pensaba que tal vez yo hubiera oído comentar algo. Cuando vuelva a su casa, dígale a Susan que no me propongo hablar a la policía de esta llamada a no ser que ella lo haga primero. Ah, y puede asegurarle que no he sido yo el que le ha roto la cabeza. Haría muchas cosas por Sue, pero un hombre debe trazar la raya en alguna parte.

Bradley, con una nota de resentimiento, replicó:

—¿Por qué habría usted de preocuparse? Su coartada es excelente. ¿No estuvo en el concierto del pueblo?

—No toda la velada. Y, aunque estuve allí visiblemente, mi coartada no deja de resultar ligeramente embarazosa.

Bradley se volvió hacia él y exclamó, con repentina vehemencia:

—¡Yo no lo hice! ¡Oh, Dios mío, no puedo soportar esta espera!

—Tiene que soportarla. ¡Domínese, Cliff! Venirse abajo no le ayudará en nada, ni a Susan. Son policías ingleses, recuerde. No estamos esperando al K.G.B.

Fue entonces cuando oyeron el tan esperado sonido, un lejano zumbido rechinante como el de una avispa enfurecida. La esporádica conversación en torno a las mesas se interrumpió, las cabezas se alzaron y, todos a una, los allí reunidos se acercaron a las ventanas. La señora Bidwell se apresuró a buscar un lugar privilegiado. El helicóptero rojo y blanco apareció matraqueando sobre las copas de los árboles y se cernió, como un tábano ruidoso, sobre la terraza. Nadie hablaba. Finalmente, Middlemass dijo:

—El chico prodigio del Yard, muy apropiadamente, desciende desde las nubes. Bien, esperemos que trabaje rápidamente. Quiero volver a mi laboratorio. Alguien debería decirle que no es el único que tiene un caso de asesinato entre manos.