En un hospital londinense junto al río, desde el que podía divisar en sus momentos más masoquistas la ventana de su propia oficina, el doctor Charles Freeborn, del Servicio de Ciencias Forenses, yacía rígidamente en toda su longitud de un metro noventa sobre una angosta cama, su nariz como un montículo que sobresalía del metódico pliegue de la sábana, su blanca cabellera una neblina sobre la aún más blanca almohada. La cama era demasiado corta para él, un inconveniente al que se adaptaba proyectando limpiamente los dedos sobre el pie de la cama. El velador situado junto a la cabecera contenía el conglomerado de regalos, necesidades y amenidades de menor importancia que se considera indispensable para una breve estancia en el hospital. Entre ellos figuraba un jarro de rosas de aspecto muy oficial, sin aroma pero floridas, a través de cuyos pétalos funéreos y antinaturales el comandante Adam Dalgliesh tuvo la visión de un rostro tan inmóvil, con los abiertos ojos fijos en el cielorraso, que por un instante le sobresaltó la impresión de estar visitando a un muerto. Recordando que Freeborn estaba convaleciendo de algo tan poco grave como una exitosa operación de venas varicosas, se acercó a la cama y exclamó:
—¡Hola!
Freeborn, galvanizado de su adormecimiento, se incorporó como impulsado por un muelle, haciendo caer de la mesilla de noche un paquete de pañuelos de papel, dos ejemplares del Boletín de la Sociedad de Ciencias Forenses y una caja abierta de chocolatinas. En seguida, extendió un brazo enjuto y salpicado de manchitas, rodeado por la pulsera de identificación del hospital, y estrujó la mano de Dalgliesh.
—¡Adam! ¡No vuelvas a sorprenderme de esta forma, condenado! ¡Dios mío, no sabes cuánto me alegro de verte! La única noticia buena que he recibido esta mañana es la de que quedas tú al frente. Pensaba que tal vez te habrías marchado ya. ¿De cuánto tiempo dispones? ¿Cómo viajarás hasta allí?
Dalgliesh respondió por el mismo orden a las preguntas que acababa de formularle.
—Diez minutos. En helicóptero, desde el helipuerto de Battersea. Ahora mismo voy hacia allí. ¿Cómo estás, Charles? ¿Te estoy dando la lata?
—Yo soy quien da la lata. La cosa no podía ocurrir en peor momento. Y lo que más me enfurece es que la culpa ha sido mía. La operación habría podido esperar. Pero el dolor ya empezaba a cargarme, y Meg insistió en que lo hiciera ahora, antes de retirarme, con la teoría, supongo, de que más valía perder el tiempo del gobierno que el mío propio.
Recordando lo que sabía de la pasión y los logros de Freeborn durante sus cuarenta y tantos años en el Servicio de Ciencias Forenses, los difíciles años de la guerra, el aplazamiento de su jubilación, los últimos cinco años, en los que había cambiado su cargo de director por las frustraciones de la burocracia, Dalgliesh asintió:
—Estoy totalmente de acuerdo con ella. Y tu presencia en Chevisham no habría servido de nada.
—Ya lo sé. Es absurda esta sensación de culpabilidad por no haber estado al pie del cañón cuando sobreviene el desastre. Me han llamado de la oficina de servicios para darme la noticia, justo después de las nueve. Supongo que habrán pensado que era mejor telefonear antes que dejar que me enterase por mis visitantes o por los periódicos de la tarde. Muy correcto por su parte. El jefe de policía debe de haber llamado al Yard a los pocos minutos de conocer la noticia. ¿Qué es lo que sabes, exactamente?
—Aproximadamente lo mismo que tú, supongo. He hablado con el jefe de policía y con Howarth. Me han proporcionado los datos principales. El cráneo destrozado, al parecer con un pesado mazo que Lorrimer estaba examinando. El laboratorio cerrado como de costumbre a la llegada del oficial adjunto de enlace con la policía y la joven administrativa, a las ocho y media de esta mañana. Las llaves de Lorrimer en su bolsillo. A menudo solía quedarse a trabajar fuera de horas, y la mayor parte de los miembros del laboratorio sabían que anoche pensaba hacerlo. No hay señales de que forzaran la puerta. Cuatro juegos de llaves. Lorrimer tenía uno, en su calidad de funcionario científico principal y responsable de la seguridad. El oficial adjunto de enlace con la policía tiene el segundo juego. Lorrimer y uno de los oficiales de enlace con la policía eran las únicas personas autorizadas para abrir y cerrar el edificio. El director tiene el tercer juego de llaves en su caja de seguridad, y el cuarto está en una caja fuerte en la comisaría de Guy’s Marsh, por si se da el caso de que la alarma suene durante la noche.
Freeborn concluyó:
—Entonces, o bien Lorrimer dejó entrar a su asesino o el asesino tenía una llave.
Había otras posibilidades, pensó Dalgliesh, pero no era aquel el momento de discutirlas. Preguntó:
—Supongo que Lorrimer habría dejado pasar a cualquier empleado del laboratorio, ¿no?
—¿Por qué no? Probablemente habría admitido a cualquier miembro de la policía local al que conociera personalmente, sobre todo si se trataba de un detective relacionado con un caso reciente. De otro modo, no estoy tan seguro. Quizás hubiera dejado pasar a algún pariente o amigo, aunque eso me parece aún más dudoso. Era un tipo muy puntilloso, y no me lo imagino utilizando el laboratorio como punto de cita. Desde luego, también habría dejado entrar al patólogo.
—Me han dicho que es un residente local, Henry Kerrison. El jefe de policía dijo que lo llamaron para que echara un vistazo al cuerpo. Bien, supongo que no podían hacer otra cosa. No sabía que hubierais encontrado un sucesor para Donald el Mortecino.
—Todavía no. Kerrison actúa como colaborador independiente, contratado para cada caso. Está bien considerado y probablemente recibirá el nombramiento, si podemos conseguir que la Autoridad Sanitaria de Zona dé su aprobación. Existe el problema de costumbre con sus responsabilidades en el hospital. No sabes cuánto me gustaría dejar solucionado el servicio patológico forense antes de retirarme, pero creo que este dolor de cabeza tendrá que quedar para mi sucesor.
Dalgliesh pensó sin afecto en Donald el Mortecino y en su macabro humor de colegial: —«No emplee ese cuchillo para el pastel, mi querida señora. Lo he utilizado esta mañana con una de las víctimas de Harry el Sacamantecas y el filo está todo mellado»—, su propensión al autobombo y su insoportable risa de campesino, sintiéndose agradecido porque, al menos, no tendría que interrogar a aquel temible viejo farsante.
—Háblame de Lorrimer. ¿Qué tal era?
Ésta era la pregunta que subyacía en el núcleo de cualquier investigación de asesinato; sin embargo, aun antes de formularla se dio cuenta de lo absurda que resultaba. Ésta era la parte más extraña del trabajo de un detective, el ir construyendo una relación con el muerto, visto únicamente como un cadáver desplomado en la escena del crimen o desnudo sobre una mesa del depósito de cadáveres. La víctima era la pieza central en el misterio de su propia muerte. Había muerto a causa de lo que era. Antes de que el caso llegara a su fin, Dalgliesh habría recibido una docena de imágenes de la personalidad de Lorrimer, transferidas como impresiones de las mentes de otras personas. A partir de estas imágenes amorfas e inciertas iría creándose su propio concepto, superpuesto y dominante, pero en esencia incompleto y distorsionado —al igual que lo eran los demás— por sus propias ideas preconcebidas, su propia personalidad. Pero la pregunta debía ser formulada. Y por lo menos podía confiar en que Freeborn la contestara sin enzarzarse en una discusión filosófica sobre la naturaleza del yo. Pero el rumbo de sus pensamientos debía de haber corrido paralelo por unos instantes, pues Freeborn le respondió:
—Es curioso que siempre tengas que hacer esta pregunta, que sólo puedas llegar a conocerle a través de las impresiones de otras personas. Sobre los cuarenta años de edad. Tiene el aspecto de un Juan Bautista sin barba y viene a ser más o menos igual de intransigente. Soltero. Vive con su anciano padre en una casita a las afueras del pueblo. Es un biólogo forense sumamente competente, o mejor dicho lo era, pero no creo que hubiera llegado más arriba. Obsesivo, irritable, difícil de tratar. Se presentó para el cargo de director del laboratorio, naturalmente, y quedó en segundo lugar después de Howarth.
—¿Cómo se tomó el nombramiento? ¿Y el resto del laboratorio?
—Lorrimer se lo tomó bastante mal, creo. Pero el laboratorio no habría aceptado bien su nombramiento. La mayor parte del personal superior le tenía ojeriza, pero siempre hay uno o dos que prefieren un colega a un extraño, aunque lo odien a muerte. Y el sindicato, claro, tuvo que protestar porque el nombramiento no había recaído en un científico forense.
—¿Por qué elegisteis a Howarth? Doy por sentado que tú estabas en el consejo.
—Oh, sí. Y acepto mi parte de la responsabilidad. Aunque eso no significa que piense que cometimos una equivocación. El viejo Doc Mac era uno de los más grandes científicos forenses —comenzamos juntos—, pero no se puede negar que en los últimos tiempos había aflojado un poco las riendas. Howarth ya ha conseguido aumentar el ritmo de trabajo en un diez por ciento. Y, además, está la contrata del nuevo laboratorio. El nombramiento de un hombre sin experiencia forense fue un riesgo calculado, pero lo que nos interesaba sobre todo era un gestor. Al menos, ésa era la opinión de la mayoría, y el resto nos dejamos persuadir de que no sería mala cosa, aunque, lo confieso, no quedara del todo claro lo que se entendía por esa palabra mágica. Gestión. La nueva ciencia. Todos le rendimos pleitesía. En los viejos tiempos, estábamos por la faena; bromeábamos con el personal si era necesario, dábamos un puntapié en el trasero a los más lentos, alentábamos a los inseguros y convencíamos a una policía reluctante y escéptica para que utilizara nuestros servicios. Ah, y de vez en cuando enviábamos un informe estadístico al Ministerio del Interior para recordarles nuestra existencia. La cosa parecía funcionar bien. El servicio no se colapsaba. ¿Te has parado alguna vez a pensar cuál es exactamente la diferencia entre administración y gestión, Adam?
—Apúntate esta pregunta para confundir a los candidatos en el próximo consejo. Howarth estaba en el Instituto de Investigaciones Bruche, ¿no es cierto? ¿Por qué quiso cambiar? Eso tuvo que representarle un recorte en su salario.
—Apenas unas seiscientas libras al año, y eso carece de importancia para él. Su padre era rico, y todo fue a parar a él y su hermanastra.
—Pero era un sitio más grande, ¿no? Y en el Hoggatt no creo que pueda realizar investigación.
—Hace un poco, sí, pero esencialmente se trata de un laboratorio para el servicio, desde luego. Eso nos tuvo un poco preocupados a los del consejo. Pero no podíamos tratar de convencer a nuestro candidato más prometedor que el nombramiento representaría un descenso para él, ¿verdad? Científica y académicamente —es especialista en física pura— estaba muy por delante de los demás. De hecho, le presionamos un poco para que expusiera sus motivos, y nos dio los habituales: estaba estáncandóse, quería un nuevo campo de actividades, anhelaba ir a vivir fuera de Londres. Se rumoreaba que su esposa le había dejado poco antes y que pretendía empezar nuevamente de cero. Es probable que ésta fuera la auténtica razón. Gracias a Dios que no utilizó la condenada palabra desafío. Si vuelvo a oír a un candidato más diciendo que ve el trabajo como un desafío, creo que vomitaré sobre la mesa del consejo. Me estoy haciendo viejo, Adam.
Meneó la cabeza en dirección a la ventana y añadió:
—Están un poco crispados por allí, no hace falta que te lo diga.
—Ya lo sé. He tenido una conversación de lo más breve, pero llena de tacto. Tienen un gran talento para dar a entender más de lo que realmente dicen. Pero, evidentemente, es importante resolver el asunto cuanto antes. Aparte de la confianza en el servicio, todo el mundo debe querer que el laboratorio reanude su trabajo normal.
—¿Cómo está la situación? Con el personal, quiero decir.
—La sección local del C.I.D.[1] ha cerrado todas las puertas interiores, y el personal está confinado en la biblioteca y en la zona de recepción hasta que llegue yo. En estos momentos están ocupados redactando sendos resúmenes de sus movimientos desde que Lorrimer fue visto por última vez con vida, y la policía local ha dado comienzo a la comprobación preliminar de coartadas. Esto debe permitirnos ganar algún tiempo. Llevaré conmigo a un oficial, John Massingham. Mientras tanto, el Laboratorio Metropolitano se hará cargo de las tareas forenses. El departamento de relaciones públicas enviará a un tipo para que se ocupe de la prensa, o sea que no tendré que cuidarme yo de eso. Ha sido muy amable este conjunto pop al separarse tan espectacularmente. Entre eso y los problemas del gobierno, es posible que no salgamos en las primeras páginas hasta dentro de uno o dos días.
Freeborn estaba mirándose los dedos de los pies con una expresión de moderado disgusto, como si se tratara de miembros errantes cuyas deficiencias le hubieran pasado inadvertidas hasta aquel momento. De vez en cuando los agitaba, aunque era imposible decir si lo hacía en cumplimiento de alguna orden médica o bien para su satisfacción personal. Al cabo de unos instantes, explicó:
—Comencé mi carrera en el Laboratorio Hoggatt, ya lo sabes. Eso fue antes de la guerra. En aquel entonces sólo disponíamos de métodos químicos por vía húmeda, tubos de ensayo, probetas, soluciones. Y no empleábamos mujeres porque no era decente que una joven tuviera que ocuparse en casos de violencia sexual. Aun para las normas del servicio en los años treinta, el Hoggatt era un laboratorio anticuado. Aunque no en un sentido científico, no creas. Cuando los espectrógrafos eran todavía el nuevo juguete maravilloso, nosotros ya teníamos uno. Los marjales producían algunos crímenes muy peculiares. ¿Recuerdas el caso Mulligan, el viejo que descuartizó a su hermano y ató los despojos en las compuertas de la esclusa de Leamings? De ahí sacamos una evidencia forense de lo más interesante.
—Había como una cincuentena de manchas de sangre en el chiquero, ¿no es cierto? Y Mulligan juraba que era sangre de gorrino.
La voz de Freeborn adquirió un tono reminiscente.
—Me gustaba, el viejo villano. Y todavía siguen utilizando las fotos que tomé yo de aquellas salpicaduras para ilustrar conferencias acerca de las manchas de sangre. Es curiosa la atracción que ejercía el Hoggatt, y que sigue ejerciendo, si a eso vamos. Una inadecuada mansión palladiana en una aburrida aldea de East Anglia al borde de los marjales negros. A dieciséis kilómetros de Ely, que difícilmente puede considerarse un centro de voraginosa actividad para los jóvenes. Inviernos que le hielan a uno los huesos y un viento de primavera —el soplo del marjal, así lo llaman— que va cargado de turba y obstruye los pulmones como el smog. Y aun así, el personal que no se marchaba durante el primer mes, se quedaba para siempre. ¿Sabías que hay una pequeña capilla del arquitecto Wren en los terrenos del laboratorio? Arquitectónicamente es muy superior a la casa, porque el viejo Hoggatt la dejó tal como estaba. Según creo, carecía casi completamente de sensibilidad estética. Después de que fuera desconsagrada, o lo que sea que hacen a los lugares de culto cuando dejan de utilizarse, el viejo la convirtió en almacén de productos químicos. Howarth ha organizado un cuarteto de cuerda en el laboratorio y dieron un concierto allí. Al parecer, es un notable violinista aficionado. Seguramente en estos instantes debe de estar lamentando no haberse dedicado a la música. No es un buen comienzo para él, pobre diablo. Y siempre había sido un laboratorio muy feliz. Supongo que era precisamente este aislamiento el que nos daba tal sensación de camaradería.
Dalgliesh observó adustamente:
—Dudo que esta sensación se mantenga una hora después de mi llegada.
—No. Normalmente, traéis con vosotros tantos problemas como los que resolvéis. No podéis evitarlo. El asesinato es así, un crimen contaminante. Oh, acabarás resolviéndolo, ya lo sé. Siempre lo haces. Pero me gustaría saber a qué precio.
Dalgliesh no respondió. Era demasiado sincero y respetaba demasiado a Freeborn para contestarle con vagas promesas falsamente tranquilizadoras. Actuaría con toda discreción, por supuesto. Eso no tenía ni que decirlo. Pero iba al laboratorio a resolver un asesinato, y todas las demás consideraciones retrocedían ante esta tarea prioritaria. La resolución de un asesinato siempre exigía un precio, a veces a él mismo pero con más frecuencia a terceros. Y Freeborn tenía razón. Era un crimen que contaminaba a todo el que tocaba, inocentes y culpables por igual. No le dolían los diez minutos que había pasado con Freeborn. El anciano, con sencillo patriotismo, creía que el servicio al que había dedicado toda una vida de trabajo era el mejor del mundo. Había contribuido a darle su forma actual, y probablemente estaba en lo cierto. Dalgliesh había averiguado aquello que había venido a averiguar. Pero, mientras estrechaba su mano y se despedía de él, era consciente de que no dejaba ningún consuelo tras de sí.