Todo estaba muy tranquilo en el vestíbulo principal del Laboratorio Hoggatt a las ocho cuarenta de la mañana. Brenda a menudo pensaba que ésta era la parte de la jornada laboral que más le agradaba, la hora anterior a la llegada del personal y al verdadero comienzo del trabajo en el laboratorio, cuando el inspector Blakelock y ella trabajaban juntos en el tranquilo silencio del vestíbulo, reposado y solemne como una iglesia, preparando anticipadamente las carpetas de papel manila para registrar los nuevos casos del día, empaquetando las muestras ya analizadas para ser recogidas por la policía, repasando por última vez los informes del laboratorio a los tribunales para asegurarse de que todo estaba en orden, que no se había omitido ningún detalle de importancia. Nada más llegar, Brenda se enfundaba su bata blanca y de inmediato se sentía distinta, ya no joven e insegura, sino toda una profesional, casi como un científico, un miembro reconocido del personal del laboratorio. Luego, se dirigía a la cocina, al fondo del edificio, y preparaba el té. Tras la dignificación de la bata blanca, esta tarea doméstica resultaba un tanto decepcionante y, en realidad, ella acababa de desayunar y todavía no necesitaba el té. Pero el inspector Blakelock, que venía desde Ely todos los días, siempre estaba dispuesto a tomarse una taza y a ella no le molestaba prepararlo.
—Esto es lo que hay que dar a la tropa —comentaba él invariablemente, llevando sus húmedos labios al borde de la taza y engullendo el caliente líquido como si su garganta fuese de asbesto—. Una cosa he de decir en su favor, Brenda, y es que prepara usted muy bien el té.
Y ella contestaba:
—Mamá dice que el secreto está en calentar antes la tetera y dejar que el té se haga exactamente durante cinco minutos.
Esta breve conversación ritual, tan invariable que la muchacha se adelantaba en silencio a las palabras del inspector y debía contener las ganas de reírse, junto con el familiar y doméstico aroma del té y la gradual calidez cuando cerraba las manos en torno al grueso tazón, constituían un tranquilizador y reconfortante comienzo de la jornada de trabajo.
Le gustaba el inspector Blakelock. Hablaba poco, pero nunca se mostraba impaciente con ella, siempre amable, como una protectora figura paternal. Incluso a su madre, cuando fue a visitar el laboratorio antes de que Brenda aceptara el empleo, le había parecido bien que trabajara sola con él. Las mejillas de Brenda aún ardían de vergüenza cuando recordaba la insistencia de su madre en visitar el Laboratorio Hoggatt para conocer el lugar en que su hija iba a trabajar, aunque, al parecer, el inspector jefe Martin, el oficial superior de enlace con la policía, lo había encontrado perfectamente razonable. El inspector jefe le había explicado a su madre que para el Laboratorio Hoggatt era una innovación tener un funcionario administrativo en la recepción en vez de un agente de policía subalterno. Si Brenda desempeñaba bien el cargo, ello representaría un ahorro permanente de personal policial a la vez que una útil preparación para ella. Tal como el inspector jefe Martin le había dicho a su madre, «el mostrador de recepción es el corazón del laboratorio». En aquellos momentos, se hallaba visitando los Estados Unidos con un grupo de oficiales de policía, y el inspector Blakelock tenía que hacerse cargo por completo de las dos tareas, no sólo recibir las pruebas, preparar las estadísticas y llevar el registro de comparecencias ante los tribunales, sino también discutir cada caso con el detective que lo llevaba, explicar en qué podía tratar de ser útil el laboratorio, rechazar aquellos casos en que los científicos no podían prestar ninguna ayuda y comprobar que la declaración final para el tribunal estuviera completa. Brenda sospechaba que esto representaba una gran responsabilidad para él, y estaba decidida a no fallarle.
Mientras estaba preparando el té, había llegado ya la primera prueba del día, traída sin duda por alguno de los detectives que trabajaban en el caso. Se trataba de otra bolsa de plástico llena de ropa, relacionada con el asesinato del pozo de tajón. Conforme el inspector Blakelock la hacía girar entre sus grandes manos, Brenda alcanzó a distinguir a través del plástico unos pantalones azul oscuro con la pretina sucia de grasa, una chaqueta a rayas de solapa ancha y un par de zapatos negros puntiagudos y con hebillas ornamentadas. El inspector Blakelock estaba estudiando el informe de la policía.
—Pertenecen al amigo con quien estuvo tonteando en el baile. Tendrá que abrir un expediente nuevo para el informe, pero regístrelo en biología con la referencia de Muddington y un número de subgrupo. Luego, póngale una de esas etiquetas rojas de «Urgente». El asesinato siempre tiene prioridad.
—Pero podría suceder que tuviésemos tres o cuatro asesinatos al mismo tiempo. ¿Quién decidiría las prioridades, entonces?
—El jefe del departamento en cuestión. Es tarea suya adjudicar el trabajo a su personal. Después de los asesinatos y las violaciones, lo normal es dar prioridad a aquellos casos en que el acusado no se encuentra en libertad bajo fianza.
Brenda comentó:
—Espero que no le moleste que le haga tantas preguntas, pero es que quiero aprender. El doctor Lorrimer me dijo que debo averiguar todo lo que pueda y no tomarme el trabajo como una rutina.
—Pregunte lo que quiera, muchacha. No me molesta. Pero no le haga demasiado caso al doctor Lorrimer. No es el director del laboratorio, aunque él se lo tenga creído. Cuando haya terminado con esta ropa, deje el paquete en el estante de biología.
Brenda anotó cuidadosamente el número de la prueba en el libro de diario y dejó el fardo envuelto en plástico en el estante de las pruebas que esperaban pasar a la sala de investigación de biología. Era bueno tener las entradas al corriente. Dirigió una mirada de soslayo hacia el reloj. Eran casi las ocho cincuenta. Pronto recibirían el correo del día y el mostrador quedaría abarrotado de sobres acolchados con las muestras de sangre correspondientes a los casos del día anterior de conductores bebidos. Luego empezarían a llegar los coches de policía. Agentes uniformados o de paisano traerían grandes sobres de documentos para el señor Middlemass, el examinador de documentos; los equipos especialmente preparados que el laboratorio distribuía para la recogida de manchas de sangre, saliva y semen; abultadas bolsas de mantas y sábanas sucias y manchadas; los ubicuos instrumentos romos; cuchillos manchados de sangre, cuidadosamente sujetos a la caja con cinta adhesiva.
Y en cualquier momento comenzarían a llegar los primeros miembros del personal. La señora Bidwell, la encargada de la limpieza, debería haber llegado veinte minutos antes. Tal vez había cogido la gripe, como Scobie. Del personal científico, el primero en llegar sería probablemente Clifford Bradley, el funcionario científico superior del departamento de biología, escabulléndose por el vestíbulo como si no tuviera derecho a estar allí, con sus inquietos ojos de víctima y aquel estúpido bigote caído, tan preocupado que apenas percibía sus saludos. Luego vendría la señorita Foley, la secretaria del director, serena y dueña de sí, exhibiendo siempre aquella sonrisa secreta. A Brenda, la señorita Foley le recordaba a Mona Rigby, una compañera de escuela que resultaba siempre elegida para representar el papel de Virgen María en la función teatral de Navidad. Nunca le había caído bien Mona Rigby —que no hubiera sido reelegida para el codiciado papel si la dirección hubiese sabido tanto como Brenda sobre ella—, y no estaba segura de que le cayera bien la señorita Foley. A continuación vendría alguien que sí le caía bien, el señor Middlemass, el examinador de documentos, con la chaqueta colgada del hombro, subiendo los escalones de tres en tres y saludando a gritos al mostrador de recepción. Después de eso, aparecerían en casi cualquier orden.
El vestíbulo se llenaría de gente, como si fuera una terminal del ferrocarril, y en el corazón de aquel aparente caos, controlando y dirigiendo, ayudando y explicando, estaba el personal del mostrador de recepción.
Como si quisiera indicar que la jornada laboral estaba a punto de comenzar, sonó el teléfono. La mano del inspector Blakelock asió el auricular. Escuchó en silencio durante un lapso que a Brenda le pareció superior a lo acostumbrado y, enseguida, habló a su vez.
—No creo que esté aquí, señor Lorrimer. ¿Dice que no ha pasado la noche en casa?
Otro silencio. El inspector Blakelock medio le volvió la espalda e inclinó la cabeza sobre el aparato con aire de conspirador, como si estuviera escuchando una confidencia. Acto seguido, dejó el auricular sobre el mostrador y se volvió hacia Brenda.
—Es el anciano padre del doctor Lorrimer. Está preocupado. Dice que el doctor Lorrimer no le ha llevado el té esta mañana y que parece como si no hubiera pasado la noche en casa. Su cama no está deshecha.
—Bien, pues aquí no puede estar. Quiero decir, al llegar hemos encontrado la puerta cerrada con llave.
De eso no cabía la menor duda. Al doblar la esquina de la casa, después de dejar la bicicleta en lo que antaño habían sido los establos, había visto al inspector Blakelock parado ante la puerta delantera, casi como si estuviera esperándola. Luego, cuando hubo llegado junto a él, el inspector enfocó su linterna sobre las cerraduras e insertó las tres llaves, primero la Yale, a continuación la Ingersoll y, finalmente, la del cerrojo de seguridad que desconectaba el sistema de alarma electrónica de la comisaría de policía de Guy’s Marsh. Acto seguido entraron los dos juntos en el oscuro vestíbulo. Ella se dirigió a la guardarropía, al fondo del edificio, en busca de su bata blanca, mientras él iba al despacho del inspector jefe Martin para desconectar el sistema que protegía las puertas interiores de las principales salas del laboratorio.
Brenda emitió una risita y comentó:
—La señora Bidwell aún no ha venido para hacer la limpieza y el doctor Lorrimer ha desaparecido. Puede que se hayan escapado juntos. El gran escándalo de Hoggatt.
No era una broma muy divertida, y no le sorprendió que el inspector Blakelock no se riera.
—Que la puerta estuviera cerrada no significa nada. El doctor Lorrimer tiene sus propias llaves. Y si ha venido a trabajar muy temprano, dejando la cama hecha, lo más probable es que haya vuelto a cerrar la puerta y a conectar las alarmas internas.
—Pero entonces, ¿cómo habría podido entrar en el laboratorio de biología?
—Habría tenido que abrir primero la puerta y dejarla abierta mientras volvía a conectar las alarmas. No parece muy probable. Cuando está aquí solo, normalmente utiliza la Yale.
Se llevó nuevamente el auricular junto al oído y prosiguió:
—Espere un momento, señor Lorrimer, por favor. No creo que esté aquí, pero voy a comprobarlo.
—Ya voy yo —se ofreció Brenda, deseosa de mostrarse útil. Sin detenerse a levantar la hoja plegadiza del mostrador, se agachó y pasó por debajo. Al volverse, vio con sorprendente claridad la figura de su compañero, instantáneamente brillante como iluminada por un flash fotográfico. El inspector Blakelock, con la boca medio abierta en una expresión de protesta, extendía un brazo hacia ella en un ademán, estirado e histriónico, de protección o refrenamiento. Ella, sin comprender, se rió y echó a correr hacia la amplia escalinata. El laboratorio de biología estaba situado al fondo de la primera planta y, con su anexo para investigaciones, ocupaba casi toda la longitud del edificio. La puerta estaba cerrada. Brenda hizo girar el pomo y la abrió de un empujón, palpando la pared en busca del interruptor de la luz. Sus dedos lo encontraron enseguida, y lo accionó. Los dos largos tubos fluorescentes suspendidos del cielorraso parpadearon, centellearon con luz tenue y vacilante y, finalmente, se iluminaron con una claridad uniforme.
Inmediatamente vio el cuerpo. Estaba tendido en el espacio entre las dos grandes mesas centrales, boca abajo, con la mano izquierda como si quisiera arañar el suelo y la mano derecha doblada bajo el cuerpo. Sus piernas estaban estiradas. Brenda emitió un curioso ruidito, entre un grito y un gemido, y se arrodilló junto a él. El cabello sobre su oído izquierdo estaba desgreñado y apelmazado en mechones como el pelo de su gatito después de lavarlo. Aunque no se distinguía la sangre sobre la oscura cabellera, ella supo sin lugar a dudas que aquello era sangre. Ya se había oscurecido sobre el cuello de su camisa blanca, y en el suelo del laboratorio se había formado y coagulado un pequeño charco. Solamente su ojo izquierdo era visible, fijo, sin brillo y apagado, como el ojo de un ternero muerto. La muchacha, vacilante, le palpó una mejilla. Estaba fría. Pero nada más ver aquella mirada vidriosa ya había comprendido que esto era la muerte.
No recordaba haber cerrado la puerta del laboratorio ni bajado otra vez al vestíbulo. El inspector Blakelock seguía tras el mostrador, con el auricular del teléfono en la mano. La muchacha sintió ganas de reír al verle la cara, tan gracioso parecía. Trató de hablarle, pero no encontró palabras. Su mandíbula temblaba incontrolablemente y le castañeteaban los dientes. Hizo una especie de ademán. El inspector dijo algo que ella no alcanzó a entender, colgó el teléfono y se precipitó escaleras arriba.
Ella avanzó tambaleándose hacia la pesada butaca victoriana situada contra la pared junto a la entrada del despacho del inspector jefe Martin, la butaca del coronel Hoggatt. El retrato la contemplaba desde lo alto. Mientras lo miraba, el ojo izquierdo pareció hacerse más grande y los labios se contrajeron en una mueca lasciva.
Un terrible frío atenazó todo su cuerpo. Le pareció sentir que su corazón, que no dejaba de palpitar contra la caja torácica, se estaba volviendo enorme. Respiraba a grandes bocanadas, pero aun así le faltaba el aire. De pronto, llegó a sus oídos el timbre del teléfono. Incorporándose lentamente, como un autómata, se acercó al mostrador y descolgó el aparato. Desde el otro extremo de la línea le llegó la voz frágil y quejumbrosa del señor Lorrimer. Brenda trató de pronunciar las palabras de costumbre, «Laboratorio Hoggatt, recepción al habla». Pero no pudo articular las palabras. Volvió a colgar el aparato y regresó a la butaca.
No recordaba haber oído el largo resonar del timbre de la puerta, ni haber cruzado velozmente el vestíbulo para ir a abrirla. De pronto, la puerta se abrió de par en par y el vestíbulo se llenó de gente y de sonoras voces. Las luces, cosa extraña, parecieron volverse más intensas, y los vio a todos como actores sobre un escenario brillantemente iluminado, con expresiones que el maquillaje acentuaba hasta volverlas grotescas. Todas sus palabras sonaban claras y distintas, como si estuviera en la primera fila de la platea. La señora Bidwell, la encargada de la limpieza, enfundada en su abrigo con cuello de piel de imitación, los ojos encendidos de indignación, su voz potente y aguda.
—¿Qué diablos ocurre aquí? Algún maldito idiota ha llamado a mi viejo y le ha dicho que hoy no hacía falta que viniera, que la señora Schofield me necesitaba. ¿Quién se dedica a gastar estas bromas estúpidas?
El inspector Blakelock bajó por la escalera lenta y deliberadamente, el protagonista haciendo su aparición. Se agruparon todos en un pequeño círculo y alzaron la vista hacia él; el doctor Howarth, Clifford Bradley, la señorita Foley, la señora Bidwell. El director dio un paso al frente. Parecía que fuera a desmayarse. Preguntó:
—¿Y bien, Blakelock?
—Es el doctor Lorrimer, señor. Está muerto. Asesinado.
Sin duda no podía ser que todos hubieran repetido la palabra al unísono, mirándose el uno al otro como el coro de una tragedia griega. Pero dio la impresión de que resonaba en el silencio del vestíbulo, perdiendo paulatinamente su significado hasta convertirse en una especie de sonoro gemido. Asesinato. Asesinato. Asesinato.
Vio que el doctor Howarth echaba a correr hacia la escalera. El inspector Blakelock se volvió para acompañarle, pero el director se lo impidió.
—No, usted quédese aquí. Ocúpese de que nadie pase más allá del vestíbulo. Telefonee al jefe de policía y al doctor Kerrison. Luego, póngame con el Home Office.
De repente, todos parecieron advertir por vez primera la presencia de Brenda. La señora Bidwell fue hacia ella.
—Entonces, ¿ha sido usted la que lo ha encontrado? ¡Pobre chiquilla!
Y de pronto dejó de ser una representación teatral. Las luces se apagaron. Los rostros se hicieron amorfos y ordinarios. Brenda emitió un breve jadeo. Sintió los brazos de la señora Bidwell en torno a sus hombros. El olor de su abrigo le apretó la cara. La falsa piel era tan suave como la pata de su gatito. Y, bienaventuradamente, Brenda empezó a llorar.