Capítulo 10

Eran casi las cinco y ya había oscurecido cuando el detective inspector Doyle llegó a su casa en el pueblo, seis kilómetros al norte de Cambridge. Había tratado de telefonear a su esposa, pero sin éxito: la línea estaba ocupada. Otra de sus interminables, sigilosas y carísimas llamadas telefónicas, pensó el policía, y, habiendo cumplido con su deber, ya no volvió a intentarlo. La verja de hierro forjado estaba abierta, como de costumbre, y aparcó delante de la casa. No valía la pena meter el coche en el garaje sólo por un par de horas, que era todo el tiempo de que disponía.

Scoope House no presentaba precisamente su mejor aspecto a la caída de una oscura tarde de noviembre. No era de extrañar que en los últimos tiempos los agentes no hubieran enviado a nadie para visitarla. Era una mala época del año. Aquella casa, pensó, era un monumento al mal juicio. La había adquirido por menos de diecisiete mil libras y, hasta el momento, se había gastado en ella otras cinco mil, con la esperanza de venderla por un mínimo de cuarenta mil. Pero eso había sido antes de que la recesión hubiera dado al traste con los cálculos de especuladores más expertos que él. En aquellos momentos, con el mercado inmobiliario casi paralizado, no le quedaba otra alternativa que esperar. Podía permitirme mantener la casa hasta que el mercado se agilizara. No estaba seguro de si tendría la posibilidad de conservar a su esposa. Ni siquiera sabía si deseaba conservarla. También su matrimonio había constituido un error de juicio, pero, dadas las circunstancias del momento, había sido un error comprensible. No era hombre dado a perder el tiempo en lamentaciones.

Los dos alargados rectángulos de luz de la ventana del primer piso habrían debido representar una agradable promesa de calor y comodidad. En vez de ello, resultaban vagamente amenazadores: Maureen estaba en casa. Pero, habría aducido ella, ¿a qué otro lugar podía ir, si no, en aquel lúgubre pueblo de East Anglia en un tedioso anochecer de noviembre?

Su mujer ya había terminado de tomar el té y aún tenía la bandeja a su lado. La botella de leche, con su tapón aplastado y echado hacia atrás; una sola taza; pan rebanado sobresaliendo de su envoltorio; un trozo de mantequilla en un grasiento plato; un pastel de frutas comprado en la tienda, todavía sin abrir. Doyle sintió el acostumbrado arranque de irritación, pero no dijo nada. Una vez, cuando le había reprochado su desaliño, ella le había contestado:

—¿Y quién lo ve? ¿A quién le importa?

Él lo veía y a él le importaba, pero ya hacía muchos meses que no contaba con ella. Anunció:

—Voy a echar una siesta de un par de horas. Despiértame a las siete, por favor.

—¿Quiere eso decir que no vamos a ir al concierto de Chevisham?

—Por el amor de dios, Maureen, si ayer estuviste gritando que no te interesaba en lo más mínimo. Cosa de chiquillos. ¿Recuerdas?

—No es precisamente un gran acontecimiento, pero al menos significa salir. ¡Salir! Salir de este vertedero. Y juntos, para variar. Era una ocasión para acicalarse. Y tú dijiste que luego iríamos a cenar al restaurante chino de Ely.

—Lo siento. No podía saber que tendría un caso de asesinato.

—¿Cuándo volverás? Si es que sirve de algo preguntarlo…

—Sabe Dios. Iré a buscar al sargento Beale. Todavía hemos de hablar con una o dos personas que estuvieron en el baile de Muddington, particularmente con un muchacho llamado Barry Taylor que tiene algunas cosas que explicarnos. Según lo que nos cuente, quizá decida ir a hablar de nuevo con el marido.

—Te gusta hacerlo sudar, ¿verdad? ¿Es por eso por lo que te hiciste policía, porque te gusta asustar a la gente?

—Eso es tan estúpido como decir que tú te hiciste enfermera porque disfrutas vaciando orinales.

Se dejó caer en un sillón y cerró los ojos, dejando paso al sueño. Vio de nuevo el rostro aterrorizado del joven, volvió a oler el sudor del miedo. Pero había sobrellevado bien la primera entrevista, más entorpecido que ayudado por la presencia de su abogado, que nunca antes había visto a su cliente y había dejado dolorosamente claro que preferiría no volver a verlo nunca más. El chico no se había apartado de su historia. Habían tenido una disputa en el baile y él se había ido temprano. A la una, ella no había llegado aún a casa. Había salido a buscarla por la carretera y al otro lado del campo de tajón, para regresar él solo media hora más tarde. No había visto a nadie y en ningún momento se había acercado al pozo de tajón ni al coche abandonado. Era una buena historia, sencilla, sin complicaciones, posiblemente incluso cierta, salvo en el punto esencial. Pero, con suerte, el informe del laboratorio sobre la sangre de la víctima y la mancha que él tenía en el puño de la chaqueta, los restos de tierra arenosa y polvo del automóvil en los zapatos de él, estarían a punto para el viernes. Si Lorrimer se quedaba a trabajar aquella noche —y normalmente lo hacía— quizás incluso tuvieran los resultados del análisis de sangre para el día siguiente. Y entonces vendrían las complicaciones, las incoherencias y, finalmente, la verdad. Su esposa preguntó:

—¿Quién más había en la escena del crimen?

Ya era algo, pensó él, que se tomara la molestia de preguntarlo. Con voz soñolienta, respondió:

—Lorrimer, por supuesto. Nunca se pierde un asesinato. Supongo que no confía en que los demás sepamos hacer bien nuestro trabajo. Y tuvimos la acostumbrada media hora de espera hasta que llegó Kerrison. Eso enfureció a Lorrimer, claro. Hace todo el trabajo en la escena, todo el que cualquiera puede hacer, y luego ha de esperar con el resto de nosotros hasta que el regalo de Dios a la patología forense llega acompañado por una escolta policial y nos da la noticia de que lo que todos habíamos tomado por un cadáver es en realidad —sorpresa, sorpresa— un verdadero cadáver, y que podemos retirar tranquilamente el cuerpo.

—El patólogo forense hace más que eso.

—Claro que sí. Pero no mucho más, no en el lugar del crimen. Su trabajo empieza luego.

Y añadió:

—Siento no haber podido llamar. Lo intenté, pero estabas comunicando.

—Supongo que sería papá. Su oferta sigue en pie, el empleo de oficial de seguridad en la organización. Pero no puede esperar mucho más. Si a final de mes no has aceptado, empezará a poner anuncios.

Oh, Dios, pensó. Eso otra vez, no.

—Me gustaría que tu querido papá no hablara tanto de la organización. Da la impresión de que el negocio familiar sea la mafia. Si lo fuera, quizá me sintiera tentado a aceptar. Lo que papá tiene son tres tiendas baratas y zarrapastrosas en las que vende trajes baratos y zarrapastrosos a idiotas baratos y zarrapastrosos que no serían capaces de reconocer un buen paño aunque se lo estuvieran embutiendo por la garganta. Quizá pudiera pensar seriamente en entrar en el negocio si el querido papá no tuviera ya al Hermano Mayor como director adjunto, dispuesto a sucederle en el mando, y si no hubiera dejado tan claro que únicamente me soporta porque soy tu marido. Pero maldito si voy a patearme los suelos como un amariconado superintendente de sección para vigilar que ningún pobre desgraciado hurte nada de la tienda, aunque pretendan dignificarme con el título de oficial de seguridad. Yo me quedo aquí.

—Donde tienes unos contactos tan útiles…

¿Qué quería decir con eso, se preguntó? Había cuidado de no decirle nada, pero ella no era del todo tonta. Quizá lo hubiera sospechado. Contestó:

—Donde tengo mi empleo. Cuando te casaste conmigo, ya sabías lo que te llevabas.

Pero eso es algo que nunca se sabe, pensó. No verdaderamente.

—No esperes encontrarme aquí cuando vuelvas.

Era una vieja amenaza. Respondió sin inquietarse:

—Tú misma. Pero si estás pensando en llevarte el coche, olvídalo. El Cortina me lo llevo yo, y al Renault le patina el embrague. Así que, si has decidido irte a casa de mamá antes de mañana por la mañana, tendrás que telefonear a papá para que venga a buscarte o llamar un taxi.

Ella contestó algo, pero su voz, malhumoradamente insistente, le llegaba desde muy lejos, ya no en forma de palabras coherentes sino como oleadas de sonido que batían sobre su cerebro. Dos horas. Tanto si ella se tomaba la molestia de despertarlo como si no, sabía que despertaría casi al minuto. Cerró los ojos y se durmió.