Exactamente a la una cuarenta y ocho, Paul Middlemass, el examinador de documentos, abrió su expediente sobre el asesinato del pozo de tajón. La Sala de Examen de Documentos, que se extendía a lo ancho de toda la fachada del edificio, inmediatamente por debajo del tejado, olía igual que una papelería; una penetrante amalgama de papel y tinta, agudizada por el dejo de los productos químicos. Middlemass la respiraba como su aire nativo. Era un hombre alto, larguirucho y esbelto, de facciones pronunciadas, con una boca grande y un movedizo rostro de agradable fealdad; su cabello, gris hierro, caía en gruesos mechones sobre una piel de color pergamino. De ademanes plácidos y apariencia indolente, era en realidad un trabajador infatigable obsesionado por su profesión. El papel en todas sus manifestaciones constituía una pasión para él. Pocos hombres, dentro del servicio forense o fuera de él, sabían tanto sobre este tema. Manipulaba el papel con alegría y con una especie de reverencia, se regocijaba con él, conocía su origen casi exclusivamente por el olfato. La identificación de la cola y el blanqueador de una muestra por medios espectrográficos o mediante una cristalografía de rayos X únicamente servía para confirmar lo que la vista y el tacto ya habían dictaminado. La satisfacción de contemplar la aparición de una oscura filigrana bajo la acción de los rayos X no disminuía jamás, y el diseño final, aun sin sorprenderle, era tan fascinante para él como la esperada marca del ceramista para un coleccionista de porcelanas.
Su padre, fallecido mucho antes, había sido dentista, y el hijo había conservado para su propio uso la extraordinariamente amplia colección de batas quirúrgicas del anciano, diseñadas por él mismo. Eran de un corte anticuado, de cintura entallada y faldones de mucho vuelo como el gabán de un petimetre de la Regencia, provistas además de botones de metal en relieve que se abrochaban hasta muy arriba, a un lado del cuello. Aunque las mangas eran demasiado cortas, de forma que sus enjutas muñecas sobresalían como las de un escolar en exceso crecido para su edad, las llevaba con cierta desenvoltura, como si aquel atuendo laboral tan poco ortodoxo, tan distinto a las reglamentarias batas blancas del resto del personal, simbolizara esa combinación única de habilidad científica, experiencia y olfato que caracteriza al buen examinador de documentos.
Acababa de telefonear a su esposa, tras recordar, con cierto retraso, que aquella noche se había comprometido para ayudar en el concierto del pueblo. Le gustaban las mujeres, y antes de su matrimonio había disfrutado de una sucesión de romances casuales, satisfactorios y sin complicaciones. Se había casado tarde, con una rolliza investigadora de Cambridge a la que llevaba veinte años, y cada noche regresaba a su moderno piso en las afueras de la ciudad conduciendo su Jaguar —su mayor extravagancia—, con frecuencia a hora avanzada, pero pocas veces tan tarde que no pudiera salir con su esposa al pub local. Seguro en su cargo, con una creciente reputación internacional y matrimonialmente satisfecho con su agraciada Sophie, se sabía un hombre de éxito y sospechaba que era feliz.
El laboratorio para el examen de documentos, con sus armarios y su línea de cámaras monocarril, ocupaba lo que algunos de sus colegas, particularmente Edwin Lorrimer, consideraban más que su parte proporcional de espacio. Pero el laboratorio, iluminado por hileras de luces fluorescentes y con un techo bajo, era sofocante y mal ventilado, y aquella tarde la calefacción central, incierta en el mejor de los casos, había concentrado todos sus esfuerzos en la parte alta del edificio. Normalmente, Middlemass no solía prestar atención a las condiciones de trabajo, pero resultaba difícil hacer caso omiso de una temperatura subtropical. Abrió la puerta del corredor. Enfrente y un poco a la derecha estaban los lavabos de hombres y de mujeres, y podía oír el crujido de ambas puertas y los ocasionales pasos, leves o pesados, apresurados o dilatorios, de los distintos miembros del personal. Estos ruidos no le importaban. Estaba enfrascado en su tarea.
Pero la muestra que examinaba en aquellos momentos no encerraba mucho interés. Si se hubiera tratado de algún otro delito, en vez de asesinato, habría dejado la tarea a su ayudante, que aún no había vuelto de un almuerzo tardío. Pero el asesinato significaba invariablemente una comparecencia ante el tribunal y un interrogatorio en el estrado —en esta acusación, la más grave de todas, la defensa muy rara vez dejaba pasar sin cuestionarlas las conclusiones de los científicos—, y una comparecencia ante el tribunal equivalía a un juicio público del análisis de documentos en general y del Laboratorio Hoggatt en particular. Para él, era cuestión de principios ocuparse personalmente de los casos de asesinato. Casi nunca se contaban entre los más interesantes. Lo que a él realmente le gustaba eran las investigaciones históricas, la satisfacción de demostrar, como había ocurrido tan sólo un mes antes, que un documento fechado en 1872 estaba impreso en un papel que contenía pulpa de madera química, utilizada por primera vez en 1874, un descubrimiento que había representado el punto de partida para la fascinante resolución de un complicado fraude documental. La tarea que en aquellos momentos le ocupaba no tenía nada de complicado y muy poco de interesante. Y, sin embargo, apenas unos años antes, de su opinión hubiera podido depender el cuello de un hombre. Muy pocas veces pensaba en la media docena de hombres que, a lo largo de sus veinte años de experiencia forense, habían sido ahorcados principalmente a causa de su declaración, y cuando lo hacía no eran las tensas pero curiosamente anónimas caras en el banquillo lo que más recordaba, ni tampoco sus nombres; era el papel y la tinta, el grosor de un trazo descendente, la peculiar forma de una letra. Extendió sobre la mesa la nota encontrada en el bolso de la muerta, colocándola entre las dos muestras de la escritura del marido que la policía había podido obtener. Una de ellas era una carta a la madre del sospechoso, escrita durante unas vacaciones en Southend, que le hizo preguntarse cómo había logrado la policía que la madre se la diera. La otra era un breve mensaje recibido por teléfono acerca de un partido de fútbol. La nota hallada en el bolso de la víctima era aún más breve: «Ya tienes tu hombre conque deja en paz a Barry Taylor o te arrepentirás. Sería una pena estropear una cara tan bonita como la tuya. El ácido no es agradable. Ten cuidado. Alguien que te quiere bien».
El estilo, decidió, provenía de una película de misterio que habían emitido poco antes por televisión, y estaba claro que la escritura había sido deliberadamente deformada. Tal vez la policía pudiera proporcionarle alguna otra muestra de la caligrafía del sospechoso cuando fueran a visitar su lugar de trabajo, pero en realidad no la necesitaba. Las semejanzas entre la nota amenazadora y las dos muestras eran inconfundibles. El autor había tratado de disimular su escritura y había cambiado la forma de la «r» minúscula, pero los levantamientos de la pluma se producían regularmente cada cuatro letras —Middlemass aún no había encontrado nunca un falsificador que se acordara de variar el intervalo en que levantaba la pluma del papel— y el punto de la «i», alto y ligeramente a la izquierda, junto con los exagerados apostrofes constituían casi una marca de fábrica. Analizaría la muestra de papel, fotografiaría y ampliaría cada letra individual y luego las montaría en un gráfico comparativo que los miembros del jurado se pasarían solemnemente de mano en mano, mientras se preguntaban qué necesidad había de pagar el considerable sueldo de un perito que les explicara lo que cualquiera podía ver con sus propios ojos.
Sonó el teléfono. Middlemass extendió uno de sus largos brazos y acercó el auricular a su oreja izquierda. La voz de Susan Bradley —primero llena de disculpas, luego conspiratoria y finalmente al borde de las lágrimas— se filtró en su oído en un largo monólogo de lamentos y desesperación. El científico escuchó, profirió suaves gruñidos de aliento, sostuvo el aparato a tres o cuatro centímetros del oído y, mientras tanto, advirtió que el escritor, pobre diablo, ni siquiera había pensado en modificar el característico trazo horizontal de su «t» minúscula. Aunque tampoco le habría servido de nada. Y el pobre hombre no podía saber que sus esfuerzos serían presentados como prueba en su propio juicio por asesinato.
—Muy bien —respondió—. No tienes por qué preocuparte. Déjalo de mi cuenta.
—¿Y no le dirá que he telefoneado?
—Claro que no, Susan. Tranquilízate. Yo lo arreglaré.
La voz siguió crepitando.
—Dile que no sea estúpido, por el amor de Dios. ¿No sabe que tenemos un millón y medio de parados? Lorrimer no puede despedirlo. Dile a Clifford que se aferre a su trabajo y deje de comportarse como un maldito estúpido. Ya hablaré yo con Lorrimer.
Colgó el auricular. Sentía cierta simpatía por Susan Moffat, que había trabajado como su asistente durante dos años. Tenía más talento y más agallas que su marido, y eso hizo que se preguntara, sin darle mucha importancia, por qué se había casado con Bradley. Lástima, probablemente, y un instinto maternal excesivamente desarrollado. Algunas mujeres tenían que llevarse literalmente al pecho a los desgraciados. O quizá fuera únicamente la inexistencia de alternativas, la necesidad de un hogar y un hijo propios. Bien, de todos modos ya era demasiado tarde para tratar de impedir aquel matrimonio, y por cierto que no se le había ocurrido intentarlo en su momento. Y al menos tenía la niña y el hogar. Apenas hacía quince días que había llevado a la pequeña al laboratorio para que la conociera. La visita de aquel sollozante fardo con cara de ciruela no había modificado en nada su resolución de no engendrar ningún hijo, pero no cabía duda de que Susan parecía completamente feliz. Y seguramente volvería a ser feliz si se resolvía la cuestión de Lorrimer.
Consideró que había llegado el momento de resolver la cuestión de Lorrimer. Y, a fin de cuentas, él tenía sus propias razones para ocuparse personalmente del asunto. Era una pequeña obligación particular, y hasta la fecha no había inquietado en demasía lo que suponía que otras personas denominaban conciencia. Pero la llamada de Susan Bradley sirvió para recordárselo. Escuchó con atención. Las pisadas le parecieron familiares. Bien, era una coincidencia, pero mejor solventarlo de una vez que dejarlo para más adelante. Acercándose a la puerta, se dirigió a la espalda que se retiraba.
—Lorrimer, quiero tener unas palabras con usted.
Lorrimer fue hacia él y se detuvo nada más cruzar el umbral, alto, sin sonreír, con su bata blanca cuidadosamente abrochada. Sus ojos oscuros y cautelosos se fijaron en Middlemass. Middlemass se forzó a mirarlos, pero enseguida desvió la vista. Los iris parecían dilatados en negras lagunas de desesperación. No era una emoción que supiera cómo manejar, y se sintió violento. ¿Qué podía estar reconcomiendo al pobre diablo? Con acento cuidadosamente despreocupado, comenzó:
—Mire, Lorrimer, deje en paz a Bradley, ¿quiere? Ya sé que no es exactamente un regalo de Dios a la ciencia forense, pero aunque no tenga mucho talento es aplicado y perseverante, y no será intimidando al pobre desgraciado como conseguirá usted estimular su velocidad ni su intelecto. Así que déjelo estar.
—¿Pretende decirme cómo debo dirigir a mi personal?
La voz de Lorrimer sonó perfectamente controlada, pero el pulso de su sien había comenzado a latir visiblemente. A Middlemass le resultó difícil no fijar allí la vista.
—Exactamente, compañero. O, por lo menos, a este miembro en concreto de su personal. Sé muy bien lo que se trae entre manos, y no me gusta en absoluto. O sea que basta ya.
—¿Debo entender esto como una amenaza?
—Más bien como una advertencia amistosa, o razonablemente amistosa, en todo caso. No voy a decir que me gusta usted, y si el Home Office hubiera cometido el error de nombrarle director de este laboratorio, yo me habría negado a seguir trabajando aquí. Pero reconozco que lo que haga usted en su departamento no es asunto mío; sucede únicamente que este caso es la excepción. Sé lo que está pasando, no me gusta y he decidido ponerle coto.
—No sabía que abrigara tan tiernos sentimientos hacia Bradley. Aunque, claro, debe de haberle telefoneado Susan Bradley. No creo que él haya tenido suficientes agallas para hablar por sí mismo. ¿Le ha telefoneado la mujer, Middlemass?
Middlemass hizo caso omiso de la pregunta.
—No tengo ningún interés especial por Bradley. Pero tenía cierto interés por Peter Ennalls, si se acuerda de él.
—Ennalls se ahogó porque su prometida rompió con él y tuvo un ataque mental. Dejó una nota explicando su acto que fue leída en la encuesta. Ambas cosas ocurrieron meses después de que hubiera dejado el Laboratorio del Sur; ninguna de ellas tuvo nada que ver conmigo.
—Lo que ocurrió mientras aún estaba en el laboratorio tuvo mucho que ver con usted. Antes de tener la desgracia de empezar a trabajar bajo sus órdenes, era un muchacho corriente, más bien simpático, con dos buenas calificaciones de grado A y un inexplicable deseo de convertirse en biólogo forense. Además, da la casualidad de que era primo de mi mujer. Yo fui quien le recomendó que se presentara para el puesto. Así que, como ve, tengo cierto interés, incluso podría decir cierta responsabilidad.
Lorrimer contestó:
—Nunca me dijo que era pariente de su esposa. Pero no veo qué importancia puede tener eso. Resultaba completamente inadecuado para el cargo. Un biólogo forense que no es capaz de trabajar correctamente bajo presión es del todo inútil, para mí y para el servicio, y vale más que deje el empleo. Aquí no hay lugar para pasajeros. Eso es lo que me propongo decirle a Bradley.
—Será mejor que no lo haga.
—¿Y cómo piensa impedírmelo?
Era extraordinario que unos labios tan tensos pudieran emitir ningún sonido; que la voz de Lorrimer, aguda y distorsionada, hubiera podido forzar su paso por las cuerdas vocales sin desgarrarlas.
—Expondré claramente a Howarth que usted y yo no podemos trabajar en el mismo laboratorio. No creo que eso le resulte agradable, precisamente. La última complicación que desea en estos momentos es un problema entre los miembros superiores de su personal; por lo tanto, propondrá al ministerio que traslade a uno de los dos antes de que se produzca la complicación adicional del traslado al nuevo laboratorio. Y confío en que Howarth —y el ministerio, si a eso vamos— llegue a la conclusión de que es más fácil encontrar un biólogo forense que un examinador de documentos.
Middlemass se sorprendió a sí mismo. Antes de hablar, en ningún momento había pensado en todo este galimatías. Aunque tampoco era del todo irrazonable. En el servicio no había ningún otro examinador de documentos de su categoría, y Howarth era consciente de ello. Si se negaba categóricamente a trabajar en el mismo laboratorio que Lorrimer, uno de ellos tendría que saltar. La querella no beneficiaría a ninguno de los dos, ciertamente, pero creía saber quién sería el más perjudicado.
Lorrimer replicó:
—Ha contribuido usted a impedir mi ascenso a la dirección, y ahora quiere expulsarme del laboratorio.
—Personalmente, me importa un comino que trabaje aquí o no. Sólo quiero que deje de intimidar a Bradley.
—Aun si estuviera dispuesto a aceptar consejos sobre la forma en que debo dirigir mi departamento, no serían los de un fetichista del papel de tercera categoría con un título de segunda categoría y que ni siquiera conoce la diferencia entre la comprobación científica y la intuición.
La provocación era demasiado absurda como para hacer tambalear la propia estima de Middlemass, pero, al menos, le proporcionaba la posibilidad de una réplica. Descubrió que empezaba a sentirse furioso. Y de pronto vio la luz.
—Mire, compañero, si tiene problemas en la cama, si a ella le parece que no está usted a la altura, no descargue sus frustraciones sobre el resto de nosotros. Recuerde el consejo de Chesterfield: el coste es exorbitante, la posición ridícula y el placer efímero.
El resultado le dejó atónito. Lorrimer profirió un grito ahogado y se abalanzó sobre él. La reacción de Middlemass fue al mismo tiempo instintiva y profundamente satisfactoria: disparó el brazo derecho y descargó un puñetazo sobre la nariz de Lorrimer. Hubo un segundo de desconcertado silencio en el que ambos hombres se miraron el uno al otro. A continuación, comenzó a manar la sangre y Lorrimer se tambaleó y cayó hacia adelante. Middlemass lo sujetó por los hombros y sintió el peso de su cabeza sobre el pecho. Pensó: «Dios mío, va a desmayarse». Percibió claramente una amalgama de emoción, sorpresa por lo que acababa de hacer, satisfacción adolescente, compasión y un impulso de echarse a reír. Preguntó:
—¿Se encuentra usted bien?
Lorrimer se desasió y se irguió nuevamente. Extrajo su pañuelo, con movimientos torpes, y se lo llevó a la nariz. La mancha roja era cada vez más grande. Bajando la mirada, Middlemass vio la sangre de Lorrimer extendiéndose sobre su bata blanca, tan decorativa como una rosa. Comentó:
—Ya que nos entregamos al histrionismo, creo que ahora le correspondería exclamar: «En el nombre de Dios, vas a pagar por esto, cerdo».
Le asombró el súbito destello de odio en aquellos ojos negros. La voz de Lorrimer le llegó amortiguada por el pañuelo.
—Pagará por esto. —Y se marchó.
Midlemass advirtió de pronto la presencia de la señora Bidwell, la encargada de la limpieza del laboratorio, que se había detenido ante la puerta, con ojos grandes y excitados tras sus ridículas gafas de cristales romboidales.
—¡Bonita forma de comportarse! Dos funcionarios superiores peleándose como chiquillos. ¡Deberían estar avergonzados!
—Ya lo estamos, señora Bidwell. Ya lo estamos. —Lentamente, Middlemass extrajo sus largos brazos de las mangas de la bata, y se la tendió a la mujer.
—Eche esto en la ropa sucia, ¿quiere?
—Sabe usted muy bien, señor Middlemass, que no entro nunca en el vestuario de caballeros, no en horas de trabajo. Póngala usted mismo en la cesta. Y si quiere una bata limpia, ya sabe dónde la tiene. Yo no voy a sacar más ropa limpia hasta mañana. ¡Mira que pelearse! Habría debido suponer que el doctor Lorrimer estaría mezclado en el asunto. Pero no es un caballero al que una se imagine riñendo a puñetazos. Yo hubiera dicho que le faltaban agallas para eso. Pero, desde luego, lleva unas semanas que está la mar de extraño. Supongo que ya se habrá enterado del alboroto que hubo ayer en el vestíbulo principal, ¿no? Prácticamente sacó a empujones a los hijos del doctor Kerrison. Y lo único que hacían era esperar a su padre. No hay ningún mal en eso, digo yo. Últimamente se está formando muy mal ambiente en este laboratorio, y si cierto caballero no aprende a controlarse la cosa va a acabar muy mal, acuérdese de lo que le digo.