Capítulo 8

A las doce, la reunión de científicos superiores en el despacho del director para hablar de los muebles y el material para el nuevo laboratorio ya había terminado. Howarth llamó a su secretaria para que limpiara la mesa de conferencias y estuvo contemplándola mientras vaciaba y limpiaba el cenicero (él no fumaba, y el olor de la ceniza le molestaba), retiraba las diversas copias del plano del nuevo laboratorio y recogía los papeles desperdigados. Desde su asiento ante el escritorio, Howarth distinguió los complejos garabatos geométricos de Middlemass y la arrugada agenda, llena de manchas de café, del examinador de vehículos, Bill Morgan.

Contempló a la muchacha mientras ésta se movía en torno a la mesa con silenciosa competencia, preguntándose, como siempre, qué habría, si es que había algo, tras aquella frente extraordinariamente amplia, aquellos ojos rasgados y enigmáticos. Echaba de menos a su anterior asistente personal, Marjory Faraker, como nunca lo hubiera imaginado. Sin duda había sido bueno para su engreimiento, pensó apesadumbrado, descubrir que, después de todo, la devoción de su antigua secretaria no llegaba al extremo de abandonar Londres —donde sorprendentemente, había resultado poseer una vida propia— para irse con él a los marjales. Como todas las buenas secretarias, había adquirido, o al menos sabía simular, algunos de los atributos idealizados de una esposa, madre, amante, confidente, criada y amiga, sin por ello convertirse, ni siquiera pretenderlo, en ninguna de estas cosas. Sabía halagar su amor propio, protegerle de las pequeñas incomodidades de la vida, defender su intimidad con tesón maternal y asegurar, con infinito tacto, que él supiera todo lo que necesitaba saber acerca de lo que ocurría en su laboratorio.

No podía quejarse de Ángela Foley. Era una taquimecanógrafa más que competente, y una secretaria eficaz. Nada quedaba sin hacer. Era sólo que Howarth tenía la sensación de que para ella no existía, que su autoridad, aunque dócilmente respetada, no por eso pasaba de ser una charada. El hecho de que fuera prima de Lorrimer no tenía nada que ver. Jamás le había oído pronunciar su nombre. De vez en cuando se preguntaba qué clase de vida debía llevar en aquel remoto cottage con su amiga escritora, y hasta qué punto le resultaba satisfactoria. Pero ella jamás le contaba nada, ni siquiera acerca del laboratorio. Sabía que el Laboratorio Hoggatt tenía un corazón que palpitaba, como todas las instituciones, pero su pulso le eludía. Rompiendo el silencio, se dirigió a la mujer:

—La Oficina del Exterior y la Commonwealth quiere que recibamos a un biólogo danés durante dos o tres días, el mes que viene. Está de visita en Inglaterra para estudiar el funcionamiento del servicio. Mire a ver cuándo podré dedicarle algo de tiempo. Será mejor que consulte también con Lorrimer sobre sus compromisos diarios. Luego, comunique a la O.E.C. qué días podemos ofrecerle.

—Sí, doctor Howarth.

Por lo menos, la autopsia ya estaba hecha. Había resultado peor de lo que suponía, pero había resistido hasta el final sin ponerse en evidencia. No imaginaba que los colores del cuerpo humano pudieran ser tan vívidos, tan exóticamente bellos. En su mente, volvía a ver de nuevo los enguantados dedos de Kerrison, escurridizos como anguilas, afanándose en los distintos orificios del cuerpo. Explicando, demostrando, desechando. Era de suponer que se había vuelto tan inmune a la repugnancia como lo era al agridulce olor de su depósito de cadáveres. Y a los especialistas en muertes violentas, que a diario se enfrentaban con la disolución definitiva de la personalidad, la piedad debía de parecerles tan irrelevante como la repugnancia.

La señorita Foley estaba a punto de retirarse y se había acercado al escritorio para limpiar la bandeja de salidas. Howarth le preguntó:

—¿Sabe si el inspector Blakelock ha calculado ya los promedios de retención del mes pasado?

—Sí, señor. El promedio de todas las pruebas se ha reducido a doce días, y el del alcohol en sangre ha disminuido a 1,2 días. Pero el promedio para crímenes contra la persona ha vuelto a aumentar. Ahora mismo estaba pasando los datos a máquina.

—Hágamelos llegar tan pronto como estén listos, por favor.

Había recuerdos que, sospechaba, serían todavía más persistentes que la imagen de Kerrison trazando sobre el lechoso cuerpo la larga línea de la incisión primaria con su escalpelo para cartílago. Doyle, aquel robusto toro negro, sonriéndole en el cuarto de baño después de la autopsia, cuando, el uno junto al otro, se lavaban las manos. Intentó explicarse por qué había juzgado necesario este lavado. Sus manos no estaban contaminadas.

—La representación ha estado a la altura acostumbrada. Limpio, rápido y meticuloso: así es Doc Kerrison. Me sabe mal no poder avisarle cuando vayamos a efectuar el arresto. No está permitido. Esta parte tendrá que imaginársela. Pero, con un poco de suerte, podrá asistir al juicio.

Ángela Foley esperaba de pie ante el escritorio, mirándole, o así se lo pareció, de una forma extraña.

—¿Sí?

—Scobie ha tenido que irse a casa, doctor Howarth. No se encuentra nada bien. Le parece que ha cogido esa gripe de dos días que corre por ahí. Además, dice que el incinerador se ha estropeado.

—Supongo que habrá telefoneado al mecánico antes de irse.

—Sí, señor. Dice que ayer por la mañana funcionaba bien, cuando vino el inspector Doyle con los mandatos judiciales para la destrucción de la cannabis confiscada.

Entonces estaba bien. Howarth estaba irritado. Aquél era uno de los pequeños detalles administrativos con los que la señorita Faraker jamás hubiera soñado molestarle. Y seguramente la señorita Foley esperaba de él algún comentario compasivo sobre Scobie, que preguntara si el viejo había estado en condiciones de volver a casa en bicicleta. Sin duda el doctor Maclntyre balaba como un cordero angustiado cada vez que algún miembro de su personal caía enfermo. Inclinó la cabeza sobre sus papeles.

Pero la señorita Foley estaba ya en la puerta. Tenía que ser entonces. Se obligó a decir:

—Pídale al doctor Lorrimer que baje unos minutos, por favor.

Hubiera podido pedirle a Lorrimer, de forma perfectamente casual, que se quedara unos instantes al terminar la reunión. ¿Por qué no lo había hecho así? Probablemente porque una solicitud tan pública hubiera tenido reminiscencias del maestro de escuela; quizá porque se trataba de una entrevista que prefería posponer, siquiera momentáneamente.

Entró Lorrimer y se detuvo ante el escritorio. Howarth extrajo el expediente personal de Bradley del cajón de la derecha y comenzó:

—Siéntese, por favor. Es el informe anual sobre Bradley. Le ha dado usted una nota negativa. ¿Se lo ha dicho?

Lorrimer permaneció en pie.

—El reglamento sobre informes me obliga a decírselo. He hablado con él en mi despacho a las diez y media, nada más volver de la autopsia.

—Parece un poco duro. Según su expediente, es el primer informe negativo que ha tenido. Lo admitimos a prueba hace dieciocho meses. ¿Cómo es que no funciona?

—Creía que eso quedaba claro en mi detallado informe. Ha sido ascendido por encima de su capacidad.

—Dicho de otro modo, ¿cree que el Consejo cometió una equivocación?

—No es nada extraño. Los consejos a veces se equivocan, y no sólo en lo que se refiere a los ascensos.

La alusión era evidente, una provocación deliberada, pero Howarth decidió pasarla por alto y se forzó a mantener serena la voz.

—No estoy dispuesto a dar mi visto bueno a este informe tal y como usted lo ha redactado. Aún es demasiado pronto para juzgarle correctamente.

—Ya le concedí esta excusa el año pasado, cuando llevaba seis meses con nosotros. Pero, si no está usted de acuerdo con mi valoración, puede hacerlo constar en el informe. Hay un espacio reservado para eso.

—Pienso utilizarlo. Y le sugiero que trate de prestar aliento y apoyo al muchacho. Un rendimiento inadecuado puede tener dos motivos. Algunas personas son capaces de rendir más, y lo hacen cuando se las somete a una prudente presión. Otras no son así. Presionarlas no sólo es inútil, sino que equivale a destruir toda la seguridad que puedan tener. Usted dirige un departamento muy eficiente. Pero quizás habría más eficiencia y satisfacción si aprendiera a comprender a la gente. La dirección es en buena parte una cuestión de relaciones personales.

Haciendo un esfuerzo, alzó la mirada. Lorrimer, con labios tan apretados que sus palabras sonaron quebradas, replicó:

—No me había dado cuenta de que su familia destacara por el éxito de sus relaciones personales.

—El hecho de que no pueda aceptar las críticas sin volverse tan personal y rencoroso como una muchacha neurótica es un buen ejemplo de lo que quiero decir.

No llegó a enterarse de lo que Lorrimer iba a contestarle. La puerta se abrió repentinamente y su hermana entró en el despacho. Vestía pantalones y un chaquetón de piel de cordero, y llevaba los rubios cabellos recogidos bajo un pañuelo. Los miró a los dos sin muestras de embarazo y se disculpó tranquilamente:

—Lo siento, no sabía que estabais ocupados. Habría debido pedirle al inspector Blakelock que llamara desde recepción.

Sin decir palabra, Lorrimer, mortalmente pálido, giró sobre sus talones, pasó junto a ella y se retiró. Domenica le siguió con la vista, sonrió y se encogió de hombros.

—Perdona si he interrumpido algo. Sólo quería decirte que me voy un par de horas a Norwich para hacer algunas compras. ¿Quieres que te traiga algo?

—Nada, gracias.

—Volveré antes de la cena, pero creo que no asistiré al concierto del pueblo. Sin Claire Easterbrook, Mozart resultará bastante insufrible. Ah, y estoy pensando en ir unos cuantos días a Londres la semana que viene.

Su hermano no contestó. Ella le miró y preguntó:

—¿Algo anda mal?

—¿Cómo ha podido saber Lorrimer lo de Gina?

No necesitaba preguntarle si se lo había dicho ella. Fueran cuales fuesen las confidencias que ella hubiera podido hacerle, estaba seguro de que no le había hablado de eso. Ella cruzó la habitación, aparentemente para examinar el Stanley Spencer colgado sobre la repisa de la chimenea, y preguntó despreocupadamente:

—¿Por qué? No ha mencionado tu divorcio, ¿o sí?

—No directamente, pero la alusión era intencionada.

Su hermana se volvió hacia él.

—Probablemente se tomó la molestia de averiguar todo lo que pudo sobre ti cuando se enteró de que eras el candidato para el cargo de director. Después de todo, el servicio tampoco es tan grande.

—Pero yo vengo de fuera de él.

—Aun así, es lógico que haya habladurías, rumores. Un fracaso matrimonial es una de esas fruslerías insignificantes que a él podría ocurrírsele husmear. ¿Y qué, si es así? Después de todo, no es nada fuera de lo común. Yo diría que los científicos forenses han de ser particularmente propensos. Todas esas salidas a la escena del crimen, a altas horas de la noche, y las impredecibles sesiones en los tribunales… Las rupturas matrimoniales deben de ser moneda corriente.

Aun sabiendo que parecía tan quisquilloso como un chiquillo obstinado, Howarth declaró:

—No lo quiero en mi laboratorio.

—¿Tu laboratorio? La cosa no es tan sencilla, ¿verdad? Me parece que el Stanley Spencer no acaba de quedar bien sobre la chimenea. Lo encuentro incongruente. Es extraño que papá lo comprara. Yo hubiera dicho que no es su tipo de pintura, en absoluto. ¿Lo has puesto ahí para escandalizar?

Su cólera y su aflicción se apaciguaron milagrosamente. Pero lo cierto era que ella siempre conseguía producir este efecto sobre él.

—Solamente para desconcertar y confundir. Pretende sugerir que quizá yo sea un personaje más complejo de lo que ellos suponen.

—¡Y lo eres, desde luego! Nunca he necesitado la Asunción en Cookbam para comprobarlo. ¿Por qué no pusiste el Greuze? Quedaría muy bien con ese friso tallado sobre la repisa de la chimenea.

—Demasiado bonito.

Ella se echó a reír y salió del despacho. Howarth recogió el informe de Clifford Bradley y, en el espacio reservado al efecto, escribió: «El rendimiento del señor Bradley ha sido ciertamente decepcionante, pero no todas las dificultades se deben a él. Le falta confianza en sí mismo, y necesitaría un apoyo más activo que el que ha recibido. He corregido la calificación final, sustituyéndola por otra que considero más justa, y he hablado con el biólogo principal sobre la dirección del personal en su departamento».

Si por último decidía que, a fin de cuentas, éste no era trabajo para él, el insidioso comentario contribuiría a reducir las posibilidades de que Lorrimer le sucediera como director del Laboratorio Hoggatt.